domingo, 29 de noviembre de 2020

Quedarse atrás. Ken Liu.

Tras la Singularidad, la mayoría de la gente eligió morir.
Los muertos nos tenían lástima y se referían a nosotros como «los que hemos dejado atrás», como si fuéramos unos pobres desgraciados que no hubieran podido llegar a tiempo a una balsa salvavidas. Eran incapaces de comprender que realmente hubiéramos podido elegir quedarnos atrás. Y por eso, año tras año, implacablemente, intentaban robarnos a nuestros hijos.


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Yo nací en el Año Cero de la Singularidad, cuando el primer hombre fue transferido a una máquina. El Papa condenó al «Adán digital»; la élite de la comunidad online lo celebró; y todos los demás se esforzaron por asimilar el nuevo mundo.
«Siempre hemos querido vivir eternamente —declaró Adam Ever, fundador de la empresa Everlasting, y el primero que se marchó. Una grabación con su mensaje fue retransmitida por internet—. Y ahora podemos».
Mientras Everlasting construía su inmenso centro de datos en Svalbard, las naciones del mundo se esforzaban por decidir si las transferencias que se realizaban en ese lugar eran asesinatos. Detrás de cada hombre que era transferido quedaba un cuerpo sin vida, con el cerebro convertido en una masa amorfa y sanguinolenta tras el destructivo procedimiento de escaneo. Pero ¿qué es lo que en realidad sucedía con esa persona?, ¿con su esencia?, ¿con su, a falta de una mejor palabra, alma?
¿Se había convertido en una inteligencia artificial?, ¿o seguía siendo en cierta forma humano, con el silicio y el grafeno encargándose de ejecutar las funciones neuronales? ¿Se trataba simplemente de una actualización del hardware de la conciencia?, ¿o se había convertido en un mero algoritmo, en una imitación mecánica del libre albedrío?
Los ancianos y los enfermos terminales fueron los primeros. Era muy caro. Más adelante, a medida que el precio de admisión fue abaratándose, cientos, miles y luego millones se pusieron en la cola.
—Hagámoslo —propuso mi padre, cuando yo iba al instituto.
Para entonces, el caos se estaba apoderando del mundo. La mitad del país se había quedado despoblado. Los precios de las materias primas habían caído en picado. En todas partes estaba presente el fantasma de la guerra o la guerra misma: conquistas, reconquistas, matanzas sin fin. Los que se lo podían permitir se marchaban a Svalbard en el primer vuelo disponible. La humanidad estaba abandonando el mundo y destruyéndose.
Mi madre alargó la mano y cogió la de mi padre.
—No —dijo—. Creen que pueden engañar a la muerte, pero en realidad murieron en el instante en que decidieron cambiar el mundo real por una simulación. Mientras haya pecado, debe haber muerte. Es lo que hace que la vida tenga sentido.
Mi madre era católica, y aunque no era practicante anhelaba la certeza de la Iglesia; a mí su teología siempre me había parecido un tanto inconsistente. No obstante, estaba convencida de que había una manera correcta de vivir y una manera correcta de morir.


