A Léon Daudet.
*Estas páginas
fueron halladas en un libro oblongo con tapas de madera; la mayoría
de las hojas estaban en blanco. Sobre la hoja superior
habían grabado toscamente dos fémures rematados por un cráneo y el
libro emergía de la arena de oro de un deseirto hasta entonces
inexplorado. (N. del A.)
La costa era alta y
oscura bajo el fulgor azul del alba. El Capitán del pabellón negro
ordenó atracar. Como las brújulas se habían roto en la última
tempestad, no sabíamos nuestro derrotero ni la tierra que se exendía
ante nosotros. El Océano era tan verde que habríamos podido creer
que acababa de brotar en plena agua por encantamiento, pero la vista
del oscuro acantilado nos inquietaba; los que habían removido los
tarots por la noche y los que estaban borrachos por la planta de su
tierra, y los que estaban vestidos de forma distinta, aunque no
hubiera mujeres a bordo, y los que eran mudos porque les habían
clavado la lengua, y los que después de haber atravesado, por encima
del abismo, la estrecha tabla de los filibusteros, habían
enloquecido de terror, todos nuestros camaradas negros o amarillos,
blancos o ensangrentados, apoyados en las bordas, miraban la tierra
nueva, mientras sus ojos temblaban.
Por ser de todos los
países, de todos los colores, de todas las lenguas, por no tener
siquiera gestos en común, sólo estaban unidos por una pasión
semejante y asesinatos coletivos. Pues habían hundido tantos barcos,
enrojecido empalletados con el filo sangrante de sus hachas,
reventado pañoles con las palancas de maniobra, estrangulado
silenciosamente a hombres en sus hamacas, asaltado los galeones con
un enorme alarido, que se habían unido para la acción; eran
semejantes a una colonia de animales dañinos y dispares, viviendo en
una pequeña isla flotante, acostumbrados los unos a los otros, sin
conciencia, con un instinto total guiado por los ojos de uno solo.
Siempre actuaban y
ya no pensaban. Estaban en su propia multitud todo el día y toda la
noche. Su barco no contenía silencio, sino un prodigioso ruido
continuo. Sin duda, el silencio les habría resultado funesto. Con el
mal tiempo tenían la lucha de la maniobra contra las olas; con
calma, la borrachera sonora y las canciones discordantes; y el fragor
de la batalla cuando otros barcos se cruzaban con ellos.
El Captán del
pabellón negro sabía todo eso, y era el único que lo comprendía;
él mismo vivía únicamente en la agitación, y su horror por el
silencio era tal que, durante los apacibles minutos de la noche,
tiraba de su larga túnica al compañero de hamaca a fin de oír el
sonido inarticulado de una voz humana.
Las constelaciones
de otro hemisferio empalidecían. Un sol incandescente taladró la
gran lámina del cielo, ahora de un azul profundo, y los Compañeros
del Mar, tras arrojar el ancla, empujaron las largas canoas hacia una
cala tallada en el acantilado.
Allí se abría un
corredor rocoso cuyas paredes verticales parecían reunirse en el
aire, de lo altas que eran; pero en lugar de sentir un frescor
subterráneo, el Capitán y sus compañeros notaban la opresión de
un calor extraordinario, y los riachuelos de agua marina que se
filtraban en la arena se secaban tan pronto que toda la playa
crepitaba con el suelo del corredor.
Aquel pasadizo de
roca desembocaba en un campo llano y estéril, con protuberancias en
el horizonte. Algunos manojos de plantas grises crecían en la ladera
del acantilado; animales minúculos, pardos, redondos o largos, con
delgadas alas trémulas de gasa, o con altas patas articuladas,
zumbaban alrededor de las hojas velludas, o hacían temblar la tierra
en ciertos puntos.
La naturaleza
inanimada había perdido la vida móvil del mar y la crepitación de
la arena; el aire de alta mar era detenido por la barrera de
acantilados; las plantas parecían fijas como la roca, y los animales
pardos, rampantes o alados, se mantenían en una estrecha faja fuera
de la cual ya no había movimiento alguno.
Pero si el Capitán
del pabellón negro no hubiera pensado, a pesar de desconocer la
comarca donde estaban, que las últimas indicaciones de las brújulas
habían llevado el navío hacia el País Dorado donde todos los
Compañeros del Mar desean tomar tierra, no habría llevado más
lejos la aventura, y el silencio de aquellas tierras lo habría
espantado.
Pero pensó que
aquella costa desconocida era la ribera del País Dorado, y dijo a
sus compañeros unas conmovedoras palabras que indujeron diversos
deseos en su corazón. Caminamos con la cabeza baja, sufriendo por la
calma, pues los horrores de la vida pasada se alzaban tumultuosos en
nosotros.
En el extremo de la
llanura encontramos una muralla de arena de oro resplandeciente. Un
grito se elevó de los labios ya secos de los Compañeros de Mar; un
grito brusco, y que murió de pronto, como ahogado en el aire,
porque, en aquella tierra donde el silencio parecía aumentar, ya no
había eco.
