En esos días vive en Frigia un muchacho. Se llama Nikias. Tiene doce
años, la estatura propia de su edad, el cabello negro y rizado. Sus
rasgos no son desagradables. Pero es enorme, monstruosamente gordo:
pesa dos o acaso tres veces más que su padre. Es la vergüenza de sí
mismo y de toda su familia.
Lo peor no es su
lentitud, ni su debilidad, ni siquiera el aspecto repulsivo de sus
carnes hinchadas en medio de los cuerpos esbeltos, elásticos de
todos los otros chicos, sino el hecho de que su obesidad no se debe a
la gula ni a la pereza. No come más que sus hermanos y participa, en
la medida de lo posible, en los juegos y actividades que se
consideran apropiados en su tiempo. En el nuestro, su condición
podría describirse, acaso, como un desorden glandular. Pero en su
ciudad todos creen que es víctima de algún mago, o acaso de un
capricho de los dioses; son pocos los que lo miran sin recelo, y
menos aún los que no temen sufrir males como el suyo, o más
terribles, si se acercan a él.
Así, Nikias es un
muchacho solitario, hosco, que debe soportar casi todos los días
humillaciones y burlas. Pero hoy se siente un poco mejor que de
costumbre: ha pasado la mañana entera atendiendo el puesto del
mercado en el que su padre, alfarero, vende vasos y ollas. Es un
honor que rara vez se le concede.
Y, para más
orgullo, ha vendido mucho. Desde hace algún tiempo, ante la
perspectiva de una nueva campaña —aún no anunciada pero ya motivo
de rumores— contra el cercano reino de Lidia, todo se ha
encarecido, la gente compra alimentos en vez de utensilios, y las
tropas del rey, que patrullan el mercado y todos los lugares
populosos, ahuyentan a muchos compradores. Pero Nikias, hoy, ha
tenido clientela como si no hubiera inquietud alguna entre la gente.
En verdad, varios compradores le hablaron con amabilidad, como si no
pesaran sobre su cuerpo las especulaciones más desagradables.
Tal vez, piensa el
muchacho mientras camina de vuelta a su casa, su padre acepte dejarlo
encargado del puesto. Tal vez, incluso, le enseñe su oficio. Así ya
no tendrá que ocuparse de las tareas más exigentes que casi siempre
le son encomendadas, y que nunca hace bien (hace tiempo que no se
engaña respecto de esto). La idea lo entusiasma: una vida sosegada y
sin sobresaltos. Cuando menos, podría estar todo el día tras los
recipientes, bajo el toldo que los cubre del sol, entre la multitud…
Ahora bien, cuando
llega a su casa, su padre, un hombre severo y poco paciente, no le
pregunta sobre su jornada en el mercado; no le pide cuentas; no le
dice, en verdad, una sola palabra, y en cambio lo llama hacia sí con
un gesto. Cuando lo tiene cerca, toca y aprieta las acumulaciones de
grasa en su pecho, sus brazos, su abdomen, sus muslos. Y al hacerlo
sonríe.
Nikias se deja
hacer, confundido, y apenas ha decidido ensayar una pregunta cuando
su padre se aparta de él y sale de la casa. En ese momento entra su
madre, desde la cocina, y tampoco dice nada pero lo abraza y llora.
Muy impresionado,
Nikias entrevé, detrás de su madre, a sus hermanos, que permanecen
juntos y lo miran. Pero las miradas no son las habituales de burla o,
cuando más, piedad. Ellos también están asustados. Sin advertirlo,
se tocan, como si buscaran apoyarse unos en otros. Sólo uno sonríe.
Casualmente, es el mayor de todos, con el que tiene un pleito desde
hace años por alguna causa tan nimia, probablemente hasta sin
relación con el cuerpo de Nikias, que ambos la han olvidado.
-¿Pero qué les
sucede a todos? Su madre lo confunde aún más al explicarle, después
de un suspiro muy profundo, que la situación de la familia es mucho
más precaria de lo que los padres han querido admitir, y en verdad
el oficio del padre ya no les da para comer. Nikias no puede argüir
en contra de esto porque su madre prosigue, sin pausa, hablando de la
fortaleza de su hijo, de su capacidad de soportar la carga de su
defecto (así lo llama) y del dolor de ella al ver que no era como
los demás. Pero ¿no le ha dicho siempre a Nikias que es su hijo,
tan querido como todos los otros? ¿No le ha demostrado su cariño?
Nikias asiente. Entonces, dice la madre, en este momento tan oscuro,
Nikias debe recordar ese amor. Debe usarlo para sentirse más fuerte.
