sábado, 14 de diciembre de 2019

Un anillo alrededor del sol. Isaac Asimov.

Jimmy Turner canturreaba alegremente, quizá con cierta estridencia, cuando entró en la sala de recepción.
-¿Está el viejo aguafiestas ahí dentro? -preguntó, acompañando la interrogación con un guiño que hizo sonrojar de agradecimiento a la bonita secretaria.
-Así es; y esperándole. -Le indicó una puerta en la que estaba escrito en gruesas letras negras, “Frank McCutcheon, director general, Correos del Espacio Unido”.
Jim entró.
-Hola, capitán, ¿qué pasa ahora?
-Oh, es usted. -McCutcheon levantó la vista de su mesa, mordisqueando un maloliente cigarro-. Siéntese.
McCutcheon le miró fijamente por debajo de sus tupidas cejas. Ni aun los residentes más antiguos recordaban haber visto reír al “viejo aguafiestas”, como le designaban todos los miembros de Correos del Espacio Unido, aunque los rumores aseguraban que había sonreído, cuando era pequeño, al ver caer a su padre de un manzano. En aquel momento, su expresión hacía creer que el rumor era exagerado.
-Ahora, escuche, Turner -bramó-. Correos del Espacio Unido piensa inaugurar un nuevo servicio y usted ha sido elegido para abrir el camino. -Haciendo caso omiso a la mueca de Jimmy, continuó-: De ahora en adelante, el correo venusiano funcionará todo el año.
-¡Cómo! Siempre he creído que era la ruina, desde el punto de vista financiero, repartir el correo venusiano, excepto cuando Venus estaba a este lado del Sol.
-Claro -admitió McCutcheon-, si seguimos las rutas ordinarias. Pero podríamos cortar directamente a través del sistema sólo con aproximarnos lo bastante al Sol. ¡Y aquí interviene usted! Se ha fabricado una nueva nave que está equipada para llegar a sólo treinta millones de kilómetros del Sol y que podrá mantenerse indefinidamente a esta distancia.
Jimmy le interrumpió con nerviosismo:
-No corra tanto, aguaf…, señor McCutcheon, no acabo de comprenderlo. ¿De qué clase de nave se trata?
-¿Cómo quiere que yo lo sepa? No me he escapado de ningún laboratorio. Por lo que me han dicho, emite una especie de campo magnético que encauza las radiaciones del Sol alrededor de la nave. ¿Lo entiende? Todo se desvía. El calor no te alcanza. Puedes permanecer allí para siempre y estar más fresco que en Nueva York.
-Oh, ¿de veras? -Jimmy se mostraba escéptico-. ¿Ha sido comprobado, o quizá han dejado ese pequeño detalle para mí?
-Naturalmente que ha sido comprobado, pero no bajo las actuales condiciones solares.
-Entonces está descartado. He hecho mucho por Correos, pero esto es el límite. No estoy loco,
todavía.
McCutcheon se puso rígido.
-¿Debo recordarle el juramento que hizo al entrar en el servicio, Turner? “Nuestro vuelo a través del espacio...”

-”...nunca debe ser detenido por nada excepto la muerte” -terminó Jimmy-. Lo sé tan bien como usted y también me doy cuenta de que es muy fácil citarlo desde un cómodo sillón. Si es usted idealista hasta este punto, puede hacerlo usted mismo. Por lo que a mí respecta, está descartado. Y si quiere, puede echarme a patadas. Conseguiré otro trabajo así de pronto -chasqueó los dedos airadamente.
La voz de McCutcheon se transformó en un suave murmullo.
-Vamos, vamos, Turner, no se apresure. Todavía no ha oído todo lo que tengo que decirle. Roy Snead será su compañero.
-¡Uf! ¡Snead! Pero si ese fanfarrón no tendría agallas para aceptar un trabajo como éste ni dentro de un millón de años. Cuénteme algún otro cuento de hadas.
-Bueno, en realidad, ya ha aceptado. A mí se me ocurrió que usted podría acompañarle, pero veo que él tenía razón. Insistió en que usted se echaría atrás. Al principio pensé que no lo haría.
McCutcheon le hizo un gesto de despedida y se enfrascó de nuevo con indiferencia en el informe que estaba estudiando cuando Jimmy entró. Este dio media vuelta, vaciló, y entonces regresó.