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Mientras Lucy está en el colegio, Carol y yo registramos su cuarto. Carol busca en el armario folletos, libros y otros objetos que demuestren que se relaciona con los muertos. Yo me conecto a su ordenador.
Lucy es tozuda, pero responsable. Desde que era pequeña le vengo diciendo que debe prepararse para resistir las tentaciones de los muertos. Solo ella puede garantizar la continuidad de nuestro modo de vida en este mundo abandonado. Lucy me escucha y mueve la cabeza afirmativamente.
Quiero confiar en ella.
Sin embargo, los muertos utilizaban la propaganda de manera muy inteligente. Al principio acostumbraban a enviar unos aviones metálicos grises, pilotados por control remoto, que sobrevolaban nuestras ciudades lanzando octavillas con mensajes supuestamente enviados por nuestros seres queridos. Nosotros quemábamos las octavillas y disparábamos a los aviones, que, finalmente, dejaron de venir.
Luego intentaron llegar hasta nosotros utilizando las conexiones inalámbricas entre las ciudades: la cuerda de salvamento electrónica a la que nos aferrábamos los que nos habíamos quedado atrás, que evitaba que nuestras menguantes comunidades quedaran completamente aisladas las unas de las otras. Esto nos obligaba a vigilar atentamente las redes, en busca de sus insidiosos zarcillos, que no dejaban de intentar colarse por cualquier fisura.
En estos últimos tiempos, están volcando sus esfuerzos en los niños. Es posible que los muertos finalmente nos hayan dado por perdidos a los adultos, pero están intentando atrapar a la siguiente generación, a nuestro futuro. Mi obligación como padre es proteger a Lucy de aquello que todavía no entiende.
El ordenador arranca lentamente. Es un milagro que haya conseguido mantenerlo funcionando durante tanto tiempo, muchos más años de los que su fabricante contaba con que aguantara. Le he cambiado todos los componentes, y, algunos, unas cuantas veces.
Busco la lista de los ficheros que Lucy ha creado o modificado recientemente, los correos que ha recibido, las páginas web que ha visitado. En su mayoría son trabajos para el colegio y cháchara inocente con sus amigos. La exigua red que une los distintos asentamientos va menguando día a día. Con toda la gente que va muriendo cada año, o que simplemente se rinde, resulta difícil mantener el suministro eléctrico y la capacidad operativa de las torres de radio que conectan las ciudades. Antes podíamos comunicarnos con amigos que vivían en lugares tan alejados como San Francisco, con los paquetes de datos saltando por las ciudades intermedias como si estas formaran un camino de piedras a través de un estanque. Pero ahora los ordenadores accesibles desde aquí ya no alcanzan ni el millar, y ninguno está más allá de Maine. Llegará un día en que ya no podremos encontrar las piezas necesarias para mantener los ordenadores funcionando, y entonces la regresión hacia el pasado será todavía mayor.
Carol ya ha terminado con su registro. Se sienta en la cama de Lucy y me mira.
—Has acabado rápido —comento.
—Nunca vamos a encontrar nada —responde con un encogimiento de hombros—. Si confía en nosotros, nos lo contará; pero si no, no encontraremos lo que quiera esconder.
No es la primera vez que noto en estos últimos tiempos que Carol tiene este tipo de sentimientos fatalistas. Es como si se estuviera cansando, como si ya no estuviera tan entregada a la causa. Continuamente me descubro esforzándome por reavivar su fe.
—Lucy todavía es joven, demasiado joven para entender a qué tendría que renunciar a cambio de las falsas promesas de los muertos —le digo—. Sé que odias estos registros, pero estamos intentando salvarle la vida.
Carol me mira, y finalmente suspira y asiente con la cabeza.
Compruebo los ficheros de imágenes por si hay información oculta, y el disco, en busca de ficheros borrados que podrían contener códigos secretos. Examino las páginas web, buscando las palabras clave que ofrecen falsas promesas.
Suspiro con alivio. Está limpia.


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No me hace demasiada gracia tener que salir de Lowell en estos tiempos. Más allá de nuestra cerca, el mundo se está volviendo cada vez más duro y peligroso. Los osos han regresado al este de Massachusetts. El bosque se vuelve más denso y se acerca más al límite de la ciudad año tras año. Y también hay quien asegura haber visto lobos rondando por los bosques.
Hace un año, Brad Lee y yo tuvimos que ir a Boston para buscar piezas de recambio para el generador de la ciudad, que está alojado en el antiguo molino a orillas del río Merrimac. Llevamos escopetas, como protección tanto frente a los animales como frente a los vándalos que todavía correteaban por entre las ruinas urbanas alimentándose con las últimas latas de comida. El pavimento de la avenida de Massachusetts, desierta desde hace treinta años, estaba lleno de grietas por las que asomaban matas de hierbas y arbustos. Los duros inviernos de Nueva Inglaterra, con el agua que se filtra y el hielo que se cuela por todas partes, habían ido desconchando los altos edificios que nos rodeaban, y sus esqueletos sin ventanas se estaban deteriorando y desmoronando a falta de calor artificial y de un mantenimiento regular.
Al doblar una esquina en el centro de la ciudad, sorprendimos a dos personas acurrucadas alrededor de una hoguera, alimentándola con libros y papeles que habían cogido de una librería cercana. Incluso los vándalos necesitaban calor, y es posible que también estuvieran disfrutando destruyendo los restos de la civilización.
Los dos se agazaparon y nos gruñeron, pero no hicieron movimiento alguno cuando Brad y yo les apuntamos con nuestras escopetas. Me acuerdo de lo delgados que tenían los brazos y piernas, de sus rostros sucios, los ojos inyectados de sangre y llenos de odio y terror. Pero sobre todo me acuerdo de sus rostros llenos de arrugas y de su cabello blanco. «Hasta los vándalos están envejeciendo —pensé—. Y ellos no tienen hijos».
Brad y yo retrocedimos cautelosamente. Me alegré de no haber tenido que matar a nadie.


