domingo, 25 de octubre de 2020

El otro camino. José María Merino.

Two roads diverged in a yellow Word
And sorry I could not travel both
(En el bosque amarillo se bifurca el sendero
y siento no poder seguir los dos caminos).
ROBERT FROST


Para mis alumnos de Dartmouth College, otoño de 2007, Alina, CArolina, Chad, David, Gabriela, Jessica, Kevin y Marc


Me gustaba subir al lugar donde se encuentra la estatua sedente de Robert Frost, apoyarme a su lado en la roca, mirar su figura inmóvil con esa tabla sobre las rodillas que le sirve de escritorio, sujeta a un bastón campestre, mientras aparenta desilzar la punta de la estilográfica sobre una hoja de papel que también el bronce simula.
Desde esa cumbre modesta, donde parece condensarse la habitual quietud del campus, vislumbraba a través de los ramajes de los árboles la cercana cúpula del observatorio; las cristaleras del edificio donde se balancea sin cesar un péndulo de Foucault; las torres de la biblioteca Baker; un espacio abierto utilizado al parecer en verano para celebraciones al aire libre; el pacífico pero continuo movimiento humano por las sendas que llevan a los lugares académicos.
Esaba muy cerca el tocón, momificado por el metacrilato, que conmemora el más viejo árbol del College, ejemplar totémico destruído por un rayo a finales del siglo XIX, y del monumento que diez generaciones sucesivas de estudiantes fueron levantando desde 1885 hasta alcanzar la altura que había tenido el pino fulminado, una torre de la misma piedra grisácea, oscura, que compone el subsuelo del terreno. La torre, que recibió el nombre de Bartlett, tiene la forma de un cilindro estrecho y fino, rematado en lo alto por una caperuza verdosa, una puerta de hierro negra tras algunos escalones como entrada, y sugiere un escenario misterioso, apropiado pra cuentos góticos.
Era el principio de otoño y los bosques ofrecían esa multiplicidad colorista, a la vez jubilosa y melancólica, de las hojas en trance de caer, del amarillo al ocre pasando por el rojo entre matices de verde oscuro. También eran mis primeras semanas como profesor invitado, tenía pocas clases y bastante tiempo para leer y pasear, pero desde que uno de los profesores del departamento me había mostrado aquel paraje, muy próximo al edificio donde se hallaban mi despacho y mi aula, no dejaba de visitarlo antes de mis correspondientes clases. Otros colegas advirtieron mi costumbre, y un día una profesora, veterana ya en el College, me dijo con cierto tono jocoso que tuviese cuidado con ese lugar.
-Hace años, otro profesor visitante español que lo frecuentaba desapareció -añadió, como explicación.
-¿Otro profesor español? ¿Cómo que desapareció?
-Fue un caso muy extraño. El profesor Eduardo Souto, lingüista. Un día primaveral lo dejamos de ver y no hubo forma de volver a encontrarlo. Se piensa que se perdió en alguno de los bosques de la zona, pero aunque se intentó buscar su rastro con todos los medios posibles, jamás se lo pudo localizar, ni vivo ni muerto. Le gustaba mucho estar donde la estatua de Robert Frost.
La noticia me sacudió íntimamente, porque no sólo sabía quién era el profesor Eduardo Souto, sino que he sido alumno suyo, compañero de estudios de Celina Vallejo, que fue su pareja sentimental durante muchos años, y lector de algunos de sus ensayos sobre el sentido de la ficción como factor constitutivo de lo humano, y de la relación entre escritura y tiempo, y claro que había tenido noticia de su penosa desaparición mientras permanecía en alguna universidad norteamericana, pero cuando se produjo yo no estaba tampoco en España y no pude conocer los extremos exactos del caso, entre ellos que el lugar en el que había ocurrido el lamentable suceso resultaba ser, precisamente, la universidad donde yo me encontraba en aquellos momentos impartiendo un curso sobre el cuento literario.
En la soledad de aquellos días, un estilo de vida que me parecía reproducir el que debía de ser habitual en ciertos monasterios medievales, mucho estudio, rutinas sencillas y muy escasas diversiones, la historia de la desaparición del profesor Souto estimuló mi imaginación, y especulé sobre las diferentes formas en que habría podido producirse, ahogado en alguno de los muchos ríos y lagos que se dispersan por la comarca, devorado por un oso en el bosque, sepultado de repente bajo la copa de alguno de los grandes árboles que a menudo el viento desarraiga y derriba.
El caso es que mi evocación de Souto se hizo un poco obsesiva y un día, el director de la biblioteca, también español, me contó que aquella no ha bía sido la única desaparición de los anales del College, tras señalarme la fotografía de un hombre con pajarita, grandes patillas y fino cráneo exento de pelo colgada entre otras en la pared del edificio.
-Uno de mis antecesores en este puesto, Faustus Pilgrim, despareció en 1920, se supone que como consecuencia de la enorme nevada de aquel invierno, que debió alcanzarlo en algún punto sin posible refugio. Pilgrim fue un pionero en la afición al esquí y a las acampadas al aire libre. Y un erudito en aspectos curiosos del campus. Por ejemplo, tiene un estudio muy minucioso de los escritos de Barlett Tower.
