domingo, 15 de noviembre de 2020

La ciudad durmiente*. Marcel Schwob.

A Léon Daudet.


*Estas páginas fueron halladas en un libro oblongo con tapas de madera; la mayoría de las hojas estaban en blanco. Sobre la hoja superior habían grabado toscamente dos fémures rematados por un cráneo y el libro emergía de la arena de oro de un deseirto hasta entonces inexplorado. (N. del A.)


La costa era alta y oscura bajo el fulgor azul del alba. El Capitán del pabellón negro ordenó atracar. Como las brújulas se habían roto en la última tempestad, no sabíamos nuestro derrotero ni la tierra que se exendía ante nosotros. El Océano era tan verde que habríamos podido creer que acababa de brotar en plena agua por encantamiento, pero la vista del oscuro acantilado nos inquietaba; los que habían removido los tarots por la noche y los que estaban borrachos por la planta de su tierra, y los que estaban vestidos de forma distinta, aunque no hubiera mujeres a bordo, y los que eran mudos porque les habían clavado la lengua, y los que después de haber atravesado, por encima del abismo, la estrecha tabla de los filibusteros, habían enloquecido de terror, todos nuestros camaradas negros o amarillos, blancos o ensangrentados, apoyados en las bordas, miraban la tierra nueva, mientras sus ojos temblaban.
Por ser de todos los países, de todos los colores, de todas las lenguas, por no tener siquiera gestos en común, sólo estaban unidos por una pasión semejante y asesinatos coletivos. Pues habían hundido tantos barcos, enrojecido empalletados con el filo sangrante de sus hachas, reventado pañoles con las palancas de maniobra, estrangulado silenciosamente a hombres en sus hamacas, asaltado los galeones con un enorme alarido, que se habían unido para la acción; eran semejantes a una colonia de animales dañinos y dispares, viviendo en una pequeña isla flotante, acostumbrados los unos a los otros, sin conciencia, con un instinto total guiado por los ojos de uno solo.
Siempre actuaban y ya no pensaban. Estaban en su propia multitud todo el día y toda la noche. Su barco no contenía silencio, sino un prodigioso ruido continuo. Sin duda, el silencio les habría resultado funesto. Con el mal tiempo tenían la lucha de la maniobra contra las olas; con calma, la borrachera sonora y las canciones discordantes; y el fragor de la batalla cuando otros barcos se cruzaban con ellos.
El Captán del pabellón negro sabía todo eso, y era el único que lo comprendía; él mismo vivía únicamente en la agitación, y su horror por el silencio era tal que, durante los apacibles minutos de la noche, tiraba de su larga túnica al compañero de hamaca a fin de oír el sonido inarticulado de una voz humana.
Las constelaciones de otro hemisferio empalidecían. Un sol incandescente taladró la gran lámina del cielo, ahora de un azul profundo, y los Compañeros del Mar, tras arrojar el ancla, empujaron las largas canoas hacia una cala tallada en el acantilado.
Allí se abría un corredor rocoso cuyas paredes verticales parecían reunirse en el aire, de lo altas que eran; pero en lugar de sentir un frescor subterráneo, el Capitán y sus compañeros notaban la opresión de un calor extraordinario, y los riachuelos de agua marina que se filtraban en la arena se secaban tan pronto que toda la playa crepitaba con el suelo del corredor.
Aquel pasadizo de roca desembocaba en un campo llano y estéril, con protuberancias en el horizonte. Algunos manojos de plantas grises crecían en la ladera del acantilado; animales minúculos, pardos, redondos o largos, con delgadas alas trémulas de gasa, o con altas patas articuladas, zumbaban alrededor de las hojas velludas, o hacían temblar la tierra en ciertos puntos.
La naturaleza inanimada había perdido la vida móvil del mar y la crepitación de la arena; el aire de alta mar era detenido por la barrera de acantilados; las plantas parecían fijas como la roca, y los animales pardos, rampantes o alados, se mantenían en una estrecha faja fuera de la cual ya no había movimiento alguno.
Pero si el Capitán del pabellón negro no hubiera pensado, a pesar de desconocer la comarca donde estaban, que las últimas indicaciones de las brújulas habían llevado el navío hacia el País Dorado donde todos los Compañeros del Mar desean tomar tierra, no habría llevado más lejos la aventura, y el silencio de aquellas tierras lo habría espantado.
Pero pensó que aquella costa desconocida era la ribera del País Dorado, y dijo a sus compañeros unas conmovedoras palabras que indujeron diversos deseos en su corazón. Caminamos con la cabeza baja, sufriendo por la calma, pues los horrores de la vida pasada se alzaban tumultuosos en nosotros.