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Durante el verano en que yo tenía ocho años y Laura once, mis padres nos llevaron de viaje por Arizona, Nuevo México y Texas. Viajamos en coche por viejas autovías y carreteras secundarias, una gira por la belleza monumental de los desiertos del oeste del país, llenos de nostálgicas y desoladas ciudades fantasma.
Cuando pasábamos por las reservas indias (de los navajo, los zuni, los acoma, los laguna), mi madre quería parar en todas las tiendas que había junto a la carretera para admirar la cerámica tradicional. Laura y yo recorríamos los pasillos con pies de plomo, con cuidado para no romper nada.
Ya de vuelta en el coche, mi madre me dejó coger una cazuelita que había comprado. Le di vueltas una y otra vez entre mis manos, examinando la tosca superficie blanca, los nítidos y pulcros diseños geométricos negros, y la marcada silueta del flautista acuclillado con plumas sobresaliéndole por detrás de la cabeza.
—Increíble, ¿verdad? —dijo mi madre—. No está hecha con un torno de alfarero. La mujer la fue modelando a mano, utilizando las técnicas que han ido pasando de generación en generación en su familia. Incluso sacó la arcilla de los mismos lugares de donde la sacaba su abuela. Está manteniendo viva una antigua tradición, un modo de vida.
De pronto, la cazuela se volvió pesada entre mis manos, como si pudiera notar el peso de la memoria de esas generaciones.
—Todo eso no es más que un cuento para vender más —intervino mi padre, mirándome por el espejo retrovisor—, pero sería todavía más triste si fuera verdad. Si haces las cosas exactamente igual que tus antepasados, entonces tu modo de vida está muerto y te has convertido en un fósil, en un espectáculo para entretener a los turistas.
—Esa mujer no estaba actuando —dijo mi madre—. No te das cuenta de qué es lo que realmente importa en la vida, de a qué merece la pena aferrarse. No solo es el progreso lo que nos hace humanos. Eres igual que esos fanáticos de la Singularidad.
—Por favor, no sigan discutiendo —interrumpió Laura—. Vamos al hotel a sentarnos en la piscina.
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Jack, el hijo de Brad, está en la puerta. Se le nota cohibido e incómodo, a pesar de que lleva meses viniendo a nuestra casa. Lo conozco desde que era un bebé, como a todos los otros chiquillos del pueblo. Quedan tan pocos… El instituto, instalado en la vieja Whistler House, tan solo tiene doce alumnos.
—Hola —masculla mirando el suelo—. Lucy y yo tenemos que seguir con el trabajo.
Me aparto para dejarle que pase camino de las escaleras que llevan a la habitación de Lucy.
No necesito recordarle las reglas: la puerta del cuarto abierta, y en todo momento al menos tres de sus cuatro pies sobre la alfombra. Les oigo charlar, sin alcanzar a entender lo que dicen, y reírse de vez en cuando.
Su noviazgo se caracteriza por una cierta inocencia que no se daba en mi juventud. Sin la televisión y la verdadera internet con su bombardeo de sexualidad cínica, los niños pueden seguir siendo niños durante más tiempo.


