miércoles, 18 de diciembre de 2019

Historia de Yuan. Juan Gracia Armendáriz.

Yo entonces no podía saberlo, pero el lugar estaba en una encrucijada de caminos, y el paisaje era un amplio humedal con peñascos entre las nubes, como pintados con tinta china. En invierno respirábamos niebla. Las paredes eran blancas y olían a pis helado. El aire se sostenía en un bostezo que a veces se transformaba en llanto, algo así como los movimientos de muchos cuerpos pequeños en una sala. Había cabezas en las cunas. Los ojos miraban la luz incesante de un tubo verde. Las mujeres entraban y salían; la mayor daba miedo, o más bien parecía transportar una maldad vibrátil en sus ojos amarillos; su ayudante tenía un rostro bello, como una cáscara de huevo, pero todo podía cambiar en un instante, y entonces su cara ya no era un huevo, sino una serpiente. Repartía la papilla de arroz haciéndose paso entre las cunas. Para las últimas no alcanzaba, así que de vez en cuando las sacaban envueltas, con sus cabezas quietas. Era como arrancar patatas y amontonarlas en un saco. Un día la mujer mayor se detuvo frente a nosotras, y dijo «Papá», «Mamá»; luego se fue. Otro día se repitió la escena. Y al otro. Y al otro. Hasta que repetimos aquellas palabras. La mujer pareció satisfecha. Luego nos sacaron al patio. La luz quemaba en los ojos, pero la hierba olía bien, y también el aire que llegaba desde la montaña. Nos hicieron fotografías en nuestras sillas. El sol hería; el olor de la hierba hería; hasta las hojas de los árboles herían. Un día, la cuidadora más joven trajo ropa. Me vistió y dijo que debía prepararme. Luego dijo «Papá, Mamá», y yo dije aquellas palabras y ella pareció satisfecha. Por la noche nos sacaron al patio. Hacía frío. El traqueteo nos acunó. Al despertar, estaba mojada. Sentía la piel húmeda debajo de las capas de ropa. El olor a pis helado, a nabo cocido y especias picantes. Había luces fuera, gente y coches. Detuvieron la furgoneta frente a un hotel. La cuidadora me tomó en brazos. Entramos en una sala donde esperaban un hombre y una mujer de rostros muy raros, que daban miedo –sus ojos tan redondos, su nariz, sus cabellos claros– pero no olían a nabo quemado, ni a pasta de arroz. Alguien leyó mi nombre: «Yuan». La cuidadora me tendió hacia ellos. Dije «Papá», luego «Mamá», tal como me habían enseñado. La mujer de nariz grande me apretó contra ella. Olía bien y su voz era muy suave. El hombre me besó y yo me dormí. Cuando alguien me pregunta por mi pasado en el orfanato les cuento esta historia. Es todo cuanto recuerdo de China.

Cuentos del jíbaro, 2008.
 

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