-¿Los escritos de la torre? ¿Qué escritos son esos?
El bibliotecario me contó entonces que, tras la construcción de la torre y antes de su inauguración, se había forrado de madera el interior del muro, mediante una sucesión de tablas ensambladas donde estaban reproducidos fragmentos de piezas literarias en muchos idiomas.
-Faustus Pilgrim los analizó uno por uno y demostró que formaban un único texto, en el que se construye una ficción coherente, una especie de árbol de palabras escritas replicante del árbol real desaparecido.
Mostré mi interés por visitar el interior de Bartlett Tower, pero encontré dificultades. Al parecer, como consecuencia de un accidente grave ocurrido en el pasado y del que había sido víctima una alumna, la torre estaba clausurada desde hacía muchísimo tiempo, y solo una vez al año, cuando había terminado el invierno, entraba en ella el personal de mantenimiento a revisar las condiciones en que se conservaba. Pero el director de mi departamento me prometió que haría las gestiones necesarias para que yo pudiese vistarla.
Aprovechaba los fines de semana y el tiempo libre para hacer excursiones por los alrededores, visitaba los bosques y las riberas pero también las pequeñas poblaciones con sus casas de madera, donde las calabazas y otros adornos anunciaban la cercanía de la fiesta de Halloween, sus pequeñas iglesias de torre rematada por un pináculo piramidal, sus granjas y vetustas estaciones de ferrocarril. Y fue en una de aquellas excursiones cuando me enteré de que, antes de la de Pilgrim y de la de Souto, había habido otra curiosa desaparición.
Una joven profesora, hija de un escritor español amigo mío, me llévo un día a visitar un pequeño museo propiedad de una persona a quien ella conocía, instalado en el pueblecito donde confluyen los ríos White y Connectituc. Entre el precioso y artístico conjunto de objetos extraños, singulares o absurdos que componen la colección -"una imagen del universo", según el propietario-, hay una llave de hierro colocada en un expositor de cristal, ocupando lugar tan destacado que llama la atención, a pesar de ser una de las pocas cosas que no parece extravagante a primera vista.
-Es la lave de salida de Bartlett Tower -nos explicó.
-¿La llave de salida?
-Cuando lo cuento, la gente piensa que es una burla, pero la heredé de mi abuelo, a quien se la había dado su padre, que perteneció a una de las fraternidades que fueron levantando la torre y que aseguraba que la cerradura de la puerta de la torre requiere dos llaves, una para ser utilizada desde fuera y otra desde dentro.
-Pero ¿por qué esas precauciones? ¿Quién iba a encerrarse en un sitio tan angosto, que al parecer es una simple escalera de caracol?
-No lo sé. Mi abuelo decía que según su padre, la cerradura de la puerta necesita esta llave para poder ser abierta desde el interio. La conservo aquí por su rareza, precisamente. Además, hace años quise donársela a las autoridades del campus, pero parece que nadie se acuerda de ello ni le da importancia, y hasta pensaron que bromeaba.
Luego nos contó que tanto esa cerradura de las dos llaves, como las tablas con poemas y relatos que recorren el interior de los muros, fueron ideas de quien también diseñó el edificio, un tal Ira Adams, del que solamente nuestro anfitrió sabía algo por lo que su abuelo le había contado, pues tras participar con entusiasmo en la construcción de esa torre que, como cosa de estudiantes, se considera en el campus un monumento ante todo pintoresco, desapareció.
-¿Qué quiere decir que desapareció?
Puede entenderse que mi interés contuviese una alarma súbita, tras las noticias de cómo se habían esfumado el profesor Souto y el antiguo bibliotecario.
-Quiero decir que cuando se inauguró la torre debió de perder la atracción por este lugar y sin duda se marchó a otro sitio. Mi abuelo contaba que su padre y sus compaeñros se habían extrañado ante aquella forma de desaparecer de un día para otro, sin despedirse de nadie.
Nos mostró una fotografía de la época, bastante borrosa, de un grupo de jóvenes con gorros estudiantiles y utensilios de contrucción ante la torre a medio hacer. Junto al grupo había un tipo alto y flaco, con un gran libro en las manos, que no llevaba cubierta la cabeza, y su pelo relucía muy blanco.
-Este es mi bisabuelo y este es Ira Adams. Lo conocían como Adams el Albino. Tampoco sé si era una especie de constructor, pues por lo visto estuvo aquí durante los diez años que se emplearon en levantar la torre, pero su vinculación con el College no debía de ser muy seria, pues su nombre no ha quedado registado en ningún siitio.
Cuando nos despedimos, el hombre, que colabora también en un centro dedicado al cómic con el que está vinculada la profesora que me acompañaba, me regaló un llavero de metal conmemorativo del museo, una reproducción exacta de aquella llave peculiar, aunque pintada de color rojo.
-Una llave solo para salir, no para entrar. Un obsequio especial del museo para este amigo de Ana Merino -dijo el hombre, y le di las gracias antes de colocar en él los llavines de mi despacho y de mi apartamento, que tenía atadas con una simple cuerda.


