Uno de mis recuerdos más tempranos arranca conmigo sollozando,
negándome a tranquilizarme hicieran lo que hicieran mis padres.
Mi padre se dio por
vencido y abandonó la habitación, pero mi madre me llevó a la
cocina y me sentó a la mesa del desayuno.
«Kan, kan», dijo,
mientras cogía un trozo de papel de envolver de encima de la nevera.
Mi madre llevaba años abriendo con todo cuidado los envoltorios de
los regalos navideños y guardándolos encima del frigorífico, en
una alta pila.
Colocó el papel
sobre la mesa, con la cara en blanco hacia arriba, y empezó a
plegarlo. Yo dejé de llorar y la observé con curiosidad.
Ella giró el papel
y lo volvió a doblar. Plisó, presionó, metió esquinas en
dobleces, enrolló y retorció hasta que el papel desapareció en el
hueco formado por sus manos. Entonces se llevó a la boca el paquete
de papel plegado y sopló en su interior, como en un globo.
«Kan, dijo, laohu».
Apoyó las manos sobre la mesa y lo soltó.
De pie sobre la mesa
había un pequeño tigre de papel, del tamaño de dos puños uno
junto a otro. La piel del tigre era el dibujo del papel de envolver:
fondo blanco con bastones de caramelo rojos y árboles de Navidad
verdes.
Alargué la mano
hacia la creación de mi madre. El animal meneó la cola y saltó
juguetón hacia mi dedo. «¡Grrr-frufrú!», gruñó, con un sonido
a medio camino entre el de un gato y el del roce de las hojas de un
periódico.
Me eché a reír,
sorprendido, y le acaricié el lomo con el índice. El tigre de papel
tembló bajo mi dedo, ronroneando.
«Zhe jiao zhezhi»,
dijo mi madre. Esto se llama origami.
Aunque yo todavía
no lo sabía por aquel entonces, el origami de mi madre era un tanto
especial. Ella insuflaba su aliento en las figuras para así
compartirlo con ellas y animarlas con su propia vida. Esta era su
magia.
Mi padre había
elegido a mi madre en un catálogo.
En cierta ocasión,
durante mi época en el instituto, le pregunté a mi padre por los
detalles, cuando una vez más él estaba intentando que yo volviera a
dirigir la palabra a mi madre.
Mi padre se había
apuntado a un servicio de contactos allá por la primavera de 1973.
Fue pasando las páginas una tras otra sin dedicar más allá de unos
segundos a ninguna de ellas, hasta que vio la fotografía de mi
madre.
Yo nunca he visto
esa foto. Él me la describió: mi madre estaba sentada en una silla,
el cuerpo de perfil, ataviada con un ajustado cheongsam de seda
verde. Tenía el rostro vuelto hacia la cámara de manera que la
larga cabellera negra le cayese elegantemente sobre el pecho y el
hombro. Ella lo miró desde la imagen con unos ojos infantiles y
serenos.
«Esa fue la última
página del catálogo que llegué a ver», me dijo.
El catálogo decía
que tenía dieciocho años, le encantaba bailar y hablaba buen inglés
porque era de Hong Kong. Nada de lo anterior resultó ser cierto.
Mi padre le
escribió, y la agencia de contactos se encargó de ir pasando sus
mensajes en ambos sentidos. Al cabo, él voló a Hong Kong para
conocerla. «Sus respuestas las había escrito el personal de la
propia agencia. Su inglés no iba más allá de “hola” y
“adiós”», me explicó.
¿Qué clase de
mujer se anuncia en un catálogo para que la compren?, me preguntaba
yo. En mi época de estudiante de secundaria creía estar muy puesto
en todo. Y el desprecio me producía una sensación agradable, como
el vino.
En lugar de
presentarse hecho una furia en la oficina para exigir la devolución
de su dinero, mi padre pagó a una camarera del restaurante del hotel
para que hiciera de intérprete. «Mientras yo hablaba, ella me
miraba con unos ojos en los que se mezclaban temor e ilusión. Y
cuando la camarera empezaba a traducir lo que yo había dicho, tu
madre esbozaba lentamente una sonrisa», continuó contándome.
Mi padre voló de
vuelta a Connecticut y empezó a tramitar los papeles para que ella
se pudiera reunir con él. Yo nací un año después, en el año del
Tigre.
