Con la rabia de ir perdiendo, le di un patadón al balón y salió
como un obús. Desviado. Le dio en la cara a la mendiga de los
plásticos. En el suelo quedaron, destrozadas, sus gafas.
Todo calló en el
Campo de Marte. El balón rodó y volvió hacia mí como llevado por
un impulso delator. Hasta los ojos de los árboles parecían mirarme
con desaprobación y una paloma bajó a contar los fragmentos de
vidrio.
¡Corre, Román!,
llamó Uri. ¡Corre! Y todos los de la pandilla le siguieron, huyendo
al trote hacia la calle del Matadero, con una estela de nerviosas
carcajadas.
¡Hijos de la gran
puta!, gritó la mendiga de los plásticos.
Era muy fea, cara de
patata blanda, con brotes verrugosos en la piel. Pero los ojos,
repentinamente desnudos, llorosos y enrojecidos por el arranque de
ira, le daban un aire de niña ultrajada en el recreo.
¡Corre, Román!
Escuché a lo lejos la voz de Uri: ¡Te va a chupar la sangre!
Ella se removió en
su asiento y palpó el montó de bolsas. El recuento del tesoro.
Andaba siempre con ese cargamento de sobras y basura, y nosotros la
veíamos pasar como una nube sucia que va a ras del suelo, con un
velo de moscas y el limo de un caracol gigante. Si hubiese una
guerra, pensé, todas las balas perdidas le darían a ella. Así que
estás a tiempo. Coge el balón y lárgate. Ni siquiera te ve.
¡Ven aquí,
muchacho! Su voz tenía ahora un tono de súplica.
¡Ayúdame,
chavalín!
Sentí que tiraba de
mí como un sedal. Dejé rodar el balón hacia el seto de mirtos,
recogí la montura de las gafas y los pedazos de cristal, y los
deposité en sus manos.
¡Esos hijos de la
gran puta! Y murmuró lo que parecía una maldición: ¡Ojalá se les
sequen las lágrimas en el manantial de los ojos!
Guardó los restos
de las gafas en una de las bolsas. Había un pan enmohecido. Y había
también el cuerpo sin brazos de una muñeca vieja.
A ti no, niño, dijo
levantándose con mucho trabajo. A ti que no se te sequen. Ya se ve
que tú eres un buen muchacho.
Era una mujer de
baja estatura pero de una redondez enorme, como un pajar bajo un
gabán gris, del color de la lluvia fría. Las bolsas fueron hacia
ella, prendidas del tendal de sus brazos. La última, la de las gafas
destrozadas, el pan enmohecido y la muñeca amputada, le quedó
colgada de la punta de los dedos.
Si quieres, puedes
ayudar a esta pobre vieja.
Y allá me fui con
ella, como un satélite menudo, con las rodillas heridas por el
fútbol, en la órbita de un planeta bamboleante y con un tesoro de
basura en el gancho de la mano.
Subimos la cuesta
del Campo de Marte, atravesamos la calle que lleva a la Torre, hasta
llegar a una calleja de las Atochas. La vieja se detuvo ante una
puerta de madera labrada en hiedra, y una aldaba de ninfa. Dejó las
bolsas, rebuscó en los bolsillo y fue quitando pañuelos sucios, de
ilusionista mendicante, y después un bazar de cosas, desde huesos de
cerezas a aspirinas, hasta encontrar la llave.
El pasillo estaba
muy oscuro, un túnel del que no se veía el fondo.
Sin las gafas no
encuetro esa maldita luz, dijo ella.
Fue entonces cuando
entré. Distinguí bien la llave de la luz y fui a encenderla. Y
justo cuando lo hice, la vieja me agarró por el gaznate. Una tenaza
que estaba a punto de ahorcarme.
¡Ah, cabrón!
¿Pensabas que yo era tonta o qué?
