jueves, 29 de octubre de 2020

Desaparición. Richard Matheson.

Estas notas están extraídas de un cuaderno escolar encontrado hace dos semanas en una tienda de caramelos de Brooklyn. Al lado, en el mostrador, había una taza de café medio llena. El propietario de la tienda dijo que, cuando descubrió el cuaderno, llevaba tres horas sin ver a nadie por allí.
Sábado por la mañana temprano:
No debería estar escribiendo esto. ¿Y si Mary lo encontrara? ¿Qué pasaría? Sería el final, eso pasaría. Cinco años tirados por la ventana.
Pero tengo que escribirlo. Llevo demasiado tiempo escribiendo. Hasta que no pongo las cosas sobre el papel no me calmo. Tengo que sacarlo fuera y simplificar mis ideas. Pero es tan difícil simplificar las cosas y tan fácil complicarlas…
Si pienso en estos últimos meses…
¿Cómo empezó? Con una pelea, por supuesto. Debemos de haber tenido un millón desde que nos casamos, y siempre es la misma. Eso es lo peor.
Por el dinero.
No es que no confíe en tu talento para escribir —dice Mary—. El problema son las facturas y saber si vamos a poder pagarlas o no.
¿Las facturas de qué? —replico yo—. ¿De las necesidades básicas? No. De cosas que ni siquiera necesitamos.
¿De cosas que no necesitamos?
Y ya estamos otra vez. ¡Dios! ¡Vivir sin dinero es imposible! No hay nada por encima de él; lo es todo sin ser nada. ¿Cómo voy a escribir en paz con la constante preocupación por el dinero, el dinero y el dinero? La televisión, el frigorífico, la lavadora… Todavía no hemos terminado de pagar ningún aparato. Y la cama que ella quiere…
Sin embargo, a pesar de todo, sigo empeorándolo todo (como un majadero).
¿Por qué tuve que salir hecho una furia del piso aquel día, el primero de muchos? Habíamos discutido, claro, pero no era la primera vez. Por vanidad, eso es todo. Después de siete años (¡siete!) escribiendo, solo he ganado 316 dólares. Sigo por las noches en ese asqueroso trabajo de mecanógrafo a tiempo parcial. Y Mary tiene que trabajar en el mismo sitio conmigo. Dios sabe que tiene todo el derecho del mundo a dudar de mí, todo el derecho a insistir en que acepte el trabajo a tiempo completo que Jim siempre me ofrece en su revista.
Todo depende de mí; si reconociera mis carencias y diera el paso correcto, todo se arreglaría. No trabajaríamos más de noche y Mary podría quedarse en casa como quiere, como debería. El paso correcto, eso es todo.
Así que he estado dando pasos incorrectos. ¡Dios, me pongo enfermo!
He salido por ahí con Mike. Dos imbéciles de ojos vidriosos que salen con Jean y Sally. Llevamos meses obviando el hecho de que nos comportamos como idiotas. Nos dejamos arrastrar por una nueva experiencia. Hacemos el burro a la perfección.
Y anoche… Los dos, unos señores casados, nos fuimos con ellas a su piso del club y…
¿No puedo decirlo? ¿Estoy asustado? ¿Soy demasiado débil? ¡Soy idiota!
Soy un adúltero.
¿Cómo me he metido en este lío? Quiero a Mary, y mucho. Y a pesar de eso, lo he hecho.
Y, para empeorar las cosas, me gustó. Jean es dulce y comprensiva, apasionada, una especie de símbolo de las cosas perdidas. Fue maravilloso, no puedo negarlo.
Pero ¿cómo puede ser maravilloso algo que está mal? ¿Cómo puede la crueldad resultar vivificante? Es perverso, un embrollo confuso, y me encoleriza.


