Acabábamos
de empezar a comer cuando sonó el teléfono. No me moví, porque
siempre lo coge mi mujer, pero esta vez continuó sirviéndose las
manitas de cerdo como si no ocurriera nada. “¿No oyes eso?”, le
dije. “¿Qué?”, preguntó ella. “El teléfono”, respondí.
Laura giró un poco el cuello, dirigiendo la oreja buena hacia el
aparato y negó con la cabeza. No insistí porque hace años tuve una
crisis con alucinaciones auditivas, entre otros síntomas, y fue un
infierno. Todavía tomo una medicación con efectos secundarios
desastrosos. Después de diez o doce timbrazos, dejó de sonar. Volví
a oírlo mientras tomábamos café. Como no advertí tampoco en mi
mujer ningún signo de atención, di por supuesto que se trataba de
un teléfono que sólo sonaba dentro de mi cabeza e hice como que no
ocurría nada hasta que se calló.
Después
de tomar el café solemos sentarnos en el sofá para ver algún
programa de sobremesa. Mi mujer se duerme enseguida y yo, tras bajar
el sonido de la tele, me pongo a pensar en mis cosas. En la piel, por
ejemplo. Últimamente estoy obsesionado con la piel. He leído que se
trata del órgano más grande del cuerpo. Nunca se me habría
ocurrido pensar en ella en términos de órgano, pero para los
médicos es igual que un riñón, que el hígado, que el bazo. La
piel es el órgano encargado de relacionarnos con el mundo. La de mi
mujer es muy especial porque tiene un tacto parecido al de la seda.
Si cierras los ojos y le acaricias un brazo o una pierna, tienes la
impresión de estar acariciando un trozo de seda; de seda fría, por
cierto, pues tiene una temperatura un poco más baja de lo normal, lo
que, contra lo que podríamos pensar, no es desagradable, todo lo
contrario. Hace poco, por cierto, fui a comprarme unos pantalones y
me los ofrecieron en un tejido llamado así, seda fría. Están
recomendados para el verano, como es lógico. También me vendieron
una chaqueta de lana cruda. Me quedé con aquellas dos expresiones
-seda fría y lana cruda- porque me produjeron una impresión
indeleble (suena bien “impresión indeleble”, ¿verdad?).
Pues
bien, al poco de que mi mujer comenzara a dormitar, volvió a sonar
el teléfono. Observé a Laura, por si se despertaba o hacía al
menos algún movimiento de incomodidad, pero no, nada. Era de nuevo
el teléfono de mi cabeza. Esta vez, cerré los ojos y me imaginé
caminando por el interior de mi cuerpo para descolgarlo. Subí por el
cuello de unas escaleras de caracol imaginarias y enseguida llegué
al lugar de la bóveda craneal donde se encontraba el aparato. Era
uno de esos teléfonos negros, muy antiguos, de baquelita, creo, que
ahora se ven en los anticuarios. Lo descolgué y dije diga, pero no
me contestaron. Sólo se escuchaba la respiración de alguien.
“Diga”, insistí un poco inquieto.
-¿Está
usted solo? -preguntó la voz de una mujer cuyo tono cortaba como un
cuchillo.
-Como
si lo estuviera -respondí -porque mi mujer duerme en el sofá y esto
sólo ocurre dentro de mi cabeza, de manera que hablo con el
pensamiento, sin mover los labios.
Tras
unos instantes de silencio, la mujer añadió que tenían secuestrada
a mi hija y que si quería que todo saliera bien no avisara a la
policía. Me pidió una cantidad de dinero que debía abandonar esa
misma tarde en una papelera situada frente a una cafetería céntrica.
Pregunté cómo sabía que mi hija es encontraba bien y me la pasó.
-Haz
todo lo que te piden, papá -gritó la voz desesperada de una chica
al otro lado. Luego se cortó la comunicación.
Cuando
me empezaron a medicar, fue precisamente porque yo me había empeñado
en que habían secuestrado a nuestra hija. Al principio la policía y
mi mujer me dieron la razón, pero como mi desesperación no hacía
otra cosa que crecer, me explicaron que no teníamos ninguna hija,
que todo era fruto de mi imaginación. Gracias a la ayuda del
psiquiatra y de la medicación, acabé comprendiendo que se trataba,
en efecto, de una hija inventada y de la que me había olvidado hasta
el momento este en el que empezó a sonar el teléfono dentro de mi
cabeza. El caso es que hice lo que me pidieron los secuestradores,
todo dentro de mi cabeza, claro, para que mi mujer no se diera
cuenta, y me devolvieron a la cría, que era guapísima. Desde
entonces, la llevo al colegio y la voy a recoger y le hago regalos,
siempre aquí dentro, mientras mi mujer dormita frente al televisor o
trastea por la casa. De vez en cuando me observa como si le ocultara
algo, pero yo pongo un gesto de indiferencia, como si todo, gracias a
las medicinas, me diera igual y se va con la música a otra parte.
Soy muy feliz con mi niña.
Articuentos escogidos, 2012.
Hola, garacias por subir estos cuentos.¿Tenés un mail? Quería contactarte.
ResponderEliminarHola, Jorge.
EliminarMe alegro de que te gusten los cuentos y micros. Yo solo agrupo aquí estas pequeñas maravillas.
Tengo mail, lo puedes encontrar en mi perfil.
Suludos.
Eva.