Tras la Singularidad, la mayoría de la gente eligió morir.
Los muertos nos
tenían lástima y se referían a nosotros como «los que hemos
dejado atrás», como si fuéramos unos pobres desgraciados que no
hubieran podido llegar a tiempo a una balsa salvavidas. Eran
incapaces de comprender que realmente hubiéramos podido elegir
quedarnos atrás. Y por eso, año tras año, implacablemente,
intentaban robarnos a nuestros hijos.
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Yo nací en el Año
Cero de la Singularidad, cuando el primer hombre fue transferido a
una máquina. El Papa condenó al «Adán digital»; la élite de la
comunidad online lo celebró; y todos los demás se esforzaron por
asimilar el nuevo mundo.
«Siempre hemos
querido vivir eternamente —declaró Adam Ever, fundador de la
empresa Everlasting, y el primero que se marchó. Una grabación con
su mensaje fue retransmitida por internet—. Y ahora podemos».
Mientras Everlasting
construía su inmenso centro de datos en Svalbard, las naciones del
mundo se esforzaban por decidir si las transferencias que se
realizaban en ese lugar eran asesinatos. Detrás de cada hombre que
era transferido quedaba un cuerpo sin vida, con el cerebro convertido
en una masa amorfa y sanguinolenta tras el destructivo procedimiento
de escaneo. Pero ¿qué es lo que en realidad sucedía con esa
persona?, ¿con su esencia?, ¿con su, a falta de una mejor palabra,
alma?
¿Se había
convertido en una inteligencia artificial?, ¿o seguía siendo en
cierta forma humano, con el silicio y el grafeno encargándose de
ejecutar las funciones neuronales? ¿Se trataba simplemente de una
actualización del hardware de la conciencia?, ¿o se había
convertido en un mero algoritmo, en una imitación mecánica del
libre albedrío?
Los ancianos y los
enfermos terminales fueron los primeros. Era muy caro. Más adelante,
a medida que el precio de admisión fue abaratándose, cientos, miles
y luego millones se pusieron en la cola.
—Hagámoslo
—propuso mi padre, cuando yo iba al instituto.
Para entonces, el
caos se estaba apoderando del mundo. La mitad del país se había
quedado despoblado. Los precios de las materias primas habían caído
en picado. En todas partes estaba presente el fantasma de la guerra o
la guerra misma: conquistas, reconquistas, matanzas sin fin. Los que
se lo podían permitir se marchaban a Svalbard en el primer vuelo
disponible. La humanidad estaba abandonando el mundo y destruyéndose.
Mi madre alargó la
mano y cogió la de mi padre.
—No —dijo—.
Creen que pueden engañar a la muerte, pero en realidad murieron en
el instante en que decidieron cambiar el mundo real por una
simulación. Mientras haya pecado, debe haber muerte. Es lo que hace
que la vida tenga sentido.
Mi madre era
católica, y aunque no era practicante anhelaba la certeza de la
Iglesia; a mí su teología siempre me había parecido un tanto
inconsistente. No obstante, estaba convencida de que había una
manera correcta de vivir y una manera correcta de morir.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Mientras Lucy está
en el colegio, Carol y yo registramos su cuarto. Carol busca en el
armario folletos, libros y otros objetos que demuestren que se
relaciona con los muertos. Yo me conecto a su ordenador.
Lucy es tozuda, pero
responsable. Desde que era pequeña le vengo diciendo que debe
prepararse para resistir las tentaciones de los muertos. Solo ella
puede garantizar la continuidad de nuestro modo de vida en este mundo
abandonado. Lucy me escucha y mueve la cabeza afirmativamente.
Quiero confiar en
ella.
Sin embargo, los
muertos utilizaban la propaganda de manera muy inteligente. Al
principio acostumbraban a enviar unos aviones metálicos grises,
pilotados por control remoto, que sobrevolaban nuestras ciudades
lanzando octavillas con mensajes supuestamente enviados por nuestros
seres queridos. Nosotros quemábamos las octavillas y disparábamos a
los aviones, que, finalmente, dejaron de venir.
Luego intentaron
llegar hasta nosotros utilizando las conexiones inalámbricas entre
las ciudades: la cuerda de salvamento electrónica a la que nos
aferrábamos los que nos habíamos quedado atrás, que evitaba que
nuestras menguantes comunidades quedaran completamente aisladas las
unas de las otras. Esto nos obligaba a vigilar atentamente las redes,
en busca de sus insidiosos zarcillos, que no dejaban de intentar
colarse por cualquier fisura.
