martes, 13 de octubre de 2020

El zoo de papel. Ken Liu.

Uno de mis recuerdos más tempranos arranca conmigo sollozando, negándome a tranquilizarme hicieran lo que hicieran mis padres.
Mi padre se dio por vencido y abandonó la habitación, pero mi madre me llevó a la cocina y me sentó a la mesa del desayuno.
«Kan, kan», dijo, mientras cogía un trozo de papel de envolver de encima de la nevera. Mi madre llevaba años abriendo con todo cuidado los envoltorios de los regalos navideños y guardándolos encima del frigorífico, en una alta pila.
Colocó el papel sobre la mesa, con la cara en blanco hacia arriba, y empezó a plegarlo. Yo dejé de llorar y la observé con curiosidad.
Ella giró el papel y lo volvió a doblar. Plisó, presionó, metió esquinas en dobleces, enrolló y retorció hasta que el papel desapareció en el hueco formado por sus manos. Entonces se llevó a la boca el paquete de papel plegado y sopló en su interior, como en un globo.
«Kan, dijo, laohu». Apoyó las manos sobre la mesa y lo soltó.
De pie sobre la mesa había un pequeño tigre de papel, del tamaño de dos puños uno junto a otro. La piel del tigre era el dibujo del papel de envolver: fondo blanco con bastones de caramelo rojos y árboles de Navidad verdes.
Alargué la mano hacia la creación de mi madre. El animal meneó la cola y saltó juguetón hacia mi dedo. «¡Grrr-frufrú!», gruñó, con un sonido a medio camino entre el de un gato y el del roce de las hojas de un periódico.
Me eché a reír, sorprendido, y le acaricié el lomo con el índice. El tigre de papel tembló bajo mi dedo, ronroneando.
«Zhe jiao zhezhi», dijo mi madre. Esto se llama origami.
Aunque yo todavía no lo sabía por aquel entonces, el origami de mi madre era un tanto especial. Ella insuflaba su aliento en las figuras para así compartirlo con ellas y animarlas con su propia vida. Esta era su magia.
Mi padre había elegido a mi madre en un catálogo.
En cierta ocasión, durante mi época en el instituto, le pregunté a mi padre por los detalles, cuando una vez más él estaba intentando que yo volviera a dirigir la palabra a mi madre.
Mi padre se había apuntado a un servicio de contactos allá por la primavera de 1973. Fue pasando las páginas una tras otra sin dedicar más allá de unos segundos a ninguna de ellas, hasta que vio la fotografía de mi madre.
Yo nunca he visto esa foto. Él me la describió: mi madre estaba sentada en una silla, el cuerpo de perfil, ataviada con un ajustado cheongsam de seda verde. Tenía el rostro vuelto hacia la cámara de manera que la larga cabellera negra le cayese elegantemente sobre el pecho y el hombro. Ella lo miró desde la imagen con unos ojos infantiles y serenos.
«Esa fue la última página del catálogo que llegué a ver», me dijo.
El catálogo decía que tenía dieciocho años, le encantaba bailar y hablaba buen inglés porque era de Hong Kong. Nada de lo anterior resultó ser cierto.
Mi padre le escribió, y la agencia de contactos se encargó de ir pasando sus mensajes en ambos sentidos. Al cabo, él voló a Hong Kong para conocerla. «Sus respuestas las había escrito el personal de la propia agencia. Su inglés no iba más allá de “hola” y “adiós”», me explicó.
¿Qué clase de mujer se anuncia en un catálogo para que la compren?, me preguntaba yo. En mi época de estudiante de secundaria creía estar muy puesto en todo. Y el desprecio me producía una sensación agradable, como el vino.
En lugar de presentarse hecho una furia en la oficina para exigir la devolución de su dinero, mi padre pagó a una camarera del restaurante del hotel para que hiciera de intérprete. «Mientras yo hablaba, ella me miraba con unos ojos en los que se mezclaban temor e ilusión. Y cuando la camarera empezaba a traducir lo que yo había dicho, tu madre esbozaba lentamente una sonrisa», continuó contándome.