-Espere un poco, señor McCutcheon; ¿quiere decir que Roy irá realmente? -éste asintió, al parecer todavía absorto en otros asuntos, y Jimmy explotó-: ¡Vamos, ese tipo vil, zanquilargo y tramposo! ¡Así que cree que soy demasiado cobarde para ir! Bien, yo le enseñaré. Aceptaré el trabajo y apostaré diez dólares contra un níquel venusiano a que se pone enfermo en el último minuto.
-¡Estupendo! -McCutcheon se levantó y le estrechó la mano-. Sabía que entraría en razón. El mayor Wade tiene todos los detalles. Creo que partirán dentro de unas seis semanas, y como yo salgo hacia Venus mañana, probablemente nos veremos allí.
Jimmy salió, aún indignado, y McCutcheon se puso en comunicación con la secretaria.
-Ah, señorita Wilson, póngame con Roy Snead en el visor.
Al cabo de unos minutos de espera, se encendió una luz de señales roja. Se conectó el visor y el moreno y apuesto Snead apareció en la visiplaca.
-Hola, Snead -gruñó McCutcheon-. Ha perdido la apuesta, Turner ha aceptado el trabajo. Por poco se muere de risa cuando le he dicho que usted no creía que fuese. Envíeme los veinte dólares, por favor.
-Espere un poco, señor McCutcheon -el rostro de Snead se congestionó de furia-. ¿Para qué decir a ese imbécil de remate que no iré? Seguro que lo ha hecho usted, traidor. Pues iré, pero vaya preparando otros veinte y le apuesto a que todavía cambiará de parecer. Pero yo sí que iré -Roy Snead seguía gesticulando cuando McCutcheon desconectó.
El director general se retrepó en el sillón, tiró el despedazado cigarro, y encendió uno nuevo. Su rostro conservaba su expresión agria, pero hubo una nota de gran satisfacción en su tono cuando dijo:
-¡Ah! Ya sabía que eso los convencería.


Fue una pareja cansada y sudorosa la que dirigió la gran nave Helios a través de la órbita de Mercurio. A pesar de la amistad superficial impuesta por las semanas que llevaban solos en el espacio, Jimmy Turner y Roy Snead apenas se dirigían la palabra. Añadamos a esta hostilidad oculta el calor del hinchado Sol y la torturante incertidumbre del resultado del viaje y tendremos a una pareja verdaderamente desdichada.
Jimmy escudriñaba con cansancio las numerosas esferas que tenía frente a sí, y, apartando de un manotazo un húmedo mechón de cabello que le caía sobre los ojos, gruñó:
-¿Qué marca ahora el termómetro, Roy?
-Cincuenta y dos grados centígrados y sigue subiendo -fue el gruñido que recibió como respuesta.
Jimmy blasfemó con rabia.
-El sistema de refrigeración trabaja al máximo, el casco de la nave refleja el 95% de la radiación solar y sigue en los cincuenta. -Hizo una pausa-. El indicador de la gravedad señala que todavía estamos a unos cincuenta y cinco millones de kilómetros del Sol. Veinticinco millones de kilómetros antes de que el campo deflector sea efectivo. La temperatura todavía subirá a sesenta y cinco grados. ¡Es una bonita perspectiva! Comprueba los desecadores. Si el aire no es completamente seco, no duraremos demasiado.
-¡Y pensar que estamos en la órbita de Mercurio! -la voz de Snead era ronca-. Nadie se había acercado tanto al Sol hasta ahora. Y nosotros vamos a acercarnos aún más.
-Ha habido muchos que han estado tan cerca y todavía más -recordó Jimmy-, pero ellos perdieron el control y aterrizaron en el Sol. Friedländer, Debuc, Anton… -su voz se desvaneció en un amargo silencio.
Roy se movió con desasosiego.
-¿Hasta qué punto es efectivo este campo deflector, Jimmy? Tus alegres pensamientos no son muy tranquilizadores, ¿sabes?
-Bueno, ha sido experimentado bajo las condiciones más adversas que los técnicos del laboratorio pudieron idear. Yo lo he presenciado. Ha sido bañado en una radiación parecida a la solar a una distancia de veinte millones de kilómetros. El campo funcionó a la perfección. Enfocaron la luz hacia él para que la nave se tornara invisible. Los hombres de dentro de la nave afirmaron que todo el exterior se había tornado invisible y que el calor no les alcanzaba. Es curioso, sin embargo, que el campo no funciona más que bajo ciertas intensidades de radiación.
-Pues espero que así ocurra -gruñó Roy-. Si el viejo aguafiestas piensa asignarme este itinerario…, perderá su mejor piloto.