En estos últimos
tiempos, están volcando sus esfuerzos en los niños. Es posible que
los muertos finalmente nos hayan dado por perdidos a los adultos,
pero están intentando atrapar a la siguiente generación, a nuestro
futuro. Mi obligación como padre es proteger a Lucy de aquello que
todavía no entiende.
El ordenador arranca
lentamente. Es un milagro que haya conseguido mantenerlo funcionando
durante tanto tiempo, muchos más años de los que su fabricante
contaba con que aguantara. Le he cambiado todos los componentes, y,
algunos, unas cuantas veces.
Busco la lista de
los ficheros que Lucy ha creado o modificado recientemente, los
correos que ha recibido, las páginas web que ha visitado. En su
mayoría son trabajos para el colegio y cháchara inocente con sus
amigos. La exigua red que une los distintos asentamientos va
menguando día a día. Con toda la gente que va muriendo cada año, o
que simplemente se rinde, resulta difícil mantener el suministro
eléctrico y la capacidad operativa de las torres de radio que
conectan las ciudades. Antes podíamos comunicarnos con amigos que
vivían en lugares tan alejados como San Francisco, con los paquetes
de datos saltando por las ciudades intermedias como si estas formaran
un camino de piedras a través de un estanque. Pero ahora los
ordenadores accesibles desde aquí ya no alcanzan ni el millar, y
ninguno está más allá de Maine. Llegará un día en que ya no
podremos encontrar las piezas necesarias para mantener los
ordenadores funcionando, y entonces la regresión hacia el pasado
será todavía mayor.
Carol ya ha
terminado con su registro. Se sienta en la cama de Lucy y me mira.
—Has acabado
rápido —comento.
—Nunca vamos a
encontrar nada —responde con un encogimiento de hombros—. Si
confía en nosotros, nos lo contará; pero si no, no encontraremos lo
que quiera esconder.
No es la primera vez
que noto en estos últimos tiempos que Carol tiene este tipo de
sentimientos fatalistas. Es como si se estuviera cansando, como si ya
no estuviera tan entregada a la causa. Continuamente me descubro
esforzándome por reavivar su fe.
—Lucy todavía es
joven, demasiado joven para entender a qué tendría que renunciar a
cambio de las falsas promesas de los muertos —le digo—. Sé que
odias estos registros, pero estamos intentando salvarle la vida.
Carol me mira, y
finalmente suspira y asiente con la cabeza.
Compruebo los
ficheros de imágenes por si hay información oculta, y el disco, en
busca de ficheros borrados que podrían contener códigos secretos.
Examino las páginas web, buscando las palabras clave que ofrecen
falsas promesas.
Suspiro con alivio.
Está limpia.
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No me hace demasiada
gracia tener que salir de Lowell en estos tiempos. Más allá de
nuestra cerca, el mundo se está volviendo cada vez más duro y
peligroso. Los osos han regresado al este de Massachusetts. El bosque
se vuelve más denso y se acerca más al límite de la ciudad año
tras año. Y también hay quien asegura haber visto lobos rondando
por los bosques.
Hace un año, Brad
Lee y yo tuvimos que ir a Boston para buscar piezas de recambio para
el generador de la ciudad, que está alojado en el antiguo molino a
orillas del río Merrimac. Llevamos escopetas, como protección tanto
frente a los animales como frente a los vándalos que todavía
correteaban por entre las ruinas urbanas alimentándose con las
últimas latas de comida. El pavimento de la avenida de
Massachusetts, desierta desde hace treinta años, estaba lleno de
grietas por las que asomaban matas de hierbas y arbustos. Los duros
inviernos de Nueva Inglaterra, con el agua que se filtra y el hielo
que se cuela por todas partes, habían ido desconchando los altos
edificios que nos rodeaban, y sus esqueletos sin ventanas se estaban
deteriorando y desmoronando a falta de calor artificial y de un
mantenimiento regular.
Al doblar una
esquina en el centro de la ciudad, sorprendimos a dos personas
acurrucadas alrededor de una hoguera, alimentándola con libros y
papeles que habían cogido de una librería cercana. Incluso los
vándalos necesitaban calor, y es posible que también estuvieran
disfrutando destruyendo los restos de la civilización.