Mi padre voló de vuelta a Connecticut y empezó a tramitar los papeles para que ella se pudiera reunir con él. Yo nací un año después, en el año del Tigre.
A petición mía, mi madre también hizo una cabra, un ciervo y un búfalo de agua con papel de envolver. Los animales corrían por el salón con Laohu persiguiéndolos entre gruñidos. Cuando los atrapaba, los apretaba hasta que se quedaban sin aire y se convertían en simples trozos de papel plegado y aplastado. Yo tenía entonces que soplarles aire para volverlos a inflar y que así pudieran continuar correteando un rato más.
A veces, los animales se metían en líos. En una ocasión durante la cena, el búfalo de agua saltó a un cuenco con salsa de soja que había en la mesa (quería revolcarse, como un verdadero búfalo de agua). Lo saqué a toda prisa, pero por efecto de la capilaridad el líquido oscuro ya le había subido bastante por las patas. Ablandadas por la salsa, estas ya no eran capaces de sostenerlo, y el animal se desplomó sobre la mesa. Lo sequé al sol, pero se le quedaron torcidas y cojeaba al correr. Mi madre terminó por envolvérselas con film transparente para que pudiera revolcarse a gusto (aunque no en la salsa de soja).
O Laohu, al que le gustaba abalanzarse sobre los gorriones cuando jugaba conmigo en el jardín trasero. Hasta que un día, un pájaro acorralado contraatacó presa de la desesperación y le arrancó una oreja. Laohu gimoteó e hizo gestos de dolor mientras yo lo sujetaba para que mi madre se la pegara con cinta adhesiva. A partir de entonces evitó los pájaros.
Y entonces, un día vi un documental sobre tiburones en la televisión y le dije a mi madre que quería uno. Ella hizo el tiburón, pero el animal se agitó penosamente por la mesa. Llené el lavabo con agua y lo metí. El escualo nadó feliz dando vueltas y más vueltas. Sin embargo, al rato empezó a empaparse y a volverse traslúcido, y lentamente se fue hundiendo hasta el fondo, con los pliegues deshaciéndose. Metí la mano para rescatarlo, pero lo único que recuperé fue un trozo de papel mojado.
Laohu colocó las dos zarpas delanteras una junto a otra en el borde del lavabo y apoyó la cabeza en ellas, con las orejas gachas. De su garganta salió un débil gruñido que me hizo sentir culpable.
Mi madre me hizo un nuevo tiburón, de papel de aluminio esta vez. El animal vivía feliz en una gran pecera redonda con peces de colores. A Laohu y a mí nos gustaba sentarnos junto a ella y observar al tiburón de aluminio persiguiendo a los pececillos; Laohu pegaba la cara contra el recipiente, y yo, en el lado contrario, veía sus ojos, ampliados hasta el tamaño de tazas de café, mirándome fijamente través de la pecera.
Cuando tenía diez años, nos mudamos a una nueva casa situada en la otra punta de la ciudad. Dos de las vecinas se pasaron para darnos la bienvenida. Mi padre les sirvió algo de beber y luego se disculpó porque se tenía que marchar a toda prisa a la empresa suministradora de servicios públicos para solucionar algo relacionado con las facturas del propietario anterior.
—Pónganse cómodas, están en su casa. El inglés de mi esposa no es demasiado bueno, así que no interpreten como una descortesía el que no les hable.
Mientras yo leía en el comedor, mi madre estaba desembalando enseres en la cocina. Las vecinas charlaban en el salón, sin esforzarse por hablar en voz especialmente baja.
—Parece un hombre bastante normal. ¿Por qué lo haría?
—Estas mezclas siempre tienen algo de antinatural. El niño parece como si estuviera sin pulir: ojos rasgados y cara blanca. Un monstruito.
—¿Crees que él sí hablará inglés?
Las mujeres se callaron. Al rato entraron en el comedor.
—¡Hola! ¿Cómo te llamas?
—Jack —respondí.