La autorización para visitar la torre Barlett llegó pocos días despues y me acompañó uno de los vigilantes del campus que, cuando llegamos, abrió la puerta de goznes chirrinates, conectó las bombillas que iluminan el interior y me dijo que durante media hora más o menos la torre sería solo mía, pues él iba a recoger un vehículo en una zona cercana.
Por dentro, la torre da sensación de mayor amplitud que en su vista exterior. Comencé a subir las escaleras de madera, sujetas a un eje central de hierro y cubiertas de excrementos de aves, pero inmediatamente atrajo mi atención el friso colocado sobre la barandilla, que se alarga a lo largo del muro, una sucesión de planchas de madera, aunque bien barnizadas ya muy envejecidas por los años, con textos escritos sobre ellas.
En las lenguas que yo puedo entender o barruntar están reproducidos fragmentos de muchas historias: la de Caín y Abel, la del durmiente despertado, la de Jasón y los argonautas, la del capitán Ahab, la de Ulises, la de Rama y Jánuman, la del Ingenioso Hidalgo, la del asno de oro, la de los caballero de la Tabla Redonda, la del doctor Jekyll y mister Hyde, la de la dama del perrito, la de los amantes de Verona, la de Ana Karenina, la de Julian Sorel, la de Tom Sawyer, la de Emma Bovary, la del horror de Dunwich...
Innumerables partes y fragmentos de narraciones y de poemas, cuidadosamente manuscritos, revisten continuamente el muro, y mientras subía, deteniéndome a cada paso para identificar una palabra, un nombre, iba apoderándose de mí la confusa sensación de que aquel lugar por el que ascendía no formaba parte de los espacios físicos sino de los soñados.
Alcancé por fin el escalón que da salida a la estrecha plataforma cubierta por el tejadillo cónico, y pensé que a causa de la lluvia no me era posible distinguir sino muy borrosamente los alrededores de la torre, pero muy pronto comprendí que aquello no era lluvia, sino bruma, y mi sospecha de estar soñando se hizo muy temerosa cuando pude advertir que la plataforma superio de la supuesta torre estaba al ras del sulo, puesto que debajo de mí no había torre alguna sino que la escalera de caracol provenía de un espacio subterráneo. También pude advertir que en las inmediaciones había desaparecido el tocón momificado, y que junto a las grandes rocas tampoco se encontraba la escultura de Robert Frost, aunque tras la burma ciertas formas poco definidas recordaban los edificios habituales del campus. Mas enseguida el temor quedó sustituido por una especie de apática serenidad y eché a andar camino abajo, en un propósito de búsqueda que no podía racionalizar, siguiendo el rastro casi desvanecido de lo que era mi ruta familiar.
Pisaba un suelo al parecer firme, pero ahí concluía toda la solidez del lugar, pues las formas de los edificios eran también evidentes fantasmas, solo sombras evanescentes de sus figuras reales, y todo estaba silencioso y solitario, en una quietud que parecía exigirme también la inmovilidad y el reposo.
En las escaleras de la biblioteca encontré el primer bulto humano: un hombre sentado, los brazos demadejados a cada lado del cuerpo, cuya cabeza pelada y enormes patillas me recordaron la fotografía de aquel Faustus Pilgrim que el bibliotecario me había mostrado. Me acerqué a él y comprobé que su inmovilidad era absoluta, aunque mantenía abiertos unos ojos que no pestañeaban, y musitaba en voz muy baja una melopea lenta e ininteligible con cierto ritmo y soniquete poético. Le hablé, descubriendo que tenía que hacer un esfuerzo por formar las palabras, pero no me oía.
Cuando estuve seguro de que no podría sacarlo de su abstracción continué andando, aunque me encontraba cada vez más cansado, como aplastado por un peso invisible que quería obligarme a que me detuviese. Descubrí la figura alta y flaca de Adams el Albino al otro lado de la plaza, sentado en uno de los bancos de madera, muy cerca del espacio que recordaba vagamante la calzada. Estaba también inmóvil, con las manos en los bolsillos y la cara vuelta hacia el cielo, de sus labios surgía una especie de salmodia interminable que no pude entender, y tampoco mis intentos por sacarlo de su estupefacción, sin embargo tan costosos para mí, tuvieron éxito.
A partir de aquel punto, los fantasmas de los edificios daban paso al fantasma del bosque de manera abrupta, como si la mayor parte del espacio urbano se hubiese desvanecido. Había el atisbo de un camino cubierto de desdibujadas hojas secas y lo fui recorriendo cada vez con mayor esfuerzo, hasta encontrar al profesor Souto sentado en el suelo, con la espalda apoyada en uno de aquellos troncos espectrales. Yo sabía que tenía que intentar salir cuando antes de aquel espacio cada vez más aniquilador de mi voluntad y de mi conciencia, y articulando muy penosamente las palabras me propuse llamar su atención.
-¡Profesor Souto! ¡Profesor Souto! ¡Levántese, tenemos que salir de aquí!
No estaba tan ensimismado como los otros dos, pues tras unos momentos de vidente perplejidad, me miró.
-Sin tiempo -repuso, también como si le costase mucho pronunciar cada palabra, pero con tono de admiración-. El lugar sin tiempo.
Aunque mi tacto casi no sentía su volumen conseguí que se alzase, y tras orientar nuestra marcha caminé arrastrándolo, avanzando los dos como borrachos tambaleantes. Pero el profesor Souto no pierde sus impulsos pedagógicos en ninguna circunstancia, y continuaba hablando ronca y dificultosamente.
-La palabra escrita prosibilita dos caminos, el que conduce a los ámbitos del tiempo fugitivo y el que lleva a los lugares del tiempo detenido. Este es el corazón de la ficción.
Yo apenas podía entenderlo, pues todo mi empeño estaba en conseguir llegar al lugar de la torre y de la escalera antes de que nuestras fuerzas nos abandonasen del todo y quedásemos postrados en la inmovilidad. Nos fuimos desplazando poco a poco hasta pasar de nuevo junto al albino Ira Adams y más tarde frente al patilludo Faustus Pilgrim.
Luego he podido verificar que el oscuro discurso del profesor Souto reproducía el arranque de uno de sus ensayos: La palabra escrita posibilita dos caminos, el que conduce a los ámbitos del tiempo, al ir materializando memoria y por lo tanto historia, y el que lleva a los lugares sin tiempo, del tiempo inmóvil o detenido. La lectura de un mito clásico, mientras nos permite comprender la dimensión temporal que nos separa de él, nos devuelve paradójicamente al momento de su escritura y al de la lectura de cuantos nos han precedido, consiguiento detener el tiempo, vencer milagrosamente ese fluir irreversible... Pero entonces mi único objetivo era conseguir llegar al punto de la torre.
Cuando al fin lo logré, descendimos por la escalera de caracol que se hundía en el suelo. Me enfrentaba también con indecible violencia a la paralización de músculos y pensamiento que cada vez sentía más avasalladora. Al final del trayecto encontramos cerrada la puerta de hierro, pero como habrán imaginado ustedes, la llave conmemorativa del museo de objetos raros me permitió abrir la cerradura y recuperar la realidad del tiempo y del espacio de la universidad, que aparecía cubierta de nieve.