-Perderá sus dos mejores pilotos -corrigió Jimmy.
Los dos guardaron silencio y el Helios siguió su ruta.
La temperatura aumentaba: 54, 55, 56. Después, tres días más tarde, con el mercurio rozando los 65 grados, Roy anunció que se estaban aproximando a la zona crítica, donde la radiación solar alcanzaba la intensidad suficiente para excitar el campo.
Los dos aguardaron, con la mente sumida en una concentración febril, y el pulso latiendo apresuradamente.
-¿Ocurrirá de repente?
-No lo sé. Tendremos que esperar.
A través de las portillas, sólo se veían las estrellas. El Sol, tres veces mayor a como se ve desde la Tierra, lanzaba sus rayos cegadores sobre metal opaco, pues en aquella nave, especialmente diseñada, las portillas se cerraban automáticamente cuando incidía una radiación potente.
Y entonces las estrellas empezaron a desaparecer. Lentamente, en primer lugar, las más mortecinas se desvanecieron… después las más brillantes: la estrella polar, Régulo, Arturo, Sirio. El espacio aparecía en la más completa oscuridad.
-Funciona -susurró Jimmy.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando las portillas que miraban hacia el Sol se abrieron. ¡El Sol había desaparecido!
-¡Ah! Ya estoy más fresco -Jimmy Turner dio rienda suelta a su júbilo-. Chico, ha funcionado a la perfección. Si pudieran adaptar este campo deflector a todas las intensidades, disfrutaríamos de una invisibilidad perfecta. Sería un arma de guerra muy efectiva. -Encendió un cigarrillo y se recostó sensualmente.
-Pero mientras tanto volamos a ciegas -insistió Roy.
Jimmy sonrió paternalmente.
-No debes preocuparte por eso, niño guapo. Ya me he ocupado de todo. Estamos en una órbita alrededor del Sol. Dentro de dos semanas, nos encontraremos en el lado opuesto y entonces los cohetes nos impulsarán fuera de este anillo, encaminándonos rápidamente a Venus -estaba muy satisfecho de sí mismo-. Dejémoslo para Jimmy “Cerebro” Turner. Te llevaré en dos meses, en vez de los seis reglamentarios. Ahora estás con el mejor piloto de Correos.
Roy se echó a reír maliciosamente.
-Oyéndote, cualquier diría que tú haces todo el trabajo. Todo lo que haces es llevar la nave por la ruta que yo he trazado. eres el mecánico; yo soy el cerebro.
-Oh, ¿de verdad? Cualquier estudiante para piloto puede trazar una ruta. Pero se necesita un hombre para pilotar la nave.
-Bueno, ésa es tu opinión. Sin embargo, ¿quién está mejor pagado, el piloto o el que traza las rutas?


Jimmy encajó aquella derrota y Roy salió triunfalmente de la cabina de mandos. Ajeno a todo esto, el Helios seguía su ruta.
Durante dos días, todo transcurrió a la perfección; pero el tercero, Jimmy inspeccionó el termómetro y movió la cabeza con desconfianza y preocupación. Roy entró, vigiló el curso de acción y levantó las cejas con asombro.
-¿Algo va mal? -se inclinó para leer la altura de la fina columna roja-. Sólo 37 grados. No es como para tener este aspecto de pato mareado. Por tu expresión, creía que algo iba mal con el campo deflector y la temperatura volvía a subir. -Se alejó con un ostentoso bostezo.
-Oh, cállate, mono insensato. -El pie de Jimmy se levantó en una patada indiferente-. Estaría mucho más tranquilo si la temperatura subiera. Este campo deflector funciona demasiado bien para mi gusto.
-¡Uh! ¿Qué quieres decir?
-Te lo explicaré, y si me escuchas atentamente quizá lo comprendas. Esta nave está construida igual que un termo. No se calienta más que con la mayor de las dificultades y tampoco se enfría. -Hizo una pausa y dejó caer sus palabras-: A temperaturas normales, esta nave no pierde más de un grado al día si no existe ninguna fuente de calor exterior. Es posible que, a la elevada temperatura que estábamos, el descenso pudiera llegar a tres grados al día. ¿Me entiendes?
Roy estaba con la boca abierta y Jimmy continuó:
-Pero esta maldita nave ha perdido veintisiete grados en menos de tres días.
-Pero eso es imposible.
-Allí lo marca -señaló irónicamente Jimmy-. Te diré lo que falla. Es el campo. Actúa como un agente repulsivo de las radiaciones electromagnéticas y aumenta de alguna forma la pérdida de calor de nuestra nave.
