sábado, 10 de octubre de 2020

Bigornia. Manuel Chaves Nogales.

Le llamaban Bigornia, y era un ogro jovial y arrabalero que balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las vallas de los solares y los desmontes del suburbio donde tenía su vivienda. Un ogro que en vez de comerse a los niños los daba de sí, los producía con una fertilidad indecorosa. Un ogro municipal y suburbano escandalosamente prolífico, acampado con toda su prole en una casucha de los arrabales de la gran ciudad como en la orilla de un bosque, por cuya espesura de cúpulas, torres y chimeneas se adentraba todas las mañanas llevando en la mano un martillo de herrero que recordaba el hacha que en otros tiempos debieron de llevar los ogros como él.
Era un ogro convertido en proletario metalúrgico del mismo modo que, andando el tiempo, la selva se había transformado en urbe sin que ni el uno ni la otra hubiesen perdido del todo su ancestral naturaleza. Bigornia era un obrero mecánico. Herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y al aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, de hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero. Bigornia era un buen obrero mecánico porque había conocido el primer automóvil que llegó a España, la primera ametralladora, la primera linotipia, el primer aeroplano, y desde su humilde menester de acólito de la metalurgia había conseguido familiarizarse con los dogmas y misterios de la técnica moderna. Pertenecía a esa última generación de obreros mecánicos que tienen todavía un cierto sentido humanístico del vivir y el trabajar. Los más jóvenes que él, los que han empezado el oficio cuando ya las máquinas tienen rodamientos a bolas, no saben nada ni conservan ese instinto primitivo, ese buen sentido de hombre en estado de naturaleza que a Bigornia le permitía a veces alumbrar con sus luces naturales la confusión de los ingenieros.
La gran ciudad no le había dominado del todo ni había conseguido aniquilar su fuerte personalidad, que, no pudiendo subsistir en las celdas estrechas de las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía buscando mayor espacio en los arrabales, y, todas las tardes, cuando salía del taller donde trabajaba, se iba, atravesando desmontes y basureros, allá, a los confines de la Dehesa de la Villa, a la casucha donde vivía rodeado de su tercera mujer, Antonia —las dos primeras se le acabaron pronto—, y de sus hijuelos innumerables, uno cada año desde hacía veintitantos, que, gracias a que se le morían casi con la misma facilidad con que le nacían, no pasaban de la cifra constante de doce o catorce, mantenida merced a la incorporación a la prole de unos hijos naturales que le nacían por ahí. En aquella cabaña robinsoniana, levantada por él mismo en medio del desierto de botes de hojalata que abandonaban los traperos, Bigornia se sentía fuerte como un rey y libre como un bosquimano. Asistido por la tropilla de sus hijos, entre los que repartía manotazos y pedazos de pan a diestro y siniestro, se entretenía durante las veladas de los días laborables y a lo largo de toda la jornada del domingo en trabajar por su cuenta ensayando con mucha ilusión raras invenciones mecánicas que en realidad jamás le habían producido otra cosa que el placer de ensayarlas. Para fabricar sus extrañas maquinarias recorría pacientemente los montones de chatarra del Rastro, en los que compraba por unos céntimos piezas sueltas de viejos artefactos que luego transformaba y acoplaba según su ingenio hasta construir aquellos aparatos inverosímiles que o estaban ya inventados o era absolutamente innecesario inventar. Era un autodidacto de la mecánica que en ella encontraba un placer puro y desinteresado. Menos pura, aunque también desinteresada, era otra función de su tallercito doméstico: la de elaborar y suministrar armas para la lucha a todos los rebeldes que iban a pedírselas. En aquella casucha de arrabal había siempre una fragua y un yunque generosamente dispuestos a facilitar el instrumento de su venganza a todos los resentidos de la gran ciudad, a cuantos sentían el anhelo de luchar contra un orden social que Bigornia había declarado injusto y criminal desde el fondo anarquista de su alma. De aquel tallercito pintoresco habían salido los artefactos infernales de los terroristas de hacía veinte años y las pistolas de los estudiantes de la FUE que lucharon contra la dictadura. Últimamente, las luchas sociales sostenidas con más modernos y potentes instrumentos no requerían la colaboración de Bigornia, y las milicias socialistas y comunistas, provistas de buenas armas automáticas, desdeñaban el tallercito rudimentario del herrero de arrabal. Apartado de la actividad revolucionaria de los jóvenes que desfilaban marcando el paso militarmente, cosa que le ponía furioso, el veterano Bigornia, fiel a su viejo sentimiento anarquista e individualista, se había encerrado en su casucha, cada vez más encariñado con su prole cuantiosa y con sus arduas invenciones.
No obstante este alejamiento, cuando un domingo por la tarde fueron a decirle que los militares sublevados se habían hecho fuertes en los cuarteles, se sacudió de las manos la limalla, se metió en la pretina del pantalón el inseparable macho, su viejo martillo de fragua, y allá se fue con los camaradas riéndose y balanceando el recio corpachón con su aire de ogro jovial y arrabalero. Toda la noche estuvo rondando con los camaradas por los alrededores del cuartel de la Montaña, cuya mole negra se levantaba ante ellos inaccesible. En su interior los militares rebeldes y los jóvenes fascistas que se habían sumado al levantamiento parecían dispuestos a resistir desesperadamente. Unos centenares de socialistas y comunistas armados con pistolas y dirigidos por un teniente de guardias de asalto cercaban el enorme edificio. Bigornia y sus camaradas buscaron inútilmente el punto vulnerable de aquella fortaleza para ellos inexpugnable. Habría que asaltarla a costa de sangre, dando el pecho en las rampas de acceso, que seguramente estarían batidas por las ametralladoras de los rebeldes, o trepando desesperadamente por los bastiones desenfilados, como en los asaltos legendarios a las fortalezas medievales. El gobierno no tenía elementos de guerra bastantes para batir el cuartel. Trajeron un cañón, pero no había artilleros. Se encontró al fin un comandante republicano que se ofreció a disparar contra los rebeldes. Pero él solo no podía hacer fuego. Vino luego un hijo suyo, y ambos, ayudados por Bigornia, que también entendía algo de cañones, hicieron el primer disparo contra el cuartel. La bala se aplastó contra los recios muros como una inofensiva pelota. Hubo que ir en busca de otro cañón más grande. Para ganar tiempo, un avión republicano, el único de que se disponía, echó a los rebeldes unas hojillas intimándoles a la rendición en un breve plazo.
Pero si los medios materiales faltaban, sobraban hombres en cambio. Desde que fue de día, miles y miles de ciudadanos fueron acudiendo a las inmediaciones del cuartel y formaron un cerco infranqueable. Parapetada tras las bocacalles, una gigantesca muchedumbre sin armas, pero con un entusiasmo delirante y suicida, había puesto sitio a los rebeldes, que, impresionados por aquella masa humana, no tuvieron coraje para hacer una salida. A media mañana comenzó a disparar al fin el cañón republicano. El avión dejó caer también unas bombas sobre los tejados del cuartel, y la muchedumbre avanzó formando una masa compacta. Los que estaban delante iban empujados por los que venían detrás, que les hacían avanzar mal de su grado. Las ametralladoras de los rebeldes hicieron fuego sobre la multitud, que se replegó sobre sí misma dando la sensación de que era un solo cuerpo monstruoso, como el de un gigantesco animal antediluviano. Un cañonazo certero hizo saltar una de las puertas del cuartel y por aquel boquete intentaron el asalto los más decididos. Un grupo de guardias, milicianos socialistas y comunistas y obreros sin armas intentó escalar la rampa batida por los rebeldes, a cuyo extremo se hallaba el único acceso posible. Las ráfagas de ametralladoras los segaron. Cayeron unos y retrocedieron otros. Bigornia, que iba con ellos, se encontró en lo alto de la rampa pegado al pretil del paredón, que utilizó como parapeto. En aquel rinconcito desenfilado se habían refugiado los cinco o seis asaltantes que ni cayeron ni volvieron grupas, un sargento del ejército con una escarapela tricolor en el pecho, un muchachillo atónito con aire de estudiante, un guardia de asalto, un miliciano comunista con pinta de señorito, que llevaba colgada del cuello una pistola ametralladora, una mujer con un delantal blanco y Bigornia. Enfrente, a diez o doce pasos, estaba la puerta del cuartel abierta por el cañonazo.