—No suena muy chino.
Mi madre entró en el comedor en ese momento y sonrió a las mujeres. Las tres se quedaron de pie, formando un triángulo a mi alrededor, sonriendo y dedicándose inclinaciones de cabeza, sin nada que decir, hasta que mi padre regresó.
Mark, uno de los niños del vecindario, vino a casa con sus figuritas de La guerra de las galaxias. La espada láser de Obi-Wan Kenobi se iluminaba, y este movía los brazos y decía con voz metálica, «¡Utiliza la Fuerza!». A mí me pareció que el muñeco no se parecía lo más mínimo al auténtico Obi-Wan.
Los dos juntos lo observamos repetir esta demostración cinco veces sobre la mesita del centro del salón.
—¿Puede hacer algo más? —pregunté.
A Mark le molestó mi pregunta.
—Fíjate en todos los detalles —dijo.
Yo me fijé, sin estar seguro de qué es lo que Mark esperaba que dijera. Este se sintió decepcionado ante mi reacción.
—Enséñame tus juguetes —me pidió.
Yo no tenía juguetes, salvo mi zoo de papel. Traje a Laohu de mi cuarto. Para entonces ya estaba bastante maltrecho, parcheado por todas partes con cinta adhesiva y pegamento, la evidencia de los años de composturas por parte de mi madre y de mí mismo. Ya no era tan ágil ni su paso tan firme como antes. Lo senté en la mesita baja. A mi espalda yo oía el roce de los pasos del resto de animales en el pasillo, que desde allí se asomaban tímidamente al salón.
—Xiao laohu —dije, y me interrumpí. Cambié al inglés—: Este es Tigre.
Con grandes precauciones, Laohu se acercó a Mark y ronroneó, mientras le olisqueaba las manos.
Mark examinó los dibujos navideños del papel que era la piel de Laohu.
—No se parece para nada a un tigre. ¿Tu madre te hace juguetes con basura?
Yo nunca había pensado en Laohu como en basura; sin embargo, cuando lo miré en ese momento, no vi más que un trozo de papel de envolver.
Mark volvió a apretar la cabeza de Obi-Wan. La espada láser brilló y el muñeco movió los brazos de arriba abajo mientras decía, «¡Utiliza la fuerza!».
Laohu dio media vuelta y se abalanzó sobre la figura de plástico, que cayó de la mesa. La cabeza se rompió al chocar contra el suelo y rodó hasta debajo del sofá. «Grrr», se rio Laohu. Y yo me reí con él.
Mark me golpeó, con fuerza.
—¡Era muy caro! Ahora ya ni se encuentra en las tiendas. ¡Probablemente cueste más de lo que tu padre pagó por tu madre!
Tropecé y caí al suelo. Laohu gruñó y se lanzó al rostro de Mark. Este gritó, más de miedo y sorpresa que de dolor. Después de todo, Laohu solo estaba hecho de papel.
Mark agarró a Laohu, cuyo gruñido se ahogó cuando lo aplastó en la mano y lo rasgó por la mitad. Hizo dos pelotas con los trozos de papel y me las tiró.
—Toma tu estúpida basura china.
Una vez Mark se hubo marchado, pasé un buen rato intentando infructuosamente volver a pegar los trozos con cinta adhesiva, alisar el papel y seguir los dobleces para plegar de nuevo a Laohu. Los demás animales fueron entrando en el salón poco a poco y se congregaron alrededor de mí y del trozo de papel rasgado que había sido Laohu.
Mi pelea con Mark no terminó ahí. Mark era popular en la escuela, y las dos siguientes semanas fueron para olvidar.
—Xuexiao hao ma? —preguntó mi madre cuando llegué a casa el viernes de la segunda semana.
Yo no respondí y entré en el cuarto de baño. Me miré en el espejo. No me parezco nada a ella, nada de nada.
—¿Tengo cara de chinorri? —le pregunté durante la cena a mi padre.
Mi padre dejó los palillos. Aunque en ningún momento le había contado lo que sucedía en el colegio pareció entender. Cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz.