Para cumplir con su deber con una sonrisa. No dice más porque rompe
a llorar de nuevo. Nikias se pregunta qué debe hacer para consolarla
cuando su padre vuelve, entra en la casa y los aparta con rudeza.
Ella da un grito
inarticulado, ronco, al que el padre responde culpándola, diciendo
que Nikias se ha echado a perder por ella, por sus constantes mimos.
Que nunca le dio disciplina. Ella pregunta por lo que él acaba de
hacer.
Él responde que así
va a salvar a los demás: a los que pueden llegar a ser hombres
fuertes y hermosos. Nikias, como en otras ocasiones, se siente herido
al escuchar esto.
Entonces su padre
hace algo extraño: toma su mano izquierda, la levanta y dice que no
hará falta más. Que esa sola mano, blanda y pesada, pagará sus
deudas.
Nikias se pregunta
si, en contra de todo lo que ha sucedido entre ellos desde que
recuerda, su padre lo aprecia. ¿Verá en él, acaso, talento
verdadero para la alfarería? Pero no puede preguntarlo en voz alta
porque, tras su padre, aparece un grupo de soldados que toman a
Nikias, lo apartan de su madre y lo sacan de la casa.
Sin hablarle, a
empujones, lo hacen caminar hacia el palacio del rey, que se alza en
el centro de la ciudad. Esto asombra a Nikias pues al palacio, que
(como dicen las leyendas) está hecho de oro puro, no se permite la
entrada de ningún súbdito ordinario. Pero antes de llegar a la gran
puerta lo conducen a una barraca, erigida sin mucho arte ante el
palacio, y dejan, maniatado, en una fila que serpentea por el
interior.
Cuando se han ido,
Nikias piensa, como si recordara un sueño, que su madre gritó
mientras los soldados se lo llevaban, que su padre le volvió la
espalda y que sus hermanos ya no estaban allí.
Y, después de
varias horas de pie, se da cuenta también que casi todos los otros
prisioneros son corpulentos, pesados. Ninguno se acerca a su gordura,
por supuesto, pero hay algunos hombres y mujeres rollizos, varios más
muy musculosos. La única excepción son algunos grupos de niños, o
de ancianos, atados juntos.
Dos mujeres, delante
suyo, conversan. Parecen tristes, pero también resignadas. Las dos
son viejas. Una menciona las necesidades de la guerra, que son
siempre más grandes que en tiempos de paz. La otra asiente y agrega
que ojalá Lidia sea derrotada de una vez por todas. Las dos
concuerdan en que Frigia está cada vez más empobrecida y hacen,
luego, una invocación extraña: ruegan porque sus cabezas sean lo
bastante grandes.
Otra voz llama a
Nikias, que se vuelve y ve entrar, conducido por otro grupo de
soldados, a un viejo arúspice, cliente de su padre, que jamás lo
trató con amabilidad ni consideración particular. Pero ahora el
hombre llora como un niño y se acerca a Nikias para llamarlo amigo,
compañero de infortunio.
Nikias no responde.
El arúspice sorbe sus lágrimas y cambia de tema: le dice que el oro
proviene del sol, y que es polvo caído del carro de Apolo, luz que
cae en la tierra y la transforma en metal. También, que sólo
Dionisos, rival y opuesto del dios del sol, podría haber concebido
dar a un hombre poder semejante. Entonces entra en la barraca,
precedido por varios cortesanos, el rey.
Viste sus famosas
ropas de oro, calza sus sandalias de suelas y correas de oro. Todos
se inclinan o son forzados a ello. Luego, mientras uno de los nobles
lee nombres de una lista, los prisioneros son sacados de la fila y
llevados ante el monarca.
Al ver lo que sucede
al primer cautivo, Nikias comprende todo y siente un horror inmenso,
que sólo crece mientras espera su turno. Pero cuando llega, y es
llevado ante el rey, toma una decisión.
Y en voz alta, sin
pensar, con una firmeza que hasta a él mismo sorprende, pide que su
padre no reciba nada. Que él no lo desea. Ni un dedo siquiera. Nada,
repite.
Todos los cortesanos
abren la boca, ultrajados por su temeridad, pero el propio Midas se
queda mirándolo, sorprendido, por un momento.
No le responde, sin
embargo, y en lugar de hacerlo, tras sólo un instante de vacilación,
toca la punta del dedo medio de la mano izquierda del muchacho.
Nikias puede ver
cómo el color, el peso, el frío del metal inanimado devoran los
dedos de su mano, luego la palma, luego la muñeca y el brazo. Pero
el dolor es más terrible que cualquier otro que haya sentido, y, en
verdad, más intenso que el que un ser humano puede soportar. Su
corazón se detiene mucho antes de convertirse en oro. Apenas tiene
tiempo de entristecerse por su destino.
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