—¡Ánimo! —agregó el sargento—. ¡Otro empujón y estamos dentro!
Pero las balas de los rebeldes llovían en torno a ellos azotando el suelo, cuya tierra salpicaba dando saltitos como si empezase a hervir. Había que cruzar aquella explanada defendida por una terrible cortina de plomo.
—¡Adelante! —gritó el comunista de la pistola ametralladora, y volviéndose a aquellas cuatro o cinco personas acurrucadas en el pretil de la rampa—: ¿Tenéis armas? —les preguntó.
El estudiante hizo un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente. El comunista la miró estupefacto y la interrogó furioso:
—¿Y usted qué hace aquí, señora?
La pobre mujer, angustiada, respondió:
—Yo tengo un hijo soldado que está ahí en el cuartel, prisionero de los oficiales, y vengo a salvarlo. ¡Es mi hijo, sabe usted!
El comunista no supo qué contestar y se encogió de hombros.
En aquel momento empezaron a disparar desde otra ventana del cuartel que enfilaba aquel rincón donde estaban refugiados.
—¡Si nos quedamos aquí nos asan vivos! —rugió el guardia de asalto—. ¡Adelante! ¡Al cuartel!
—¡Al cuartel! ¡Al cuartel! —decían los seis dándose ánimos. Pero ninguno se lanzaba.
Bigornia entonces enderezó su corpachón y, encarándose con la fachada del cuartel, gritó con voz ronca: «¡Hijos de perra!». Y avanzó rápido, con paso trepidante de oso, bajo el diluvio de plomo. Los demás echaron tras él subyugados. Apenas salió del parapeto rodó el guardia de asalto con un balazo en el pecho. Ni siquiera volvieron hacia él la cabeza. Bigornia ganó indemne el portal seguido del sargento y el miliciano comunista, que disparaban a ciegas sus armas, del estudiante, que gritaba no sabía qué, y de la mujer, que caminaba a tientas tapándose la cara con un brazo, con el mismo ademán grotesco y patético del avestruz asustado. En el portal del cuartel los maderos y el cascote amontonados les impedían el paso. Bigornia blandió el macho bravamente y, volteándolo, cogido con ambas manos, se abrió camino haciendo saltar en astillas cuantos obstáculos encontraba. Un júbilo salvaje resplandecía en su cara apoplética de ogro enfurecido. Así llegó hasta el vasto patio del cuartel. Cuando apareció súbitamente ante los ojos asombrados de los militares rebeldes, su figura debió de tomar proporciones mitológicas. Aquel hombrón fornido con traje azul de mecánico que llegaba milagrosamente ileso hasta allí blandiendo un pesado martillo de fragua debió de parecerles un ser sobrenatural. Bigornia, al verse en el patio del cuartel, irguió el busto, alzó los brazos y los puños crispados y gritó con voz de trueno:
—¡Viva la revolución social!
Su grito rodó por el ámbito enorme del cuartel y retumbó en las galerías, donde los soldados desarmados, apelotonados como borregos y de cara a la pared bajo la amenaza de las pistolas fascistas, comenzaron a moverse inquietos. El estudiante avanzó por el patio detrás de Bigornia. El sargento, receloso, vigilaba los movimientos de los oficiales y los fascistas en las galerías altas.
—¡Cuidado! —gritó—. ¡Van a disparar un mortero sobre nosotros!
Cogió de la mano a la mujer y, conocedor del edificio, la arrastró hacia una puertecilla que había junto a la escalera. Tras ellos se fue el miliciano comunista. Bigornia avanzó hacia el centro del patio a pecho descubierto. Tras él iba el estudiante. No habían llegado aún al otro extremo, cuando una lluvia de metralla cayó sobre ellos. Bigornia, de un salto, se parapetó tras una pilastra. El estudiante que le seguía se desplomó con el cuerpo acribillado.
—¡Ay, mi madre! —gritaba revolcándose sobre las losas del patio, mientras desde las galerías los oficiales disparaban sobre él sus pistolas.
Bigornia salió de su escondite, agarró de una pierna al muchacho y lo arrastró hasta lugar seguro. Encontró una estrecha bóveda que servía para los ejercicios de tiro de los soldados, y allí lo dejó diciéndole:
—Luego volveré por ti. No seas idiota. No vayas a morirte antes, galán.
Cuando salió de nuevo al patio, la escalera estaba llena de soldados desarmados que, tímidamente aún, avanzaban hacia la salida, al verse libres al fin de las pistolas de los fascistas y los oficiales. Otro golpe de asaltantes consiguió atravesar heroicamente la explanada batida por las ametralladoras y pronto el pueblo y los soldados invadieron el patio fraternizando alegremente. La mujer que había entrado con Bigornia apareció en lo alto de la escalera abrazando y besando a su hijo, un cornetilla vivaracho que vitoreaba a la República frenéticamente.
—¡Lo he salvado! ¡Lo he salvado! —gritaba la madre, loca de alegría.
El cuartel de la Montaña, fortaleza casi inexpugnable, se había rendido. Sus recios muros tuvieron la misma inutilidad que las murallas de Jericó.
Los soldados condujeron a los asaltantes a una de las galerías, en la que encontraron un enorme montón de fusiles, con la bayoneta calada. Parece ser que hubo un instante en el que los militares rebeldes intentaron hacer una salida atacando a la bayoneta, pero desistieron por falta de fe en sí mismos y por la poca confianza que les inspiraba la tropa, a la que después de muchas vacilaciones hicieron soltar las armas en aquel montón. Allí se proveyeron de fusiles los asaltantes que habían llegado con las manos vacías. Casi todos ellos tocaban un fusil por primera vez en su vida, y por doquiera partían disparos involuntarios que originaban una gran confusión y algunas bajas. Los asaltantes más decididos, guiados por los oficiales de asalto, se esparcieron por las cuadras del vasto cuartel. Aquella riada humana, aquella gigantesca inundación de multitudes, había paralizado la acción de los rebeldes. Los más bravos oficiales se suicidaban disparándose sus pistolas en la sien o en el cielo de la boca. Los cobardes intentaban huir quitándose las guerreras y disfrazándose de obreros. Las botas altas los traicionaban. Los fascistas llevaban todos el mono azul de los trabajadores. Cuando los grupos de asaltantes cazaban a alguno y lo identificaban lo ponían junto a la pared, le descerrajaban un tiro en la nuca y seguían adelante. Vestido con un mono azul y escondido en un camaranchón encontraron al general Fanjul. Cuando lo sacaban a través del patio, la madre del cornetilla, a la que se lo señalaron como el jefe de la rebelión, se tiró sobre él como una fiera y le arañó el rostro gritándole:
—¡Asesino! ¡Tú eres el que quería que matasen a mi hijo!