—No, no la tienes.
Mi madre lo miró, sin comprender. Luego volvió la vista hacia mí.
—¿Sha jiao chinorri?
—En inglés —dije yo—. Habla en inglés.
—¿Qué suceder? —lo intentó ella.
Aparté los palillos y el bol que tenía delante: ternera a las cinco especias con pimientos verdes salteados.
—Deberíamos comer comida estadounidense —dije yo.
—Muchas familias preparan comida china de vez en cuando —intentó razonar mi padre.
—Nosotros no somos las otras familias —repliqué mirándolo. Las otras familias no tienen una madre que no pinta nada aquí.
Mi padre apartó la vista y luego apoyó una mano en el hombro de mi madre:
—Te compraré un libro de cocina —le dijo.
—¿Bu haochi? —me preguntó ella volviéndose hacia mí.
—En inglés —repetí, alzando la voz—. Que hables en inglés.
Ella alargó el brazo para tocarme la frente y comprobar si tenía fiebre.
—¿Fashao la?
Le aparté la mano.
—Estoy bien. ¡Que hables en inglés! —le grité.
—Háblale en inglés —intervino mi padre—. Sabías que esto iba a suceder algún día. ¿Qué te esperabas?
Mi madre dejó caer las manos a los costados. Se quedó sentada, miró a mi padre, luego a mí, y otra vez a mi padre. Intentó hablar, se interrumpió, lo volvió a intentar y se interrumpió de nuevo.
—Tienes que hacerlo —insistió mi padre—. He sido demasiado blando contigo. Jack necesita integrarse.
—Si digo «amor» —dijo ella mirando a mi padre—, siento aquí. —Se señaló los labios—. Si digo «ai», siento aquí. —Colocó la mano sobre el corazón.
—Estás en Estados Unidos —dijo mi padre moviendo la cabeza negativamente.
Ella se encogió en la silla, como el búfalo de agua cuando Laohu saltaba sobre él y lo aplastaba dejándolo sin aire vital.
—Y quiero juguetes de verdad.
Mi padre me compró un set completo de figuritas de La guerra de las galaxias. El Obi-Wan Kenobi se lo di a Mark.
Guardé mi zoo de papel en una caja de zapatos grande y la metí bajo la cama.
A la mañana siguiente, los animales habían escapado y ocupado sus lugares favoritos de costumbre por mi habitación. Los atrapé a todos, los volví a meter en la caja de zapatos y pegué la tapa con cinta adhesiva. Sin embargo, como los animales montaban tal alboroto dentro de la caja, terminé por guardarla en un rincón del desván, lo más lejos posible de mi cuarto.
Cuando mi madre me hablaba en chino, me negaba a responder. Con el tiempo, empezó a intentar emplear más el inglés, pero su acento y sus frases chapuceras me abochornaban. Intenté corregirla. Finalmente optó por no decir ni palabra cuando yo estaba presente.
Mi madre empezó a recurrir a la mímica cuando necesitaba comunicarme algo. Intentó abrazarme como veía hacer a las madres estadounidenses en la tele. Sus movimientos me parecían exagerados, inseguros, ridículos y carentes de toda gracia. Se percató de que me molestaba y lo dejó.
—No deberías tratar así a tu madre —me dijo mi padre, pero sin ser capaz de mirarme a los ojos mientras lo decía. En lo profundo de su corazón se debía de haber dado cuenta de que había cometido un error al traer a una campesina china confiando en que se integraría en una ciudad dormitorio de Connecticut.
Mi madre aprendió a cocinar al estilo estadounidense. Yo jugaba a videojuegos y estudiaba francés.
De tanto en tanto, la veía en la mesa de la cocina examinando la cara en blanco de alguna hoja de papel de envolver. Al rato, un nuevo animal aparecía en mi mesilla de noche e intentaba acurrucarse a mi lado. Yo lo cogía y apretaba hasta que se le escapaba todo el aire, y luego lo metía en la caja del desván.