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Hacia el final, ya no quedaban demasiados médicos. Los que quisimos quedarnos atrás nos agrupamos en pequeñas comunidades, colocando las carretas en círculo como defensa contra las cuadrillas de vándalos que merodeaban y se entregaban a los placeres de la carne mientras los transferidos iban dejando atrás el mundo físico. Yo nunca llegué a terminar mis estudios universitarios.
La enfermedad fue consumiendo a mi madre durante meses. Estaba postrada en la cama, debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia, con el cuerpo atiborrado de drogas para aliviarle los dolores. Nos turnábamos para sentarnos a su lado y cogerle la mano. Cuando tenía días buenos, lapsos pasajeros de lucidez, solo teníamos un tema de conversación.
—No —decía mi madre entre jadeos—. Tienen que prometérmelo. Es importante. He vivido una vida de verdad y moriré una muerte de verdad. De ningún modo me convertiré en una grabación. Hay cosas peores que la muerte.
—Si te transfieres, seguirás pudiendo elegir —le explicaba mi padre—. Pueden suspender tu conciencia, o incluso borrarla, si cuando lo hayas probado no te gusta. Pero si no te transfieres, te irás para siempre. No podrás arrepentirte ni volver atrás.
—Si hago lo que tú quieres también me iré para siempre —le rebatía ella—. No hay forma de regresar aquí, al mundo real. De ningún modo me van a reproducir con un montón de electrones.
—Déjalo, por favor —le rogaba Laura a mi padre—. Estás haciéndola sufrir. ¿Por qué no puedes dejarla tranquila?
Los momentos de lucidez de mi madre se fueron espaciando cada vez más.
Y entonces, aquella noche: el ruido de la puerta principal despertándome al cerrarse, la lanzadera en el jardín cuando miré por la ventana, la precipitada carrera escaleras abajo.
Estaban llevando a mi madre a la lanzadera en una camilla. Mi padre estaba junto a la puerta del vehículo gris poco mayor que una furgoneta, «EVERLASTING» pintado en el lateral.
—¡Deténganse! —grité por encima del ruido de los motores de la lanzadera.
—No hay tiempo —dijo mi padre. Tenía los ojos inyectados de sangre. Llevaba varios días sin dormir. Todos llevábamos varios días sin dormir—. Tienen que hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. No puedo perderla.
Forcejeamos. Me sujetó con un fuerte abrazo y me derribó.
—¡Es su elección, no la tuya! —le grité al oído. Se limitó a sujetarme con más fuerza y yo luché intentando liberarme—. ¡Laura, detenlos!
Laura se tapó los ojos.
—¡Dejen de pelearse los dos! Ella no hubiera querido que pelearan.
La odié por hablar como si mamá ya se hubiera ido.
La lanzadera cerró la puerta y se elevó por el aire.


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Papá se marchó a Svalbard dos días más tarde. Me negué a hablar con él hasta el último momento.
—Ahora voy a reunirme con ella —dijo—. Vengan en cuanto puedan.
—Tú la mataste —le espeté. Mis palabras lo sobresaltaron, y eso me alegró.


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Jack le ha pedido a Lucy que sea su pareja en el baile de graduación. Me alegra que los chicos hayan decidido celebrarlo. Demuestra que se toman en serio lo de mantener vivas las tradiciones e historias que les han contado sus padres, las leyendas de un mundo que solo han experimentado de manera indirecta, a través de videos viejos y fotos antiguas.
Luchamos por mantener lo que podemos de nuestra vida pretérita: representamos añejas obras de teatro, leemos libros viejos, celebramos las fiestas de antes, cantamos canciones tradicionales. Habíamos tenido que renunciar a muchísimas cosas. Las viejas recetas habían tenido que ser adaptadas a nuestros limitados ingredientes; las viejas esperanzas se habían reajustado para encajar dentro de unos horizontes más limitados. Pero cada una de estas penurias también ha hecho que los miembros de la comunidad nos unamos más, nos aferremos con más fuerza a nuestras tradiciones.
Lucy quiere hacerse el vestido ella misma. Carol le sugiere que antes eche un vistazo a sus vestidos viejos.
—Tengo algunos vestidos de gala de cuando era solo un poco mayor que tú.
Lucy no está interesada.
—Son viejos —dice.
—Son clásicos —le digo yo.
Pero Lucy es inflexible. Trocea algunos de sus vestidos viejos, unas cortinas, unos manteles encontrados por ahí, y hace cambalaches con las otras chicas, cambiándolos por retales de diversos tejidos: seda, gasa, tafetán, encaje, algodón… Hojea las revistas viejas de Carol, en busca de inspiración.
Lucy es buena costurera, mucho mejor que Carol. Todos los chicos son de lo más competente en artes que en el mundo en que yo crecí desde hacía tiempo se consideraban obsoletas: las labores de punto, la talla de madera, los trabajos agrícolas, la caza… Carol y yo tuvimos que redescubrir y aprender todo esto en los libros cuando ya éramos adultos, para adaptarnos a un mundo que repentinamente había cambiado. Pero los chicos no han conocido otra cosa. Son los nativos de esta civilización.
Todos los estudiantes del instituto han pasado estos últimos meses investigando en el Museo de Historia Textil, estudiando la posibilidad de que tejamos nuestras propias telas, preparándose para cuando llegue el momento en que ya no queden tejidos aprovechables que puedan recuperarse de las ruinas de las ciudades en desintegración. En cierta manera resulta bastante pertinente: Lowell, que en el pasado creció apoyándose en la industria textil, debe ahora, durante nuestro lento retroceso por la curva tecnológica, redescubrir esas artes perdidas.