Sábado por la tarde:
Me ha perdonado, gracias a Dios. No veré a Jean nunca más y todo irá bien.
Esta mañana me he sentado en la cama. Mary se ha despertado y primero me ha mirado a mí y después al reloj. Había estado llorando.
¿Dónde has estado? —me ha preguntado con esa vocecita de niña pequeña que pone cuando está asustada.
Con Mike —le he contestado—. Hemos estado bebiendo y hablando toda la noche.
Mary me ha mirado un momento más y luego me ha cogido la mano y se la ha llevado despacio a la mejilla.
Lo siento —me ha dicho con los ojos llenos de lágrimas.
He tenido que acercar la cabeza a la suya para que no me viera la cara.
Oh. Mary. Yo también lo siento.
Nunca se lo diré. Significa demasiado para mí. No puedo perderla.


Sábado por la noche:
Esta tarde hemos ido a Mandel’s Furniture Mart a comprar una cama nueva.
No podemos permitírnoslo, cariño —me ha dicho Mary.
No importa. Ya sabes que la que tenemos está llena de bultos, y quiero que mi chica duerma con estilo.
Ella me ha besado en la mejilla, feliz. Daba botes en la cama como una niña nerviosa.
¡Oh, mira qué blanda es! —decía.


Todo va bien. Todo, salvo el nuevo lote de facturas que ha llegado con el correo de hoy. Todo, salvo que soy incapaz de empezar mi última historia. Todo, salvo que me han devuelto la novela cinco veces. Burney House tiene que aceptarla. Hace mucho tiempo que la tienen. Cuento con ellos. Las cosas han llegado a un punto crítico con la escritura. Con todo. Cada día me crece la sensación de que soy un muelle a punto de salir disparado.
Bueno, todo va bien con Mary.


Sábado por la noche:
Más problemas, otra pelea. Ni siquiera sé por qué hemos discutido. Ella está de mal humor y yo estoy quemado. No puedo escribir cuando me enfado. Lo sabe perfectamente.
Me dan ganas de llamar a Jean. Al menos a ella le interesa lo que escribo. Me dan ganas de mandarlo todo al cuerno, de emborracharme, de saltar de un puente, yo qué sé. No es de extrañar que los bebés sean felices. La vida es sencilla para ellos: un poco de hambre, un poco de frío, un poco de miedo a la oscuridad. Eso es todo. ¿Para qué crecer? La vida se complica demasiado.
Mary acaba de llamarme para cenar. No me apetece comer, ni siquiera me apetece quedarme en casa. Quizá llame a Jean más tarde, solo para saludarla.


Lunes por la mañana:
¡Mierda, mierda, mierda!
No tenían suficiente con retener el libro más de tres meses. No bastaba con eso, no. Tenían que derramar café en el manuscrito y enviarme una nota impersonal de rechazo para rematarlo. ¡Los mataría! ¿De verdad saben lo que se hacen?
Mary ha visto la nota.
Bueno, y ahora, ¿qué? —me ha dicho con cara de asco.
¿Qué de qué? —he repetido, intentando no estallar.
¿Sigues pensando que sabes escribir? —me ha preguntado. Y entonces he estallado.
¡Ah! Su opinión es la única válida ¿no? Tienen la última palabra sobre mis textos ¿verdad?
Llevas siete años escribiendo y no has conseguido nada.
Y escribiré siete más. ¡Y cien! ¡Y mil!
¿No vas a aceptar el trabajo en la revista de Jim?
Pues no.
Me dijiste que lo aceptarías si el libro fracasaba.
Ya tengo un trabajo, y tú también tienes un trabajo. Así están las cosas y así seguirán.
¡Pues yo no pienso seguir así! —me ha soltado.
Puede que me deje. Y a mí, ¿qué? Ya estoy harto. Facturas, facturas. Escribir, escribir. Fracasos, fracasos, ¡fracasos! Y esta vida insignificante que sigue agotándose poco a poco, sigue acumulando sus bellas y retorcidas complejidades como un idiota que apila ladrillos.
¡Tú! ¡El que dirige el mundo, el que hace girar el universo! Si alguien me escucha, ¡que simplifique el mundo! No creo en nada, pero daría… ¡cualquier cosa! Cualquier cosa por…
En fin, ¿qué sentido tiene todo esto? Ya me da igual todo.
Voy a llamar a Jean esta noche.


