Un
individuo miserable y andrajoso, que se parecía mucho a un mendigo,
entró un día en el palacio del califa de Bagdad en ausencia de este
y se sentó sin vacilar en el trono vacío.
Los
guardias, adivinando algo insólito y tal vez sobrenatural, no se
atrevieron a echarlo a la calle. Llamaron al chambelán, que acudió
enseguida y le preguntó al hombre de los harapos:
-¿Sabes
que estás ocupando el trono del califa de los abasíes, que es el
emir de los creyentes?
-Sí,
lo sé.
-¿Y
sabes quién es el califa?
-Lo
sé y yo estoy por encima de él.
El
chambelán reflexionó un instante. Después, alzando el tono, le
dijo:
-¿Has
perdido la razón a causa de tu pobreza? ¿Es que no sabes que por
encima del califa no está más que el profeta Mahoma?
-Lo
sé -dijo el harapiento.
-¿Y
sabes quién es el Profeta?
-Lo
sé y yo estoy por encima de él.
Los
guardias parecían escandalizados. Blandían sus armas para
descargarlas sobre el intruso, que se mostraba muy tranquilo y seguro
de sí mismo.
El
chambelán los detuvo con un gesto y formuló una última pregunta:
-¿No
sabes que por encima del profeta Mahoma solo está Dios?
-Lo
sé -respondió el mendigo.
-¿Y
no sabes quién es Dios?
-Lo
sé y yo estoy por encima de él.
-¿Por
encima de Dios? ¿Sabes lo que estás diciendo? ¡Por encima de Dios
no hay nada!
-Lo
sé -dijo el hombre de los harapos sin moverse del trono-.
Y
precisamente yo soy esa nada.
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