A petición mía, mi
madre también hizo una cabra, un ciervo y un búfalo de agua con
papel de envolver. Los animales corrían por el salón con Laohu
persiguiéndolos entre gruñidos. Cuando los atrapaba, los apretaba
hasta que se quedaban sin aire y se convertían en simples trozos de
papel plegado y aplastado. Yo tenía entonces que soplarles aire para
volverlos a inflar y que así pudieran continuar correteando un rato
más.
A veces, los
animales se metían en líos. En una ocasión durante la cena, el
búfalo de agua saltó a un cuenco con salsa de soja que había en la
mesa (quería revolcarse, como un verdadero búfalo de agua). Lo
saqué a toda prisa, pero por efecto de la capilaridad el líquido
oscuro ya le había subido bastante por las patas. Ablandadas por la
salsa, estas ya no eran capaces de sostenerlo, y el animal se
desplomó sobre la mesa. Lo sequé al sol, pero se le quedaron
torcidas y cojeaba al correr. Mi madre terminó por envolvérselas
con film transparente para que pudiera revolcarse a gusto (aunque no
en la salsa de soja).
O Laohu, al que le
gustaba abalanzarse sobre los gorriones cuando jugaba conmigo en el
jardín trasero. Hasta que un día, un pájaro acorralado contraatacó
presa de la desesperación y le arrancó una oreja. Laohu gimoteó e
hizo gestos de dolor mientras yo lo sujetaba para que mi madre se la
pegara con cinta adhesiva. A partir de entonces evitó los pájaros.
Y entonces, un día
vi un documental sobre tiburones en la televisión y le dije a mi
madre que quería uno. Ella hizo el tiburón, pero el animal se agitó
penosamente por la mesa. Llené el lavabo con agua y lo metí. El
escualo nadó feliz dando vueltas y más vueltas. Sin embargo, al
rato empezó a empaparse y a volverse traslúcido, y lentamente se
fue hundiendo hasta el fondo, con los pliegues deshaciéndose. Metí
la mano para rescatarlo, pero lo único que recuperé fue un trozo de
papel mojado.
Laohu colocó las
dos zarpas delanteras una junto a otra en el borde del lavabo y apoyó
la cabeza en ellas, con las orejas gachas. De su garganta salió un
débil gruñido que me hizo sentir culpable.
Mi madre me hizo un
nuevo tiburón, de papel de aluminio esta vez. El animal vivía feliz
en una gran pecera redonda con peces de colores. A Laohu y a mí nos
gustaba sentarnos junto a ella y observar al tiburón de aluminio
persiguiendo a los pececillos; Laohu pegaba la cara contra el
recipiente, y yo, en el lado contrario, veía sus ojos, ampliados
hasta el tamaño de tazas de café, mirándome fijamente través de
la pecera.
Cuando tenía diez
años, nos mudamos a una nueva casa situada en la otra punta de la
ciudad. Dos de las vecinas se pasaron para darnos la bienvenida. Mi
padre les sirvió algo de beber y luego se disculpó porque se tenía
que marchar a toda prisa a la empresa suministradora de servicios
públicos para solucionar algo relacionado con las facturas del
propietario anterior.
—Pónganse
cómodas, están en su casa. El inglés de mi esposa no es demasiado
bueno, así que no interpreten como una descortesía el que no les
hable.
Mientras yo leía en
el comedor, mi madre estaba desembalando enseres en la cocina. Las
vecinas charlaban en el salón, sin esforzarse por hablar en voz
especialmente baja.
—Parece un hombre
bastante normal. ¿Por qué lo haría?
—Estas mezclas
siempre tienen algo de antinatural. El niño parece como si estuviera
sin pulir: ojos rasgados y cara blanca. Un monstruito.
—¿Crees que él
sí hablará inglés?
Las mujeres se
callaron. Al rato entraron en el comedor.
—¡Hola! ¿Cómo
te llamas?
—Jack —respondí.
—No suena muy
chino.
Mi madre entró en
el comedor en ese momento y sonrió a las mujeres. Las tres se
quedaron de pie, formando un triángulo a mi alrededor, sonriendo y
dedicándose inclinaciones de cabeza, sin nada que decir, hasta que
mi padre regresó.
Mark, uno de los
niños del vecindario, vino a casa con sus figuritas de La guerra de
las galaxias. La espada láser de Obi-Wan Kenobi se iluminaba, y este
movía los brazos y decía con voz metálica, «¡Utiliza la
Fuerza!». A mí me pareció que el muñeco no se parecía lo más
mínimo al auténtico Obi-Wan.