Los dos se
agazaparon y nos gruñeron, pero no hicieron movimiento alguno cuando
Brad y yo les apuntamos con nuestras escopetas. Me acuerdo de lo
delgados que tenían los brazos y piernas, de sus rostros sucios, los
ojos inyectados de sangre y llenos de odio y terror. Pero sobre todo
me acuerdo de sus rostros llenos de arrugas y de su cabello blanco.
«Hasta los vándalos están envejeciendo —pensé—. Y ellos no
tienen hijos».
Brad y yo
retrocedimos cautelosamente. Me alegré de no haber tenido que matar
a nadie.
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Durante el verano en
que yo tenía ocho años y Laura once, mis padres nos llevaron de
viaje por Arizona, Nuevo México y Texas. Viajamos en coche por
viejas autovías y carreteras secundarias, una gira por la belleza
monumental de los desiertos del oeste del país, llenos de
nostálgicas y desoladas ciudades fantasma.
Cuando pasábamos
por las reservas indias (de los navajo, los zuni, los acoma, los
laguna), mi madre quería parar en todas las tiendas que había junto
a la carretera para admirar la cerámica tradicional. Laura y yo
recorríamos los pasillos con pies de plomo, con cuidado para no
romper nada.
Ya de vuelta en el
coche, mi madre me dejó coger una cazuelita que había comprado. Le
di vueltas una y otra vez entre mis manos, examinando la tosca
superficie blanca, los nítidos y pulcros diseños geométricos
negros, y la marcada silueta del flautista acuclillado con plumas
sobresaliéndole por detrás de la cabeza.
—Increíble,
¿verdad? —dijo mi madre—. No está hecha con un torno de
alfarero. La mujer la fue modelando a mano, utilizando las técnicas
que han ido pasando de generación en generación en su familia.
Incluso sacó la arcilla de los mismos lugares de donde la sacaba su
abuela. Está manteniendo viva una antigua tradición, un modo de
vida.
De pronto, la
cazuela se volvió pesada entre mis manos, como si pudiera notar el
peso de la memoria de esas generaciones.
—Todo eso no es
más que un cuento para vender más —intervino mi padre, mirándome
por el espejo retrovisor—, pero sería todavía más triste si
fuera verdad. Si haces las cosas exactamente igual que tus
antepasados, entonces tu modo de vida está muerto y te has
convertido en un fósil, en un espectáculo para entretener a los
turistas.
—Esa mujer no
estaba actuando —dijo mi madre—. No te das cuenta de qué es lo
que realmente importa en la vida, de a qué merece la pena aferrarse.
No solo es el progreso lo que nos hace humanos. Eres igual que esos
fanáticos de la Singularidad.
—Por favor, no
sigan discutiendo —interrumpió Laura—. Vamos al hotel a
sentarnos en la piscina.
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Jack, el hijo de
Brad, está en la puerta. Se le nota cohibido e incómodo, a pesar de
que lleva meses viniendo a nuestra casa. Lo conozco desde que era un
bebé, como a todos los otros chiquillos del pueblo. Quedan tan
pocos… El instituto, instalado en la vieja Whistler House, tan solo
tiene doce alumnos.
—Hola —masculla
mirando el suelo—. Lucy y yo tenemos que seguir con el trabajo.
Me aparto para
dejarle que pase camino de las escaleras que llevan a la habitación
de Lucy.
No necesito
recordarle las reglas: la puerta del cuarto abierta, y en todo
momento al menos tres de sus cuatro pies sobre la alfombra. Les oigo
charlar, sin alcanzar a entender lo que dicen, y reírse de vez en
cuando.
Su noviazgo se
caracteriza por una cierta inocencia que no se daba en mi juventud.
Sin la televisión y la verdadera internet con su bombardeo de
sexualidad cínica, los niños pueden seguir siendo niños durante
más tiempo.
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Hacia el final, ya
no quedaban demasiados médicos. Los que quisimos quedarnos atrás
nos agrupamos en pequeñas comunidades, colocando las carretas en
círculo como defensa contra las cuadrillas de vándalos que
merodeaban y se entregaban a los placeres de la carne mientras los
transferidos iban dejando atrás el mundo físico. Yo nunca llegué a
terminar mis estudios universitarios.
La enfermedad fue
consumiendo a mi madre durante meses. Estaba postrada en la cama,
debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia, con el cuerpo
atiborrado de drogas para aliviarle los dolores. Nos turnábamos para
sentarnos a su lado y cogerle la mano. Cuando tenía días buenos,
lapsos pasajeros de lucidez, solo teníamos un tema de conversación.