Roy se puso a pensar e hizo unos rápidos cálculos mentales.
-Si lo que dices es cierto -dijo al fin-, dentro de cinco días alcanzaremos el punto de congelación y después pasaremos una semana en lo que corresponde al clima invernal.
-Así es. Incluso teniendo en cuenta la disminución del descenso térmico cuando la temperatura baje, probablemente terminaremos con el mercurio entre los treinta y cinco y cuarenta grados bajo cero.
Roy tragó saliva.
-¡Y a treinta millones de kilómetros del Sol!
-Eso no es lo peor -observó Jimmy-. Esta nave, como todas las utilizadas para viajes dentro de la órbita de Marte, no tiene sistema de calefacción. Con el Sol brillando furiosamente y sin otra forma de perder calor más que por radiaciones inútiles, las naves espaciales de Marte y Venus siempre se han caracterizado por sus sistemas de refrigeración. Nosotros, por ejemplo, tenemos un aparato de refrigeración muy eficaz.
-Así que nos encontramos en un aprieto de mil diablos. Ocurre lo mismo con nuestro traje espacial.
A pesar de la temperatura, todavía asfixiante, los dos empezaban a sentir escalofríos.
-Pues no voy a soportarlo -exclamó Roy-. Voto por salir de aquí inmediatamente y dirigirnos a la Tierra. No pueden esperar más de nosotros.
-¡Adelante! Tú eres el teórico. ¿Puedes trazar un rumbo a esta distancia del Sol y garantizarme que no caeremos en él?
-¡Diablos! No había pensado en eso.
Ninguno de los dos sabía qué hacer. La comunicación por radio no era posible desde que habían pasado la órbita de Mercurio. El Sol estaba demasiado cerca y su fuerte radiación habría anulado cualquier tentativa.
Así que decidieron esperar.
Los días siguientes transcurrieron en una continua vigilancia del termómetro, excepto los minutos en que uno de los dos soltaba una nueva maldición sobre la cabeza del señor Frank McCutcheon. Se permitían comer y dormir, peor no lo disfrutaban.
Y mientras tanto, el Helios, indiferente por completo al aprieto en que se encontraban sus ocupantes, seguía su curso.
Tal como Roy había predicho, la temperatura sobrepasó la línea roja que marcaba “Congelación” hacia el final del séptimo día en el anillo de desviación. Ambos se sintieron terriblemente preocupados cuando ocurrió, a pesar de que lo esperaban.
Jimmy había sacado unos cuatrocientos litros de agua del depósito. Con ellos llenó casi todos los recipientes de a bordo.
-Quizá evitemos que las tuberías estallen cuando el agua se congele -observó-. Y si lo hacen, como es probable, es mejor que tengamos una reserva de agua. Ya sabes que aún tenemos que permanecer aquí otra semana.
Y al día siguiente, el octavo, el agua se heló. Los cubos, rebosantes de hielo, estaban fríos y relucientes. Ambos los miraron con desesperación. Jimmy rompió uno para abrirlo.
-Completamente congelada -dijo, desolado y se envolvió en otra manta.
Ahora era difícil pensar en otra cosa que no fuera el frío, siempre en aumento. Roy y Jimmy habían requisado todas las sábanas y mantas de la nave, tras haberse puesto tres o cuatro camisas e igual número de pantalones.
Permanecían en la cama todo el tiempo posible, y cuando no tenían más remedio que levantarse, se acurrucaban cerca de la pequeña estufa en busca de calor. Incluso este dudoso placer les fue pronto denegado, pues, tal como Jimmy observó, “la reserva de combustible es extremadamente limitada, y necesitaremos la estufa para descongelar la comida y el agua”.
Los accesos de cólera eran cortos y los choques frecuentes, pero la desgracia común impidió que siguieran discutiendo. Sin embargo fue el décimo día cuando los dos, unidos por un odio común, se hicieron súbitamente amigos.


La temperatura había descendido hasta diecisiete grados bajo cero, y, por las trazas, continuaría bajando. Jimmy se hallaba acurrucado en un rincón pensando en las veces que, en Nueva York, se había quejado del calor de agosto y preguntándose cómo podía haberlo hecho. Mientras tanto, Roy había movido sus ateridos dedos las veces suficientes para calcular que tendrían que soportar el frío durante 6.354 minutos más.
