sábado, 31 de octubre de 2020

1815. Frankenstein y el volcán. Nieves Concostrina.

5 de abril de 1815. En la lejana Indonesia, el volcán Tambora entra en erupción. Al principio solo fueron un par de pedetes, pero cinco días después la cosa se puso seria. El estallido fue de tal calibre que la columna de humo y cenizas alcanzó la estratosfera. Primero subió hasta llegar a los 43 kilómetros de altura, y después esa cortina tupida y gris se extendió y oscureció el hemisferio norte del mundo durante los siguientes meses. El sol se nubló y 1816 pasó a la historia como el año sin verano.
En realidad pasó a la historia por algo más. Porque aquel verano destemplado, grisáceo y lluvioso trajo consigo el nacimiento de una criatura extraordinaria que parió la mente de Mary Godwin. Un moderno Prometeo, un ser a veces monstruoso y a ratos tierno que se convirtió dos años después, en 1818, en el protagonista del más célebre relato de terror. Para entonces, Mary ya había cambiado su apellido de soltera por el de Shelley.
La historia de Frankenstein la conocemos todos gracias al cine. La del jovencito, la del mayorcito, versiones nuevas, versiones viejas, en color y en blanco y negro, así que no se trata de hablar del relato, sino de conocer todos los cotilleos que provocaron que aquel año sin verano un grupo de cinco bohemios veinteañeros se reuniera en un pedazo de villa suiza. Se trata de conocer a esos jóvenes intelectuales pelín pijos; se trata de saber por qué Mary Godwin pasó a ser Mary Shelley, y se trata de saber si todo fue producto de la imaginación de la autora o si se fumó algo.
Quien haya visto la película Remando al viento, la que Gonzalo Suárez dirigió en 1987, ya sabe de qué va la cosa. Y para quien no lo sepa, se va a enterar. Pero antes, mejor presentar a los personajes y conocer sus circunstancias, situando el escenario y la atmósfera, porque si no llega a ser por aquella erupción del volcán indonesio en 1815; si no llega a ser porque en 1816 no hubo verano; si no llega a ser porque aquellos cinco personajes coincidieron a orillas de un lago suizo… Mary Shelley no hubiera publicado su relato dos años después. Era necesario un marco adecuado e incomparable como el que brindaron Villa Diodati, el entorno y la meteorología.
Vayamos al planteamiento, nudo y desenlace de esta historia.
Planteamiento. Primero hay que conocer a los cinco amigotes que fueron a pasar aquellos días de junio de 1816 a la Riviera Suiza. Y empezamos con las chicas:
Mary Godwin, diecinueve años. Hija de filósofos. La madre, feminista, y el padre, anarquista. O sea, que la niña salió suelta, lista, muy leída… y un poquito intensa, todo sea dicho. Mary creció admirando a una madre que no conoció porque murió once días después de haberla parido; una faena, porque la pobre Mary cargó toda su vida con un tremendo sentimiento de culpabilidad.
Estaba también Claire, dieciocho años, hermanastra de Mary, también lista y no menos intensa.
Y ahora vienen los tres chicos. Percy Bysshe Shelley era uno de ellos: veintirés años, niño aristócrata, rebelde sin causa y expulsado de Oxford por respondón, no por vago. Acabó siendo un poeta romántico y depresivo. Estaba casado y tenía dos niños, pero andaba en tratos carnales con Mary Godwin.
John William Polidori, veintiún años. Era médico, pero aspiraba a ser gran escritor. Siempre acompañaba a su paciente para cuidarle allá a donde viajara porque era de salud quebradiza. Y sobre todo para aprender algo de él, porque ese paciente debilucho al que cuidaba Polidori era la gran estrella invitada del asunto que nos ocupa, el que aglutinaba en torno a sí aquel complejo grupo humano:
George Gordon Byron, veintiocho años, muy famoso en Inglaterra desde bien jovencito, gran poeta, vanidoso, le gustaban ellos y ellas, saciaba todos sus apetitos cuando le apetecía y con quien le apetecía. También con esposa e hija a las que abandonó. En los momentos de los que hablamos estaba liado con Claire, la hermanastra de Mary.
El escenario lo puso Villa Diodati, alquilada por lord Byron para él y para su médico. Había salido huyendo de Inglaterra porque la sodomía estaba castigada con la pena de muerte, y como sus paisanos cada vez lo tenían más acorralado, decidió salir por pies, aunque él lo disfrazara de «me voy porque no os aguanto más, que sois muy cansinos». Aquellos días en Suiza con sus colegas románticos fue la primera parada de un largo periplo. Byron ya no volvió a Inglaterra. Bueno, sí, volvió, pero con los pies por delante.
Vamos llegando al nudo de esta historia. Tenemos a lord Byron y a su médico Polidori instalados en su casoplón, en Villa Diodati; y a los otros tres, a Mary, Claire y Percy, también de alquiler en una casita cercana, más modesta. Quedaban los cinco para pasear, para remar, para charlar y para lo que se terciara. No hay que perder de vista los líos entre ellos, que son importantes. Mary Godwin enredada con el poeta Percy, lord Byron achuchándose de vez en cuando con Claire, y el médico Polidori, sin perrito que le ladrara salvo su paciente, que era bastante borde con él.