—No —decía mi
madre entre jadeos—. Tienen que prometérmelo. Es importante. He
vivido una vida de verdad y moriré una muerte de verdad. De ningún
modo me convertiré en una grabación. Hay cosas peores que la
muerte.
—Si te
transfieres, seguirás pudiendo elegir —le explicaba mi padre—.
Pueden suspender tu conciencia, o incluso borrarla, si cuando lo
hayas probado no te gusta. Pero si no te transfieres, te irás para
siempre. No podrás arrepentirte ni volver atrás.
—Si hago lo que tú
quieres también me iré para siempre —le rebatía ella—. No hay
forma de regresar aquí, al mundo real. De ningún modo me van a
reproducir con un montón de electrones.
—Déjalo, por
favor —le rogaba Laura a mi padre—. Estás haciéndola sufrir.
¿Por qué no puedes dejarla tranquila?
Los momentos de
lucidez de mi madre se fueron espaciando cada vez más.
Y entonces, aquella
noche: el ruido de la puerta principal despertándome al cerrarse, la
lanzadera en el jardín cuando miré por la ventana, la precipitada
carrera escaleras abajo.
Estaban llevando a
mi madre a la lanzadera en una camilla. Mi padre estaba junto a la
puerta del vehículo gris poco mayor que una furgoneta, «EVERLASTING»
pintado en el lateral.
—¡Deténganse!
—grité por encima del ruido de los motores de la lanzadera.
—No hay tiempo
—dijo mi padre. Tenía los ojos inyectados de sangre. Llevaba
varios días sin dormir. Todos llevábamos varios días sin dormir—.
Tienen que hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. No puedo
perderla.
Forcejeamos. Me
sujetó con un fuerte abrazo y me derribó.
—¡Es su elección,
no la tuya! —le grité al oído. Se limitó a sujetarme con más
fuerza y yo luché intentando liberarme—. ¡Laura, detenlos!
Laura se tapó los
ojos.
—¡Dejen de
pelearse los dos! Ella no hubiera querido que pelearan.
La odié por hablar
como si mamá ya se hubiera ido.
La lanzadera cerró
la puerta y se elevó por el aire.
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Papá se marchó a
Svalbard dos días más tarde. Me negué a hablar con él hasta el
último momento.
—Ahora voy a
reunirme con ella —dijo—. Vengan en cuanto puedan.
—Tú la mataste
—le espeté. Mis palabras lo sobresaltaron, y eso me alegró.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Jack le ha pedido a
Lucy que sea su pareja en el baile de graduación. Me alegra que los
chicos hayan decidido celebrarlo. Demuestra que se toman en serio lo
de mantener vivas las tradiciones e historias que les han contado sus
padres, las leyendas de un mundo que solo han experimentado de manera
indirecta, a través de videos viejos y fotos antiguas.
Luchamos por
mantener lo que podemos de nuestra vida pretérita: representamos
añejas obras de teatro, leemos libros viejos, celebramos las fiestas
de antes, cantamos canciones tradicionales. Habíamos tenido que
renunciar a muchísimas cosas. Las viejas recetas habían tenido que
ser adaptadas a nuestros limitados ingredientes; las viejas
esperanzas se habían reajustado para encajar dentro de unos
horizontes más limitados. Pero cada una de estas penurias también
ha hecho que los miembros de la comunidad nos unamos más, nos
aferremos con más fuerza a nuestras tradiciones.
Lucy quiere hacerse
el vestido ella misma. Carol le sugiere que antes eche un vistazo a
sus vestidos viejos.
—Tengo algunos
vestidos de gala de cuando era solo un poco mayor que tú.
Lucy no está
interesada.
—Son viejos —dice.
—Son clásicos —le
digo yo.
Pero Lucy es
inflexible. Trocea algunos de sus vestidos viejos, unas cortinas,
unos manteles encontrados por ahí, y hace cambalaches con las otras
chicas, cambiándolos por retales de diversos tejidos: seda, gasa,
tafetán, encaje, algodón… Hojea las revistas viejas de Carol, en
busca de inspiración.