Como el Capitán
pensaba que aquella tierra aurífera era más rica al otro lado de
los diques de arena, los Compañeros subieron penosamente, el suelo
huía bajo nuestros pasos.
Y en el otro lado
tuvimos una extraña sorpresa, porque la muralla de arena era el
contrafuerte de las murallas de una ciudad, donde gigantescas
escaleras descendían del camino de ronda.
Ni un ruido de vida
se elevaba del corazón de aquella ciudad inmensa. Nuestros pasos
sonaban mientras caminábamos sobre las losas de mármol, y el sonido
se apagaba. La ciudad no estaba muerta, pues las calles estaban
llenas de carros, de hombres y de animales: panaderos pálidos
llevando hogazas, carniceros sosteniendo sobre sus cabezas
costillares rojos de bueyes, alfareros encorvados sobre carretas
planas donde las hileras de ladrillos centelleantes se cruzaban entre
sí, vendedores de pescado con sus puestos, vendedoras ambulantes de
salazones, con las faldas remangadas y sombreros de paja sujetos en
lo alto de la cabeza, esclavos porteadores arrodillados bajo literas
revestidas de telas con flores de metal, recaderos parados, mujeres
veladas que aún separaban con el dedo el piegue que cubría sus
ojos, caballos encabritados o tirando tristemente de un tronco de
pesadas cadenas, perros de hocico levantado o enseñando los dientes.
Y todas estas figuras permanecían inmóviles, como en la galería de
un estatuario que amasa estatuas de cera; su movimiento era el gesto
intenso de la vida, bruscamente detenida; sólo se distinguían de
los vivos por aquella inmovilidad y por su color.
Porque los que
habían tenido la cara encarnada se habían vuelto completamente
rojos, con la carne inyectada de sangre; y los que habían sido
pálidos se habían vuelto lívidos, porque la sangre había huido
hacia el corazón; y aquellos cuya cara era antes oscura presentaban
ahora un rostro inmutable de ébano; y los que habían tenido la piel
curtida por el sol habían amarillecido bruscamente y sus mejillas
eran de color limón; de modo que entre aquellos hombres rojos,
blancos, negros y amarillos, los Compañeros del Mar pasaban como
seres vivos y activos en medio de una reunión de pueblos muertos.
La terrible calma de
aquella ciudad nos hacía apresurar el paso, agitar los brazos,
gritar palabras confusas, reír, llorar, mover la cabeza como
alienados; pensábamos que uno de aquellos hombres que habían sido
de carne quizá nos respondiese; pensábamos que aquella agitación
ficticia detendría nuestras siniestras reflexiones; pensábamos
liberarnos de la maldición del silencio. Pero las grandes puertas
abandonadas se abrían de par en par en nuestro camino; las ventanas
eran como ojos cerrados; las torrecillas de los vigilantes sobre los
tejados se estiraban indolentemente hacia el cielo. El aire parecía
tener el peso de algo corporal; los pájaros, planeando sobre las
calles, al borde de los muros, entre las pilastras, las moscas,
inmóviles y suspendidas, parecían animales multicolores
aprisionados en un bloque de cristal.
Y la somnolencia de
aquella ciudad durmiente puso en nuestros miembros una profunda
lasitud. Nos envolvío el horror del silencio. Nosotros, que
buscábamos en la vida activa el olvido de nuestros crímenes,
nosostros que bebíamos el agua del Leteo teñida por los venenos
narcóticos y la sangre, nosotros que llevábamos de ola en ola sobre
los rompientes del mar una existencia siempre nueva, en unos
instantes nos vimos sujetados por lazos invencibles.
Pero el silencio que
se apoderaba de nosotros hizo delirar a los Compañeros del Mar. Y
entre las gentes de cuatro colores que nos miraban fijamente,
inmóviles, cada uno eligió en su austada huida el recuerdo de su
patria lejana; los de Asia abrazaron a los hombres amarillos, y
consiguieron su color azafrando de cera impura; y los de África
cogieron a los hombres negros, y se volvieron oscuros como el ébano;
y los del país situado más allá del Atlántico abrazaron a los
hombre rojos y fueron estatuas de caoba; y los de la tierra de Europa
echaron sus brazos alrededor de los hombres blancos, y su cara se
volvió del color de la cera virgen.
Pero yo, el Capitán
del pabellón negro, que no tengo patria ni recuerdos que puedan
hacerme soportar el silencio mientras mi pensamiento vela, me
precipité aterrado lejos de los Compañeros del Mar, fuera de la
ciudad durmiente; y a pesar del sueño y del horrible cansancio que
me invade, voy a tratar de encontrar, a través de las ondulaciones
de la dorada arena, el Océano verde que eternamente se agita y
sacude su espuma.
El rey de la máscara de oro. 1892.
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