Los dos juntos lo
observamos repetir esta demostración cinco veces sobre la mesita del
centro del salón.
—¿Puede hacer
algo más? —pregunté.
A Mark le molestó
mi pregunta.
—Fíjate en todos
los detalles —dijo.
Yo me fijé, sin
estar seguro de qué es lo que Mark esperaba que dijera. Este se
sintió decepcionado ante mi reacción.
—Enséñame tus
juguetes —me pidió.
Yo no tenía
juguetes, salvo mi zoo de papel. Traje a Laohu de mi cuarto. Para
entonces ya estaba bastante maltrecho, parcheado por todas partes con
cinta adhesiva y pegamento, la evidencia de los años de composturas
por parte de mi madre y de mí mismo. Ya no era tan ágil ni su paso
tan firme como antes. Lo senté en la mesita baja. A mi espalda yo
oía el roce de los pasos del resto de animales en el pasillo, que
desde allí se asomaban tímidamente al salón.
—Xiao laohu —dije,
y me interrumpí. Cambié al inglés—: Este es Tigre.
Con grandes
precauciones, Laohu se acercó a Mark y ronroneó, mientras le
olisqueaba las manos.
Mark examinó los
dibujos navideños del papel que era la piel de Laohu.
—No se parece para
nada a un tigre. ¿Tu madre te hace juguetes con basura?
Yo nunca había
pensado en Laohu como en basura; sin embargo, cuando lo miré en ese
momento, no vi más que un trozo de papel de envolver.
Mark volvió a
apretar la cabeza de Obi-Wan. La espada láser brilló y el muñeco
movió los brazos de arriba abajo mientras decía, «¡Utiliza la
fuerza!».
Laohu dio media
vuelta y se abalanzó sobre la figura de plástico, que cayó de la
mesa. La cabeza se rompió al chocar contra el suelo y rodó hasta
debajo del sofá. «Grrr», se rio Laohu. Y yo me reí con él.
Mark me golpeó, con
fuerza.
—¡Era muy caro!
Ahora ya ni se encuentra en las tiendas. ¡Probablemente cueste más
de lo que tu padre pagó por tu madre!
Tropecé y caí al
suelo. Laohu gruñó y se lanzó al rostro de Mark. Este gritó, más
de miedo y sorpresa que de dolor. Después de todo, Laohu solo estaba
hecho de papel.
Mark agarró a
Laohu, cuyo gruñido se ahogó cuando lo aplastó en la mano y lo
rasgó por la mitad. Hizo dos pelotas con los trozos de papel y me
las tiró.
—Toma tu estúpida
basura china.
Una vez Mark se hubo
marchado, pasé un buen rato intentando infructuosamente volver a
pegar los trozos con cinta adhesiva, alisar el papel y seguir los
dobleces para plegar de nuevo a Laohu. Los demás animales fueron
entrando en el salón poco a poco y se congregaron alrededor de mí y
del trozo de papel rasgado que había sido Laohu.
Mi pelea con Mark no
terminó ahí. Mark era popular en la escuela, y las dos siguientes
semanas fueron para olvidar.
—Xuexiao hao ma?
—preguntó mi madre cuando llegué a casa el viernes de la segunda
semana.
Yo no respondí y
entré en el cuarto de baño. Me miré en el espejo. No me parezco
nada a ella, nada de nada.
—¿Tengo cara de
chinorri? —le pregunté durante la cena a mi padre.
Mi padre dejó los
palillos. Aunque en ningún momento le había contado lo que sucedía
en el colegio pareció entender. Cerró los ojos y se frotó el
puente de la nariz.
—No, no la tienes.
Mi madre lo miró,
sin comprender. Luego volvió la vista hacia mí.
—¿Sha jiao
chinorri?
—En inglés —dije
yo—. Habla en inglés.
—¿Qué suceder?
—lo intentó ella.
Aparté los palillos
y el bol que tenía delante: ternera a las cinco especias con
pimientos verdes salteados.
—Deberíamos comer
comida estadounidense —dije yo.
—Muchas familias
preparan comida china de vez en cuando —intentó razonar mi padre.
—Nosotros no somos
las otras familias —repliqué mirándolo. Las otras familias no
tienen una madre que no pinta nada aquí.
Mi padre apartó la
vista y luego apoyó una mano en el hombro de mi madre:
—Te compraré un
libro de cocina —le dijo.