Lucy es buena
costurera, mucho mejor que Carol. Todos los chicos son de lo más
competente en artes que en el mundo en que yo crecí desde hacía
tiempo se consideraban obsoletas: las labores de punto, la talla de
madera, los trabajos agrícolas, la caza… Carol y yo tuvimos que
redescubrir y aprender todo esto en los libros cuando ya éramos
adultos, para adaptarnos a un mundo que repentinamente había
cambiado. Pero los chicos no han conocido otra cosa. Son los nativos
de esta civilización.
Todos los
estudiantes del instituto han pasado estos últimos meses
investigando en el Museo de Historia Textil, estudiando la
posibilidad de que tejamos nuestras propias telas, preparándose para
cuando llegue el momento en que ya no queden tejidos aprovechables
que puedan recuperarse de las ruinas de las ciudades en
desintegración. En cierta manera resulta bastante pertinente:
Lowell, que en el pasado creció apoyándose en la industria textil,
debe ahora, durante nuestro lento retroceso por la curva tecnológica,
redescubrir esas artes perdidas.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Una semana después
de que nuestro padre se fuera, recibimos un correo electrónico de
nuestra madre.
Estaba equivocada.
A veces siento
nostalgia y tristeza. Los echo de menos a ustedes, hijos míos, y al
mundo que hemos dejado atrás. Pero la mayor parte del tiempo me
siento eufórica, y, con frecuencia, incrédula.
Somos cientos de
millones los que estamos aquí, pero no estamos hacinados. En esta
casa hay innumerables moradas. Cada mente habita en su propio mundo,
y cada uno de nosotros dispone de espacio infinito y tiempo infinito.
¿Cómo puedo
explicárselos? Solo puedo utilizar las mismas palabras que tantos
otros ya han utilizado. En mi antigua existencia, sentía la vida,
pero débilmente y a distancia, mitigada por el cuerpo, que me ataba,
me constreñía. Pero ahora soy libre, un alma desnuda expuesta a la
pleamar de la vida eterna.
¿Cómo se va a
poder comparar una conversación con su padre con la intimidad de la
comunicación directa entre nuestras psiques? ¿Acaso se puede
comparar el oírle hablar de cuánto me amaba y el sentir realmente
su amor? Comprender de verdad a otra persona, experimentar la textura
de su mente… es algo maravilloso.
Me dicen que esta
sensación se llama hiperrealidad, pero me da igual cómo se llame.
Me equivocaba al aferrarme con tanta fuerza a la comodidad de una
vieja cáscara hecha de carne y sangre. Los seres humanos, los de
verdad, siempre hemos estado formados por estructuras de electrones
que caían como cascadas por el abismo, la nada entre los átomos.
¿Qué más da si esos electrones se encuentran en un cerebro o en
chips de silicio?
La vida es sagrada y
eterna, pero nuestro antiguo modo de vida era insostenible. Le
exigíamos demasiado a nuestro planeta, exigíamos demasiados
sacrificios al resto de seres vivos. Antes pensaba que era un aspecto
inevitable de nuestra existencia, pero no es así. Ahora, con los
petroleros encallados, los coches y camiones inmóviles, los campos
sin cultivar y las fábricas mudas, ese mundo vivo, que casi habíamos
extinguido, volverá.
La humanidad no es
el cáncer del planeta. Tan solo necesitamos trascender las
necesidades de nuestros ineficientes cuerpos, máquinas que ya no son
adecuadas para su función. ¿Cuántas conciencias vivirán ahora en
este nuevo mundo, criaturas puro espíritu eléctrico y pensamiento
ingrávido? No hay límites.
Vengan a reuniros
con nosotros. Nos morimos de ganas de volver a abrazarlos.
Mamá
Laura lloró
mientras lo leía, pero yo no sentí nada. No era mi madre quien
hablaba. Mi verdadera madre sabía que lo que importaba de verdad en
la vida era la autenticidad de esta existencia chapucera; el anhelo
constante de la intimidad con otro ser, por imperfecta que pueda ser
la comprensión entre ambos; el dolor y sufrimiento de nuestra carne.
Ella me había
enseñado que nuestra mortalidad es lo que nos hace humanos. El
tiempo limitado que se nos concede a cada uno de nosotros es lo que
le otorga un valor a nuestros actos. Morimos para dejar nuestro lugar
a nuestros hijos, y a través de ellos una parte de nosotros continúa
viviendo, en lo que es la única forma verdadera de inmortalidad.
Y es este mundo, el
mundo en el que nos corresponde vivir, lo que nos amarra y requiere
nuestra presencia, no los paisajes imaginarios de una ilusión
computarizada.
