Lo
que cuento es real. Andaba en Nueva York con mi amigo Fabián Vique,
argentino, cuando vimos una gallina por la quinta avenida, muy cerca
del hotel donde paramos para asistir a VI Encuentro Internacional de
Literatura Surrealista organizado por la Universidad de Miami Campus
Minnesota. El caso es que caía la tarde, íbamos de regreso al hotel
y vimos la gallina. La seguimos, intrigados por su paso seguro y la
certeza de que sería apachurrada por algún brutal neumático. La
gallina, sin embargo, hacía alto en las esquinas, esperaba el rojo,
avanzaba como si conociera todo el mecanismo de la vida en esa urbe.
Vimos que entró a un bar, que con inglés perfecto pidió una
cerveza y que bebió en paz, como burócrata cansado frente a la
barra. Nosotros aprovechamos para pedir un par de Heinekens hasta
que, por fin, la gallina pegó un salto desde el asiento alto y sin
respaldo, y salió entera, campante. Fabián y yo no lo creíamos.
Fuimos con el cantinero y le dijimos que aquello era insólito. El
barman, un joven de evidente origen puertorriqueño, respondió:
—Jajaja,
es lo ma nolmal, en Nueva Yolk ya nada nos asombla. Jajaja.
Fabián,
al margen de toda exaltación, con su habitual serenidad, resumió la
escena en forma de microrrelato clásico:
—No
sé si somos nosotros soñando una gallina en Nueva York o una
gallina en Nueva York soñando con nosotros.
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