Lunes por la tarde:
Acabo de bajar para llamar a Jean y quedar el sábado. Mary se va a casa de su hermana esa noche y no me ha pedido que vaya con ella, así que, obviamente, yo no voy a proponérselo.
Llamé a Jean anoche, pero la operadora de la centralita del Club Stanley me dijo que había salido. Pensé que podría localizarla hoy en su oficina.
Así que he ido a la tienda de caramelos de la esquina para buscar número. A estas alturas ya tendría que sabérmelo de memoria. Será que no la he llamado veces, pero no sé por qué nunca me ha dado por aprendérmelo. ¡Qué demonios! Para eso están las guías telefónicas.
Trabaja en una revista llamada Manual de Diseño o Manual del Diseñador o algo parecido. ¡Qué raro! Tampoco lo recuerdo. Supongo que nunca le he dado demasiada importancia.
Sin embargo, sí que sé dónde está la redacción, porque fui a buscarla allí hace unos meses para llevarla a comer. Creo que ese día le dije a Mary que iba a la biblioteca.
Bueno. Si la memoria no me engaña, el número de la oficina de Jean estaba en la esquina superior derecha de una página derecha de la guía. Lo he consultado docenas de veces y siempre estaba allí.
Pero hoy no.
He localizado la palabra Manual y distintos nombres comerciales que empezaban así, pero en la esquina inferior izquierda de la página izquierda, justo en el lado contrario, y ninguno me sonaba. Normalmente, en cuanto veo el nombre de la revista, pienso «Ahí está» y miro el número. Hoy no ha sido así.
He repasado varias veces la guía, la he hojeado entera, pero no he encontrado nada parecido a Manual de Diseño. Al final me he decidido por el número de Revista de Diseño, aunque con la sensación de que no era el que estaba buscando.
Seguiré… Luego sigo escribiendo. Mary acaba de llamarme para comer o para cenar, lo que sea. La comida principal del día, en cualquier caso, ya que los dos trabajamos de noche.


Más tarde:
La comida ha estado bien. Mary es una buena cocinera, sin duda. Ojalá no tuviéramos estas discusiones. ¿Sabrá cocinar Jean?
Sea lo que sea, la comida me ha hecho recobrar un poco la sensatez, cosa que necesitaba. Estaba un poco nervioso por lo de la llamada de teléfono.
He marcado el número y me ha respondido una mujer.
Revista de Diseño, ¿dígame?
¿Puedo hablar con la señorita Lane?
¿Con quién?
Con la señorita Lane.
Un momento. —He sabido que me había equivocado de número porque las otras veces que había llamado la mujer me había dicho enseguida «Cómo no» y me había pasado con Jean—. ¿Puede repetirme el nombre?
Señorita Lane. Si no la conoce, me habré equivocado.
Puede que se refiera al señor Payne.
No, no. La secretaria que me contesta habitualmente sabe de inmediato por quién pregunto. Debo de haberme equivocado, lo siento.
He colgado bastante molesto. He buscado aquel número tantas veces que la cosa no tiene gracia. Y ahora no consigo encontrarlo.
Por supuesto, no me he dado por vencido. A lo mejor en la tienda de caramelos tenían una guía vieja, así que he ido a la de ultramarinos, pero era la misma.
Bueno, tendré que volver a llamarla esta noche desde el trabajo. Sin embargo, quería localizarla esta tarde para asegurarme de que se guardara la noche del sábado para mí.
Pero acaba de venirme una cosa a la cabeza. La secretaria. La voz era la misma que solía responder en Manual de Diseño.
En fin, deben de ser imaginaciones mías.