El correo era un
remedo de mi madre, una grabación propagandística, un señuelo para
hacernos caer en el nihilismo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Carol y yo nos
conocimos en una de mis primeras expediciones en busca de enseres
abandonados. Su familia se había estado escondiendo en el sótano de
su casa en Beacon Hill. Una pandilla de vándalos los había
encontrado y había asesinado a su padre y a su hermano. Cuando
aparecimos, estaban a punto de empezar con ella. Ese día maté a un
animal con forma humana, y no me arrepiento.
La llevamos de
vuelta con nosotros a Lowell y, aunque tenía diecisiete años,
durante días se pegó a mí y se negó a apartarse de mi lado.
Incluso cuando estaba durmiendo quería que estuviera allí,
cogiéndole la mano.
—Es posible que mi
familia se equivocara —dijo un día—. Nos hubiera ido mejor si
nos hubiéramos transferido. Aparte de la muerte, aquí ahora ya no
queda nada.
No le llevé la
contraria. Dejé que me siguiera mientras iba de aquí para allá
ocupándome de mis quehaceres. Le enseñé cómo estábamos
manteniendo el generador en funcionamiento, cómo nos tratábamos
entre nosotros con respeto, cómo rescatábamos libros viejos y nos
aferrábamos a las rutinas de toda la vida. La civilización todavía
estaba presente en este mundo, mantenida con vida igual que la llama
de una vela. Y sí, había personas que morían, pero también había
otras que nacían. La vida seguía adelante, dulce, placentera, la
auténtica vida.
Y entonces, un día,
me besó.
—En este mundo
también estás tú —dijo—. Y eso es suficiente.
—No, no lo es
—repuse—. Nosotros también traeremos vida nueva a este mundo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Esta es la noche.
Jack está en la
puerta. Le queda bien ese esmoquin, el mismo que llevé yo en mi
baile de graduación. También serán las mismas canciones las que
pongan, que saldrán de un viejo ordenador de sobremesa y unos
altavoces que están en las últimas.
Lucy está
espléndida con su vestido: blanco con estampado negro, cortado a
partir de un patrón sencillo, pero muy elegante. La falda es amplia
y larga, con pliegues que caen con gracia hasta el suelo. Carol se ha
encargado de peinarla: rizos con algunos toques de brillo. Tiene un
aspecto glamuroso, con una chispa de picardía infantil.
Les saco varias
fotografías con una cámara, una que todavía funciona más o menos.
Espero hasta estar
seguro de que soy capaz de controlar la voz y digo:
—No tienes ni idea
de lo que me alegra ver que los jóvenes van a celebrar el baile,
como hacíamos nosotros.
Lucy me da un beso
en la mejilla.
—Adiós, papá.
Tiene lágrimas en
los ojos. Y eso me hace volverlo a ver todo borroso.
Carol y Lucy se
abrazan durante un instante. Carol se seca los ojos.
—Preparada y
lista.
—Gracias, mamá.
—Y entonces se vuelve hacia Jack y le dice—: Vámonos.
Jack la va a llevar
al Lowell Four Seasons en su bicicleta. No se puede hacer nada mejor
puesto que llevamos muchos años sin gasolina. Lucy se acomoda con
cuidado en la barra de arriba, sentada de lado, levantando el vestido
con una mano. Jack la rodea con los brazos protectoramente cuando
agarra el manillar. Y echan a andar, bamboleándose calle abajo.
—Pásenla bien
—les grito.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
La traición de
Laura fue la más difícil de asimilar.
—Pensaba que nos
ibas a echar una mano a Carol y a mí con el bebé —le dije.
—¿Pero acaso este
es un mundo para traer niños a él? —repuso ella.
—¿Y tú crees que
allí donde te vas las cosas van ser mejores, en ese mundo sin niños,
sin vidas nuevas?
—Llevamos quince
años intentando sacar esto adelante, y cada año que pasa resulta
más y más difícil creer en esta farsa. A lo mejor estábamos
equivocados y deberíamos adaptarnos.
—Solo es una farsa
cuando se ha perdido la fe —digo.
—¿La fe en qué?
—En la humanidad,
en nuestra forma de vida.
—No quiero tener
que seguir luchando contra nuestros padres. Solo quiero que volvamos
a estar juntos, que seamos una familia.