Costó un ímprobo trabajo librarlo de sus uñas. Bigornia, fracturando las puertas cerradas con su mazo potente y destrozando cuantos símbolos e instrumentos militares encontraba al paso, atravesaba las estancias del cuartel seguido de un grupo de obreros que se iban apoderando de cuantas armas encontraban. Uno de ellos había tropezado con una panoplia de esgrima y avanzaba con la cara cubierta con una careta de alambre trazando fintas a diestro y siniestro con un florete. Otro había descabezado de un golpe un maniquí cubierto con una armadura de guerra del siglo XVI y se había encasquetado el casco, provisto de su pomposa cimera y su celada, que luego no acertaba a abrir. Sobre el torso desnudo y los brazos tatuados, aquel casco anacrónico le daba una apariencia absurda de máscara terrorífica. Aquella tropa estrafalaria encontró acorralados en una pieza a unos cuantos militares que levantaron los brazos aterrorizados. Los empujaron con los cañones de los fusiles y los llevaron por delante hasta que salieron a una cuadra amplísima, el gimnasio, por donde los hicieron avanzar y ellos se quedaron rezagados. Cuando los tuvieron a seis u ocho metros de distancia les hicieron una descarga cerrada y luego los remataron tirando a discreción sobre ellos. Bigornia, que no se lo esperaba, se volvió irritado.
—¿Por qué los habéis matado? ¿Quién ha dado la orden de tirar? —preguntó con mal ceño.
—Yo —le replicó el miliciano comunista que entró en el cuartel al mismo tiempo que él y que andaba capitaneando los grupos, siempre con su gran pistola ametralladora colgada del cuello. Bigornia le miró de arriba abajo. Era un hombre joven, afeitado, fino, las manos cuidadas, bien vestido.
—Yo he dado la orden de tirar. ¿Qué pasa?
Bigornia alzó los hombros e hizo un gesto vago.
—¡Bah! ¡No era necesario!
Fue su única respuesta. Dio media vuelta y se fue. El joven comunista y su tropilla siguieron recorriendo las dependencias del cuartel en busca de rebeldes a los que fusilar.
Una muchedumbre inmensa llenaba ya el amplio recinto y se apoderaba ansiosamente de las armas gritando: «¡A Cuatro Vientos! ¡A Guadalajara! ¡A Toledo!».
Muchos camiones cargados de obreros con fusiles partieron para los cuarteles de los cantones, que se rindieron sin lucha. En lo alto de un camión vio Bigornia al cornetilla y su madre. La brava mujer se había colocado sobre el peto del delantal el correaje y las cartucheras de un soldado y, echando un brazo protector sobre el hombro de su hijo, alzaba en el otro el fusil y gritaba furiosa:
—¡Mueran los fascistas!
Al anochecer el pueblo era dueño absoluto de Madrid y de los cuarteles de los cantones. La muchedumbre victoriosa desfilaba por la Puerta del Sol esgrimiendo triunfalmente los fusiles cogidos al ejército. Los vencedores habían arrastrado consigo a la banda de músicos de un regimiento de infantería, que, bajo los movimientos rígidos y verticales de la batuta del músico mayor, intentaba hacer sonar La Internacional en las trompas y pífanos castrenses, tercamente rebeldes a los acordes del himno proletario.
El pueblo había triunfado.
Bigornia se metió en la pretina del pantalón azul su martillo de fragua y, balanceando su corpachón de ogro, se fue paso a paso a su casucha de las afueras, donde le esperaban la mujer y los doce o catorce hijuelos. Para que los chicos jugasen les llevaba un puñado de balas nuevecitas y los rutilantes cordones de oro de un capitán ayudante.
* * *
Días más tarde los camaradas fueron a buscarle de nuevo a su casucha. Lo necesitaban. El triunfo del pueblo en las calles de Madrid no había sido más que el comienzo de la guerra civil en toda España. El avance constante de las tropas coloniales desembarcadas en Andalucía exigía que el proletariado se organizase militarmente. Hombres había de sobra, pero faltaban especialistas, mecánicos, gente capaz de utilizar el material de guerra que se había cogido en los cuarteles. Bigornia se alistó solícito en las milicias populares. Aunque era un hombre de cerca de cincuenta años, se conservaba fuerte como un roble y animoso como si tuviese veinte. En su juventud había sido un verdadero hércules. Un episodio de aquella época le pintaba. Llegó a Madrid un famoso luchador de jiu-jitsu, Raku, quien, como habitualmente hacía en sus exhibiciones, retó a cuantos madrileños se creyesen con fuerzas bastantes para luchar con él. Bigornia saltó al tapiz enardecido y luchó bravamente con el japonés, que, pronto, merced a una de las traicioneras presas del jiu-jitsu, le saltó al cuello como un gato y le inmovilizó amenazando estrangularle. Estaba vencido. Bigornia, atenazado, intentaba en vano resistir, negándose tercamente a hacer la señal de la derrota. Cogido por aquella tijera de los brazos nervudos del japonés, se asfixiaba por instantes. Los espectadores, angustiados, veían cómo el rostro de Bigornia enrojecía primero, luego se tornaba cárdeno y al final negro. «¡Ríndete, ríndete!», le gritaban asustados. Bigornia, con los ojos fuera de las órbitas, pugnaba inútilmente por arrancarse aquella corbata de hierro dando terribles sacudidas que cada vez eran más convulsas pero menos potentes. «¡Ríndete, ríndete!», repetía la muchedumbre exasperada. No se rendía. Hubo un momento en el que pasó por la sala la sensación de la tragedia. Bigornia estaba a punto de perecer estrangulado. Pero el japonés, que sabía medir bien la humana resistencia, mantenía implacablemente la presión sobre la garganta del adversario, seguro de que en el instante definitivo el hombre que se siente morir cede y se rinde. Bigornia no se rindió. El japonés, desconcertado, tuvo que resignarse a soltar su presa y, temiendo que aquel ser humano que apenas si daba ya señales de vida se le hubiese muerto efectivamente bajo la presión de su garra, abrió la tenaza y le soltó al fin con un ademán de rabia. Bigornia se desplomó. El japonés, asustado, acudió en su auxilio. Bigornia fue volviendo en sí lentamente. Su pecho se inflaba y desinflaba ostensiblemente. Consiguió incorporarse y se quedó de rodillas respirando ansiosamente. Apenas tuvo ánimo se irguió, hizo una profunda aspiración y volviéndose como un rayo hacia el japonés lanzó un alarido salvaje, le cogió por una pierna y, volteándole por encima de su cabeza como si fuese un pelele, lo arrojó al patio de butacas. Lo había lanzado a diez o doce metros de distancia y le había fracturado varias costillas. Éste era el hombre.
De entonces acá habían pasado veinte años. Bigornia, gordo, ventrudo, reposado, en vez del hércules de entonces era aquel otro jovial, un poco terrible y un poco grotesco, que cuando se ajetreaba y corría tenía la misma desconcertante agilidad de los paquidermos. Las mujeres, que antes le buscaban con ahínco atraídas por su planta gallarda y viril, se burlaban ya del fuego que todavía brillaba en sus ojos cuando las miraba codiciosamente, pero, burla burlando, aún se rendían a la sugestión de aquella desbordante y profusa vitalidad y, si bien no conseguía enamorarlas perdidamente, como se descuidasen en el juego y no anduviesen listas las dejaba encintas. Con estas aportaciones extraconyugales mantenía la cifra constante de su prole, y a despecho de difterias y viruelas crecían en torno suyo los doce o catorce hijos entre naturales y legítimos.
Ya en el lindero de la vejez se dio a la guerra civil con todo el ímpetu y la tenacidad de sus cincuenta años.