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Una semana después de que nuestro padre se fuera, recibimos un correo electrónico de nuestra madre.
Estaba equivocada.
A veces siento nostalgia y tristeza. Los echo de menos a ustedes, hijos míos, y al mundo que hemos dejado atrás. Pero la mayor parte del tiempo me siento eufórica, y, con frecuencia, incrédula.
Somos cientos de millones los que estamos aquí, pero no estamos hacinados. En esta casa hay innumerables moradas. Cada mente habita en su propio mundo, y cada uno de nosotros dispone de espacio infinito y tiempo infinito.
¿Cómo puedo explicárselos? Solo puedo utilizar las mismas palabras que tantos otros ya han utilizado. En mi antigua existencia, sentía la vida, pero débilmente y a distancia, mitigada por el cuerpo, que me ataba, me constreñía. Pero ahora soy libre, un alma desnuda expuesta a la pleamar de la vida eterna.
¿Cómo se va a poder comparar una conversación con su padre con la intimidad de la comunicación directa entre nuestras psiques? ¿Acaso se puede comparar el oírle hablar de cuánto me amaba y el sentir realmente su amor? Comprender de verdad a otra persona, experimentar la textura de su mente… es algo maravilloso.
Me dicen que esta sensación se llama hiperrealidad, pero me da igual cómo se llame. Me equivocaba al aferrarme con tanta fuerza a la comodidad de una vieja cáscara hecha de carne y sangre. Los seres humanos, los de verdad, siempre hemos estado formados por estructuras de electrones que caían como cascadas por el abismo, la nada entre los átomos. ¿Qué más da si esos electrones se encuentran en un cerebro o en chips de silicio?
La vida es sagrada y eterna, pero nuestro antiguo modo de vida era insostenible. Le exigíamos demasiado a nuestro planeta, exigíamos demasiados sacrificios al resto de seres vivos. Antes pensaba que era un aspecto inevitable de nuestra existencia, pero no es así. Ahora, con los petroleros encallados, los coches y camiones inmóviles, los campos sin cultivar y las fábricas mudas, ese mundo vivo, que casi habíamos extinguido, volverá.
La humanidad no es el cáncer del planeta. Tan solo necesitamos trascender las necesidades de nuestros ineficientes cuerpos, máquinas que ya no son adecuadas para su función. ¿Cuántas conciencias vivirán ahora en este nuevo mundo, criaturas puro espíritu eléctrico y pensamiento ingrávido? No hay límites.
Vengan a reuniros con nosotros. Nos morimos de ganas de volver a abrazarlos.
Mamá
Laura lloró mientras lo leía, pero yo no sentí nada. No era mi madre quien hablaba. Mi verdadera madre sabía que lo que importaba de verdad en la vida era la autenticidad de esta existencia chapucera; el anhelo constante de la intimidad con otro ser, por imperfecta que pueda ser la comprensión entre ambos; el dolor y sufrimiento de nuestra carne.
Ella me había enseñado que nuestra mortalidad es lo que nos hace humanos. El tiempo limitado que se nos concede a cada uno de nosotros es lo que le otorga un valor a nuestros actos. Morimos para dejar nuestro lugar a nuestros hijos, y a través de ellos una parte de nosotros continúa viviendo, en lo que es la única forma verdadera de inmortalidad.
Y es este mundo, el mundo en el que nos corresponde vivir, lo que nos amarra y requiere nuestra presencia, no los paisajes imaginarios de una ilusión computarizada.
El correo era un remedo de mi madre, una grabación propagandística, un señuelo para hacernos caer en el nihilismo.