—Esas cosas no son
nuestros padres. Son unos algoritmos que los imitan. Tú siempre has
evitado los conflictos, Laura, pero hay conflictos que no pueden
evitarse. Nuestros padres murieron cuando papá perdió la fe, cuando
ya no pudo resistirse a las falsas promesas de las máquinas.
El camino que se
adentraba en el bosque terminaba en un pequeño claro, cubierto de
hierba y lleno de flores silvestres. En medio había una lanzadera
esperando. Laura entró por la puerta.
Otra vida perdida.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Los chicos tienen
permiso para no volver hasta medianoche. Lucy me había pedido que no
me ofreciera como carabina, y accedí, para concederle ese pequeño
margen de libertad esta noche.
Carol está
inquieta. Intenta leer pero lleva una hora en la misma página.
—No te preocupes
—trato de tranquilizarla.
Se esfuerza por
sonreírme, pero no puede ocultar su ansiedad. Mira por encima de mi
hombro el reloj de la pared del salón.
Yo también me giro
para mirar.
—¿No tienes la
sensación de que es más tarde de las once?
—No, para nada
—responde ella—. No sé por qué dices eso.
Su voz suena
demasiado ansiosa, casi desesperada. En sus ojos se vislumbra el
miedo. Le falta poco para ser presa del pánico.
Abro la puerta de la
casa y me adentro en la oscuridad de la calle. El cielo se ha ido
aclarando con el paso de los años y ahora se ven muchas más
estrellas. Pero yo estoy buscando la Luna, y no está donde debiera.
Entro de nuevo en
casa y voy al dormitorio. Mi viejo reloj, que ya no llevo porque son
muy escasas las ocasiones en las que importa ser puntual, está en el
cajón de la mesita de noche. Lo saco. Es casi la una de la
madrugada. Alguien ha manipulado el reloj del salón.
Carol está en la
puerta del dormitorio. Está a contraluz, lo que me impide verle la
cara.
—¿Qué es lo que
has hecho? —le pregunto. No estoy enfadado, solo decepcionado.
—Lucy no puede
hablar contigo. Está convencida de que no la vas a escuchar.
La ira me inunda
como bilis caliente.
—¿Dónde están?
Carol mueve la
cabeza negativamente sin decir nada.
Me acuerdo de cómo
se ha despedido Lucy de mí. Me acuerdo de cómo ha ido caminado con
cuidado hasta la bicicleta de Jake, sujetándose la voluminosa falda,
una falda tan amplia que debajo podría llevar escondida cualquier
cosa, como ropa para cambiarse y unos zapatos cómodos para el
bosque. Me acuerdo de Carol diciéndole: «Preparada y lista».
—Ya es demasiado
tarde —dice Carol—. Laura va a venir a recogerlos.
—Apártate. Tengo
que salvarla.
—¿Salvarla para
qué? —De pronto, Carol está furiosa. No se aparta de la puerta—.
Esto es un juego, una broma, la recreación de algo que nunca
sucedió. ¿O es que tú fuiste a tu baile de graduación en
bicicleta? ¿Acaso escuchabas solo las canciones que tus padres
habían escuchado de jóvenes? ¿O creciste pensando que rebuscar
entre la basura era la única profesión posible? ¡Ya hace mucho
tiempo que nuestro modo de vida desapareció, murió, se acabó! ¿Qué
quieres que haga Lucy cuando esta casa se venga abajo dentro de
treinta años? ¿Qué hará cuando el último tarro de aspirinas se
haya terminado?, ¿cuando la última olla de aluminio se haya oxidado
por completo? ¿La vas a condenar a ella y a sus hijos a una vida de
hurgar entre los montones de basura, descendiendo por la curva
tecnológica año tras año, hasta que todos los avances logrados por
la raza humana durante los últimos cinco mil años se hayan perdido?
No tengo tiempo para
discutir con ella. Con suavidad, pero con firmeza, apoyo las manos en
sus hombros dispuesto a apartarla a un lado.
—Yo me quedaré
contigo —continúa—. Yo siempre me quedaré contigo porque te amo
tanto que la muerte no me da miedo. Pero ella es una niña. Debería
tener la oportunidad de tener una vida distinta.
Tengo la sensación
de que mis brazos se quedan sin fuerza.
—Es justo al
revés. —La miro a los ojos, deseando que recupere la fe—. Su
vida es lo que le da sentido a las nuestras.
De pronto, su cuerpo
se queda laxo y Carol se desliza hasta el suelo, llorando en
silencio.
—Deja que se vaya
—dice en voz baja—. Déjala.
—No puedo rendirme
—le digo—. Soy humano.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Una vez dejo atrás
la puerta de la verja, empiezo a pedalear frenéticamente. El cono de
luz que proyecta la linterna danza a mi alrededor mientras intento
mantenerla apoyada en el manillar. Pero conozco bien el camino del
bosque. Lleva al claro donde aquel día Laura subió a aquella
lanzadera.
Una luz brillante a
lo lejos, y el sonido de motores acelerando.
Saco mi pistola y
disparo varios tiros al aire.
El sonido de los
motores se apaga.
Salgo al claro del
bosque, bajo un cielo lleno de diminutas estrellas brillantes y
frías. Salto de la bicicleta y la dejo caer junto al camino. La
lanzadera está en mitad del claro, con la puerta abierta. Lucy y
Jack, vestidos ya con ropa informal, están en la puerta.
—Lucy, cielo, sal
de ahí.
—Papá, lo siento.
Me voy.
—No, no te vas.
Una simulación
electrónica de la voz de Laura llega desde los altavoces de la
lanzadera:
—Déjala marchar,
hermano. Se merece tener una oportunidad para ver lo que tú te
niegas a ver. O todavía mejor, ven con nosotros. Todos te echamos de
menos.
Hago caso omiso de
mi hermana, mejor dicho, de eso.
—Lucy, ahí no hay
futuro alguno. Lo que te prometen las máquinas no es real. Ahí no
hay ni niños ni esperanza, tan solo una existencia simulada, eterna
e inmutable como piezas de una máquina.
—Ahora tenemos
niños —dice la copia de la voz de Laura—. Hemos encontrado la
manera de crear niños de la mente, nativos del mundo digital.
Deberías venir a conocer a tus sobrinos. Eres tú el que se está
aferrando a una existencia inmutable. Este es el paso siguiente en
nuestra evolución.
—No se puede
experimentar nada si no se es humano. —Sacudo la cabeza, no debería
caer en la trampa de ponerme a discutir con una máquina—. Si te
vas —le digo a Lucy—, morirás una muerte sin sentido. Los
muertos habrán ganado. No puedo permitir que eso suceda.
Levanto la pistola.
El cañón apunta a Lucy. No permitiré que los muertos me roben a mi
niña.
Jack intenta
interponerse, pero Lucy lo aparta. Sus ojos están llenos de pesar, y
la luz del interior de la lanzadera le enmarca el rostro y el dorado
pelo haciéndola parecer un ángel.
De repente me
percato de cuánto se parece a mi madre. Los rasgos de mi madre,
heredados a través de mí, han revivido de nuevo en mi hija. La vida
está hecha para ser vivida así. Abuelos, padres, hijos… cada
generación apartándose del camino de la siguiente; una lucha eterna
para alcanzar el futuro, el progreso.
Pienso en cómo a mi
madre le arrebataron el derecho a elegir; en cómo no se le permitió
morir como un ser humano; en cómo fue devorada por los muertos; en
cómo se convirtió en una parte de sus grabaciones mecánicas,
circulando eternamente por sus circuitos. El rostro de mi madre, tal
como lo recuerdo, se superpone con el de mi hija, mi dulce, inocente
y alocada Lucy.
Aferro la pistola
con más fuerza.
—Papá —dice
Lucy con calma, su rostro tan firme como el de mi madre tantos años
atrás—, se trata de mi elección. No de la tuya.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando Carol llega
al claro ya es por la mañana. La cálida luz del sol atraviesa las
hojas de los árboles y motea el vacío círculo de hierba. Las gotas
de rocío cuelgan de las puntas de las hojas de hierba, en cada una
de ellas una visión en suspensión y en miniatura del mundo. Los
trinos de los pájaros llenan el silencio que se va despertando. Mi
bici sigue en el suelo junto al camino, donde la dejé.
Carol se sienta a mi
lado en silencio. Rodeo sus hombros con mi brazo y la acerco hacia
mí. No sé qué es lo que está pensando, pero nos basta con estar
sentados así, juntos, nuestros cuerpos apretados el uno contra el
otro, manteniendo así el calor. Las palabras son superfluas. Miramos
este prístino mundo que nos rodea, un jardín heredado de los
muertos.
Tenemos todo el
tiempo del mundo.
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