Lunes por la noche:
He llamado al club cuando Mary ha salido de la oficina para ir a buscar café.
Me gustaría hablar con la señorita Lane, por favor —le he dicho a la operadora igual que le había dicho docenas de veces.
Sí, señor, un segundo —me ha respondido.
Ha habido un largo silencio. Me he impacientado. Al cabo de un poco se ha puesto otra vez.
¿Puede repetirme el apellido? —me ha preguntado.
Señorita Lane. Lane. No es la primera vez que la llamo.
Volveré a mirar la lista.
He esperado un poco más y he vuelto a oír su voz.
Lo siento. No consta nadie con ese nombre.
Pero la he llamado varias veces a este número.
¿Está seguro de que no se equivoca?
Sí, sí, estoy seguro. Es el Club Stanley, ¿no?
Sí.
Bueno, pues es donde llamo siempre.
No sé qué decirle —ha respondido ella—. Lo único que puedo asegurarle es que aquí no vive nadie que se llame así.
¡Pero si llamé anoche mismo! Usted me dijo que no estaba.
Lo siento, no me acuerdo.
¿Está segura? ¿Completamente segura?
Bueno, si quiere, vuelvo a mirar la lista, pero no hay nadie con ese apellido, de verdad.
¿Y nadie con ese apellido se ha mudado en los últimos días?
No tenemos plazas libres desde hace un año. Es difícil encontrar habitaciones en Nueva York, ya sabe.
Sí, ya —he dicho, y he colgado.
He vuelto a mi mesa. Mary ya había regresado de la tienda y me ha dicho que se me estaba enfriando el café. Le he explicado que estaba llamando a Jim por lo del trabajo. Ha sido una mentira desafortunada, porque ahora empezará otra vez a darme la lata con eso.
Me he tomado el café y he mecanografiado un rato, pero no estaba concentrado en absoluto. Lo único que hacía era tratar de tranquilizarme.
«Tiene que estar en alguna parte —pensaba—. Sé que no he soñado los momentos que pasamos juntos, sé que no me he imaginado todos los malabarismos que he tenido que hacer para que Mary no se enterara, sé que Mike y Sally no…».
¡Sally! Sally también vive en el Club Stanley.
Le he dicho a Mary que me dolía la cabeza y que salía a buscar una aspirina. Me ha contestado que tenía que haber en el servicio de caballeros. «Son de una marca que no me gusta», le he dicho.
¡Me invento unas mentiras de lo más estúpidas!
He ido corriendo a la tienda más cercana. Como es natural, no quería volver a llamar desde el teléfono del trabajo.
Se ha puesto la misma telefonista.
¿Está la señorita Sally Norton?
Un momento, por favor —ha respondido, y me ha dado un vuelco el estómago. Siempre reconoce a los huéspedes fijos a la primera, y Sally y Jean llevan viviendo allí al menos dos años—. Lo siento —ha contestado por fin—, en la lista no figura ese apellido.
¡Oh, Dios mío! —he gemido.
¿Le ocurre algo? —me ha preguntado.
¿No viven ahí ni Jean Lane ni Sally Norton?
¿Es usted el mismo que ha llamado hace un momento?
Sí.
Mire, si es una broma…
¡Una broma! Anoche llamé y usted me dijo que la señorita Lane había salido y me preguntó si quería dejarle un mensaje. Le dije que no. Y llamo hoy y usted me asegura que ahí no vive nadie con ese apellido.
Lo siento, no sé qué decirle. Estuve en la centralita anoche, pero no recuerdo lo que me dice. Si quiere, puedo ponerlo con el administrador del edificio.
No, no importa. —He colgado.
Después he llamado a Mike, pero no estaba en casa. Su mujer Gladys, se ha puesto al teléfono y me ha dicho que Mike se había ido a jugar a los bolos.
Yo estaba un poco nervioso; si no, no habría metido la pata.
¿Con los chicos? —le he preguntado.
Bueno, eso espero —me ha contestado ella, un tanto ofendida.
Estoy empezando a asustarme.
Martes por la noche:
He vuelto a llamar a Mike esta noche y le he preguntado por Sally.
¿Quién?
Sally.
¿Qué Sally?
¡Ya sabes de qué Sally te hablo, hipócrita!
¿Qué es esto? ¿Una broma?
Por tu parte. Déjalo ya.
Vamos a empezar otra vez. ¿Quién coño es Sally?
¿No conoces a Sally Norton?
No. ¿Quién es?
¿No hemos salido nunca ella, Jean Lane, tú y yo?
¡Jean Lane! ¿De qué estás hablando?
¿Tampoco conoces a Jean Lane?
No, no la conozco, y esto empieza a no tener gracia. No sé qué pretendes, pero corta el rollo. Como hombres casados que somos…
¡Escúchame! —he exclamado, casi a voz en grito—. ¿Dónde estuviste hace tres semanas, el sábado por la noche?
Ha vacilado un instante.
¿No fue el día que salimos tú y yo solos mientras Mary y Glad iban a ver el desfile de moda en…?
¡Solos! ¿No vino nadie con nosotros?
¿Quién?
¿Ninguna chica? ¿Sally? ¿Jean?
Ya estamos otra vez —ha rezongado—. A ver, chico, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer algo por ti?
Me he apoyado en la pared de la cabina telefónica.
No —le he respondido con un hilo de voz—. No.
¿Seguro que estás bien? Pareces muy alterado.
He colgado. Claro que estoy alterado. Me siento como si me muriera de hambre y no quedara ni una pizca de comida en todo el mundo para saciarme.
¿Qué está pasando?


