domingo, 18 de octubre de 2020

Jamón en escabeche. Hipólito G. Navarro.

Una historia pequeña debe necesariamente estar formada por una anécdota mínima con un gancho fuerte en la primera línea, un desarrollo posterior de dos o tres líneas a lo sumo, y otra línea ya más corta para cerrar con un portazo una sugerencia apenas dibujada.


A mí la historia pequeña que se me apetece ahora tendría que partir de un gancho clavado firmemente en el techo de la cocina, lo suficientemente agarrado como para soportar el peso de un buen jamón que habré comprado para sorprender a la parienta con un manjar no muy habitual en nuestra economía, continuar la pequeña historia con un taburete para colgar la pieza impresionante a una altura lo suficiente como para que sea un fastidio rebanar las lonchas y que el asunto nos dure un tiempecito, y procurarme un cuchillo bien afilado para separar las partes de tocino y catar en principio la calidad de curación de este arrebato. Luego, en una desesperación del paladar recién nacido a la abundancia y a la gula, abusar de las capacidades de mis tripas devorando la mitad del artefacto sin esperar a la parienta, que el jamón comido así como a escondidas sabe más y se cuela livianito como un caldo de gazpacho introductorio a las siestas del verano, y realizar una parada para el trago de cerveza cotidiana antes de atacar la cara oculta con ansias renovadas y la firme determinación de exterminar en diez minutos lo que aunque ya es medio jamón puede ser un argumento completísimo de bronca con la Ignacia, que vendrá reventada de apañar aceitunas para encima verme a mí vagueando en lo alto de un taburete agarrado ya tan sólo de una cuerda y limpiándome las grasas delatoras en la bocamanga del abrigo, que para entonces el hueso ya lo habré escondido en la alacena y habré terminado la faena farragosa de construir el lazo que me sirva de corbata, rodeándome el pescuezo con el aroma intenso todavía del jamoncito, antes de darle la patada definitiva al taburete que termine de una vez por todas con esta digestión tan indigesta.


Me apetecería una historia así de pequeñita, pero como no está el horno para bollos, con la Ignacia deslomada a la sombra de los olivos recogiendo los sustentos, me conformo con el culebrón de una historia más larga, con este carajo de lata de sardinas que no se quiere abrir y mira que ya tengo abierto el pan hace media hora y la cerveza sin espuma, que ya tengo claro que una tarde más me la tendré que beber sosa y sin fuerza por culpa de esta afición desmesurada y por obligación del escabeche, con lo bueno que estaría este bocadillo repleto de las lonchas de la otra historia, rebanadas con delicadeza de un jamón colgado en un gancho que pertenece a ésta y que me mira desde el techo cada tarde manejar peor el abrelatas.


Los tigres albinos, 2000.

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