Le destinaron al servicio de los carros de asalto cogidos al ejército. Eran cuatro o cinco armatostes desvencijados que rara vez conseguían recorrer sin percance quince o veinte kilómetros en una jornada. Bigornia, ayudado por media docena de mecánicos jóvenes, estuvo repasándolos cuidadosamente. Se revisaron los viejos motores, se les reforzaron los blindajes y se les reajustó el herrumbroso mecanismo de tracción. No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada celada de papelón y alambre, y, fiando más en el efecto terrorífico de su presencia que en la eficacia de su acción destructora, las dio por buenas y dictaminó que estaban en condiciones de entrar en campaña. Tripulados por unos bravos e insensatos proletarios, salieron al fin de Madrid los famosos tanques dispuestos a cortar el avance de las tropas rebeldes que venían en son de conquista por Extremadura. Al mismo paso lento de Rocinante cruzaron aquellos feos artefactos la llanura manchega buscando con más ansia que diligencia al enemigo para retarlo a singular combate. El sol implacable de la estepa castellana calentaba las planchas de acero de los viejos tanques, en cuyo interior se asaban vivos aquellos esforzados paladines. Con el torso desnudo, la piel lustrosa y los ojos febriles, Bigornia y sus camaradas avanzaban a paso de tortuga dentro de aquellos caparazones ardientes. Los campesinos, al ver pasar tales monstruos, levantaban el puño, y las mujerucas aldeanas, asustadas, se quedaban con las ganas de hacerles la cruz como al diablo. Los fugitivos de las comarcas invadidas por los moros y el Tercio, cuando se cruzaban con ellos los contemplaban admirativamente y, reconfortados, seguían su éxodo pensando ilusionados que pronto podrían volver a sus hogares.
Frecuentemente la lenta caravana tenía que detenerse. Bigornia saltaba a tierra y, con su gran martillo de fragua en una mano y la caja de llaves y herramientas en la otra, corría al tanque averiado y se ponía afanosamente al trabajo hasta que conseguía repararlo. Así llegaron hasta Extremadura, donde las tropas de milicianos salidos de Madrid cedían constantemente ante el avance de los moros y el Tercio, apoyados por los aviones italianos. Aquellas masas de obreros y campesinos armados con fusiles y sin oficiales ni disciplina eran barridas por la metralla de la aviación, sin que jamás llegasen a la lucha cuerpo a cuerpo con los invasores. De pueblo en pueblo iban retirándose desordenadamente. Cada vez que el mando republicano establecía una línea de resistencia, los aviones italianos y alemanes comenzaban un terrible y sistemático bombardeo de la población que a retaguardia de la primera línea servía de base al desorganizado ejército del pueblo; la población civil, aterrorizada, huía dejando sin posibilidad de aprovisionamiento a los milicianos, que, como carecían de parques de intendencia y se quedaban sin comer, sin agua y sin refugio posible, aguantaban dos o tres días pegados a los surcos de aquella tierra calcinada de Extremadura bajo el bombardeo constante de la aviación y luego echaban a correr desesperados. Así avanzaba victorioso el Ejército Nacional.
Se pensó entonces que el material del único regimiento de tanques que había en Madrid podría ser útil para contener la retirada, y allá fueron Bigornia y los quince o veinte obreros mecánicos que se ofrecieron para tripularlos. Ya en la línea de fuego, una madrugada, partieron los pesados armatostes de la plaza del último pueblecito republicano, atravesaron las líneas leales y se metieron valientemente por el terreno enemigo. Iban petardeando el campo con los escapes de sus motores y haciendo retemblar la tierra que pisaban con el estrépito de su herrumbroso mecanismo. Las avanzadas de los rebeldes se replegaron y los tanques llegaron victoriosos hasta una aldea evacuada el día antes por los milicianos. Al frente de la caravana, con el torso desnudo fuera del caparazón de acero de la oruga, iba Bigornia. Los rebeldes en su repliegue seguían haciéndoles fuego desde lejos, pero, desafiando el peligro, Bigornia, con su caja de herramientas a la espalda y su martillo en la mano, saltaba de un tanque a otro vigilando la marcha de los motores y el funcionamiento difícil del mecanismo de tracción. Resguardados tras las casas de la aldea esperaron los tanques el avance de los milicianos, pero cuando el rosario de éstos salió de sus parapetos y se desparramó por la tierra desnuda aparecieron en el horizonte quince o veinte aviones de caza que, descendiendo a treinta o cuarenta metros, comenzaron a disparar sobre ellos con sus ametralladoras. Las ráfagas de plomo barrían las filas de los milicianos, que, aplastados contra el suelo, con la nariz metida en los surcos, sentían pasar y repasar sobre sus cabezas los aviones que los diezmaban. El tiempo transcurría, y los aviones iban y venían, relevándose constantemente. Cada vez que un grupo de milicianos se enderezaba e intentaba proseguir el avance, uno de los negros buitres se abatía sobre ellos y los regaba de metralla hasta obligarles a tirarse al suelo otra vez. Era inútil. Cuando un miliciano desesperado echaba a correr hacia atrás o hacia delante, el avión le perseguía y, apenas se había adelantado, le enfilaba con su ametralladora de popa y hasta que se perdía de vista estaba escupiendo plomo sobre él.
Diezmados y aterrorizados volvieron los milicianos a sus líneas. Bigornia y sus hombres vieron entonces cómo los aviones se cernían sobre ellos y comenzaban a bombardearlos. Una bomba explotó junto a uno de los tanques y le inutilizó la cadena de la oruga. Sus tripulantes tuvieron que abandonarlo. Los demás tanques comenzaron a evolucionar para batirse en retirada. Lentos, torpes, renqueantes, intentaban ganar las líneas republicanas bajo las bombas de los aviones que iban bordándoles la ruta. A lo lejos, en lo alto de una loma, aparecieron los puntitos movedizos de la caballería mora. Los tanques abrieron fuego contra aquellos blancos distantes. Bigornia, furioso, hizo un rápido viraje y avanzó con el tanque que conducía en dirección a la fila de jinetes marroquíes. A medida que se acercaba arreciaba el tamborilear de las balas sobre las chapas de acero del blindaje. El tanque, lanzado a toda la velocidad que le permitía su pesado mecanismo, reptaba por los surcos de la labranza, se metía audaz en las hondonadas y trepaba jadeando por los repechos en persecución de aquel enemigo inaprehensible de desconcertante movilidad. Hervía el agua del motor, se ponían al rojo los cañones de las ametralladoras que disparaban sin descanso, y los tripulantes, con las fauces secas y las sienes batiéndoles febrilmente, sentían llegar la asfixia dentro de aquella caja de acero recalentado.
Bigornia, en el volante, crispaba la pierna derecha sobre el acelerador haciendo trepidar horrísonamente el mecanismo. Tenía debajo del asiento una caja de botellas de cerveza, y de vez en cuando rompía de un golpe seco el gollete de una y se tiraba sobre la bocaza abierta ansiosamente el líquido caliente y pegajoso que simultáneamente iba eliminando por los poros abiertos de su piel desnuda, lustrosa como la de un hipopótamo, que cada vez que se rozaba con las planchas del blindaje calentadas por el sol sentía el mordisco de la quemadura.
A la mitad de un repecho el motor dejó escapar dos o tres detonaciones. No podía más. Bigornia lanzó una maldición y sin vacilar un instante abrió temerariamente la portezuela y saltó al campo con su caja de herramientas. Las balas silbaban en torno suyo.
—¡Huyamos! ¡Huyamos! —decían sus compañeros viendo aparecer en lo alto de la colina las siluetas de los jinetes moros que correteaban haciendo fuego contra el tanque.
—¡Quietos! —rugió Bigornia—. ¡No es nada! En dos minutos, si no me dan un tiro antes, está reparada la avería. Disparad mientras tanto contra ellos para tenerlos a raya.