Finalmente, mi madre dejó de hacer animales cuando yo iba al instituto. Para entonces, su inglés había mejorado mucho, pero yo ya estaba en la edad en la que no me interesaba lo que tuviera que decir, independientemente del idioma que utilizara.
A veces, cuando llegaba a casa y veía su menudo cuerpo moviéndose afanosamente por la cocina, canturreándose alguna canción en chino, me costaba creer que me hubiera dado a luz. No teníamos nada en común. Para el caso, ella podía haber llegado de la Luna. Yo me iba directo a mi cuarto, donde podía continuar entregándome a ese empeño tan típicamente estadounidense de buscar la felicidad.


Mi padre y yo estábamos de pie uno a cada lado de la cama de hospital donde yacía mi madre. Ella todavía no había cumplido ni los cuarenta, pero aparentaba muchos más.
Durante años se había negado a consultar a ningún médico con relación a ese dolor que sentía dentro y que aseguraba carecía de importancia. Para cuando una ambulancia se la llevó finalmente, el cáncer se había extendido mucho más allá de los límites de una posible operación.
Yo tenía la cabeza en otra parte. Estábamos en la época en la que las empresas acudían al campus a la búsqueda de estudiantes a quienes contratar, y yo solo pensaba en currículums, expedientes académicos y en planificar de manera estratégica mi calendario de entrevistas, mientras tramaba cómo mentir lo más eficazmente posible a los cazatalentos para conseguir que me ofrecieran trabajo. Mirándolo fríamente, comprendía que era terrible estar pensando en todo eso mientras mi madre agonizaba; pero que lo entendiera no quería decir que pudiese cambiar lo que sentía.
Ella estaba consciente. Mi padre le cogió la mano izquierda entre las suyas. Se inclinó y la besó en la frente. El aspecto débil y decrépito de mi padre me alarmó, y caí en la cuenta de que sabía casi tan poco sobre él como sobre mi madre.
—Estoy bien —dijo ella sonriéndole, tras de lo cual se volvió hacia mí, manteniendo la sonrisa—. Sé que tienes que volver a la universidad. —Su voz era muy débil y costaba oírla por encima del zumbido de las máquinas a las que estaba conectada—. Vete. No te preocupes por mí. Esto no es nada importante. Tú solo preocúpate de que te vayan bien los estudios.
Alargué la mano para acariciar la suya, porque suponía que eso era lo que se esperaba de mí. Me sentía aliviado. Ya estaba pensando en el vuelo de regreso y en el resplandeciente sol californiano.
Ella musitó algo a mi padre, que asintió con un cabeceo y abandonó la habitación.
—Jack, si… —Le acometió un ataque de tos que le impidió hablar durante un rato—. Si no salgo de esta, no estés muy triste ni eches a perder tu salud. Céntrate en tu vida. Pero conserva la caja que tienes en el desván y todos los años, por Qingming, sácala y piensa en mí. Yo siempre estaré contigo.
Qingming era el Día de los Difuntos chino. Cuando yo era muy pequeño, ese día mi madre acostumbraba escribir una carta a sus padres, ya fallecidos en China, contándoles todas las noticias buenas acaecidas durante los doce últimos meses en su vida en los Estados Unidos. Me leía la carta en voz alta y, si yo hacía algún comentario sobre cualquier cosa, lo añadía. Luego la plegaba hasta convertirla en una grulla de origami y la soltaba en dirección oeste. Y nosotros la mirábamos batir sus crujientes alas en su largo camino hacia oriente, hacia el Pacífico, hacia China, hacia las tumbas de la familia de mi madre.
Habían pasado muchos años desde la última vez que lo habíamos hecho.
—Yo no tengo ni idea de cómo va el calendario chino —dije—. Tú descansa, mamá.
—Solo conserva la caja y ábrela de vez en cuando. Solo ábrela… —Y de nuevo comenzó a toser.
—De acuerdo, mamá —dije acariciándole el brazo con torpeza.