—¿Bu haochi? —me
preguntó ella volviéndose hacia mí.
—En inglés
—repetí, alzando la voz—. Que hables en inglés.
Ella alargó el
brazo para tocarme la frente y comprobar si tenía fiebre.
—¿Fashao la?
Le aparté la mano.
—Estoy bien. ¡Que
hables en inglés! —le grité.
—Háblale en
inglés —intervino mi padre—. Sabías que esto iba a suceder
algún día. ¿Qué te esperabas?
Mi madre dejó caer
las manos a los costados. Se quedó sentada, miró a mi padre, luego
a mí, y otra vez a mi padre. Intentó hablar, se interrumpió, lo
volvió a intentar y se interrumpió de nuevo.
—Tienes que
hacerlo —insistió mi padre—. He sido demasiado blando contigo.
Jack necesita integrarse.
—Si digo «amor»
—dijo ella mirando a mi padre—, siento aquí. —Se señaló los
labios—. Si digo «ai», siento aquí. —Colocó la mano sobre el
corazón.
—Estás en Estados
Unidos —dijo mi padre moviendo la cabeza negativamente.
Ella se encogió en
la silla, como el búfalo de agua cuando Laohu saltaba sobre él y lo
aplastaba dejándolo sin aire vital.
—Y quiero juguetes
de verdad.
Mi padre me compró
un set completo de figuritas de La guerra de las galaxias. El Obi-Wan
Kenobi se lo di a Mark.
Guardé mi zoo de
papel en una caja de zapatos grande y la metí bajo la cama.
A la mañana
siguiente, los animales habían escapado y ocupado sus lugares
favoritos de costumbre por mi habitación. Los atrapé a todos, los
volví a meter en la caja de zapatos y pegué la tapa con cinta
adhesiva. Sin embargo, como los animales montaban tal alboroto dentro
de la caja, terminé por guardarla en un rincón del desván, lo más
lejos posible de mi cuarto.
Cuando mi madre me
hablaba en chino, me negaba a responder. Con el tiempo, empezó a
intentar emplear más el inglés, pero su acento y sus frases
chapuceras me abochornaban. Intenté corregirla. Finalmente optó por
no decir ni palabra cuando yo estaba presente.
Mi madre empezó a
recurrir a la mímica cuando necesitaba comunicarme algo. Intentó
abrazarme como veía hacer a las madres estadounidenses en la tele.
Sus movimientos me parecían exagerados, inseguros, ridículos y
carentes de toda gracia. Se percató de que me molestaba y lo dejó.
—No deberías
tratar así a tu madre —me dijo mi padre, pero sin ser capaz de
mirarme a los ojos mientras lo decía. En lo profundo de su corazón
se debía de haber dado cuenta de que había cometido un error al
traer a una campesina china confiando en que se integraría en una
ciudad dormitorio de Connecticut.
Mi madre aprendió a
cocinar al estilo estadounidense. Yo jugaba a videojuegos y estudiaba
francés.
De tanto en tanto,
la veía en la mesa de la cocina examinando la cara en blanco de
alguna hoja de papel de envolver. Al rato, un nuevo animal aparecía
en mi mesilla de noche e intentaba acurrucarse a mi lado. Yo lo cogía
y apretaba hasta que se le escapaba todo el aire, y luego lo metía
en la caja del desván.
Finalmente, mi madre
dejó de hacer animales cuando yo iba al instituto. Para entonces, su
inglés había mejorado mucho, pero yo ya estaba en la edad en la que
no me interesaba lo que tuviera que decir, independientemente del
idioma que utilizara.
A veces, cuando
llegaba a casa y veía su menudo cuerpo moviéndose afanosamente por
la cocina, canturreándose alguna canción en chino, me costaba creer
que me hubiera dado a luz. No teníamos nada en común. Para el caso,
ella podía haber llegado de la Luna. Yo me iba directo a mi cuarto,
donde podía continuar entregándome a ese empeño tan típicamente
estadounidense de buscar la felicidad.
Mi padre y yo
estábamos de pie uno a cada lado de la cama de hospital donde yacía
mi madre. Ella todavía no había cumplido ni los cuarenta, pero
aparentaba muchos más.
Durante años se
había negado a consultar a ningún médico con relación a ese dolor
que sentía dentro y que aseguraba carecía de importancia. Para
cuando una ambulancia se la llevó finalmente, el cáncer se había
extendido mucho más allá de los límites de una posible operación.
