Paulina Traslosheros tenía veinte años cuando conoció a Isaac
Webelman, un músico que se detuvo en Puebla a esperar noticias de
sus parientes judíos en Nueva York.
Venía de Polonia y
Sudamérica y era un hombre distinto al común de los hombres entre
los que creció Paulina. Un hombre con sonrisa de mujer y ojos de
anciano, con voz de adolescente y manos de pirata. Capaz de convocar
al entusiasmo como lo hacen los niños y de ahuyentar la dicha como
separa el agua la quilla de un barco. Era inasible y atractivo como
su música preferida, a la que él atribuía un sinnúmero de
virtudes, más la principal: llamarse y ser Inconclusa.
—En realidad —le
dijo a Paulina, al poco tiempo de conocerla—, los finales son
indignos del arte. Las obras de arte son siempre inconclusas. Quienes
las hacen, no están seguros nunca de que las han terminado. Sucede
lo mismo con las mejores cosas de la vida. En eso, aunque fuera
alemán, tenía razón Goethe: «Todo principio es hermoso pero hay
que detenerse en el umbral».
—¿Y cómo se sabe
dónde termina el umbral? —le preguntó Paulina pensando que, si
era cosa de ponerse pesados, ella no tenía por qué ir atrás.
Luego, mientras caminaba hacia el piano, empezó a silbar la tonada
principal de la Séptima Sinfonía de Schubert.
Webelman tenía fama
de ser un gran músico, y en cuanto llegó a Puebla se hizo de una
cantidad de alumnos sólo comparable al tamaño que tenía en cada
poblano la veneración por lo extranjero. Cada vez que llegaba un
maestro de fuera, obtenía decenas de alumnos durante los primeros
tres días de estancia. Conservarlos era lo difícil.
El músico Webelman
se presentó como maestro de piano, violín, flauta, percusiones y
chelo. Tuvo alumnos para todo, hasta uno de nombre Victoriano Álvarez
que intentó aprender percusiones antes de convertirse en político
como un modo más eficaz de hacer ruido.
Paulina Traslosheros
tocaba el piano con mucho más conocimiento y elegancia que
cualquiera de las otras alumnas, no en balde su padre la había
encerrado todas las tardes de su infancia en la sala de arriba.
Primero, era una obligación estarse ahí dos horas practicando
escalas hasta morirse de tedio, pero después le tomó cariño a ese
lugar. Se acostumbró a los muebles brillantes y tiesos que se
acomodaban en aquella sala, esperando visitas que nunca llegarían.
Se acostumbró al mantón de Manila sobre la cola del piano, a los
abanicos enmarcados, al San Juan Bautista que la miraba desde la
puerta y a los cuadros de paisajes remotos que presidían las
paredes. Le gustó pasar el tiempo ahí, lejos del trajín de toda la
casa, sumida en aquel ambiente que olía al siglo antepasado y en el
que se permitía las más modernas elucubraciones y fantasías.
Hasta ahí llegaba
Isaak Webelman con su Inconclusa todas las tardes, de seis a ocho. Le
gustaba hacer discursos y a la tía le gustaba escucharlos. A veces
se reía en mitad de una tesis sobre las causas por las que Mozart
había puesto un Mi bemol mayor, en lugar de un Re menor, para regir
la Sinfonía Concertante.
—Eres un
fantasioso —dijo Paulina agradecida.
Tanto tiempo había
vivido rodeada de verdades contundentes o irrefutables, que las
odiaba.
—Mejor dicho, tú
eres una incrédula —contestó Isaak Webelman—. Vuelve a darme
ese Re que sonó a brinco.
La tía Paulina
obedeció.
—No, así no. Así
estás demostrándome cuán virtuosa puedes ser, cuán hábil, pero
no cuán artista. Una cosa es hacer sonar un instrumento y otra muy
distinta hacer música. La música tiene que tener magia y la magia
depende de algunos trucos, pero más que nada de los buenos impulsos.
Mira —dijo, pasando un brazo por la cintura de la tía—: Tú
quieres dar este Re con más énfasis, no sabes cómo. En apariencia
no tienes más que un dedo y una tecla para hacerlo, pero con el dedo
y la tecla no haces más que un ruido, lo demás tienes que sacarlo
de tu cabeza, de tu corazón, de tus entrañas. Porque ahí es donde
está, con toda exactitud, el sonido que deseas. Cuando lo sabes, no
tienes más que sacarlo. ¡Sácalo!
La tía Paulina
obedeció hipnotizada. El piano de la abuelita sonó como nunca antes
con el mismo Para Elisa de toda la vida.
—Aprendes —dijo
Webelman sentado junto a ella. Luego se la quedó mirando como si
ella misma fuera Elisa.
Por la espalda de
Paulina Traslosheros corrió un escalofrío. Ese hombre era un
horror, un exceso, un desafuero. Para exorcizarlo, ella cometería
una hilera de pecados de los que nunca pudo arrepentirse. Ni siquiera
cuando él decidió volver a Nueva York, porque ahí estaba el éxito
y el éxito no podía cedérsele a la furia que sería la vida de un
gran músico atorado en una sala poblana por culpa de algo tan etéreo
como el amor.
—Tú supiste desde
siempre cuál es mi sinfonía predilecta —dijo Webelman, al
recorrer por última vez la espalda de Paulina Traslosheros con el
conjuro de su mano audaz y hereje.
—Hasta siempre lo
voy a saber —contestó ella, mientras se abrochaba el corpiño
empezando a vestirse.
El músico se fue y
tuvo el éxito que buscaba. Tanto éxito, que era imposible ir por la
vida sin escuchar su nombre en boca de cualquier extraño. Paulina
Traslosheros se casó, tuvo hijos y nietos. Cruzó más de un umbral
durante la vida, pero nunca pudo evitar el frío bajando por su
espalda cada vez que alguien mencionaba aquel nombre.
—¿Qué te pasa,
abuela? —le preguntó una de sus nietas cuando la vio estremecerse
con los primeros acordes de la Séptima de Schubert saliendo del
tocadiscos. Cuarenta años después de la tarde en que había
conocido a Isaak Webelman.
—Lo de siempre mi
vida, pero ahora debe ser culpa de un virus, porque ahora todo es
viral.
Después cerró los
ojos y tarareó, febril y adolescente, la música Inconclusa de toda
su vida.
miércoles, 28 de octubre de 2020
Paulina Traslosheros. Ángeles Mastretta.
Mujeres de ojos grandes, 1990.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario