Volodia Ampilógov, diez años
Actualmente es
cerrajero
Diez años tenía,
exactamente diez… Y estalló la guerra. ¡Esa maldita guerra!
Unos cuantos chicos
jugábamos al pillapilla en el patio. Entonces llegó una camioneta
grande y de ella empezaron a saltar soldados alemanes; nos cogieron y
nos lanzaron a la parte de atrás, debajo de la lona. Nos llevaron a
la estación de tren; la camioneta se acercó al vagón a reculones y
nos tiraron adentro como si fuéramos sacos. Encima de la paja.
Abarrotaron el vagón
hasta tal punto que al principio solo podíamos estar de pie. No
había adultos, únicamente niños y adolescentes. Viajamos durante
dos días y dos noches, con las puertas cerradas. No veíamos nada,
lo único que oíamos era el golpeteo de las ruedas contra los
raíles. De día, la luz conseguía entrar a duras penas por las
rendijas, pero de noche teníamos tanto miedo que todos nos echábamos
a llorar: no sabíamos adónde nos llevaban y nuestros padres tampoco
tenían ni idea de nuestro paradero. Al tercer día, la puerta se
abrió y los soldados lanzaron adentro unas hogazas de pan. Los que
estaban más cerca pudieron cogerlas y engulleron el pan en un
segundo. Yo estaba en el otro extremo del vagón, muy lejos de la
puerta, y ni siquiera vi el pan; me pareció notar su olor al oír el
grito: «¡Pan!». Solo su olor.
Ya no me acuerdo de
en qué día del viaje fue… Pero recuerdo que allí dentro ya no se
podía respirar, aligerábamos el vientre en el mismo vagón.
Hacíamos pipí y lo otro… Entonces empezaron a bombardear el tren…
Una de las explosiones arrancó el techo de nuestro vagón. Yo no
estaba solo, estaba con mi amigo Grishka; tenía diez años, como yo;
antes de la guerra íbamos juntos a la escuela. Desde los primeros
minutos del bombardeo nos agarramos el uno al otro para no perdernos.
Cuando se arrancó el techo, decidimos salir por el hueco y fugarnos.
¡Escapar! Ya habíamos comprendido que nos llevaban hacia el oeste.
A Alemania.
El bosque estaba
oscuro, íbamos mirando atrás: nuestro tren ardía, todo él era una
hoguera. Las llamas eran altas. Anduvimos sin parar toda la noche; de
madrugada nos acercamos a una aldea, pero no había aldea, en lugar
de las casas…, fue la primera vez que lo vi…, lo único que
quedaba eran estufas carbonizadas. Había niebla por todas partes…
Caminábamos como por un cementerio… Entre monumentos de color
negro… Buscábamos algo para comer, pero las estufas estaban frías
y vacías. Continuamos caminando. Por la tarde volvimos a
encontrarnos con un lugar quemado lleno de estufas vacías…
Caminamos y caminamos… Grishka cayó de repente y murió, se le
paró el corazón. Pasé la noche sentado a su lado. Por la mañana
cavé un hoyo con las manos y enterré a Grishka. Quise memorizar el
lugar…, pero ¿cómo iba a hacerlo si a mi alrededor todo era
desconocido?
Andaba y la cabeza
me daba vueltas de hambre. De pronto oí: «¡Para! Chico, ¿adónde
vas?». Pregunté: «¿Quiénes son ustedes?». Ellos dijeron: «Somos
de la guerrilla». Así supe que me encontraba en la región de
Vítebsk y entré en la brigada Alekséievskaia de la guerrilla…
Tras recuperarme un
poco, empecé a rogarles que me dejaran luchar. Me respondían
bromeando y me enviaban a ayudar en la cocina. Pero entonces… El
caso es que… Habían enviado a los exploradores a la estación de
tren tres veces seguidas, y nadie regresaba. Después de la tercera
vez, el comandante ordenó a formar y dijo:
—No puedo enviar
una cuarta expedición. Esta vez irán voluntarios…
Yo estaba en la
segunda fila; oí:
—¿Quién se
ofrece?
Levanté la mano
como si estuviera en clase. La chaqueta acolchada me iba grande, las
mangas me llegaban casi hasta el suelo. Con el brazo en alto y la
mano no se me veía, llevaba las mangas colgando y no conseguía
librarme de ellas.
El comandante
ordenó:
—Los voluntarios,
un paso adelante.
Di un paso adelante.
—Hijo… —me
dijo el comandante—. Hijito…
Me dieron un hatillo
de mendigo y un gorro de orejeras viejo; le faltaba una orejera.
Nada más salir a la
carretera… tuve la sensación de que me estaban vigilando. Miré a
mi alrededor y allí no había nadie. Me fijé en las copas de los
pinos, frondosas. Las observé con mucho detenimiento y avisté a los
francotiradores alemanes. Liquidaban a cualquiera que saliera del
bosque. Pero a un niño, y encima con un hatillo, no lo tocaron.
Regresé a la unidad
e informé al comandante de que en los pinos había francotiradores
alemanes ocultos. Por la noche los atrapamos sin un solo disparo y
los entregamos vivos. Esa fue mi primera misión de reconocimiento…
A finales de 1943…
Estaba en la aldea de Starie Chelnishkí, en el distrito de
Beshenkóvicheski, cuando me atraparon los soldados de las SS… Me
golpeaban con varas. Me golpeaban con las botas de punta de hierro.
Las botas eran como piedras… Después de torturarme, me sacaron a
la calle y me echaron agua encima. Era invierno y me quedé cubierto
de una costra de hielo ensangrentado. Oía un ruido encima de mí y
no comprendía qué era. Estaban construyendo una horca. La vi cuando
me levantaron y me hicieron subir a un tronco. ¿Lo último que
recuerdo? El olor a madera recién cortada… Un olor vivo…
El dogal me oprimió
el cuello, pero llegaron a tiempo para quitármelo… Los
guerrilleros estaban al acecho. Cuando me desperté, reconocí a
nuestro médico. «Dos segundos más y no habría podido salvarte —me
dijo—. Estás de suerte, chico, porque sigues vivo.»
Me llevaron a la
unidad en brazos; todo mi interior estaba herido, de la cabeza a los
talones. Me dolía tanto que pensaba: «¿Podré crecer?».
lunes, 2 de noviembre de 2020
Todo mi interior estaba herido, de la cabeza a los talones. Svetlana Alexiévich.
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.
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