Procedían de otras tierras y en el pueblo les llamaban «la chusma».
Hacía poco que se explotaban las minas de las vertientes de Laguna
Grande, y aquellas gentes mineras invadieron el pueblo. Eran en su
mayoría familias compuestas de numerosos hijos, y vivían en la
parte vieja del pueblo, en pajares habilitados primariamente:
arracimados, chillones, con fama de pendencieros. En realidad eran
gentes pacíficas, incluso apáticas, resignadas. Excepto el día de
paga, en el que se iban a la taberna del Guayo, a la del Pinto o a la
de María Antonia Luque, con el dinero fresco, y donde se
emborrachaban y acababan a navajazos.
Ellos, naturalmente,
se pasaban el día en los pozos o en el lavadero de la mina.
Mientras, sus mujeres trajinaban afanosamente bajo el sol o la
lluvia, rodeadas de niños de todas las edades; o porfiaban con el de
la tienda para que les fiase el aceite, las patatas o el pan; o
lavaban en el río, a las afueras, en las pozas que se formaban bajo
el puente romano; o lloraban a gritos cuando cualquier calamidad les
afligía. Esto último, con bastante frecuencia.
Entre los de «la
chusma» había una familia llamada los «Galgos». No eran
diferentes a los otros, excepto, quizá, en que, por lo general, el
padre no solía emborracharse. Tenían nueve hijos, desde los dos
hasta los dieciséis años. Los dos mayores, que se llamaban Miguel y
Félix, también empleados en la mina. Luego, les seguía Fabián,
que era de mi edad.
No sé, realmente,
cómo empezó mi amistad con Fabián. Quizá porque a él también le
gustaba rondar por las tardes, con el sol, por la parte de la tapia
trasera del cementerio viejo. O porque amaba los perros vagabundos, o
porque también coleccionaba piedras suavizadas por el río: negras,
redondas y lucientes como monedas de un tiempo remoto. El caso es que
Fabián y yo solíamos encontrarnos, al atardecer, junto a la tapia
desconchada del cementerio, y que platicábamos allí tiempo y
tiempo. Fabián era un niño muy moreno y pacífico, de pómulos
anchos y de voz lenta, como ululante. Tosía muy a menudo, lo que a
mí no me extrañaba, pero un día una criada de casa de mi abuelo,
me vio con él y me chifló:
—¡Ándate con
ojo, no te peguen la dolencia…! ¡Que no se entere tu abuelo!
Con esto, comprendí
que aquella compañía estaba prohibida, y que debía mantenerla
oculta.
Aquel invierno se
decidió que siguiera en el campo, con el abuelo, lo que me alegraba.
En parte porque no me gustaba ir al colegio, y en parte porque la
tierra tiraba de mí de un modo profundo y misterioso. Mi rara
amistad con Fabián continuó, como en el verano.
Pero era el caso que
sólo fue una amistad «de hora de la siesta», y que el resto del
día nos ignorábamos.
En el pueblo no se
comía más pescado que las truchas del río, y algún barbo que
otro. Sin embargo, la víspera de Navidad, llegaban por el camino
alto unos hombres montados en unos burros y cargados con grandes
banastas. Aquel año los vimos llegar entre la nieve. Las criadas de
casa salieron corriendo hacia ellos, con cestas de mimbre, chillando
y riendo como tenían por costumbre para cualquier cosa fuera de lo
corriente. Los hombres del camino traían en las banastas —quién
sabía desde dónde— algo insólito y maravilloso en aquellas
tierras: pescado fresco. Sobre todo, lo que maravillaba eran los
besugos, en grandes cantidades, de color rojizo dorado, brillando al
sol entre la nieve, en la mañana fría. Yo seguía a las criadas
saltando y gritando como ellas. Me gustaba oír sus regateos, ver sus
manotazos, las bromas y las veras que se llevaban con aquellos
hombres. En aquellas tierras, tan lejanas del mar, el pescado era
algo maravilloso, y ellos sabían que se gustaba celebrar la
Nochebuena cenando besugo asado.
—Hemos vendido el
mayor besugo del mundo —dijo entonces uno de los pescadores—. Era
una pieza como de aquí allá. ¿Sabéis a quién? A un minero. A una
de esas negras ratas, ha sido.
—¿A quién?
—preguntaron las chicas, extrañadas.
—A uno que llaman
el «Galgo» —contestó el otro—. Estaba allí, con todos sus
hijos alrededor. ¡Buen festín tendrán esta noche! Te juro que
podría montar en el lomo del besugo a toda la chiquillería, y aún
sobraría la cola.
—¡Anda con los
«Galgos»! —dijo Emiliana, una de las chicas—. ¡Esos muertos de
hambre!
Yo me acordé de mi
amigo Fabián. Nunca se me hubiera ocurrido, hasta aquel momento, que
podía pasar hambre.
Aquella noche el
abuelo invitaba a su mesa al médico del pueblo, porque no tenía
parientes y vivía solo. También venía el maestro, con su mujer y
sus dos hijos. Y en la cocina se reunían lo menos quince familiares
de las chicas.
El médico fue el
primero en llegar. Yo le conocía poco y había oído decir a las
criadas que siempre estaba borracho. Era un hombre alto y grueso, de
cabello rojizo y dientes negros. Olía mucho a colonia y vestía un
traje muy rozado, aunque se notaba recién sacado del arca, pues olía
a alcanfor. Sus manos eran grandes y brutales y su voz ronca (las
criadas decían que del aguardiente). Todo el tiempo lo pasó
quejándose del pueblo, mientras el abuelo le escuchaba distraído.