Yo tenía la cabeza
en otra parte. Estábamos en la época en la que las empresas acudían
al campus a la búsqueda de estudiantes a quienes contratar, y yo
solo pensaba en currículums, expedientes académicos y en planificar
de manera estratégica mi calendario de entrevistas, mientras tramaba
cómo mentir lo más eficazmente posible a los cazatalentos para
conseguir que me ofrecieran trabajo. Mirándolo fríamente,
comprendía que era terrible estar pensando en todo eso mientras mi
madre agonizaba; pero que lo entendiera no quería decir que pudiese
cambiar lo que sentía.
Ella estaba
consciente. Mi padre le cogió la mano izquierda entre las suyas. Se
inclinó y la besó en la frente. El aspecto débil y decrépito de
mi padre me alarmó, y caí en la cuenta de que sabía casi tan poco
sobre él como sobre mi madre.
—Estoy bien —dijo
ella sonriéndole, tras de lo cual se volvió hacia mí, manteniendo
la sonrisa—. Sé que tienes que volver a la universidad. —Su voz
era muy débil y costaba oírla por encima del zumbido de las
máquinas a las que estaba conectada—. Vete. No te preocupes por
mí. Esto no es nada importante. Tú solo preocúpate de que te vayan
bien los estudios.
Alargué la mano
para acariciar la suya, porque suponía que eso era lo que se
esperaba de mí. Me sentía aliviado. Ya estaba pensando en el vuelo
de regreso y en el resplandeciente sol californiano.
Ella musitó algo a
mi padre, que asintió con un cabeceo y abandonó la habitación.
—Jack, si… —Le
acometió un ataque de tos que le impidió hablar durante un rato—.
Si no salgo de esta, no estés muy triste ni eches a perder tu salud.
Céntrate en tu vida. Pero conserva la caja que tienes en el desván
y todos los años, por Qingming, sácala y piensa en mí. Yo siempre
estaré contigo.
Qingming era el Día
de los Difuntos chino. Cuando yo era muy pequeño, ese día mi madre
acostumbraba escribir una carta a sus padres, ya fallecidos en China,
contándoles todas las noticias buenas acaecidas durante los doce
últimos meses en su vida en los Estados Unidos. Me leía la carta en
voz alta y, si yo hacía algún comentario sobre cualquier cosa, lo
añadía. Luego la plegaba hasta convertirla en una grulla de origami
y la soltaba en dirección oeste. Y nosotros la mirábamos batir sus
crujientes alas en su largo camino hacia oriente, hacia el Pacífico,
hacia China, hacia las tumbas de la familia de mi madre.
Habían pasado
muchos años desde la última vez que lo habíamos hecho.
—Yo no tengo ni
idea de cómo va el calendario chino —dije—. Tú descansa, mamá.
—Solo conserva la
caja y ábrela de vez en cuando. Solo ábrela… —Y de nuevo
comenzó a toser.
—De acuerdo, mamá
—dije acariciándole el brazo con torpeza.
—Haizi, mama ai
ni…
La tos se volvió a
apoderar de ella. Una imagen de años atrás me pasó por la memoria:
mi madre diciendo ai y llevándose la mano al corazón.
—Vale, mamá.
Basta de hablar.
Mi padre regresó y
le dije que tenía que llegar al aeropuerto con tiempo porque no
quería perder mi vuelo.
Mi madre murió
mientras mi avión estaba sobrevolando Nevada.
Mi padre envejeció
rápidamente tras la muerte de mi madre. La casa era demasiado grande
para él y se tuvo que vender. Fui con mi novia, Susan, para ayudarle
a embalar y limpiar.
Susan encontró la
caja de zapatos en el desván. El zoo de papel, tras tanto tiempo
escondido en la oscuridad sin aislamiento del desván, se había
vuelto quebradizo, y los brillantes dibujos del papel de envolver
habían perdido parte de su color.
—Nunca había
visto origami como este —comentó Susan—. Tu madre era una
artista alucinante.
Los animales de
papel no se movían. Tal vez la magia que los había animado se había
desvanecido con la muerte de mi madre. O, tal vez, lo de que en su
día estas figuritas de papel hubiesen estado vivas no había sido
más que un producto de mi imaginación. Los recuerdos infantiles no
son muy de fiar.