Y sin levantar la cabeza estuvo manipulando en el motor con sus llaves y sus alicates mientras las balas le contorneaban. Los moros, cuando advirtieron que el tanque se había detenido, fueron avanzando y cada vez disparaban sobre él con más precisión. Los compañeros de Bigornia les contenían haciendo fuego desde las troneras mientras oían anhelantes el resoplar del ogro que forcejeaba desesperadamente.
—¡Qué nos cogen! ¡Vámonos! —gritaron viendo el cerco de jinetes que se les echaba encima.
—¡Quietos! ¡Ya está! —gritó triunfalmente Bigornia.
Saltó otra vez al volante y, poniendo en marcha el motor, hizo un viraje y enfiló las líneas republicanas mientras sus camaradas abrían un círculo de fuego que dispersaba otra vez a los caballistas.
El tanque conducido por Bigornia consiguió reunirse con los otros y juntos continuaron la retirada. Pero la caballería mora venía tras ellos y, a favor de los accidentes del terreno, seguía acosándoles, ayudada por la aviación. Cuando llegaron a las líneas leales se encontraron con que la desbandada era general. Los milicianos, abandonando sus posiciones, corrían en dirección al pueblo y, no considerándose seguros en él, lo atravesaban sin detenerse y seguían trotando empavorecidos por la carretera de Madrid. Mezclados con ellos huían los vecinos que aún no habían evacuado el lugar. La fila de los tanques cerraba la retirada. Pero, pasado el pueblo, la evacuación se convirtió en fuga. Unos destacamentos de caballería rebelde, merced a un rápido movimiento envolvente, bordearon el pueblo, hicieron su aparición en el lado derecho de la carretera y sembraron el pánico. Los milicianos huían ya a carrera abierta. Los mismos tripulantes de los tanques, no considerando bastante rápida y segura la marcha de aquellos pesados armatostes, los abandonaban al borde de la carretera y echaban a correr fiando su salvación a la ligereza de sus piernas.
Bigornia, que iba al volante del último tanque de la fila, vio desesperado cómo todos sus camaradas desertaban hasta que le dejaron solo. Cuando encontró abandonado en la carretera uno de los tanques que precedían al suyo le entró una rabia loca. Pateaba, blasfemaba, rugía, se daba con la cabezota contra las planchas del inmovilizado artefacto. Llorando de rabia, cogió su caja de herramientas y su martillo, se metió en el tanque abandonado y estuvo desmontando las ametralladoras y las piezas esenciales. Luego de inutilizarlo y desarmarlo, se puso a transportar al tanque que él conducía las municiones que quedaban en el abandonado. Tuvo el tiempo justo. Cuando volvió a poner en marcha el motor de su máquina ya le zumbaban otra vez en los oídos las balas de sus perseguidores.
Un kilómetro más allá alcanzó otro tanque también abandonado. Ésta vez no tuvo tiempo más que para preparar su voladura con unos cartuchos de dinamita. La formidable explosión sobrevino cuando aún no había podido alejarse lo suficiente, y sobre el caparazón de su tanque apenas puesto en marcha cayó una masa enorme de hierro, plomo y tierra. Los facciosos que venían acosándole debieron de detenerse allí, porque ya no volvió a sentir el silbido de las balas. Caminó durante una hora al paso lento del armatoste. El campo parecía desierto. La vida había huido de aquellos parajes. Los campesinos aterrorizados abandonaban sus viviendas ante el avance de los conquistadores. Una sensación angustiosa de vacío, de muerte, de desolación, precedía al Ejército Nacional.
Bigornia, rendido al fin, agotado por el esfuerzo de la terrible jornada, se adormecía con el runrunear monótono del motor a lo largo de aquella paramera interminable. Ni un ser humano, ni un indicio de vida en todo lo que alcanzaba la vista.
En un recodo de la carretera vio a través de la visera del tanque una figurilla minúscula que le salía al paso. Era una chiquilla de ocho a diez años con el bracito en alto y la mano extendida. Detuvo el tanque, y la chiquilla, al verle saltar a tierra desnudo de cintura para arriba y con aquella caraza feroz de ogro que tenía, se tiró al suelo aterrorizada gritando:
—¡No me mate! ¡No me mate! ¡Yo soy buena!
Bigornia alzó en sus brazos a la criatura, que se debatía horrorizada escondiendo la carilla.
—¡Yo soy buena! ¡Mamá es buena! —repetía.
Y cuando poco a poco iba convenciéndose de que aquel ogro no la devoraba todavía, con la cara vuelta y sin atreverse a mirarle alzaba la manecita abierta creyendo que con aquel ademán podría conjurar el peligro que la aterrorizaba. Bigornia tapó los deditos tiernos de la criatura con su manaza velluda y sonriendo tristemente le dijo:
—¡Así, guapa, así!
Y le mostraba el puño cerrado. La chiquilla, recelosa, le miraba de través con sus ojazos cuajados de lágrimas.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Bigornia con el tono de voz más amable que pudo arrancar a su garganta—. ¿Y tus padres? ¿Dónde están?
La chiquilla vacilaba antes de contestar.
—¿Tú eres fascista? —preguntó al fin.
—No, guapa, no. ¿Dónde están tus padres? ¿Estás sola?
—Papá se fue a la guerra.
—¿Cómo hacía papá? ¿Así? ¿O así? —le preguntó Bigornia abriendo y cerrando el puño.
—¡Así! —respondió la chica apretando sus cinco deditos. Luego tuvo miedo y agregó—: ¡Mamá es buena! ¡Estábamos en casa! ¡Mamá es buena!
—Y papá, guapa. ¡Y papá! —agregó Bigornia refregándole los cañones de la barbaza por la carilla suave.
Con la chiquilla en brazos echó a andar hacia donde ella le indicaba. En una hoyanca que había a unos cien metros de la carretera estaba tendida y exánime una mujer joven, con la frente sujeta por un pañuelo y los pies envueltos en una manta. A su lado, hundiéndole las manecitas en el regazo, lloriqueaba un renacuajo que aún no tendría dos años. Bigornia reanimó a la mujer, la hizo incorporarse y con unos tragos de cerveza consiguió hacerla hablar. La fatiga y la sed la habían hecho caer extenuada en aquella hoyanca después de una terrible jornada de camino cargada con las dos criaturitas. En todo el día no había podido pararse a descansar ni había probado bocado ni había encontrado quien le diese una sed de agua. Ante el avance de los militares la gente huía a la desbandada y la habían dejado atrás. Cuando no pudo más se tiró en aquel agujero. Tenía los pies ensangrentados y los brazos rendidos del peso de las criaturas. Antes de que la abandonasen del todo las fuerzas había recomendado a sus hijos:
—Si vienen unos hombres malos no levantéis el puño, porque nos matarán; abrid la mano así. ¡Así! ¡Así!
Y se quedó sin sentido enseñando a sus hijuelos el conjuro.
La chiquilla, al ver a su madre inmóvil, había salido a la carretera, aterrorizada por la soledad y el silencio, y, temiendo siempre que aquellos hombres malos la matasen, había salido al paso del tanque extendiendo su manecita como le había recomendado su madre.
Bigornia cargó con los chiquillos y volvió al tanque con la madre apoyada en su brazo. Hizo una camita a la chiquilla entre los soportes de una ametralladora, colocó a la madre a su lado junto al volante y le puso en el regazo al pequeñuelo.
—Echa la cabeza en mi hombro y duérmete —le recomendó.
La pobre mujer le obedeció, y Bigornia sintió en su piel desnuda y febril la caricia de aquella cara fina y fría como si fuese de cera.