El maestro y su familia, todos ellos pálidos, delgados y muy
tímidos, apenas se atrevían a decir palabra.
Aún no nos habíamos
sentado a la mesa cuando llamaron al médico. Una criada dio el
recado, aguantándose las ganas de reír.
—Señor, que,
¿sabe usted?, unos que les dicen «los Galgos»… de la chusma esa
de mineros, pues señor, que compraron besugo pa cenar, y que al
padre le pasa algo, que se ahoga… ¿sabe usted? Una espina se ha
tragado y le ha quedado atravesada en la garganta. Sí podrá ir,
dicen, don Amador…
Don Amador, que era
el médico, se levantó de mala gana. Le habían estropeado el
aperitivo, y se le notaba lo a regañadientes que se echó la capa
por encima. Le seguí hasta la puerta, y vi en el vestíbulo a
Fabián, llorando. Su pecho se levantaba; lleno de sollozos.
Me acerqué a él,
que al verme me dijo:
—Se ahoga padre,
¿sabes?
Me dio un gran pesar
oírle. Les vi perderse en la oscuridad, con su farolillo de
tormentas, y me volví al comedor, con el corazón en un puño.
Pasó mucho rato y
el médico no volvía. Yo notaba que el abuelo estaba impaciente. Al
fin, de larga que era la espera, tuvimos que sentarnos a cenar. No sé
por qué, yo estaba triste, y parecía que también había tristeza a
mi alrededor. Por otra parte, de mi abuelo no se podía decir que
fuese un hombre alegre ni hablador, y del maestro aún se podía
esperar menos.
El médico volvió
cuando iban a servir los postres. Estaba muy contento, coloreado y
voceador. Parecía que hubiese bebido. Su alegría resultaba extraña:
era como una corriente de aire que se nos hubiera colado desde alguna
parte. Se sentó y comió de todo, con voracidad. Yo le miraba y
sentía un raro malestar. También mi abuelo estaba serio y en
silencio, y la mujer del maestro miraba la punta de sus uñas como
con vergüenza. El médico se sirvió varias veces vino de todas
clases y repitió de cuantos platos había. Ya sabíamos que era
grosero, pero hasta aquel momento procuró disimularlo. Comía con la
boca llena y parecía que a cada bocado se tragase toda la tierra.
Poco a poco se animaba más y más, y, al fin, explicó:
—Ha estado bien la
cosa. Esos «Galgos»… ¡Ja, ja, ja!
Y lo contó. Dijo:
—Estaban allí,
todos alrededor, la familia entera, ¡malditos sean! ¡Chusma
asquerosa! ¡Así revienten! ¡Y cómo se reproducen! ¡Tiña y
miseria, a donde van ellos! Pues estaban así: el «Galgo», con la
boca de par en par, amoratado… Yo, en cuanto le vi la espina, me
dije: «Ésta es buena ocasión». Y digo: «¿Os acordáis que me
debéis doscientas cincuenta pesetas?». Se quedaron como el papel.
«Pues hasta que no me las paguéis no saco la espina». ¡Ja, ja!
Aún contó más.
Pero yo no le oía. Algo me subía por la garganta, y le pedí
permiso al abuelo para retirarme.
En la cocina estaban
comentando lo del médico.
—¡Ay,
pobrecillos! —decía Emiliana—. Con esta noche de nieve, salieron
los chavales de casa en casa, a por las pesetas…
Lo contaron los
hermanos de Teodosia, la cocinera, que acababan de llegar para la
cena, aún con nieve en los hombros.
—El mala entraña,
así lo ha tenido al pobre «Galgo», con la boca abierta como un
capazo, qué sé yo el tiempo…
—¿Y las han
reunido? —preguntó Lucas, el aparcero mayor.
El hermano pequeño
de Teodosia, asintió:
—Unos y otros…,
han ido recogiendo…
Salí con una
sensación amarga y nueva. Aún se oía la voz de don Amador,
contando su historia. Era muy tarde cuando el médico se fue. Se
había emborrachado a conciencia y al cruzar el puente, sobre el río
crecido, se tambaleó y cayó al agua. Nadie se enteró ni oyó sus
gritos. Amaneció ahogado, más allá de Valle Tinto, como un tronco
derribado, preso entre unas rocas, bajo los aguas negruzcas y
viscosas del Agaro.
Historias de la Artámila, 1961.
¡Excelente cuento!Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por leerlo. El cuento es excelente.
EliminarOmar algo anda mal
ResponderEliminarLeo:omar algo anda mal
ResponderEliminarMe encanta este cuento para trabajar cuento realista en los primeros años. Gracias.
ResponderEliminarSí, es un cuento extraordinario. Yo lo utilizo mucho también en clase. Gracias a ti por difundirlo.
EliminarUna pta locura tio mejor cuento del universo ����������������
ResponderEliminarOmar algo anda mal
ResponderEliminarDe que manera se va estableciendo la amistad entre el narrador y Fabián, uno de los galgos ?
ResponderEliminarA quien se denomina la chusma
ResponderEliminarAsuntos internos sabía que la policía les tendía una trampa?
ResponderEliminarEs que la noche esta piola
ResponderEliminarFalta taller resuelto
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