Contemplaba las cifras con hastío y las leía a Jimmy. Este frunció el ceño y gruñó:
-Tal como me encuentro, no duraré ni 54 minutos así que olvídate de los 6.354. -Después añadió con impaciencia- me gustaría que pensaras en un medio para salir de esto.
-Si no estuviéramos tan cerca del Sol -sugirió Roy- podríamos poner en marcha los motores traseros y elevarnos rápidamente.
-Sí, y si aterrizáramos en el Sol, estaríamos muy cómodos y calientes. ¡Eres de gran ayuda!
-Bueno, tú eres el que se llama a sí mismo “Cerebro”, Turner. Piensa en algo. Por el modo como hablas cualquiera creería que todo esto es culpa mía.
-¡Claro que lo es, mono vestido de hombre! Mi sano juicio me aconsejaba no hacer este viaje de locos. Cuando McCutcheon me lo propuso, me negué categóricamente. Sabía lo que hacía. -El tono de Jimmy era mordaz-. ¿Y qué ocurrió? Como loco que eres, tú aceptas y te precipitas donde un hombre sensato temería poner el pie. Y entonces, naturalmente, yo tuve que aceptar.
“¿Y sabes lo que debería haber hecho? -la voz de Jimmy subió de tono-. Tendría que haberte dejado marchar solo para que te helaras, mientras yo estaba sentado junto a un enorme fuego, regocijándome por tu suerte. Es decir, de haber sabido lo que iba a suceder.
Una expresión de sorpresa y amor propio ofendido apareció en el rostro de Roy.
-¿De veras? ¿Conque ésas tenemos? Bueno, lo único que puedo decir es que tienes una habilidad indudable para desvirtuar los hechos, pero para ninguna otra cosa. La cuestión es que tú fuiste lo bastante estúpido como para aceptar, y yo, pobre de mí, fui arrastrado por la fuerza de las circunstancias.
La expresión de Jimmy revelaba el desdén más absoluto.
-Evidentemente, el frío te ha vuelto chiflado, aunque reconozco que no se necesita demasiado para acabar con el poco juicio que posees.
-Escucha -contestó Roy acaloradamente-. El 10 de octubre, McCutcheon me llamó por el visor y me dijo que tú habías aceptado, riéndose de mí a mandíbula batiente porque me negaba a ir. ¿Acaso lo niegas?
-Si, lo niego rotundamente. El 10 de octubre, el aguafiestas me dijo que habías decidido ir y le habías apostado que…
La voz de Jimmy se desvaneció súbitamente y una expresión de asombro apareció en su rostro.
-Dime…, ¿estás seguro de que McCutcheon te dijo que yo había aceptado?
Un escalofriante presentimiento atenazó el corazón de Roy al oír la pregunta de Jimmy, un presentimiento que le hizo olvidar todo el frío que sentía.
-Absolutamente -contestó-. Te lo juro. Por eso vine.
-Pero si me dijo que tú habías aceptado y por eso me decidí…
De pronto Jimmy se sintió muy estúpido. Los dos cayeron en un largo y ominoso silencio, que al fin fue roto por Roy, cuya voz temblaba de emoción.
-Jimmy, hemos sido víctimas de un truco desdeñable, sucio y bajo. -Sus ojos se dilataron de furia-. Hemos sido estafados, engañados… -las palabras le fallaron, pero siguió emitiendo sonidos carentes de sentido, que manifestaban toda la ira.
Jimmy era más tranquilo, pero no el menos vindicativo.
-Tienes razón, Roy, MacCutcheon nos ha jugado una mala pasada. Ha sobrepasado los límites de la inquietud humana. Pero nos vengaremos. Cuando lleguemos, dentro de 6.300 minutos exactos, tendremos que ajustar las cuentas al aguafiestas.
-¿Qué haremos? -los ojos de Roy reflejaban una alegría sanguinaria.
-Por el momento, sugiero que le despedacemos y no dejemos de él más que diminutos trocitos.
-No es lo bastante horrible. ¿Y si lo metiéramos en aceite hirviendo?
-Es algo razonable; sí, pero podría llevar demasiado tiempo. Propinémosle una buena paliza al estilo antiguo… con manoplas.
Roy se frotó las manos.
-Tenemos mucho tiempo para pensar en alguna medida realmente adecuada. El muy vil, miserable, cobarde, leproso… -El resto degeneró fluidamente hacia lo impublicable.
Y durante los cuatro días siguientes, la temperatura siguió bajando. El decimocuarto y último día, el mercurio se congeló, mientras el sólido líquido rojo indicaba con su dedo helado los cuarenta grados bajo cero.