Caía la tarde, y el campo calcinado se oreaba con la brisa que penetraba también por la visera del tanque refrescando el estrecho recinto. Bigornia rebuscó en su morral de campaña y encontró unos pedazos de pan que repartió entre la madre y los chiquillos, que poco a poco revivían y le sonreían agradecidos. Cuando, después de diez o doce kilómetros de soledad, llegaron al primer pueblo encontraron al fin los restos dispersos de las milicias que los oficiales y los comisarios políticos intentaban reagrupar después de la derrota, para establecer una nueva línea de resistencia. Bigornia detuvo el tanque en la plaza misma del pueblo en la que hervía una multitud abigarrada y nerviosa. Los milicianos que venían huyendo se mezclaban con los campesinos refugiados y con los nuevos contingentes de milicias que, ante las alarmantes noticias del fracaso, habían sido enviados a toda prisa desde Madrid para contener la desbandada.
Delante de toda aquella gente, Bigornia salió del tanque y, encarándose con los grupos de milicianos que le cercaban curiosos, les gritó:
—¡Cobardes! ¡Cobardes!
Cogió al que tenía más cerca echándole la garra al pecho, lo atrajo hacia sí, le escupió en la cara. «¡Cobarde!», y lo tiró de un manotazo como si fuese un guiñapo. Le abrieron calle y, sin volver la cabeza, echó a andar con su paso de ogro. La mujer le seguía subyugada llevando a rastras a sus hijuelos.
Un hombre joven le salió al paso.
—¿Qué es esto, Bigornia? ¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?
Era Luis, el comunista del cuartel de la Montaña. En el pecho y en el gorrillo de cuartel lucía las tres estrellas de comandante. Bigornia le miró de arriba abajo.
—¿Qué adónde voy? ¡A mi casa! ¡A esperar allí a los fascistas! ¡Aquí no hay más que cobardes! ¡Cobardes! ¡Cobardes!
* * *
Se metió en su casucha del arrabal y no quiso saber más de la guerra ni de la revolución. Rodeado de su mujer y de sus doce o catorce hijos, rumiaba entristecido la derrota encerrándose en un desesperado mutismo. Se había llevado consigo a Isabel, la mujer aquella que se encontró en la retirada, y a los dos pequeñuelos que tenía. Antonia, la mujer de Bigornia, recibió bien a los niños y mal a la madre. Su instinto le hacía adivinar que aquella intrusa era peligrosa a pesar de su aire compungido y de su ánimo angustiado.
Isabel, cuando estalló la rebelión militar, vivía en un pueblecito de Extremadura con su marido, joven artesano que en los primeros días de la guerra dejó a su mujer y a sus hijos y salió alegremente con una tropilla de milicianos mal armados a cortar el paso de los rebeldes. No volvió a saber de él. Algunos paisanos suyos sabían que había estado en Badajoz, y a espaldas de ella hasta aseguraban que fue uno de los que cayeron en la horrenda matanza que hicieron los fascistas en la plaza de toros de aquella ciudad. Pero a ella nunca hubo quien le dijese nada, y así vivía desde hacía ya cuatro meses con la angustia y la ilusión de saber algo de aquel hombre querido que el primer viento de la guerra le había arrebatado. Tuvo que abandonar su casa cuando avanzaron los fascistas, y así, de pueblo en pueblo, aspada, perseguida siempre por el horror de la guerra, había llegado huyendo hasta aquella hondonada al borde del camino de donde la recogió Bigornia.
Antonia, con esa solidaridad que los humildes sienten siempre ante el infortunio, se resignó a tener a la intrusa en su casa y a compartir con ella el pan y el techo, aunque sin desechar del todo el recelo que le producía la presencia de aquella mujer joven a la que la misma tristeza daba un fuerte atractivo. Su hombre, además, a despecho del encono y la rabia con que devoraba silenciosamente la derrota, sentía por aquella mujer una inclinación que por leve que fuese y por muy enmascarada con palabrotas y malos modales que estuviera, no podía pasar inadvertida a la sagacidad de Antonia. Le daba cierta confianza, sin embargo, la soberana indiferencia de la intrusa para con su marido. Aquella mujer joven, separada violentamente de un hombre joven como ella, desaparecido hacía pocas semanas con la aureola del héroe, miraba, en efecto, al viejo Bigornia con gratitud, con miedo, con afecto, es posible, pero sin sentir por él la menor inclinación. Antonia, con ese desmesurado concepto que de sus hombres tienen las mujeres enamoradas, no se explicaba cómo era posible que una mujer débil y afectuosa sintiese un desdén tan absoluto por su marido. Estaba resignadamente habituada a verle hacer presa fácilmente con la garra de su vitalidad exuberante. Pero Bigornia, después de la derrota, había perdido aquella gran fuerza de su indomable voluntad, aquel instinto jamás aherrojado, aquella vitalidad caudalosa que toda una existencia de lucha no había conseguido amenguar. Había llegado al lindero de la vejez en toda la pujanza de su ser indomeñable. Por eso había sido hasta entonces aquel ogro jovial que, a despecho de su madurez, ejercía fuerte atracción sobre las mujeres. Pero por primera vez se sentía vencido, viejo al fin.
Una morbosa ternura por aquella extraña, un sentimiento blando y suave que nunca había experimentado antes le hacían andar desconfiado, temeroso de que se trasluciese aquella su íntima debilidad que como una tara procuraba ocultar con sus brusquedades. Aquella interior flaqueza, aquella súbita ruina de su vitalidad, hasta entonces invicta, era la razón biológica de que Isabel permaneciese a su lado insensible al efecto con que él procuraba envolverla, fría, distante, herméticamente encerrada en el culto a aquel otro hombre joven que el ogro viejo y enternecido no conseguiría desterrar jamás.
Antonia, la esposa, advertía todo aquello confusamente, y su orgullo de mujer enamorada le hacía reaccionar desesperadamente contra aquel desdén insufrible de la intrusa en la que ella misma, de una manera subconsciente, procuraba despertar una inclinación cuya inexistencia consideraba en el fondo como más insufrible agravio que el de la misma infidelidad.
Mientras el viejo Bigornia, encerrado en su tallercito, rumiaba silenciosamente su íntima derrota, que él vinculaba al fracaso de la causa del pueblo, las dos mujeres junto al hogar hablaban de él horas y horas, y poco a poco la esposa celosa iba transmitiendo a la intrusa su devoción por aquel hombre extraordinario.
Bigornia, huraño y triste en su rincón, sentía por primera vez el torcedor del vencimiento. Alguna vez los camaradas fueron a buscarle. La guerra seguía. El ejército rebelde estaba a las puertas de Madrid, pero aún había esperanzas.
—Aquí me encontrarán cuando les dejéis entrar —replicaba Bigornia—. Yo no defenderé más que esto, mi casa, mi mujer, mis hijos. Entonces veremos si vosotros sabéis defender lo vuestro como yo lo mío. ¡No voy a ninguna parte con cobardes!
Y les despedía malhumorado con el anhelo de quedarse a solas con aquella mórbida sensación de su ternura nueva.
—¡Bigornia se ha hecho reaccionario y burgués! —decían los camaradas cuando salían.
—Es que está viejo —apuntaba alguno—. ¡Los viejos no valen para nada!
Un día fue a verle el comandante Luis, aquel joven comunista que entró con él en el cuartel de la Montaña y estuvo también en la derrota de Extremadura. Habló con Bigornia y se lo dijo en su cara.
—Es que estás viejo, Bigornia.
—Allá veremos si tú defiendes lo tuyo con tanto coraje como yo lo mío cuando llegue la hora.
—Lo mío; lo que yo tengo que defender, no es mi casa, sino la revolución —contestó petulante el comunista.
Bigornia se exaltó.