Alguien definió aquella reunión en Villa Diodati como «el círculo más brillante y romántico de poetas, escritores y personalidades que Suiza jamás haya visto». Pues, la verdad, según se mire. Todos eran muy listos, cierto, pero con mucho aceite en la sartén cualquiera fríe bien. Tenían posibles, posibilidades y facilidades para ir a su bola.
El caso es que en esas andaban, con el tiempo feo y la climatología del revés por culpa del volcán indonesio, cuando, a mediados de junio de 1816, la cosa empeoró. Se metieron unas tormentas y unos vendavales que dejaron al grupito de amiguetes intelectuales, todos juntos, encerrados en la villa de Byron durante tres o cuatro días. No tenían WhatsApp ni tele ni radio ni Twitter ni Facebook. Solo tiempo.
Hace años, algunos bares pusieron de moda colocar un cartel que decía: «No tenemos wifi, hablen entre ustedes». Pues eso es lo que hicieron Mary, Percy, Polidori, Byron y Claire durante sus días de encierro forzado. Charlaron, leyeron, y como los cinco eran amantes de lo gótico, jugaron a meterse miedo contando relatos fantásticos y repasando cuentos de terror mientras la lluvia arreciando fuera, el retumbar de los truenos y el golpeteo de las ramas en los ventanales ponían el decorado perfecto.
Lord Byron propuso entonces que, aprovechando que estaban todos sugestionados por el entorno y por las lecturas, y mientras el tiempo no mejorara, ¿por qué no escribir cada uno un relato de terror, a ver qué salía de ahí? Curiosamente, a ninguno de los dos poetas famosetes, Shelley y Byron, les salió una buena historia. Los dos que armaron un buen relato de terror fueron Mary Godwin y el médico, John Polidori.
Mary escribió la historia de un doctor llamado Frankenstein que, por dar vida a un muerto, acabó creando un monstruo. Y Polidori escribió El vampiro, que va de un aristócrata inglés muy pijo, muy culto, muy vanidoso y muy borde que se dedicaba a seducir a jovencitas para chuparles la sangre. Y no hay que ser malpensado, porque Bram Stocker todavía no había ni nacido, y por tanto su Drácula, tampoco. Ya se puede deducir quién copió a quién.
Según contó años más tarde la propia Mary, la inspiración para el relato del monstruo le vino por una horrible pesadilla que tuvo una de aquellas noches de tormenta encerrada en Villa Diodati. Y es que ese grupito de veinteañeros le pegaba a los opiáceos; al láudano en concreto. Lord Byron para sus dolencias, Mary porque le ayudaba a dormir, la otra porque estaba depre, y el otro porque sí.
No hay que extrañarse, pues, de que Mary contara que soñó «con un estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado». Y que vio «el horrible fantasma de un hombre extendido que por obra de algún motor poderoso cobraba vida y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural». Pues claro, si te acuestas hasta las cejas de láudano sueñas cosas raras.
El doctor Polidori, sin embargo, puso menos ensoñación y más mala leche. Porque el protagonista de su relato El vampiro, el aristócrata chulo, borde, vanidoso y seductor era clavadito a su paciente, a lord Byron, al que únicamente soportaba porque su compañía le permitía estar en la pomada de la intelectualidad.
Y ya llega el desenlace. La violenta tormenta que mantuvo al grupo encerrado aquellos cuatro días se fue con viento fresco, todos continuaron con su plácido descanso suizo y, cuando terminó agosto, para Mary, Percy y Claire también llegó el final de aquellas vacaciones de 1816, el año sin verano. Lord Byron no podía volver a Inglaterra, así que continuó un par de meses más en Villa Diodati y luego siguió viaje por Europa con John William Polidori.
Claire tuvo meses después una hija de la que, por supuesto, el papá Byron se desentendió. John Polidori acabó suicidándose con cianuro, seguramente harto de aguantar a su insoportable paciente, pero no sin antes ver publicado El vampiro.
Percy y Mary pudieron casarse porque la esposa de él también se suicidó, de ahí que cuando el relato Frankenstein o el moderno Prometeo se publicara firmado por su autora (inicialmente fue anónimo), apareciera ya Mary Shelley, no Mary Godwin.
Ese fue el apellido que se llevó a la tumba Mary, pero no fue lo único que conservó hasta el final la viuda de Percy B. Shelley. Aquel matrimonio duró poco, hasta 1822, cuando el poeta murió ahogado y acabó teatralmente cremado en una playa italiana (esperpéntico episodio que no viene al caso). Su viuda recibió el hígado o el corazón a la brasa (nunca quedó claro qué fue exactamente lo que se rescató de aquella pira funeraria) y con ella lo conservó toda su vida. Y con ella sigue, porque se lo llevó a la tumba.
Aquí se quedó, con nosotros, la genial criatura que creció en su mente aquel año sin verano.

 

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ayer mismo, 2018.

Imagen: Shelley et Mary Godwin por William Powell Frith, 1877

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