Aquel horrible día habían encendido la estufa, empleando toda su escasa reserva de petróleo. Temblando y completamente helados, se agazaparon uno junto al otro, en un intento de aprovechar hasta la última gota de calor.
Hacía varios días que Jimmy había encontrado un par de orejeras en un rincón olvidado, y ahora se las turnaban cada hora. Ambos se hallaban enterrados bajo una pequeña montaña de mantas, frotándose las manos y los pies casi helados. A medida que transcurrían los minutos, su conversación, que versaba casi exclusivamente sobre McCutcheon, se volvía más violenta.
-Siempre recitando esa consigna, mil veces maldita, de Correos del Espacio: “Nuestro vuelo a través del es...” -Jimmy se interrumpió con una furia impotente.
-Sí y siempre desgastando sillas en vez de salir al espacio y hacer un trabajo de hombre, el podrido… -convino Roy.
-Bueno, saldremos de la zona de desviación dentro de dos horas. Al cabo de tres semanas estaremos en Venus -dijo Jimmy estornudando.
-Nunca será demasiado pronto para mí -contestó Snead, que llevaba dos días resollando sin cesar-. No volveré a hacer otro viaje espacial en mi vida, excepto quizá el que me devuelva a la Tierra. Después es esto, cultivaré plátanos en Centroamérica. Por lo menos allí se está caliente.
-Quizá no logremos salir de Venus, después de lo que vamos a hacerle a McCutcheon.
-No, en eso tienes razón. Pero no importa. Venus es aún más cálido que Centroamérica y eso es lo único que me interesa.
-Tampoco tenemos problemas legales -Jimmy volvió a estornudar-. En Venus la pena máxima por asesinato en primer grado es la cadena perpetua. Una bonita, cálida y seca celda para el resto de mi vida. ¿Qué mas podría desear?
La segunda manecilla del cronómetro seguía su paso uniforme; los minutos pasaban. Las manos de Roy se posaban amorosamente sobre la palanca que conectaría los cohetes traseros para alejar al Helios del Sol y de aquella horrible zona de desviación.
Y al fin:
-¡Adelante! -gritó Jimmy con ansiedad-. ¡Apriétala!
Con un gran estrépito, los cohetes se pusieron en marcha. El Helios tembló de proa a popa. Los pilotos notaron que la aceleración les apretaba contra el respaldo de sus asientos, y se sintieron felices. En cuestión de minutos, el Sol volvería a brillar y ellos dejarían de tener frío, sentirían de nuevo el bendito calor.
Sucedió antes que se dieran cuenta de ello. Hubo un momentáneo destello de luz y después un crujido y un clic, al cerrarse las portillas que miraban al Sol.
-Mira -gritó Roy-, ¡las estrellas! ¡Ya hemos salido! -lanzó una estática mirada de felicidad hacia el termómetro-. Bueno, viejo amigo, de ahora en adelante volveremos a subir -se envolvió mejor en las mantas, pues el frío aún persistía.


Había dos hombres en el despacho de Frank McCutcheon en la sucursal de Venus de Correos del Espacio Unido: el mismo McCutcheon y el anciano de cabello blanco Zebulon Smith, inventor del campo deflector. Smith estaba hablando.
-Pero, señor McCutcheon, es realmente de la mayor importancia que sepa cómo ha funcionado mi campo deflector. Seguramente le habría transmitido toda la información posible.
El rostro de MacCutcheon era la acritud personificada mientras mordía el extremo de uno de sus enormes cigarros y lo encendía.
-Eso, mi querido Smith -dijo-, es justo lo que no han hecho. Desde que se alejaron del Sol lo bastante como para establecer comunicación, he solicitado continuos informes sobre la eficacia del campo. Pero se niegan a contestar. Dicen que funcionan y que están vivos, añadiendo que nos proporcionarán todos los detalles cuando lleguen a Venus. ¡ Eso es todo!
Zebulon Smith suspiró, decepcionado.-¿No es eso un poco insólito; insubordinación, para llamarlo de algún modo? Creía que estaban obligados a facilitar informes y dar todos los detalles que se les pidieran.
-Así es. Pero son mis mejores pilotos y bastante temperamentales. Tenemos que concederles cierto margen. Además, les engañé para que hicieran este viaje, bastante arriesgado por cierto, así que me siento inclinado a ser indulgente.
-Bien, en este caso, supongo que tendré que esperar.