—¿Cómo vais a defenderla? ¿Con qué? ¿Con esos cañones que no tiran, esos aviones que no vuelan y esos tanques que no andan? ¿Con quién? ¿Con esos obreros y esos campesinos que tienen miedo y huyen ante el enemigo? ¿Con esos revolucionarios que corren como gamos apenas aparecen cuatro moros?
—No busques pretextos ni excusas a tu falta de coraje, Bigornia —le replicó el comunista—; hay hombres y hay material. Los que habían de correr ya han corrido cuanto querían. Armas, cañones, tanques, aviones, tenemos al fin. Rusia, la patria del proletariado, nos manda cuanto necesitamos.
Siguieron hablando. El comandante Luis había ido a buscarle porque habían desembarcado en Valencia centenares de tanques modernísimos enviados por Rusia y, aunque venían pilotados por mecánicos rusos, era necesario que los españoles les sustituyeran. Hacían falta hombres como él, expertos y valientes, que se encargasen del nuevo material. Bigornia se dejó subyugar. Iría a conducir un tanque ruso.
Aceptó sólo por la íntima satisfacción de acercarse bromeando al rincón del hogar donde cuchicheaban las dos mujeres y conmoverlas diciéndoles con aire jovial: «Me voy». ¿Era aquella mirada de admiración que brilló en los ojos de Isabel lo único que buscaba? ¿Era aquel complejo de inferioridad que ante la intrusa sentía lo que le había arrastrado a tomar la heroica e insensata resolución?, íntimamente se sentía de antemano vencido. Sabía que no triunfaría en el empeño, sentía que le faltaba el brío, la fe que obra los milagros y protege a los héroes, el fuego interior «que todo lo abrasa». Iba conscientemente al sacrificio. ¿Por qué?
Su vieja fe en el pueblo la había perdido para siempre en Extremadura, viendo a los obreros y a los campesinos armados huir como borregos delante del ejército. Sus utopías anarquistas se esfumaron en el momento mismo en que sintió por primera vez en su vida el deseo de ser un déspota con fuerza bastante para fusilar en masa a los millares de milicianos que se negaban a batirse. Si alguna ilusión libertaria le quedaba, el contacto con los militares rusos acabó de desvanecerla. Durante los días que estuvo en el campamento donde los oficiales y los mecánicos del Ejército Rojo adiestraban a los proletarios españoles en el manejo de los tanques, sintió cien veces el anhelo de rebelarse contra aquella disciplina de hierro que los comandantes rusos imponían con tan inhumana frialdad. Viejo, vencido, desconcertado, se sometió por primera vez en su vida a la presión autoritaria que ejercían los militares rusos sobre los proletarios españoles. Aprendió rápidamente el manejo de los modernos tanques, obedeciendo como un autómata a las imperiosas voces de mando de los oficiales. Cuando estuvo dispuesta para incorporarse al frente la primera expedición, se ofreció voluntariamente a ir en ella como conductor. El suboficial ruso que debía ir en el tanque a que le destinaron no se mostraba muy conforme. Bigornia se dio cuenta de que el ruso en su lengua le rechazaba.
—¿Qué dice de mí? —preguntó al intérprete.
—Dice que prefiere ir a batirse en compañía de un hombre joven.
—Dile —replicó Bigornia— que suba al tanque y que se calle. Todavía no sé yo si los jóvenes de Rusia saben batirse como los viejos de España. Y quiero verlo.
Se encaró con el suboficial ruso y dejándole caer la manaza sobre el hombro le desafió:
—Vamos a ir juntos, galán. Yo conduzco y tú mandas. Si hemos de avanzar por el campo enemigo no pases cuidado. Yo pienso seguir adelante hasta que tú tengas miedo. Cuando lo tengas, cuando no te atrevas a seguir adelante, me lo pides y entonces volvemos. ¡Antes no! ¡Cuándo tú tengas miedo! ¿Te enteras?
Se volvió hacia el intérprete y le pidió:
—Anda, tradúcele bien esto.
Y se alejó desdeñoso.
La primera sección de tanques rusos que entraba en campaña se puso en marcha aquella misma tarde. Al anochecer desfilaban los tanques por las calles de Madrid rodeados por una multitud que los aclamaba con un entusiasmo delirante. Bigornia iba al volante de uno de ellos, y el suboficial ruso que le acompañaba sacaba el cuerpo fuera de la torreta de combate y levantando los puños cerrados por encima de su cabeza saludaba triunfalmente a la multitud. Bigornia había recobrado su buen humor, su gran aire de ogro jovial. El suboficial ruso le había dicho que se llamaba Iván, y Bigornia se divertía llamándole paternalmente Juanito. Mientras hacía evolucionar el tanque por las calles de Madrid en medio de la muchedumbre que les aclamaba, se volvía de vez en cuando al ruso, que seguía con el cuerpo fuera de la torreta, y le decía:
—Anda, Juanito, no te exhibas más, que presumes como un torero.
Y se reía con toda su alma de la pueril vanidad de aquel muchacho que había venido desde tan lejos dispuesto a hacerse matar por aquellas gentes extrañas con las que no tenía más signo de inteligencia que aquel ademán de levantar amenazadoramente el puño.
Los tanques rusos no eran como aquellos viejos artefactos que tenía el ejército español. Caminando a cuarenta kilómetros por hora salieron de Madrid antes de que amaneciese, y apenas era de día cuando ya estaban alineados en el frente establecido en aquel sector a unos treinta kilómetros de los arrabales de la capital. Se dio la orden de ataque, y los tanques partieron con una marcha regular y avanzaron guardando las distancias entre ellos con matemática exactitud. Tras ellos debían ir las columnas de milicianos. En la primera etapa del avance, el enemigo, desconcertado por la aparición inesperada de la fila de tanques, abandonó sus posiciones, que fueron ocupadas por la infantería leal. El frente rebelde había sido perforado. Se dio la orden de continuar el avance para envolver a los grupos rebeldes que se habían hecho fuertes en las posiciones rebasadas por los tanques, en las que se quedaban aislados, pero ya entonces los núcleos enemigos, batiéndose a la desesperada, hacían un fuego mortífero contra los asaltantes. Los tanques seguían su avance sin encontrar enemigo que les hiciese frente, pero las guerrillas de milicianos, barridas por el fuego de las ametralladoras rebeldes, sufrían tantas bajas que los hombres comenzaron a flaquear y a quedarse aplastados en los accidentes del terreno. Tras el tanque que conducía Bigornia iba una compañía mandada por el comandante Luis: a medida que avanzaba, aquella tropa iba quedándose en cuadro. Ya era sólo una patrulla de treinta o cuarenta milicianos cuando unas ráfagas de ametralladoras que venían del flanco derecho decidieron a los pocos valientes que hasta allí habían llegado a tirarse a tierra. El comandante Luis, furioso, acosaba inútilmente a sus hombres para que continuasen el avance. Desesperado al ver que no podía moverlos, echó a andar, solo detrás del tanque, con la esperanza de que el ejemplo levantase el espíritu de sus hombres y les arrancase. No lo logró. Solo le dejaron ir a pecho descubierto, y era tal su rabia que solo siguió avanzando. Bigornia y el suboficial ruso desde el tanque le veían marchar tras ellos y se maravillaban del heroísmo y la insensatez de aquel hombre.
—¡Aprende, Juanito, aprende! —gritaba Bigornia al ruso.
Los tanques habían recibido la orden de avanzar hasta alcanzar determinados objetivos y, no obstante la defección de los milicianos, el ruso y Bigornia decidieron seguir adelante hasta llegar al lugar que se les había designado como límite máximo de la operación. Tras ellos, a unos trescientos metros, seguía la figurilla del comandante Luis.