Todo el mundo se desasosegó ante lo aberrante del caso: que yo apareciese de repente tras cuatro meses de haber ascendido por la escalera de Bartlett Tower aquella mañana de octubre, y que el profesor Souto lo hiciese a los siete años de su desaparición. Hasta Celina Vallejo había curzado el océano para reencontrarse con él, y ambos reanudaron su relación, aunque a mí el profesor me echó en cara, desde el primer momento, que lo hubiese sacado de aquel lugar:
-Adams estableció la ruta, Pilgrim consiguió descifrar la clave, yo llegué allí por casualidad, como tú. Pero tú me has robado el mejor embeleso, la mejor experiencia de mi vida -me dijo una vez más cuando nos despedimos, y no me ha vuelto a dirigir la palabra.
El caso es que nuestra reaparición había resultado tan inexplicable y desconcertante que se nos dieron toda clase de facilidades oficiales para que regresásemos a España, y aunque los medios de comunicación se hicieron eco de la extraña noticia, nadie quiso reproducir mi declaración sobre lo que de verdad había sucedido, y yo comprendía que no me miraban como si pensasen que estaba mal de la cabeza, sino que, simplemente, no querían aceptar la historia que yo les contaba.
Estoy seguro de que a ustedes les está pasando lo mismo.


Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.

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