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Carol y yo nos conocimos en una de mis primeras expediciones en busca de enseres abandonados. Su familia se había estado escondiendo en el sótano de su casa en Beacon Hill. Una pandilla de vándalos los había encontrado y había asesinado a su padre y a su hermano. Cuando aparecimos, estaban a punto de empezar con ella. Ese día maté a un animal con forma humana, y no me arrepiento.
La llevamos de vuelta con nosotros a Lowell y, aunque tenía diecisiete años, durante días se pegó a mí y se negó a apartarse de mi lado. Incluso cuando estaba durmiendo quería que estuviera allí, cogiéndole la mano.
—Es posible que mi familia se equivocara —dijo un día—. Nos hubiera ido mejor si nos hubiéramos transferido. Aparte de la muerte, aquí ahora ya no queda nada.
No le llevé la contraria. Dejé que me siguiera mientras iba de aquí para allá ocupándome de mis quehaceres. Le enseñé cómo estábamos manteniendo el generador en funcionamiento, cómo nos tratábamos entre nosotros con respeto, cómo rescatábamos libros viejos y nos aferrábamos a las rutinas de toda la vida. La civilización todavía estaba presente en este mundo, mantenida con vida igual que la llama de una vela. Y sí, había personas que morían, pero también había otras que nacían. La vida seguía adelante, dulce, placentera, la auténtica vida.
Y entonces, un día, me besó.
—En este mundo también estás tú —dijo—. Y eso es suficiente.
—No, no lo es —repuse—. Nosotros también traeremos vida nueva a este mundo.


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Esta es la noche.
Jack está en la puerta. Le queda bien ese esmoquin, el mismo que llevé yo en mi baile de graduación. También serán las mismas canciones las que pongan, que saldrán de un viejo ordenador de sobremesa y unos altavoces que están en las últimas.
Lucy está espléndida con su vestido: blanco con estampado negro, cortado a partir de un patrón sencillo, pero muy elegante. La falda es amplia y larga, con pliegues que caen con gracia hasta el suelo. Carol se ha encargado de peinarla: rizos con algunos toques de brillo. Tiene un aspecto glamuroso, con una chispa de picardía infantil.
Les saco varias fotografías con una cámara, una que todavía funciona más o menos.
Espero hasta estar seguro de que soy capaz de controlar la voz y digo:
—No tienes ni idea de lo que me alegra ver que los jóvenes van a celebrar el baile, como hacíamos nosotros.
Lucy me da un beso en la mejilla.
—Adiós, papá.
Tiene lágrimas en los ojos. Y eso me hace volverlo a ver todo borroso.
Carol y Lucy se abrazan durante un instante. Carol se seca los ojos.
—Preparada y lista.
—Gracias, mamá. —Y entonces se vuelve hacia Jack y le dice—: Vámonos.
Jack la va a llevar al Lowell Four Seasons en su bicicleta. No se puede hacer nada mejor puesto que llevamos muchos años sin gasolina. Lucy se acomoda con cuidado en la barra de arriba, sentada de lado, levantando el vestido con una mano. Jack la rodea con los brazos protectoramente cuando agarra el manillar. Y echan a andar, bamboleándose calle abajo.
—Pásenla bien —les grito.


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La traición de Laura fue la más difícil de asimilar.
—Pensaba que nos ibas a echar una mano a Carol y a mí con el bebé —le dije.
—¿Pero acaso este es un mundo para traer niños a él? —repuso ella.
—¿Y tú crees que allí donde te vas las cosas van ser mejores, en ese mundo sin niños, sin vidas nuevas?
—Llevamos quince años intentando sacar esto adelante, y cada año que pasa resulta más y más difícil creer en esta farsa. A lo mejor estábamos equivocados y deberíamos adaptarnos.
—Solo es una farsa cuando se ha perdido la fe —digo.
—¿La fe en qué?
—En la humanidad, en nuestra forma de vida.
—No quiero tener que seguir luchando contra nuestros padres. Solo quiero que volvamos a estar juntos, que seamos una familia.
—Esas cosas no son nuestros padres. Son unos algoritmos que los imitan. Tú siempre has evitado los conflictos, Laura, pero hay conflictos que no pueden evitarse. Nuestros padres murieron cuando papá perdió la fe, cuando ya no pudo resistirse a las falsas promesas de las máquinas.
El camino que se adentraba en el bosque terminaba en un pequeño claro, cubierto de hierba y lleno de flores silvestres. En medio había una lanzadera esperando. Laura entró por la puerta.
Otra vida perdida.