—¡Está loco! ¡Está loco! —decía Bigornia sintiendo cómo las balas del enemigo se aplastaban contra la coraza de acero del tanque.
Se detuvieron y le hicieron señas para que se acercase con el designio de recogerlo, único modo de salvarle la vida. El comandante Luis con el cuerpo doblado hacia tierra se acercaba bajo un diluvio de balas. Estaba ya a pocos metros del tanque cuando se le vio alzarse súbitamente, levantar los brazos y desplomarse. Bigornia saltó a tierra, corrió hacia él, se lo echó al hombro y lo metió en el tanque. Tenía un balazo en el pecho.
Reanudaron la marcha. Bigornia, sin volverse para consultar al ruso, seguía poniendo proa al enemigo. A derecha e izquierda iban dejando posiciones guarnecidas por tropas enemigas que les ametrallaban. Mientras el ruso consultaba fríamente sus instrucciones y el itinerario de la operación, Bigornia seguía atento al volante y al camino. Cuando los ojos de uno y otro se encontraban, Bigornia se sonreía con su bocaza de ogro jovial y preguntaba al ruso:
—¿Qué? ¿Estás contento, Juanito?
—Da; da. Jaracho! —repetía el ruso impasible. Llegaron a un caserío que el ruso tenía marcado en su itinerario con una crucecita.
—Stoit! —ordenó.
—¿Qué? ¿Tienes miedo, Juanito? —le preguntó sarcásticamente Bigornia—. Podíamos seguir adelante…
—Stoit! —repitió el ruso secamente.
—Como tú quieras, Juanito —replicó Bigornia alzándose de hombros despectivamente.
Abrió la portezuela del tanque y salió. El caserío estaba abandonado.
—Esos cochinos fascistas —gruñó Bigornia— han llegado corriendo hasta Sevilla.
Se acercó al comandante Luis, que yacía desangrándose en un rincón del tanque. Aún estaba vivo. Le descubrió la herida, se la taponó con algodón y le vendó.
—¡Sería una lástima que se muriese! ¡De éstos hay pocos! —fue su único comentario.
El ruso dio la orden de retirada después de hacer varias comprobaciones. Los milicianos no les habían secundado, pero ellos habían alcanzado su objetivo.
Al regreso, los núcleos rebeldes que habían seguido resistiendo en las posiciones de los flancos les hostilizaron con mayor intensidad. Pero el tanque ruso era una maravilla: ligero, seguro, invulnerable, pasaba indemne a cuarenta kilómetros por las zonas más furiosamente batidas. Cerca ya de las líneas republicanas decreció el tiroteo. Entraron en una cañada dominada por un pueblecito que se alzaba sobre un cerro y comprobaron que el enemigo había abandonado aquel paraje en el que no había manera de defenderse contra el fuego que desde el pueblo podían hacer los leales.
Al pueblo se encaminaron para juntarse con ellos. Subió el tanque el repecho, y cuando llegaba a la entrada del pueblo le salió al paso un oficial envuelto en el sultán encarnado de las tropas marroquíes. Bigornia había levantado la visera del tanque y el ruso iba con el cuerpo fuera de la torreta, creyéndose que estaba ya en territorio leal. Cuando vio al oficial juntar los talones y llevarse la mano a la visera de la gorra, Bigornia no tuvo tiempo más que para echar la plancha de protección.
El oficial, al ver aquel tanque que venía confiadamente del lado del ejército fascista, creyó que era un refuerzo que le enviaba el mando y saludó al suboficial ruso levantando la mano a la romana.
—Vienen ustedes oportunamente —les dijo—. La batería que hemos emplazado aquí está castigando duramente al enemigo, pero sólo los tanques pueden desalojar rápidamente a esos bandidos rojos.
El ruso desde la torreta del tanque le miraba sin entenderle.
El oficial, extrañado, le preguntó:
—¿No me entiendes? ¿Eres italiano?
—Da, da —replicó el ruso.
Receloso, el oficial le ordenó:
—Salid del tanque.
El ruso entró en la torreta y Bigornia evolucionó como si fuese a colocar el tanque al borde del camino. Lo que hizo fue ponerse en posición de abrir fuego. El ruso, que había comprendido lo que ocurría, cerró rápidamente la torre de combate, se precipitó a la ametralladora y comenzó a disparar. Cayeron en pocos segundos el oficial y los soldados que le rodeaban. Manejado con sorprendente movilidad por Bigornia, dio el tanque dos o tres vueltas por el pueblo segando a los grupos de fascistas que se arremolinaban desconcertados. En una plazoleta escondida descubrieron tres cañones que hacían fuego contra las posiciones republicanas. El tanque avanzó vomitando metralla, abatió a los servidores de las piezas y embistió a los cañones desmontándolos y triturando cuanto encontraba a su paso. Una y otra vez, Bigornia, con una furia salvaje, pasaba sobre los restos de la batería, los armones, las cajas de municiones y los cuerpos de los fascistas, mientras el ruso mantenía en torno suyo el círculo de fuego de sus ametralladoras. Luego, avanzaron por una de las calles del pueblo. Una de las cadenas de tracción de la oruga se enganchó en un guardacantón y el tanque quedó inmovilizado. Bigornia forzaba el motor inútilmente dando marcha atrás y adelante sin resultado. Los grupos de facciosos fugitivos, al darse cuenta de lo que ocurría, intentaron acercarse, pero el suboficial ruso los tenía a raya disparando constantemente sobre ellos. Entonces, los fascistas se corrieron por los tejados de las casas y desde uno de ellos, cuyo alero caía exactamente sobre el tanque encallejonado, volcaron un bidón de gasolina y le prendieron fuego. En aquel instante, Bigornia, con las ansias de la desesperación, conseguía al fin desatrancar el tanque y reanudar la marcha.
Cuando logró salir al campo abierto las llamas envolvían el artefacto. Pisó el acelerador, y el viento avivó las llamas convirtiendo el tanque en una gran antorcha. El ruso seguía disparando la ametralladora; Bigornia se envolvió en una manta que llevaba debajo del asiento y, encogido, con los ojos cerrados y la cabeza tapada, echó por la cuesta abajo en dirección a las líneas leales. De vez en cuando se destapaba un instante para ver el camino y a través de la cortina roja que le pasaba por delante de los ojos veía a lo lejos fugazmente las lomas pardas donde debían de estar atrincherados los republicanos. ¿Llegaría hasta allí con vida? Sentía en todo el cuerpo las mordeduras terribles del fuego, el aire le faltaba por instantes y temía de un momento a otro perder el conocimiento. Corrió, corrió enloquecido. El viento, cuando aumentaba la velocidad, echaba hacia atrás la llama viva que les envolvía. La manta de lana en que se había envuelto ardía poco a poco requemándole la piel, que sentía írsele desprendiendo en jirones cada vez que se movía. No pudo más. Pisó por última vez el acelerador con la crispadura de la muerte, y el tanque, después de dar unos terribles bandazos, fue a quedarse empotrado en una zanja.
Cuando acudieron los milicianos el fuego se había extinguido. Sacaron del interior del tanque dos cadáveres casi carbonizados, el del suboficial ruso y el del comandante Luis.
Del volante arrancaron también, dejándole adherida la piel de las manos, una forma humana tumefacta y monstruosa que aún daba señales de vida: Bigornia.
Lo transportaron a un hospital de Madrid, donde intentaron vanamente asistirle. Era imposible que subsistiera. Aquel monstruo que era una llaga viva envuelta piadosamente en copiosos vendajes vivió todavía unas horas.
Sucumbió sintiendo llorar a ambos lados de su cama a dos pobres mujeres.

 

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Manuel Chaves Nogales. 1937.

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