—Haizi, mama ai ni…
La tos se volvió a apoderar de ella. Una imagen de años atrás me pasó por la memoria: mi madre diciendo ai y llevándose la mano al corazón.
—Vale, mamá. Basta de hablar.
Mi padre regresó y le dije que tenía que llegar al aeropuerto con tiempo porque no quería perder mi vuelo.
Mi madre murió mientras mi avión estaba sobrevolando Nevada.
Mi padre envejeció rápidamente tras la muerte de mi madre. La casa era demasiado grande para él y se tuvo que vender. Fui con mi novia, Susan, para ayudarle a embalar y limpiar.
Susan encontró la caja de zapatos en el desván. El zoo de papel, tras tanto tiempo escondido en la oscuridad sin aislamiento del desván, se había vuelto quebradizo, y los brillantes dibujos del papel de envolver habían perdido parte de su color.
—Nunca había visto origami como este —comentó Susan—. Tu madre era una artista alucinante.
Los animales de papel no se movían. Tal vez la magia que los había animado se había desvanecido con la muerte de mi madre. O, tal vez, lo de que en su día estas figuritas de papel hubiesen estado vivas no había sido más que un producto de mi imaginación. Los recuerdos infantiles no son muy de fiar.


Era el primer fin de semana de abril, dos años después de la muerte de mi madre. Susan estaba fuera de la ciudad en uno de sus innumerables viajes como asesora de consultoría, y yo estaba en casa, zapeando perezosamente.
Me detuve en un documental sobre tiburones. De pronto me vino una imagen a la cabeza: las manos de mi madre mientras plegaban y replegaban el papel de aluminio para hacerme un tiburón, con Laohu y yo observándola.
Un crujido de papel. Aparté la mirada de la televisión y vi un gurruño de papel de envolver y cinta adhesiva rasgada caído en el suelo junto a la estantería. Me acerqué y lo recogí para tirarlo a la basura.
El gurruño se movió, se desplegó, y vi que se trataba de Laohu, en el que no pensaba desde hacía muchísimo tiempo. «¡Grrr-frufrú!», gruñó. Mi madre debía de haberlo recompuesto después de que yo me hubiese dado por vencido.
Era más pequeño de lo que yo recordaba. O tal vez por aquel entonces mis puños eran más pequeños.
Susan había repartido los animales de papel por el apartamento a modo de decoración. Al estar en tan mal estado, a Laohu probablemente lo habría dejado en algún rincón bastante escondido.
Me senté en el suelo y alargué un dedo. Laohu meneó la cola y se abalanzó retozón sobre mí. Me eché a reír y le acaricié el lomo. El tigre ronroneó bajo mi mano.
—¿Qué es de tu vida, compañero?
Laohu dejó de jugar. Se irguió, saltó a mi regazo con gracia felina y acto seguido se desdobló.
En mi regazo quedó un cuadrado de papel de envolver arrugado, la cara en blanco hacia arriba, cubierto densamente de caracteres chinos. Yo nunca había aprendido a leer chino, pero conocía los caracteres para «hijo», que eran los que estaban situados en la parte superior, donde eran de esperar en una carta dirigida a mí, escritos con la caligrafía infantil y torpe de mi madre.
Fui al ordenador y lo comprobé en internet: justo ese día era la festividad de Qingming.
Me llevé la carta al centro de la ciudad, a una zona donde sabía que acostumbraban a aparcar los autobuses turísticos chinos. Fui parando a todos los turistas, preguntándoles: «¿Nin hui du zhongwen ma?», ¿sabe leer chino? Llevaba tanto tiempo sin hablar en chino que no estaba seguro de que me entendieran.
Una joven accedió a echarme una mano. Nos sentamos juntos en un banco y me leyó la carta en voz alta. El idioma que llevaba años intentando olvidar regresó a mí, y sentí que las palabras penetraban en mi interior, atravesando la piel, atravesando los huesos, hasta atenazar mi corazón.


Hijo:
Hace mucho que no hablamos. Te enfadas tanto cuando trato de tocarte que no me atrevo. Y creo que a lo mejor este dolor que ahora siento de continuo puede ser algo grave.