Miércoles por la tarde:
Solo había una forma de descubrir si era cierto que Sally y Jean habían desaparecido.
Conocí a Jean a través de un amigo de la universidad, Dave. Ella es de Chicago, igual que Dave, y fue él quien me dio su dirección de Nueva York, en el Club Stanley. Como es natural, no le dije a Dave que estaba casado.
Llamé a Jean y salí con ella, y Mike salió con su amiga Sally. Eso fue lo que pasó. Lo sé de cierto.
Hoy le he escrito una carta a Dave contándole lo sucedido. Le pedía si podía pasarse por casa de Jean y decirle que me escribiera lo antes posible para decirme si se trataba de una broma o de un sorprendente cúmulo de coincidencias. Después he sacado la agenda.
Los datos de Dave han desaparecido.
¿Estoy volviéndome loco? Sé perfectamente que tenía anotada su dirección ahí. Recuerdo la noche, hace muchos años, en que la escribí con sumo cuidado, porque no quería perder el contacto con él después de terminar la universidad. Hasta recuerdo que la pluma goteaba y dejó una mancha de tinta al escribirla.
La página está en blanco.
Recuerdo su nombre, su aspecto, su forma de hablar, las cosas que hicimos, las clases a las que asistimos juntos.
Hasta tengo una carta que me envió unas vacaciones de Pascua durante las que me quedé en la universidad. Recuerdo que Mike estaba en mi cuarto porque, como éramos de Nueva York y las vacaciones duraban muy pocos días, no nos daba tiempo a viajar a casa.
Sin embargo, Dave se había ido a la suya, a Chicago, y desde allí envió una carta muy divertida por correo urgente. Recuerdo que la selló con cera y la estampó con su anillo a modo de broma.
La carta ya no está en el cajón donde la guardaba.
Y tenía tres fotos de Dave del día de la graduación, dos de ellas en mi álbum de fotos.
Y siguen allí, pero él no sale. No son más que fotos del campus con los edificios al fondo.
Me da miedo seguir buscando. Podría escribir a la universidad o llamar y preguntar si Dave ha estudiado allí.
Pero me da miedo.


Jueves por la tarde:
Hoy he ido a Hempstead a ver a Jim. Se ha sorprendido al verme entrar en su despacho y ha querido saber por qué me he desplazado hasta tan lejos para verlo.
No me digas que has decidido aceptar mi oferta de trabajo.
Jim, ¿recuerdas haberme oído hablar de una chica llamada Jean, en Nueva York? —le he preguntado.
¿Jean? No, creo que no.
Venga, Jim. Te la mencioné. ¿No recuerdas la última vez que Mike, tú y yo jugamos al póquer? Te hablé de ella ese día.
No me acuerdo, Bob. ¿Qué pasa con ella?
No la encuentro, ni tampoco a la chica con la que salió Mike, y Mike niega haber conocido a ninguna de las dos.
Parecía confundido, así que se lo he vuelto a explicar.
¿Qué es esto? —me ha preguntado luego—. ¿Dos viejos casados tonteando por ahí con…?
Solo eran amigas —lo he cortado—. Las conocí a través de un amigo de la universidad, así que no empieces a imaginarte cosas.
Vale, vale, olvídalo. ¿Y qué pinto yo en esto?
No las encuentro. Han desaparecido. Ni siquiera puedo comprobar que existan.
¿Y qué? —Se ha encogido de hombros y me ha preguntado si Mary lo sabía, pero lo he pasado por alto.
¿Mencioné a Jean en alguna de mis cartas? —le he preguntado yo.
No sabría decírtelo. Nunca guardo ninguna carta.
No he tardado en marcharme. A Jim empezaba a picarle demasiado la curiosidad. Ahora lo veo claro: él se lo dice a su mujer, su mujer se lo dice a Mary, y se arma la gorda.
Esta tarde, cuando he cogido el coche para ir al trabajo, he tenido la terrible sensación de ser provisional. Cuando me he sentado al volante ha sido como si me sentara en el aire.
Supongo que estoy desmoronándome. Me he chocado a propósito con un viejo para comprobar si me veía o me sentía. Ha protestado y me ha llamado torpe e idiota.
Le he estado muy agradecido.


Jueves por la noche:
Esta noche, en el trabajo, he llamado de nuevo a Mike para ver si se acordaba de Dave, de la universidad.
El teléfono ha sonado y han descolgado.
¿A qué número llama, señor? —me ha preguntado la operadora.
Me ha recorrido un escalofrío. Le he dado el número. Me ha dicho que no existía.
Se me ha resbalado el auricular de la mano y se ha estrellado en el suelo. Mary se ha levantado de la mesa y me ha mirado. Mientras, la operadora decía: «¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga?». Lo he recogido a toda prisa y lo he colgado en su sitio.
¿Qué pasa? —me ha preguntado Mary cuando he vuelto a mi mesa.
Se me ha caído el teléfono.
Me he sentado a trabajar, temblando de frío.
Me da miedo hablarle a Mary sobre Mike y su esposa Gladys.
Temo que me diga que nunca ha oído hablar de ellos.