-Oh, no demasiado tiempo -le aseguró McCutcheon-. Les esperamos hoy mismo, y le aseguro que en cuanto me ponga en contacto con ellos le enviaré un informe detallado. Después de todo, han sobrevivido durante dos semanas a una distancia de treinta millones de kilómetros del Sol, así que su invento es un éxito. Eso debería satisfacerle.
Smith acababa de irse cuando la secretaria de McCutcheon entró, con una expresión preocupada en su rostro.
-Algo va mal con los dos pilotos del Helios, señor McCutcheon -le informó-. Acabo de recibir una comunicación del mayor Wade desde Pallas City, donde han aterrizado. Se han negado a asistir a los festejos que se les había preparado, pero en cambio fletaron inmediatamente un cohete para venir aquí, negándose a revelar la razón. Cuando el mayor Wade trató de detenerlos, se pusieron violentos, según me dijo.
La muchacha dejó la comunicación sobre la mesa. McCutcheon la miró superficialmente.
-¡Humm! Son demasiado temperamentales. Bueno, hágalos entrar en cuanto lleguen. Yo haré que dejen de serlo.
Unas tres horas más tarde, el problema de los dos rebeldes pilotos volvió sobre el tapete, esta vez a causa de una súbita conmoción en la sala de espera. McCutcheon oyó las coléricas voces de dos hombres y después las aterrorizadas protestas de su secretaria. De repente, la puerta se abrió de par en par y Jim Turner y Roy Snead irrumpieron en el despacho.
Roy cerró tranquilamente la puerta y apoyó la espalda contra ella.
-No permitas que nadie me moleste hasta que haya terminado -le dijo Jimmy.
-Nadie atravesará esta puerta durante un buen rato -repuso sombríamente Roy-, pero recuerda que prometiste dejar algo para mí.
McCutcheon todavía no había pronunciado ni una palabra, pero cuando vio que Turner sacaba casualmente un par de manoplas del bolsillo y se las ponía con actitud resuelta, decidió que era hora de detener la comedia.
-Hola, muchachos -dijo, con una cordialidad desacostumbrada en él-. Me alegro de volver a verles. Tomen asiento.
Jimmy ignoró la oferta.
-¿Tiene algo que decir, algún postrer deseo, antes de que empiece las operaciones? -preguntó e hizo rechinar los dientes con un desagradable sonido.
-Bueno, si me lo ponen de este modo -dijo McCutcheon-, tendré que preguntarles exactamente lo que significa todo esto… si no es demasiado pedir. Quizá el deflector ha sido ineficaz y han tenido un viaje caluroso.
La respuesta que recibió fue un resoplido de Roy y una fría mirada por parte de Jimmy.
-Primero -dijo éste-, ¿de quién fue la idea del odioso y repugnante engaño que nos perpetró?
Las cejas de McCutcheon se alzaron por la sorpresa.
-¿Se refiere a las mentiras piadosas que les conté para convencerles de que fueran? Pero si eso no fue nada. Simple práctica del oficio, nada más. Todos los días hago cosas peores que esa y la gente las considera como rutina. Además, ¿qué mal les ha hecho?
-Cuéntale nuestro “agradable viaje”, Jimmy -apremió Roy.
-Eso es exactamente lo que voy a hacer -fue la respuesta. Se volvió hacia McCutcheon y adoptó un aire de mártir-. Primero, en este maldito viaje, nos freímos en una temperatura que alcanzó los sesenta y cinco grados, pero era de esperar y no nos quejamos; estábamos a media distancia entre Mercurio y el Sol.
“Pero después, entramos en esa zona donde la luz nos rodea y empezamos a perder calor, pero no un solo grado al día tal como te enseñan en la escuela de pilotos -se interrumpió para soltar unas cuantas maldiciones nuevas que se le acababan de ocurrir, y luego continuó-: Al cabo de tres días, estábamos a treinta y siete y después de una semana, habíamos bajado de cero.
“Entonces, durante una semana entera, siete largos días, seguimos nuestro curso a una temperatura muy inferior a cero. El último día hacía tanto frío que el mercurio se congeló.
La voz de Jimmy se elevó hasta quebrarse, y en la puerta, un acceso de compasión de sí mismo hizo que Roy lanzara un fuerte suspiro. McCutcheon permaneció inescrutable.
Jimmy prosiguió:
-Allí estábamos sin un sistema de calefacción, de hecho, sin calor de ninguna clase, ni siquiera ropa caliente. Nos congelamos, maldita sea. Teníamos que fundir la comida y derretir el agua. Estábamos rígidos, no podíamos movernos. Le aseguro que era un infierno, con la temperatura contraria. -Hizo una pausa, como si le faltasen las palabras.
