viernes, 16 de octubre de 2020

Crescendo. Dino Buzzati.

La señorita Annie Motleri oyó llamar a la puerta y fue a abrir. Era el notario, doctor Alberto Fassi, viejo amigo suyo. Ella observó que su abrigo estaba mojado, señal de que fuera llovía. Dijo:
—¡Oh, qué alegría, querido doctor Fassi. Pase, pase!
Él sonriendo entró y le tendió la mano.
La señorita Motleri oyó unos golpes en la puerta. Tuvo un sobresalto y fue a abrir. Era el viejo amigo doctor Fassi, notario, que llevaba un abrigo negro, aún goteante de lluvia. Ella, sonriendo, le dijo:
—¡Oh, qué alegría, querido doctor Fassi, pase, pase!
Fassi entró, con paso grave, y le tendió la mano.
A la señorita Annie le dio un vuelco el corazón cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Se levantó prontamente de la butaquita donde estaba bordando y corrió a abrir. Vio al viejo notario Fassi, amigo de la familia, que desde hacía muchos meses no daba señales de vida. Parecía más pesado y mucho más corpulento de cómo ella lo recordaba. Quizá también porque llevaba un impermeable negro demasiado largo, que le caía a grandes pliegues, brillante por la lluvia, chorreando lluvia. Annie hizo un esfuerzo y sonrió, diciendo:
—¡Oh, qué agradable sorpresa, querido doctor Fassi!
A lo que el hombre entró a pasos lentos y le tendió la robusta mano para saludarla.
Ya marchita, la señorita Motleri, que estaba bordando en el salón iluminado por la lívida luz de aquella tarde lluviosa, se estaba arreglando con la mano izquierda un mechón de cabellos grises que le había caído sobre la frente, cuando oyó unos violentos golpes en la puerta. Tuvo entonces un violento estremecimiento nervioso en la butaquita, se levantó con brusquedad y se precipitó a abrir la puerta. Se encontró ante un hombre robusto que llevaba un impermeable de hule negro, con escamas, duro y viscoso, rezumando agua. Así de pronto creyó reconocer al viejo doctor Fassi, notario, un amigo de los viejos tiempos, y forzando sus labios en una sonrisa dijo:
—¡Oh, qué agradable sorpresa, qué agradable sorpresa! Pero pase, por favor, entre.
A lo que el visitante se introdujo en el vestíbulo con gran retumbar de pasos como si fuese un gigante y le tendió la mano ancha y musculosa para saludarla.
En la suave somnolencia de la casa a aquellas primeras horas de la tarde, los insistentes golpes en la puerta sobresaltaron violentamente a la señorita Motleri, enfrascada en un complicado bordado. A pesar suyo, dio un brinco en la butaquita, escapándose de sus manos el mantel que estaba bordando y que fue a parar al suelo, mientras ella con ansiedad se apresuraba a ir hasta la puerta. Cuando abrió, se halló ante una silueta negra, corpulenta y brillante que la miraba fijamente. A lo que ella dijo: —¡Pero usted... pero usted...! Y retrocedió, mientras el visitante entraba en el pequeño vestíbulo, sus pesados pasos retumbando de forma incomprensible en el vasto edificio.
Fue rapidísima, Annie Motleri, en llegar hasta la puerta, mechones despeinados de cabellos grises cayéndole sobre la frente, cuando resonaron repetidos golpes de alguien que quería entrar. Con mano temblorosa dio vuelta a la llave y bajó la manija, abriendo la puerta. En el rellano había una forma viva, robusta y poderosa, de color negro, cubierta de escamas, con dos ojitos penetrantes y una especie de viscosas antenas que se inclinaban hacia ella, palpándola. A lo que ella gimió:
—No, no, por favor... —y retrocedía asustada, mientras el otro avanzaba con pasos de plomo, y todo el edificio retumbaba.
Cuando la señorita Motleri, solicitada por insistentes golpes en la puerta, corrió a abrir, se halló ante un ser negro cubierto de una coraza negra y brillante que la miraba fijamente, tendiendo hacia ella dos patas negras que terminaban cada una de ellas en cinco garras blancuzcas. Annie instintivamente retrocedió, procurando no obstante cerrarle la puerta y gimió:
—¡No, no! Por la misericordia de Dios...
Pero el otro, abalanzándose con su descomunal masa sobre la puerta, la abría cada vez más, hasta que consiguió una abertura por la que poder entrar, y el parquet crujía bajo su gigantesca mole.
—Annie... —susurraba el intruso—. Annie... uh, uh...
Y tendía hacia ella sus blancas y horribles zarpas.
La señorita Annie Motleri se quedó sin fuerzas para pedir auxilio cuando, requerida por enérgicos golpes en la puerta, que instantáneamente la habían puesto en un estado de excitación difícilmente explicable, se precipitó a abrir y vio un tenebroso inmundo y mastodóntico coleóptero, escarabajo, araña, consistente en relucientes placas unidas entre sí hasta formar un poderoso monstruo, que la miraba fijamente con dos minúsculos ojos fosforescentes (en los que se hallaban contenidas todas las profundidades fatales de nuestra penosa vida), y tendía hacia ella decenas y decenas de antenas rígidas que terminaban en ganchos sanguinolentos.
—No, no, doctor Fassi... —suplicó, retrocediendo, y fue todo lo que pudo decir. Entonces el bestial la aferró con sus horribles garras.
La jovencita Annie Motleri oyó llamar a la puerta y fue a abrir. Era el monstruo, el infierno, el antiguo reptil divino, el cual la taladraba con la mirada de sus ojillos de fósforo y de fuego. Y antes de que ella tuviese tiempo ni siquiera mínimamente para retirarse, se abalanzó sobre ella con sus tenazas de hierro, hundiendo sus uñazas en el tierno cuerpecito, en la carne, en las entrañas, en el ánimo sensible y doliente.
¿La conocéis, a la señorita Annie Motleri? No, que va, nada de cuarenta y cinco, estáis de broma. Claro, vive sola. ¿Quién va a querer a estas alturas...? Borda, borda incesantemente, en la casa silenciosa. ¿Pero qué le pasa ahora para que dé ese brinco en su butaquita? ¿Tal vez alguien ha llamado a la puerta? Imagínate. No, nadie ha llamado, nadie, nadie. ¿Quién podría llamar a su puerta?
Sin embargo la señorita ha corrido con una lacerante agitación, tropezando con la alfombra, dándose un golpe con el canto del trumeau, jadeante. Ha dado vuelta a la llave, ha bajado la manija, ha abierto.
El rellano está vacío. Los mosaicos del rellano vacíos, con aquella luz gris que procede de la claraboya gris y que a nadie perdona, la barandilla negra e inmóvil, inmóvil la puerta del piso de enfrente, todo inmóvil, vacío y perdido para siempre. No hay nadie. Nada de nada de nada.
La antigua nostalgia sí. La aflicción incurable sí. La maldita esperanza de los años lejanos, sí. El invisible monstruo, sí. Una vez más la ha capturado. Lentamente hunde sus aguijones en el solitario corazón.

Las noches difíciles. 1971.

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