Viernes:
Hoy he vuelto a intentar llamar a Manual de Diseño. En información me han dicho que no les constaba tal revista, pero he ido al centro de la ciudad igualmente. Mary se ha enfadado, pero tenía que ir.
He llegado al edificio y he consultado el directorio del vestíbulo. Pese a saber que no encontraría la revista en él, no he podido evitar la sorpresa al comprobarlo y me he quedado angustiado y vacío.
Me he mareado en el ascensor. Me sentía como si me alejara de todo.
He salido en la tercera planta, exactamente en el mismo lugar donde pregunté por Jean aquella tarde.
Había una compañía textil.
¿No había antes aquí una revista? —he preguntado en recepción.
No, que yo recuerde —me ha respondido la recepcionista—. Pero, claro, solo llevo aquí tres años.
He vuelto a casa y le he dicho a Mary que estaba enfermo y que no quería ir a trabajar esta noche. Ha dicho que estupendo, que ella tampoco iría. Me he ido al dormitorio para estar solo y me he quedado en el sitio donde vamos a poner la cama nueva cuando llegue, la semana que viene.
Mary ha venido y se ha quedado en el umbral, inquieta.
Bob, ¿qué pasa? —me ha preguntado—. ¿No puedo saberlo?
Nada.
Por favor, no me digas eso. Sé que pasa algo.
He empezado a acercarme, pero luego le he dado la espalda.
Tengo… Tengo que escribir una carta —le he dicho.
¿A quién?
No es de tu incumbencia —he estallado. Después le he aclarado que a Jim.
Ojalá pudiera creerte. —Y se ha dado la vuelta.
¿Qué quieres decir?
Me ha mirado y luego se ha vuelto a girar.
Dale recuerdos a Jim —me ha dicho con la voz temblorosa, de tal forma que me ha dado escalofríos.
Me he sentado a escribirle la carta a Jim. Me ha parecido que podría ayudarme. Las cosas están demasiado mal como para guardar secretos. Le he contado que Mike ha desaparecido y le he preguntado si se acordaba de él.
Curioso: la mano apenas me temblaba. Quizá sea lo que pasa cuando estás a punto de desaparecer.


Sábado:
Hoy Mary tenía un encargo especial de mecanografía, así que se ha ido temprano.
Después de desayunar he cogido la libreta de ahorros de la caja de metal del armario del dormitorio para ir al banco a sacar el dinero para la cama.
En la oficina he rellenado un impreso de retirada de efectivo por un importe de noventa y siete dólares, me he puesto en la cola y le he dado el impreso y la libreta al cajero.
La ha abierto y me ha mirado con el ceño fruncido.
¿Le parece gracioso? —me ha preguntado.
¿Qué quiere decir?
Siguiente —ha dicho, devolviéndome la libreta.
¿Qué demonios le pasa? —le he espetado, supongo que a gritos.
Con el rabillo del ojo he visto que un hombre de uno de los mostradores delanteros se levantaba precipitadamente y se acercaba.
¿Me permite pasar a la ventanilla, por favor? —me ha pedido la mujer que tenía detrás.
El hombre se ha acercado, solícito.
¿Hay algún problema, señor?
El cajero se niega a cogerme la libreta de ahorros —le he dicho.
Me la ha pedido y se la he dado. La ha abierto y me ha mirado atónito.
Esta libreta está en blanco —ha susurrado.
Se la he quitado y me he quedado mirándola con el corazón acelerado. Estaba sin estrenar.
¡Oh, Dios mío! —he gemido.
Podemos comprobar el número de la libreta —me ha dicho—. ¿Por qué no se acerca un momento a mi mostrador?
Sin embargo, yo veía que en la libreta no había ningún número, y he notado que los ojos se me llenaban de lágrimas.
No —he dicho—. No.
Lo he dejado plantado y me he dirigido a la salida.
Un momento, señor —me ha llamado.
He echado a correr y no he parado hasta llegar a casa.
He esperado en el salón a que llegase Mary. Sigo esperándola y mirando la libreta del banco. La línea en la que firmamos los dos con nuestros nombres, los espacios en los que habíamos realizado nuestros depósitos: cincuenta dólares de sus padres en nuestro primer aniversario, doscientos treinta dólares de mi seguro de veteranos, veinte dólares, diez dólares.
Todo en blanco.
Todo desaparece: Jean, Sally, Mike. Los nombres se desvanecen, y la gente con ellos.
Y ahora esto. ¿Qué será lo siguiente?