Era el primer fin de
semana de abril, dos años después de la muerte de mi madre. Susan
estaba fuera de la ciudad en uno de sus innumerables viajes como
asesora de consultoría, y yo estaba en casa, zapeando perezosamente.
Me detuve en un
documental sobre tiburones. De pronto me vino una imagen a la cabeza:
las manos de mi madre mientras plegaban y replegaban el papel de
aluminio para hacerme un tiburón, con Laohu y yo observándola.
Un crujido de papel.
Aparté la mirada de la televisión y vi un gurruño de papel de
envolver y cinta adhesiva rasgada caído en el suelo junto a la
estantería. Me acerqué y lo recogí para tirarlo a la basura.
El gurruño se
movió, se desplegó, y vi que se trataba de Laohu, en el que no
pensaba desde hacía muchísimo tiempo. «¡Grrr-frufrú!», gruñó.
Mi madre debía de haberlo recompuesto después de que yo me hubiese
dado por vencido.
Era más pequeño de
lo que yo recordaba. O tal vez por aquel entonces mis puños eran más
pequeños.
Susan había
repartido los animales de papel por el apartamento a modo de
decoración. Al estar en tan mal estado, a Laohu probablemente lo
habría dejado en algún rincón bastante escondido.
Me senté en el
suelo y alargué un dedo. Laohu meneó la cola y se abalanzó retozón
sobre mí. Me eché a reír y le acaricié el lomo. El tigre ronroneó
bajo mi mano.
—¿Qué es de tu
vida, compañero?
Laohu dejó de
jugar. Se irguió, saltó a mi regazo con gracia felina y acto
seguido se desdobló.
En mi regazo quedó
un cuadrado de papel de envolver arrugado, la cara en blanco hacia
arriba, cubierto densamente de caracteres chinos. Yo nunca había
aprendido a leer chino, pero conocía los caracteres para «hijo»,
que eran los que estaban situados en la parte superior, donde eran de
esperar en una carta dirigida a mí, escritos con la caligrafía
infantil y torpe de mi madre.
Fui al ordenador y
lo comprobé en internet: justo ese día era la festividad de
Qingming.
Me llevé la carta
al centro de la ciudad, a una zona donde sabía que acostumbraban a
aparcar los autobuses turísticos chinos. Fui parando a todos los
turistas, preguntándoles: «¿Nin hui du zhongwen ma?», ¿sabe leer
chino? Llevaba tanto tiempo sin hablar en chino que no estaba seguro
de que me entendieran.
Una joven accedió a
echarme una mano. Nos sentamos juntos en un banco y me leyó la carta
en voz alta. El idioma que llevaba años intentando olvidar regresó
a mí, y sentí que las palabras penetraban en mi interior,
atravesando la piel, atravesando los huesos, hasta atenazar mi
corazón.
Hijo:
Hace mucho que no
hablamos. Te enfadas tanto cuando trato de tocarte que no me atrevo.
Y creo que a lo mejor este dolor que ahora siento de continuo puede
ser algo grave.
Así que he
decidido escribirte. Voy a escribir en los animales de papel que hice
para ti y que tanto te gustaban.
Los animales
dejarán de moverse cuando yo deje de respirar. Pero si te escribo
con todo mi corazón, en este papel, en estas palabras quedará un
poco de mí misma. Y entonces, si piensas en mí en Qingming, cuando
a los espíritus de los que ya han partido se les permite visitar a
sus familias, esos fragmentos de mi ser que dejo tras de mí también
volverán a la vida. Las criaturas que te hice brincarán, correrán
y retozarán de nuevo, y quizás entonces llegues a ver estas
palabras.
Como tengo que
escribir con todo mi corazón, me veo obligada a escribirte en chino.
En todo este
tiempo nunca te conté la historia de mi vida. Cuando eras pequeño,
siempre pensaba que te la contaría de mayor, para que pudieras
entenderla. Pero, por lo que fuese, la oportunidad nunca se presentó.
Nací en 1957, en
un pueblo llamado Sigulu, en la provincia de Hebei. Tanto tu abuelo
como tu abuela provenían de familias campesinas muy pobres y tenían
pocos parientes. Pocos años después de que yo naciera, la Gran
Hambruna asoló China, y treinta millones de personas murieron. El
primer recuerdo que tengo es el de despertarme y ver a mi madre
comiendo tierra para llenar el estómago y así poder guardar para mí
los últimos restos de harina.
