viernes, 20 de diciembre de 2019

Soy muy feliz. Juan José Millás.

Acabábamos de empezar a comer cuando sonó el teléfono. No me moví, porque siempre lo coge mi mujer, pero esta vez continuó sirviéndose las manitas de cerdo como si no ocurriera nada. “¿No oyes eso?”, le dije. “¿Qué?”, preguntó ella. “El teléfono”, respondí. Laura giró un poco el cuello, dirigiendo la oreja buena hacia el aparato y negó con la cabeza. No insistí porque hace años tuve una crisis con alucinaciones auditivas, entre otros síntomas, y fue un infierno. Todavía tomo una medicación con efectos secundarios desastrosos. Después de diez o doce timbrazos, dejó de sonar. Volví a oírlo mientras tomábamos café. Como no advertí tampoco en mi mujer ningún signo de atención, di por supuesto que se trataba de un teléfono que sólo sonaba dentro de mi cabeza e hice como que no ocurría nada hasta que se calló.
Después de tomar el café solemos sentarnos en el sofá para ver algún programa de sobremesa. Mi mujer se duerme enseguida y yo, tras bajar el sonido de la tele, me pongo a pensar en mis cosas. En la piel, por ejemplo. Últimamente estoy obsesionado con la piel. He leído que se trata del órgano más grande del cuerpo. Nunca se me habría ocurrido pensar en ella en términos de órgano, pero para los médicos es igual que un riñón, que el hígado, que el bazo. La piel es el órgano encargado de relacionarnos con el mundo. La de mi mujer es muy especial porque tiene un tacto parecido al de la seda. Si cierras los ojos y le acaricias un brazo o una pierna, tienes la impresión de estar acariciando un trozo de seda; de seda fría, por cierto, pues tiene una temperatura un poco más baja de lo normal, lo que, contra lo que podríamos pensar, no es desagradable, todo lo contrario. Hace poco, por cierto, fui a comprarme unos pantalones y me los ofrecieron en un tejido llamado así, seda fría. Están recomendados para el verano, como es lógico. También me vendieron una chaqueta de lana cruda. Me quedé con aquellas dos expresiones -seda fría y lana cruda- porque me produjeron una impresión indeleble (suena bien “impresión indeleble”, ¿verdad?).
Pues bien, al poco de que mi mujer comenzara a dormitar, volvió a sonar el teléfono. Observé a Laura, por si se despertaba o hacía al menos algún movimiento de incomodidad, pero no, nada. Era de nuevo el teléfono de mi cabeza. Esta vez, cerré los ojos y me imaginé caminando por el interior de mi cuerpo para descolgarlo. Subí por el cuello de unas escaleras de caracol imaginarias y enseguida llegué al lugar de la bóveda craneal donde se encontraba el aparato. Era uno de esos teléfonos negros, muy antiguos, de baquelita, creo, que ahora se ven en los anticuarios. Lo descolgué y dije diga, pero no me contestaron. Sólo se escuchaba la respiración de alguien. “Diga”, insistí un poco inquieto.
-¿Está usted solo? -preguntó la voz de una mujer cuyo tono cortaba como un cuchillo.
-Como si lo estuviera -respondí -porque mi mujer duerme en el sofá y esto sólo ocurre dentro de mi cabeza, de manera que hablo con el pensamiento, sin mover los labios.
Tras unos instantes de silencio, la mujer añadió que tenían secuestrada a mi hija y que si quería que todo saliera bien no avisara a la policía. Me pidió una cantidad de dinero que debía abandonar esa misma tarde en una papelera situada frente a una cafetería céntrica. Pregunté cómo sabía que mi hija es encontraba bien y me la pasó.
-Haz todo lo que te piden, papá -gritó la voz desesperada de una chica al otro lado. Luego se cortó la comunicación.
Cuando me empezaron a medicar, fue precisamente porque yo me había empeñado en que habían secuestrado a nuestra hija. Al principio la policía y mi mujer me dieron la razón, pero como mi desesperación no hacía otra cosa que crecer, me explicaron que no teníamos ninguna hija, que todo era fruto de mi imaginación. Gracias a la ayuda del psiquiatra y de la medicación, acabé comprendiendo que se trataba, en efecto, de una hija inventada y de la que me había olvidado hasta el momento este en el que empezó a sonar el teléfono dentro de mi cabeza. El caso es que hice lo que me pidieron los secuestradores, todo dentro de mi cabeza, claro, para que mi mujer no se diera cuenta, y me devolvieron a la cría, que era guapísima. Desde entonces, la llevo al colegio y la voy a recoger y le hago regalos, siempre aquí dentro, mientras mi mujer dormita frente al televisor o trastea por la casa. De vez en cuando me observa como si le ocultara algo, pero yo pongo un gesto de indiferencia, como si todo, gracias a las medicinas, me diera igual y se va con la música a otra parte. Soy muy feliz con mi niña.

Articuentos escogidos, 2012.
 

2 comentarios:

  1. Hola, garacias por subir estos cuentos.¿Tenés un mail? Quería contactarte.

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    1. Hola, Jorge.
      Me alegro de que te gusten los cuentos y micros. Yo solo agrupo aquí estas pequeñas maravillas.
      Tengo mail, lo puedes encontrar en mi perfil.
      Suludos.
      Eva.

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