Una historia pequeña debe
necesariamente estar formada por una anécdota mínima con un gancho
fuerte en la primera línea, un desarrollo posterior de dos o tres
líneas a lo sumo, y otra línea ya más corta para cerrar con un
portazo una sugerencia apenas dibujada.
A
mí la historia pequeña que se me apetece ahora tendría que partir
de un gancho clavado firmemente en el techo de la cocina, lo
suficientemente agarrado como para soportar el peso de un buen jamón
que habré comprado para sorprender a la parienta con un manjar no
muy habitual en nuestra economía, continuar la pequeña historia con
un taburete para colgar la pieza impresionante a una altura lo
suficiente como para que sea un fastidio rebanar las lonchas y que el
asunto nos dure un tiempecito, y procurarme un cuchillo bien afilado
para separar las partes de tocino y catar en principio la calidad de
curación de este arrebato. Luego, en una desesperación del paladar
recién nacido a la abundancia y a la gula, abusar de las capacidades
de mis tripas devorando la mitad del artefacto sin esperar a la
parienta, que el jamón comido así como a escondidas sabe más y se
cuela livianito como un caldo de gazpacho introductorio a las siestas
del verano, y realizar una parada para el trago de cerveza cotidiana
antes de atacar la cara oculta con ansias renovadas y la firme
determinación de exterminar en diez minutos lo que aunque ya es
medio jamón puede ser un argumento completísimo de bronca con la
Ignacia, que vendrá reventada de apañar aceitunas para encima verme
a mí vagueando en lo alto de un taburete agarrado ya tan sólo de
una cuerda y limpiándome las grasas delatoras en la bocamanga del
abrigo, que para entonces el hueso ya lo habré escondido en la
alacena y habré terminado la faena farragosa de construir el lazo
que me sirva de corbata, rodeándome el pescuezo con el aroma intenso
todavía del jamoncito, antes de darle la patada definitiva al
taburete que termine de una vez por todas con esta digestión tan
indigesta.
Me
apetecería una historia así de pequeñita, pero como no está el
horno para bollos, con la Ignacia deslomada a la sombra de los olivos
recogiendo los sustentos, me conformo con el culebrón de una
historia más larga, con este carajo de lata de sardinas que no se
quiere abrir y mira que ya tengo abierto el pan hace media hora y la
cerveza sin espuma, que ya tengo claro que una tarde más me la
tendré que beber sosa y sin fuerza por culpa de esta afición
desmesurada y por obligación del escabeche, con lo bueno que estaría
este bocadillo repleto de las lonchas de la otra historia, rebanadas
con delicadeza de un jamón colgado en un gancho que pertenece a ésta
y que me mira desde el techo cada tarde manejar peor el abrelatas.
Los tigres albinos, 2000.
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