Roy Snead le relevó de la carga.
-Estábamos a treinta millones de kilómetros del Sol y yo tenía las orejas congeladas. Congeladas, he dicho. -Sacudió amenazadoramente el puño debajo de la nariz de McCutcheon-. Y fue culpa suya. ¡Usted nos convención con engaños! Mientras nos helábamos, nos prometimos que volveríamos y le daríamos su merecido, y ahora vamos a cumplir nuestra promesa. -Se volvió hacia Jimmy-. Adelante, empieza, ¿quieres?
Jimmy gruñó un lacónico asentimiento.
-¿Y se congelaron durante una semana a causa de eso? -continuó McCutcheon.
Un nuevo gruñido.
Y entonces sucedió algo muy extraño e insólito. McCutcheon, “el viejo aguafiestas”, el hombre sin el músculo de la risa, sonrió. Realmente mostró sus dientes en una sonrisa. Y lo que es más, la sonrisa se ensancho más y más hasta convertirse en una verdadera carcajada, McCutcheon compensó toda una vida de triste acritud.
Las paredes retumbaron, los vidrios de las ventanas temblaron, y las homéricas carcajadas no cesaron. Roy y Jimmy, completamente estupefactos, no daban crédito a sus ojos. Un desconcertado contable asomó la cabeza por la puerta en un acceso de temeridad y se quedó inmóvil por la sorpresa. Otros se agolparon junto a la puerta, hablando en asombrados susurros. ¡McCutcheon se había reído!
La hilaridad del viejo director general se calmó gradualmente. Terminó con un súbito ahogo y al fin volvió un rostro de color púrpura hacia sus dos mejores pilotos, cuya sorpresa hacía rato que se había trocado en indignación.
-Muchachos -les dijo-, ha sido el mejor chiste que he oído en mi vida. Pueden contar con una paga doble, los dos. -Seguía sonriendo con precisión y había desarrollado un buen ataque de hipo.
Los dos pilotos se quedaron fríos ante el atractivo ofrecimiento.
-¿Qué es tan sumamente divertido? -quiso saber Jimmy-, yo no encuentro ningún motivo de risa.
La voz de McCutcheon se hizo melosa.
-A ver, muchachos, antes de irme les di a cada uno de ustedes varias hojas mimeografiadas con instrucciones especiales. ¿Qué ha sido de ellas?
La atmósfera se llenó de un súbito desconcierto.
-No lo sé. Debí perder las mías -murmuró Roy.
-No las leí; lo olvidé -Jimmy estaba genuinamente consternado.
-Ya lo ven -exclamó McCutcheon con aire de triunfo-, todo se ha debido a su propia estupidez.
-¿Cómo se le ocurrió? -quiso saber Jimmy-. El mayor Wade nos dijo todo lo que teníamos que saber acerca de la nave, y por otra parte, me parece que usted no puede decirnos nada nuevo sobre su funcionamiento.
-Oh, ¿así lo cree? Evidentemente Wade se olvidó de informarles sobre un pequeño detalle que hubieran encontrado en mis instrucciones. La intensidad del campo deflector era ajustable. Dio la casualidad de que, cuando ustedes partieron, estaba en su punto máximo, eso es todo. -Ahora empezaba a reír de nuevo débilmente-. Si se hubieran tomado las molestias de leer las hojas, se hubiesen enterado de que un sencillo movimiento de una pequeña palanca -hizo el gesto apropiado con el pulgar- habría debilitado el campo en la cantidad deseada y permitido que entrara tanta radiación como se quisiera.
Y ahora la risa era más fuerte.
-Y se helaron durante una semana porque no tuvieron el sentido común de empujar una palanca. Y después mis mejores pilotos llegan aquí y me culpan. ¡Qué divertido! -y empezó a reír de nuevo, mientras un par de jóvenes muy avergonzados se dirigían miradas de soslayo.
Cuando McCutcheon volvió a su estado normal, Jimmy y Roy se habían marchado.
Abajo, en la calle contigua al edificio, un muchacho de diez ños contemplaba, con la boca abierta y abstracción intensa, a dos hombres jóvenes que se hallaban comprometidos en la ocupación extraña y bastante sorprendente de darse patadas uno a otro alternativamente.
¡Y además, eran patadas con muy mala intención!

Un anillo alrededor del sol, 1980.

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