Más tarde:
Ya lo sé.
Mary no ha vuelto a casa.
He llamado a la oficina. Ha contestado Sam y le he preguntado si estaba Mary. Me ha dicho que seguramente me había equivocado, que allí no trabajaba ninguna Mary. Le he dicho quién era yo y le he preguntado si trabajo allí.
Déjate de bromas —me ha contestado—. Nos vemos el lunes por la noche.
He llamado a mi primo, a mi hermana, a otro primo, a su hermana, a mis padres. Ninguna respuesta, ni siquiera sonaba el teléfono. Ningún número funciona. Así pues, todos han desaparecido.


Domingo:
No sé qué hacer. Me he pasado todo el día sentado en el salón, mirando la calle. Esperaba a ver si alguien conocido se acercaba a casa, pero no: todos son desconocidos.
Me da miedo salir. Esto es lo único que queda: nuestros muebles y nuestra ropa.
Quiero decir mi ropa, porque su armario está vacío. Lo he visto esta mañana al despertarme. No quedaba ni rastro de su ropa. Es como un truco de magia; todo desaparece. Es como…
Me he reído. Debo de estar…
He llamado a la tienda de muebles, que abre los domingos por la tarde. Me han dicho que no les consta que compráramos una cama, que si quería acercarme a comprobarlo.
He colgado y he mirado un rato más por la ventana.
He pensado en llamar a mi tía, a Detroit, pero no me acuerdo del número y ya no está en la agenda. La agenda entera está en blanco. Solo queda mi nombre estampado en oro en la portada.
Mi nombre, solo mi nombre. ¿Qué puedo decir? ¿Qué puedo hacer? Es muy sencillo: no hay nada que hacer.
He estado mirando mi álbum de fotos. Casi todas las fotografías han cambiado. No hay nadie en ninguna.
Mary ha desaparecido, y también todos nuestros amigos y familiares.
Es gracioso.
En la foto de la boda, estoy sentado a una mesa enorme llena de comida, solo. Tengo el brazo izquierdo extendido a un lado, ligeramente doblado, como si estuviera abrazando a la novia. A lo largo de la mesa, los vasos flotan en el aire.
Brindan en mi honor.


Lunes por la mañana:
Acabo de recibir la carta que le envié a Jim con un sello en el sobre que reza: «DIRECCIÓN ERRÓNEA».
He intentado hablar con el cartero, pero no he podido. Ha venido antes de que me levantara de la cama.
Hace un rato me he pasado por la tienda de ultramarinos. El dueño me conoce. Cuando le he preguntado por Mary, sin embargo, me ha dicho que me dejara de bromas, que moriría solterón y que los dos lo sabíamos.
Solo se me ocurre una idea. Es arriesgada, pero tendré que probar. Tendré que salir de casa y acercarme a la Oficina de Veteranos de Guerra para averiguar si guardan mi historial. Si lo tienen, incluirá algún dato sobre la universidad, sobre mi matrimonio y sobre las personas que formaban parte de mi vida.
Me llevo este cuaderno, no quiero perderlo. Si lo pierdo, no tendré nada en el mundo que me recuerde que no estoy loco.


Lunes por la noche:
La casa ha desaparecido.
Estoy sentado en la tienda de caramelos de la esquina.
Cuando he vuelto de la Oficina de Veteranos, me he encontrado con que la casa no era más que un solar vacío. He preguntado a unos niños si me conocían, pero me han dicho que no. Les he preguntado qué ha sido de la casa y me han respondido que llevan jugando en el solar desde que nacieron.
En la Oficina de Veteranos no tenían ningún historial con mi nombre. Nada.
Eso quiere decir que ya ni siquiera soy una persona. Lo único que tengo es lo que hay: mi cuerpo y la ropa que llevo. Todos los documentos identificativos me han desaparecido de la cartera.
También me ha desaparecido el reloj, así, tal cual, de la muñeca.
Tenía una inscripción en la parte de atrás, la recuerdo.
«Para mi querido esposo, con amor. Mary».
Estoy tomándome una taza de ca

Magazine of Fantasy and Science Fiction, 1953.
 

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