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Los chicos tienen permiso para no volver hasta medianoche. Lucy me había pedido que no me ofreciera como carabina, y accedí, para concederle ese pequeño margen de libertad esta noche.
Carol está inquieta. Intenta leer pero lleva una hora en la misma página.
—No te preocupes —trato de tranquilizarla.
Se esfuerza por sonreírme, pero no puede ocultar su ansiedad. Mira por encima de mi hombro el reloj de la pared del salón.
Yo también me giro para mirar.
—¿No tienes la sensación de que es más tarde de las once?
—No, para nada —responde ella—. No sé por qué dices eso.
Su voz suena demasiado ansiosa, casi desesperada. En sus ojos se vislumbra el miedo. Le falta poco para ser presa del pánico.
Abro la puerta de la casa y me adentro en la oscuridad de la calle. El cielo se ha ido aclarando con el paso de los años y ahora se ven muchas más estrellas. Pero yo estoy buscando la Luna, y no está donde debiera.
Entro de nuevo en casa y voy al dormitorio. Mi viejo reloj, que ya no llevo porque son muy escasas las ocasiones en las que importa ser puntual, está en el cajón de la mesita de noche. Lo saco. Es casi la una de la madrugada. Alguien ha manipulado el reloj del salón.
Carol está en la puerta del dormitorio. Está a contraluz, lo que me impide verle la cara.
—¿Qué es lo que has hecho? —le pregunto. No estoy enfadado, solo decepcionado.
—Lucy no puede hablar contigo. Está convencida de que no la vas a escuchar.
La ira me inunda como bilis caliente.
—¿Dónde están?
Carol mueve la cabeza negativamente sin decir nada.
Me acuerdo de cómo se ha despedido Lucy de mí. Me acuerdo de cómo ha ido caminado con cuidado hasta la bicicleta de Jake, sujetándose la voluminosa falda, una falda tan amplia que debajo podría llevar escondida cualquier cosa, como ropa para cambiarse y unos zapatos cómodos para el bosque. Me acuerdo de Carol diciéndole: «Preparada y lista».
—Ya es demasiado tarde —dice Carol—. Laura va a venir a recogerlos.
—Apártate. Tengo que salvarla.
—¿Salvarla para qué? —De pronto, Carol está furiosa. No se aparta de la puerta—. Esto es un juego, una broma, la recreación de algo que nunca sucedió. ¿O es que tú fuiste a tu baile de graduación en bicicleta? ¿Acaso escuchabas solo las canciones que tus padres habían escuchado de jóvenes? ¿O creciste pensando que rebuscar entre la basura era la única profesión posible? ¡Ya hace mucho tiempo que nuestro modo de vida desapareció, murió, se acabó! ¿Qué quieres que haga Lucy cuando esta casa se venga abajo dentro de treinta años? ¿Qué hará cuando el último tarro de aspirinas se haya terminado?, ¿cuando la última olla de aluminio se haya oxidado por completo? ¿La vas a condenar a ella y a sus hijos a una vida de hurgar entre los montones de basura, descendiendo por la curva tecnológica año tras año, hasta que todos los avances logrados por la raza humana durante los últimos cinco mil años se hayan perdido?
No tengo tiempo para discutir con ella. Con suavidad, pero con firmeza, apoyo las manos en sus hombros dispuesto a apartarla a un lado.
—Yo me quedaré contigo —continúa—. Yo siempre me quedaré contigo porque te amo tanto que la muerte no me da miedo. Pero ella es una niña. Debería tener la oportunidad de tener una vida distinta.
Tengo la sensación de que mis brazos se quedan sin fuerza.
—Es justo al revés. —La miro a los ojos, deseando que recupere la fe—. Su vida es lo que le da sentido a las nuestras.
De pronto, su cuerpo se queda laxo y Carol se desliza hasta el suelo, llorando en silencio.
—Deja que se vaya —dice en voz baja—. Déjala.
—No puedo rendirme —le digo—. Soy humano.