En el extremo de la llanura encontramos una muralla de arena de oro resplandeciente. Un grito se elevó de los labios ya secos de los Compañeros de Mar; un grito brusco, y que murió de pronto, como ahogado en el aire, porque, en aquella tierra donde el silencio parecía aumentar, ya no había eco.
Como el Capitán pensaba que aquella tierra aurífera era más rica al otro lado de los diques de arena, los Compañeros subieron penosamente, el suelo huía bajo nuestros pasos.
Y en el otro lado tuvimos una extraña sorpresa, porque la muralla de arena era el contrafuerte de las murallas de una ciudad, donde gigantescas escaleras descendían del camino de ronda.
Ni un ruido de vida se elevaba del corazón de aquella ciudad inmensa. Nuestros pasos sonaban mientras caminábamos sobre las losas de mármol, y el sonido se apagaba. La ciudad no estaba muerta, pues las calles estaban llenas de carros, de hombres y de animales: panaderos pálidos llevando hogazas, carniceros sosteniendo sobre sus cabezas costillares rojos de bueyes, alfareros encorvados sobre carretas planas donde las hileras de ladrillos centelleantes se cruzaban entre sí, vendedores de pescado con sus puestos, vendedoras ambulantes de salazones, con las faldas remangadas y sombreros de paja sujetos en lo alto de la cabeza, esclavos porteadores arrodillados bajo literas revestidas de telas con flores de metal, recaderos parados, mujeres veladas que aún separaban con el dedo el piegue que cubría sus ojos, caballos encabritados o tirando tristemente de un tronco de pesadas cadenas, perros de hocico levantado o enseñando los dientes. Y todas estas figuras permanecían inmóviles, como en la galería de un estatuario que amasa estatuas de cera; su movimiento era el gesto intenso de la vida, bruscamente detenida; sólo se distinguían de los vivos por aquella inmovilidad y por su color.
Porque los que habían tenido la cara encarnada se habían vuelto completamente rojos, con la carne inyectada de sangre; y los que habían sido pálidos se habían vuelto lívidos, porque la sangre había huido hacia el corazón; y aquellos cuya cara era antes oscura presentaban ahora un rostro inmutable de ébano; y los que habían tenido la piel curtida por el sol habían amarillecido bruscamente y sus mejillas eran de color limón; de modo que entre aquellos hombres rojos, blancos, negros y amarillos, los Compañeros del Mar pasaban como seres vivos y activos en medio de una reunión de pueblos muertos.
La terrible calma de aquella ciudad nos hacía apresurar el paso, agitar los brazos, gritar palabras confusas, reír, llorar, mover la cabeza como alienados; pensábamos que uno de aquellos hombres que habían sido de carne quizá nos respondiese; pensábamos que aquella agitación ficticia detendría nuestras siniestras reflexiones; pensábamos liberarnos de la maldición del silencio. Pero las grandes puertas abandonadas se abrían de par en par en nuestro camino; las ventanas eran como ojos cerrados; las torrecillas de los vigilantes sobre los tejados se estiraban indolentemente hacia el cielo. El aire parecía tener el peso de algo corporal; los pájaros, planeando sobre las calles, al borde de los muros, entre las pilastras, las moscas, inmóviles y suspendidas, parecían animales multicolores aprisionados en un bloque de cristal.
Y la somnolencia de aquella ciudad durmiente puso en nuestros miembros una profunda lasitud. Nos envolvío el horror del silencio. Nosotros, que buscábamos en la vida activa el olvido de nuestros crímenes, nosostros que bebíamos el agua del Leteo teñida por los venenos narcóticos y la sangre, nosotros que llevábamos de ola en ola sobre los rompientes del mar una existencia siempre nueva, en unos instantes nos vimos sujetados por lazos invencibles.
Pero el silencio que se apoderaba de nosotros hizo delirar a los Compañeros del Mar. Y entre las gentes de cuatro colores que nos miraban fijamente, inmóviles, cada uno eligió en su austada huida el recuerdo de su patria lejana; los de Asia abrazaron a los hombres amarillos, y consiguieron su color azafrando de cera impura; y los de África cogieron a los hombres negros, y se volvieron oscuros como el ébano; y los del país situado más allá del Atlántico abrazaron a los hombre rojos y fueron estatuas de caoba; y los de la tierra de Europa echaron sus brazos alrededor de los hombres blancos, y su cara se volvió del color de la cera virgen.
Pero yo, el Capitán del pabellón negro, que no tengo patria ni recuerdos que puedan hacerme soportar el silencio mientras mi pensamiento vela, me precipité aterrado lejos de los Compañeros del Mar, fuera de la ciudad durmiente; y a pesar del sueño y del horrible cansancio que me invade, voy a tratar de encontrar, a través de las ondulaciones de la dorada arena, el Océano verde que eternamente se agita y sacude su espuma.

 


El rey de la máscara de oro. 1892.

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