Lo único que recordaba no lo podía decir, no se fueran a reír de
mí. Sólo me acordaba, y que esto quede entre nosotros, que tenía
el ombligo frío… También, un poco, de que la noche estuvo metida
en viento. Recuerdo el son de los chopos y el correr cercano del río
embravecido.
De cuanto hablaban a
mi alrededor o de lo que me preguntó el señor juez, sentado al lado
de mi cama, no entendí una jota. No sé si es que yo estaba tontaina
o que preguntaba con palabras tan suaves que yo no les cogía el
hilo.
Lloraba mamá
furtivamente. Vociferaba papá, pero yo no sabía por qué. Y buscaba
en los ojos de todos, ya que nada me decían, las palabras, la razón
de todo aquello.
El médico, después
de darme vueltas y vueltas —no me miró el ombligo—, salió con
papá y el juez y no me dijo nada. Ni que yo sepa me recetó nada. Se
limitó a darme una palmadita en la mejilla.
Como me acostaron en
la cama grande de mamá (de caoba, con una marquetería muy fina,
según el abuelo), veía en el espejo de la vestidora, casi con
susto, el tamaño de mis ojos —siempre me dijeron «ojazos»—,
agrandados muchísimo entonces por unas ojeras como pétalos de
pensamientos.
Sentir, tampoco
sentía cosa alguna, a no ser molimiento, zumbar de cabeza y sed.
Gentes entraron y
salieron en casa todo el día. No llegaban hasta la alcoba, pero oía
los pasos y las medias palabras.
Luego, un ratito se
quedó mamá sola conmigo, y con los ojos rojizos y la voz tiernísima
(esa voz que sólo le oí otra vez, cuando se murió la abuelita y me
consolaba; voz casi aliento, casi suspiro, casi beso), me preguntaba
cosas buscándome las respuestas más en el fondo de mis ojos que en
los labios… A ella sí que le dije lo del ombligo, porque no se iba
a reír de mí, pero no otra cosa… Y sentía no fuese a creer que
quería ocultarle algo, pero de verdad de verdad que no recordaba
cosa especial… Quedó luego un rato mirándome en silencio. Por
fin, me miró el ombliguito, sonrió, me dio un beso en la frente y
marchó preocupada.
Durmió junto a mí
aquella noche. Sé que no pegó un ojo. Una vez, entre sueños, pensé
que me susurraba algo al oído. Abrí los ojos, pero no era ella.
Eran como sombras de palabras oídas muy cerca la noche anterior. Lo
sé porque entre ellas, entre aquellas palabras confusas que parecían
frotar mis orejas, como ruido de caracola, percibía el rumor del río
y el otro más blando de las hojas de los chopos.
Cuando volví al
colegio, los chicos mayores me miraban maliciosos, se reían entre
ellos, se daban codazos. Musitaban.
Lo comenté en casa,
y me mudaron en seguida de colegio y durante mucho tiempo nadie me
volvió a hablar más del asunto.
Pero aquí, en la
cabeza, me queda el peso de saber qué fue «aquello». De cuando en
cuando me ando barrenando y barrenando, sin sacar en limpio cosa
mejor.
Un día fuimos al
río, y cuando estábamos tumbados al sol y mirando los árboles y
oyendo el agua, volví a pensar en «aquello», aunque el ombligo
estaba caliente y bien encogido en su caracola… Bueno, lo que sí
recuerdo es lo que pasó aquella tarde, antes; que eso lo sabe todo
el mundo. Estuvimos en aquella fiesta del caserío. Y que unas
mujeres y unos hombres que trabajaban allí, a otros niños y a mí
nos dieron de beber limonada. Nosotros jugábamos a que estábamos
borrachos y bailábamos en una cocinilla donde estaban todas las
cosas de comer y beber, entre un coro de risas. Muchas gentes
bailaban y cantaban fuera, pero después… nada.
Otro día me
encontré a un niño que estuvo conmigo aquella tarde en el caserío.
Le recordé aquel día y él empezó a hablar, pero sólo me ha
contado mentiras, y debe ser porque le hicieron la trepanación…
«Que nos vestimos de vaqueros y que toreamos. Que él mató tres
toros y yo una vaquilla. Luego, que llegaron los guardias y que nos
llevaron a todos por no tener permiso. Y que ni se acuerda de beber
ni de que yo bebiera… pero que yo maté muy bien la vaquilla».
Encontré por Pascua
a un niño mayor del colegio antiguo, de los que se reían de mí, y
también le he preguntado. Durante mucho tiempo se estuvo mordiendo
las uñas y no me dijo nada… Pero luego se ha reído misterioso
enseñándome sus dientes horribles, y cogiéndome del cuello, con
muy mala idea me dijo: «Anda, cuéntame, cuéntame…». Y me quería
llevar a un rincón oscuro para que le contara, pero me ha dado asco
su risa y el olor de su boca y me he ido corriendo. Él se quedó
haciéndome gestos feos.
Y ya me dio miedo
volver a preguntar a nadie más y he decidido callarme y callarme. Y
olvidar «aquello» de que no me acuerdo. Y no mirarme más el
ombligo cuando me baño, que es lo que me vuelve a esta preocupación…
Pero no puede ser del todo. Porque hay gentes que me miran de arriba
abajo. Noto luces oscuras de ojos que me siguen y manos húmedas muy
cercanas… Sí, he decidido olvidar y sufrir en silencio, que día
llegará en que recuerde, o entienda…
lunes, 19 de octubre de 2020
Yo tuve el ombligo frío. Francisco García Pavón.
Cuentos republicanos, 1961.
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