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Una vez dejo atrás la puerta de la verja, empiezo a pedalear frenéticamente. El cono de luz que proyecta la linterna danza a mi alrededor mientras intento mantenerla apoyada en el manillar. Pero conozco bien el camino del bosque. Lleva al claro donde aquel día Laura subió a aquella lanzadera.
Una luz brillante a lo lejos, y el sonido de motores acelerando.
Saco mi pistola y disparo varios tiros al aire.
El sonido de los motores se apaga.
Salgo al claro del bosque, bajo un cielo lleno de diminutas estrellas brillantes y frías. Salto de la bicicleta y la dejo caer junto al camino. La lanzadera está en mitad del claro, con la puerta abierta. Lucy y Jack, vestidos ya con ropa informal, están en la puerta.
—Lucy, cielo, sal de ahí.
—Papá, lo siento. Me voy.
—No, no te vas.
Una simulación electrónica de la voz de Laura llega desde los altavoces de la lanzadera:
—Déjala marchar, hermano. Se merece tener una oportunidad para ver lo que tú te niegas a ver. O todavía mejor, ven con nosotros. Todos te echamos de menos.
Hago caso omiso de mi hermana, mejor dicho, de eso.
—Lucy, ahí no hay futuro alguno. Lo que te prometen las máquinas no es real. Ahí no hay ni niños ni esperanza, tan solo una existencia simulada, eterna e inmutable como piezas de una máquina.
—Ahora tenemos niños —dice la copia de la voz de Laura—. Hemos encontrado la manera de crear niños de la mente, nativos del mundo digital. Deberías venir a conocer a tus sobrinos. Eres tú el que se está aferrando a una existencia inmutable. Este es el paso siguiente en nuestra evolución.
—No se puede experimentar nada si no se es humano. —Sacudo la cabeza, no debería caer en la trampa de ponerme a discutir con una máquina—. Si te vas —le digo a Lucy—, morirás una muerte sin sentido. Los muertos habrán ganado. No puedo permitir que eso suceda.
Levanto la pistola. El cañón apunta a Lucy. No permitiré que los muertos me roben a mi niña.
Jack intenta interponerse, pero Lucy lo aparta. Sus ojos están llenos de pesar, y la luz del interior de la lanzadera le enmarca el rostro y el dorado pelo haciéndola parecer un ángel.
De repente me percato de cuánto se parece a mi madre. Los rasgos de mi madre, heredados a través de mí, han revivido de nuevo en mi hija. La vida está hecha para ser vivida así. Abuelos, padres, hijos… cada generación apartándose del camino de la siguiente; una lucha eterna para alcanzar el futuro, el progreso.
Pienso en cómo a mi madre le arrebataron el derecho a elegir; en cómo no se le permitió morir como un ser humano; en cómo fue devorada por los muertos; en cómo se convirtió en una parte de sus grabaciones mecánicas, circulando eternamente por sus circuitos. El rostro de mi madre, tal como lo recuerdo, se superpone con el de mi hija, mi dulce, inocente y alocada Lucy.
Aferro la pistola con más fuerza.
—Papá —dice Lucy con calma, su rostro tan firme como el de mi madre tantos años atrás—, se trata de mi elección. No de la tuya.


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Cuando Carol llega al claro ya es por la mañana. La cálida luz del sol atraviesa las hojas de los árboles y motea el vacío círculo de hierba. Las gotas de rocío cuelgan de las puntas de las hojas de hierba, en cada una de ellas una visión en suspensión y en miniatura del mundo. Los trinos de los pájaros llenan el silencio que se va despertando. Mi bici sigue en el suelo junto al camino, donde la dejé.
Carol se sienta a mi lado en silencio. Rodeo sus hombros con mi brazo y la acerco hacia mí. No sé qué es lo que está pensando, pero nos basta con estar sentados así, juntos, nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, manteniendo así el calor. Las palabras son superfluas. Miramos este prístino mundo que nos rodea, un jardín heredado de los muertos.
Tenemos todo el tiempo del mundo.

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