Así que he decidido escribirte. Voy a escribir en los animales de papel que hice para ti y que tanto te gustaban.
Los animales dejarán de moverse cuando yo deje de respirar. Pero si te escribo con todo mi corazón, en este papel, en estas palabras quedará un poco de mí misma. Y entonces, si piensas en mí en Qingming, cuando a los espíritus de los que ya han partido se les permite visitar a sus familias, esos fragmentos de mi ser que dejo tras de mí también volverán a la vida. Las criaturas que te hice brincarán, correrán y retozarán de nuevo, y quizás entonces llegues a ver estas palabras.
Como tengo que escribir con todo mi corazón, me veo obligada a escribirte en chino.
En todo este tiempo nunca te conté la historia de mi vida. Cuando eras pequeño, siempre pensaba que te la contaría de mayor, para que pudieras entenderla. Pero, por lo que fuese, la oportunidad nunca se presentó.
Nací en 1957, en un pueblo llamado Sigulu, en la provincia de Hebei. Tanto tu abuelo como tu abuela provenían de familias campesinas muy pobres y tenían pocos parientes. Pocos años después de que yo naciera, la Gran Hambruna asoló China, y treinta millones de personas murieron. El primer recuerdo que tengo es el de despertarme y ver a mi madre comiendo tierra para llenar el estómago y así poder guardar para mí los últimos restos de harina.
Las cosas mejoraron después. Sigulu es famoso por su artesanía de papel zhezhi, y mi madre me enseñó a hacer animales de papel y a insuflarles vida. Esta era una magia de carácter práctico habitual en el día a día del pueblo. Hacíamos pájaros de papel para ahuyentar los saltamontes de los campos, y tigres para mantener a raya los ratones. Para el Año Nuevo chino, mis amigos y yo plegábamos dragones rojos de papel. Nunca olvidaré la imagen de todos esos dragoncillos surcando los cielos sobre nuestras cabezas, acarreando tracas de petardos que iban detonando para ahuyentar todos los malos recuerdos del año anterior. Te hubiera encantado.
Y entonces en 1966 llegó la Revolución Cultural. Todos se volvieron contra todos: vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos. Alguien se acordó de que, en 1946, el hermano de mi madre, mi tío, se había marchado a Hong Kong, donde se había establecido como comerciante. Al tener un familiar en Hong Kong automáticamente nos convertimos en espías y enemigos del pueblo, contra los que había que luchar por todos los medios. Tu pobre abuela… no pudo soportar las vejaciones y se arrojó a un pozo. Y un día unos muchachos con mosquetes de caza se llevaron a tu abuelo a rastras al bosque y nunca regresó.
Y ahí me tienes a mí, una huérfana de diez años. Mi único familiar en el mundo era mi tío de Hong Kong. Una noche me escabullí y me subí a un tren de mercancías que se dirigía al sur.
Unos días más tarde, unos hombres me pillaron robando comida en un campo en la provincia de Guangdong. Cuando les expliqué que estaba intentando llegar a Hong Kong se echaron a reír. «Hoy es tu día de suerte. Nuestro trabajo consiste en llevar niñas a Hong Kong», me dijeron.
Me escondieron en los bajos de un camión junto a varias niñas más, y nos introdujeron clandestinamente en Hong Kong.
Nos llevaron a un sótano y nos dijeron que cuando vinieran los compradores nos pusiéramos de pie y procuráramos parecer saludables e inteligentes. Las familias pagaban una cantidad para acudir al almacén a echarnos un vistazo y elegir a una de nosotras para «adoptarla».
A mí me escogió la familia Chin, para que cuidara de sus dos hijos. Me levantaba todas las mañanas a las cuatro para preparar el desayuno. Bañaba a los niños y les daba de comer. Compraba la comida. Me encargaba de hacer la colada y de barrer el suelo. Iba detrás de los críos de acá para allá y obedecía todos sus caprichos. Por la noche, a la hora de dormir, me encerraban en la despensa. Si era lenta o me equivocaba en algo, me pegaban. Si los niños hacían algo mal, me pegaban. Si me pillaban intentando aprender inglés, me pegaban.
