Yo
entonces no podía saberlo, pero el lugar estaba en una encrucijada
de caminos, y el paisaje era un amplio humedal con peñascos entre
las nubes, como pintados con tinta china. En invierno respirábamos
niebla. Las paredes eran blancas y olían a pis helado. El aire se
sostenía en un bostezo que a veces se transformaba en llanto, algo
así como los movimientos de muchos cuerpos pequeños en una sala.
Había cabezas en las cunas. Los ojos miraban la luz incesante de un
tubo verde. Las mujeres entraban y salían; la mayor daba miedo, o
más bien parecía transportar una maldad vibrátil en sus ojos
amarillos; su ayudante tenía un rostro bello, como una cáscara de
huevo, pero todo podía cambiar en un instante, y entonces su cara ya
no era un huevo, sino una serpiente. Repartía la papilla de arroz
haciéndose paso entre las cunas. Para las últimas no alcanzaba, así
que de vez en cuando las sacaban envueltas, con sus cabezas quietas.
Era como arrancar patatas y amontonarlas en un saco. Un día la mujer
mayor se detuvo frente a nosotras, y dijo «Papá», «Mamá»; luego
se fue. Otro día se repitió la escena. Y al otro. Y al otro. Hasta
que repetimos aquellas palabras. La mujer pareció satisfecha. Luego
nos sacaron al patio. La luz quemaba en los ojos, pero la hierba olía
bien, y también el aire que llegaba desde la montaña. Nos hicieron
fotografías en nuestras sillas. El sol hería; el olor de la hierba
hería; hasta las hojas de los árboles herían. Un día, la
cuidadora más joven trajo ropa. Me vistió y dijo que debía
prepararme. Luego dijo «Papá, Mamá», y yo dije aquellas palabras
y ella pareció satisfecha. Por la noche nos sacaron al patio. Hacía
frío. El traqueteo nos acunó. Al despertar, estaba mojada. Sentía
la piel húmeda debajo de las capas de ropa. El olor a pis helado, a
nabo cocido y especias picantes. Había luces fuera, gente y coches.
Detuvieron la furgoneta frente a un hotel. La cuidadora me tomó en
brazos. Entramos en una sala donde esperaban un hombre y una mujer de
rostros muy raros, que daban miedo –sus ojos tan redondos, su
nariz, sus cabellos claros– pero no olían a nabo quemado, ni a
pasta de arroz. Alguien leyó mi nombre: «Yuan». La cuidadora me
tendió hacia ellos. Dije «Papá», luego «Mamá», tal como me
habían enseñado. La mujer de nariz grande me apretó contra ella.
Olía bien y su voz era muy suave. El hombre me besó y yo me dormí.
Cuando alguien me pregunta por mi pasado en el orfanato les cuento
esta historia. Es todo cuanto recuerdo de China.
Cuentos del jíbaro, 2008.
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