lunes, 5 de octubre de 2020

Historia de la intrusa. Eduardo Galeano.

 Y al séptimo día, Dios descansó.
Y recuperó la plenitud de su energía.
Y al octavo día, la creó.
(Génesis, 2.1)


Viniste por el río, en la noche de tu boda. Todo el pueblo estaba de boca abierta en el muelle, cuando llegaste desde la oscuridad, erguida sobre la espuma. Las salpicaduras del agua te habían pegado al cuerpo la túnica blanca, y una diadema de cocuyos vivos te encendía la cara.
Lucho Cabalgante te había cambiado por seis vacas, que eran todo lo que tenía, para que tu hermosura le sanara el cuerpo agraviado por la soledad y humillado por los años.
La noche fue fiesta. Y al amanecer, bajo una lluvia de arroz, la balsa dio cuatro vueltas en el río y ustedes se alejaron, perseguidos por los adioses de las guitarras y las maracas.


A la noche siguiente, la balsa volvió. Venías parada. Lucho Cabalgante, tendido cuan largo era.
Lucho había muerto sin tocarte, mientras la túnica blanca se deslizaba lentamente a lo largo de tu cuerpo y caía, hecha un ovillo, a tus pies. Mirándote, le había estallado el pecho.
Lo velaran tapado, porque estaba todo violeta y con la lengua salida. Y durante la vela, los dos hermanos de Lucho se acuchillaron entre sí, disputándote en herencia, hembra sola, invicta y viuda. Hubo que abrir tres tumbas.


Te quedaste en el pueblo.
El padre de los difuntos no te perdía pisada. Desde la orilla, el viejo Cabalgante te perseguía con sus prismáticos, mientras hacías cantar los remolinos: al amanecer, girabas en el agua tu remo de pala ancha y una música ronquita brotaba de la espuma. Tu cantío de las pompas del agua era más poderoso que la campana de la iglesia. La canoa danzaba, los peces acudían y todos los hombres despertaban.
En el mercado, cambiabas sábalos y róbalos por mangos y piñas y aceite de palma. El viejo te andaba atrás, malandando su reuma, espiándote los pasos. Y cuando te tendías en la hamaca, te espiaba los sueños.
El viejo no comía ni dormía. Desangrado por los celos, torbellino de mosquitos que lo mordían día y noche, fue perdiendo su carne y su aliento. Y cuando no quedó de él nada más que un puñado de huesos mudos, lo enterraron junto a sus hijos.


No usabas vestidos de la Casa París, ni pulseras, ni aretes, ni anillos, ni un broche siquiera para tu largo pelo negro, siempre brilloso de baños de cepa de plátano. Pero cada vez que pasabas cerca, Escolástico, que era paralítico, pegaba un brinco. Allá ibas navegando por las calles del pueblo, invulnerable al polvo y al barro, y Escolástico sentía que el destino lo llamaba a gritos y a gritos le mandaba entrar en tu cuerpo y allí quedarse por todos los días de los años que tuviera su vida.
—¿Qué hago yo aquí, fuera de ella?—se atormentaba Escolástico, hasta que una mañana, cuando te vio pasar, abandonó de un salto su silla de ruedas y corriendo pereció, atropellado por una bicicleta.


Cuando había marea alta, el río le llegaba al pecho: Fortunato era capaz de hundir cualquier barco con un brazo, y con dos lo reflotaba. Insaciable devorador de peces crudos y mujeres frescas, aquél sansón alardeaba:
—Mi espada de mango peludo sólo hace hijos machos.
Un rayo lo aniquiló, cuando iba a pegarte el zarpazo. El rayo, que cayó del cielo sin nubes, sorprendió a Fortunato con su espada tiesa y sus brazos estirados, a la orilla de la hamaca donde dormías; pero seguiste durmiendo serenamente, sin enterarte de nada, y de Fortunato no nos quedó más que un tronquito de carbón erizado en tres puntas.


Llamados por tu fama de muy mujer, que se había regado por toda la costa del Pacífico, llegaron al pueblo un periodista y un fotógrafo del puerto de Buenaventura.
Era noche bailandera. Estabas girando en el aire, al centro de un ruedo de aplausos, quietos los hombros, meneando las caderas, zumba que te zumban aquellos pies tuyos o alas de colibrí, y en oleajes se alzaba la espuma de los encajes sobre tus muslos oscuros y radiantes. El periodista alcanzó a musitar:
Qué suerte tuve,
haber estado en el mundo,
haberla visto,
y ésas fueron sus últimas palabras.
El fotógrafo se volvió loco. Queriendo atrapar tu imagen de mujer alada, tierra y cielo, suelo y vuelo, quedó por siempre tartamudo y tembleque. Fotografiaba estatuas y le salían movidas.


El padre Jovlno sintió una ráfaga de olor a mar y te descubrió en las cercanías. Echó un manotón de tierra hacia adelante, pronunció sus conjuros haciendo la señal de la cruz y echó otro puñado de tierra hacia atrás. Cuando advirtió que venías hacia la iglesia, cerró la puerta con doble llave y tranca de fierro y madera.
—Padre—dijiste.
Él retrocedió, despavorido. En el altar, se abrazó a la cruz.
—Padre—repetiste, pegada a la puerta.
—¡Señor mío, no me abandones!—imploraba el sacerdote, transpirando a chorros, incendiado por los fuegos de su perdición.
Venías a confesarte. Te fuiste. Ibas llorando gotas de hierbabuena.


Al día siguiente, el padre Jovino se untó de barro bendito y se tiró al río, en la vuelta honda, atado al Cristo. Al rato, los sacaron a los dos. El cura estaba ahogado y Jesusito, que antes sudaba y sangraba y hacía guiñadas, se dejó de parpadear y ya no echaba agua ni sangre, ni hacía milagros.


Siempre las mujeres te habían mirado con el ceño fruncido. Desde que habías llegado al pueblo, la lluvia no llovía y los hombres trabajaban poco y morían mucho. Alguien había visto espuelas en tus sandalias y alguien te había visto envuelta en nube de azufre. Era público y notorio que el río hervía y humeaba donde tu navegabas, y los peces te perseguían agitando frenéticamente las aletas; y se sabía que una culebra te visitaba cada noche, deslizándose hacia tu hamaca desde la palma del techo, y te hacía el favor.
Todo el pueblo te condenaba, bruja desdeñosa, más fiestera que rezandera, por tus artes de encantamiento y hechicería o por la culpa de tu belleza imperdonable. Una noche te fuiste. En tu canoa, de pie sobre las aguas, te desvaneciste en la niebla.
Nadie te vio. Sólo yo te vi. Yo era muy niño, y ni te diste cuenta. Te veo todavía.


Palabras andantes, 1993.

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