Me sacudió en el
aire. Perdí el aliento y vi a mi ángel traspasando el techo:
¡Adiós, Román! Serás un bonito muñeco.
De repente, me soltó
y caí al suelo como un saco desollado.
Los niños se
recuperan enseguida, eso dicen, y traté de escabullirme entre las
columnas macizas de sus piernas. Pero ella me agarró como a un
pichón por las alas de los brazos, otra vez en el aire. Tenía los
mismos ojos que aquella maestra que se había vuelto loca y que
lloraba al pegar.
¡Pobrecito,
pobrecito mío! Mely no te va a hacer daño. Tranquilo, mi niño.
Mely nunca le ha hecho mal a nadie. No tengas miedo. ¿Verdad que no
tienes miedo de Melita?
Asentí con la
cabeza.
No tengas miedo.
Negué con la
cabeza.
No, no tengas miedo.
Y cerró de un
portazo. Ahora me llevaba fuermente cogido de la mano. Todos mis
sentidos estaban concetrados en los resquicios de luz en los agujeros
posibles para la salvación. En aquel corredor de la muerte, me
sentía identificado con cada uno de los bichos de los que había
sido verdugo. Me sentía mosca, hormiga, cucaracha, grillo,
lagartija, mariposa, renacuajo, cangrejo, ratón. Sí, ratón. Había
matado un ratón en la aldea de mis abuelos. Ésa era mi pieza de
caza mayor. Vi el ratón agigantado. De mi tamaño. Lloraba por aquel
ratón.
No llores. No sé
por qué todos tienen miedo de la pobre Mely dijo ella, enjugando las
lágrimas. Si todo lo que hago, lo hago para cuidar de mis niñas.
Abrió una puerta en
el pasillo y encendió una luz. Era una habitación pequeña, una
despensa. Los estantes estaban atestados de muñecas. Muñecas
amputadas. Las había sin piernas, sin brazos, sin ojos. Muñecas
greñudas, muñecas calvas.
Es la habitaciónde
mis niñas. Míralas, pobrecitas. Todas han venido de la basura. Y
Mely cuida de ellas.
Y entonces me di
cuenta de que era capaz de hablar. Una hendidura de luz que venía de
mis entrañas.
Yo puedo ayudarla,
señora.
De vez en cuando,
dijo ella, encuentro una pierna para las cojitas. Y un brazo para las
mancas. Pero, ¿y los ojos? Eso es más difícil. ¿Cómo encontrar
los ojos sin arrancárselos a otras? He probado a ponerles ojos de
peces, en la basura de los ricos abundas los ojos de merluza, pero se
pudren.
Yo puedo conseguir
ojos, señora. Sé dónde hay ojos de muñecas.
Me cogió la cara y
me miró de frente, como si acabase de descubrir mi presencia: ¿Y tú
quién eres? ¿Qué haces aquí con mis niñas? ¡Fuera, cabrón de
hombre!
Corrí por la cuesta
del Monte Alto sin mirar hacia atrás. Por los roquedales del Orzán,
jugando a escapar de las olas, encontré a mis amigos.
Hostia, tío, ¿dónde
te habías metido?, preguntó Uri.
Fui a dar un vuelta
por ahí, comenté como de pasada.
Esa vieja es una
bruja, dijo Uri. Suerte que no te pillase. Dicen que fue una puta.
Yo me reí nervioso
y puse cara rara. ¿Una puta?
De joven era muy
guapa. Demasiado linda. Lo oí decir en el bar de Amancio. Se la
folló todo dios. Eso decían. Se la pasó por la piedra medio mundo.
Más puta que las gallinas.
Ahora nos moríamos
de risa. Era una palabra que nos hacía reír, esa de puta
unida a la de gallina. Y después me fui de allí por el arenal, y
arrojé una concha contra la estela de brillo que el sol pintaba en
el mar.
La concha fue dando
saltos hasta hundirse.
Ella, maldita alma. 1999.
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