«¿Para qué quieres aprender inglés?», me preguntaba el señor Chin. «¿Es que quieres ir a la policía? Les contaremos que eres de la China continental y que has entrado ilegalmente en Hong Kong. Estarán encantados de poder encerrarte en la cárcel.»
Viví así durante seis años. Un día, una anciana que me vendía pescado por las mañanas en el mercado me llevó a un lado.
«Conozco a otras chicas como tú, me dijo. ¿Cuántos años tienes ahora?, ¿dieciséis? Un día, tu dueño se emborrachará, te mirará y te atraerá hacia él sin que tú puedas hacer nada por impedirlo. Su esposa se enterará, y entonces sí que descubrirás lo que es vivir en el infierno. Tienes que dejar esta vida. Sé de alguien que puede ayudarte.»
Me contó que había estadounidenses que querían esposas asiáticas. Si sabía cocinar, limpiar y cuidar a mi marido norteamericano, él me proporcionaría una buena vida. Era mi única esperanza. Y así fue como acabé formando parte del catálogo junto con todas esas mentiras, y como conocí a tu padre. No es una historia muy romántica, pero es mi historia.
En nuestra pequeña ciudad de Connecticut yo me sentía sola. Tu padre era amable y cariñoso conmigo, y le estaba muy agradecida. Pero nadie me entendía y yo no entendía nada.
¡Y entonces naciste tú! Cómo me alegré cuando al mirarte la cara vi rasgos de mi madre, de mi padre y de mí misma… Yo había perdido a toda mi familia, a todo Sigulu, había perdido todo lo que conocía y amaba. Pero ahí estabas tú, y tu rostro era la prueba de que todo eso era real, de que no me lo había inventado.
Ya tenía a alguien con quien hablar. Te enseñaría mi idioma y los dos juntos podríamos reconstruir una pequeña parte de todo lo que había amado y perdido. Cuando me dijiste tus primeras palabras, en chino y con el mismo acento de mi madre y mío, lloré durante horas. Cuando te hice tus primeros animales zhezhi y te echaste a reír, sentí que todas las tribulaciones del mundo habían desaparecido.
Creciste un poco más, e incluso empezaste a poder echar una mano cuando tu padre y yo hablábamos entre nosotros. Por fin me sentía en casa y tenía una buena vida. Aunque me hubiera gustado tener a mis padres conmigo para haber podido cocinar para ellos y proporcionarles también una buena vida. Pero hacía tiempo que mis padres ya no estaban en este mundo. ¿Sabes cuál es el sentimiento más triste según los chinos? Cuando por fin un hijo siente el deseo de cuidar de sus padres, y entonces se da cuenta de que hace ya mucho que no están con él.
Hijo, sé que no te gustan tus ojos chinos, que son mis ojos. Sé que no te gusta tu cabello chino, que es mi cabello. Ahora bien, ¿puedes comprender la enorme felicidad que me proporcionó tu mera existencia? ¿Y puedes comprender cómo me sentí cuando dejaste de dirigirme la palabra y te negaste a que te hablara en chino? Sentí que volvía a perderlo todo de nuevo.
¿Por qué no quieres hablarme, hijo? Con este dolor me cuesta escribir.


La joven me devolvió el papel. No pude mirarla a la cara.
Sin levantar la vista, le pedí que me ayudara a trazar debajo de la carta de mi madre el carácter para ai. Lo escribí en la hoja una y otra vez, entrelazando los trazos de mi bolígrafo con las palabras de mi madre.
La joven levantó la mano y la apoyó en mi hombro. Luego se incorporó y se marchó, dejándome a solas con mi madre.
Siguiendo los dobleces fui plegando el papel de nuevo hasta rehacer a Laohu. Lo coloqué sobre mi brazo, contra el pecho, y, con él ronroneando, emprendimos el camino a casa.


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