Las cosas
mejoraron después. Sigulu es famoso por su artesanía de papel
zhezhi, y mi madre me enseñó a hacer animales de papel y a
insuflarles vida. Esta era una magia de carácter práctico habitual
en el día a día del pueblo. Hacíamos pájaros de papel para
ahuyentar los saltamontes de los campos, y tigres para mantener a
raya los ratones. Para el Año Nuevo chino, mis amigos y yo
plegábamos dragones rojos de papel. Nunca olvidaré la imagen de
todos esos dragoncillos surcando los cielos sobre nuestras cabezas,
acarreando tracas de petardos que iban detonando para ahuyentar todos
los malos recuerdos del año anterior. Te hubiera encantado.
Y entonces en
1966 llegó la Revolución Cultural. Todos se volvieron contra todos:
vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos. Alguien se acordó
de que, en 1946, el hermano de mi madre, mi tío, se había marchado
a Hong Kong, donde se había establecido como comerciante. Al tener
un familiar en Hong Kong automáticamente nos convertimos en espías
y enemigos del pueblo, contra los que había que luchar por todos los
medios. Tu pobre abuela… no pudo soportar las vejaciones y se
arrojó a un pozo. Y un día unos muchachos con mosquetes de caza se
llevaron a tu abuelo a rastras al bosque y nunca regresó.
Y ahí me tienes
a mí, una huérfana de diez años. Mi único familiar en el mundo
era mi tío de Hong Kong. Una noche me escabullí y me subí a un
tren de mercancías que se dirigía al sur.
Unos días más
tarde, unos hombres me pillaron robando comida en un campo en la
provincia de Guangdong. Cuando les expliqué que estaba intentando
llegar a Hong Kong se echaron a reír. «Hoy es tu día de suerte.
Nuestro trabajo consiste en llevar niñas a Hong Kong», me dijeron.
Me escondieron en
los bajos de un camión junto a varias niñas más, y nos
introdujeron clandestinamente en Hong Kong.
Nos llevaron a un
sótano y nos dijeron que cuando vinieran los compradores nos
pusiéramos de pie y procuráramos parecer saludables e inteligentes.
Las familias pagaban una cantidad para acudir al almacén a echarnos
un vistazo y elegir a una de nosotras para «adoptarla».
A mí me escogió
la familia Chin, para que cuidara de sus dos hijos. Me levantaba
todas las mañanas a las cuatro para preparar el desayuno. Bañaba a
los niños y les daba de comer. Compraba la comida. Me encargaba de
hacer la colada y de barrer el suelo. Iba detrás de los críos de
acá para allá y obedecía todos sus caprichos. Por la noche, a la
hora de dormir, me encerraban en la despensa. Si era lenta o me
equivocaba en algo, me pegaban. Si los niños hacían algo mal, me
pegaban. Si me pillaban intentando aprender inglés, me pegaban.
«¿Para qué
quieres aprender inglés?», me preguntaba el señor Chin. «¿Es que
quieres ir a la policía? Les contaremos que eres de la China
continental y que has entrado ilegalmente en Hong Kong. Estarán
encantados de poder encerrarte en la cárcel.»
Viví así
durante seis años. Un día, una anciana que me vendía pescado por
las mañanas en el mercado me llevó a un lado.
«Conozco a otras
chicas como tú, me dijo. ¿Cuántos años tienes ahora?, ¿dieciséis?
Un día, tu dueño se emborrachará, te mirará y te atraerá hacia
él sin que tú puedas hacer nada por impedirlo. Su esposa se
enterará, y entonces sí que descubrirás lo que es vivir en el
infierno. Tienes que dejar esta vida. Sé de alguien que puede
ayudarte.»
Me contó que
había estadounidenses que querían esposas asiáticas. Si sabía
cocinar, limpiar y cuidar a mi marido norteamericano, él me
proporcionaría una buena vida. Era mi única esperanza. Y así fue
como acabé formando parte del catálogo junto con todas esas
mentiras, y como conocí a tu padre. No es una historia muy
romántica, pero es mi historia.
En nuestra
pequeña ciudad de Connecticut yo me sentía sola. Tu padre era
amable y cariñoso conmigo, y le estaba muy agradecida. Pero nadie me
entendía y yo no entendía nada.
¡Y entonces
naciste tú! Cómo me alegré cuando al mirarte la cara vi rasgos de
mi madre, de mi padre y de mí misma… Yo había perdido a toda mi
familia, a todo Sigulu, había perdido todo lo que conocía y amaba.
Pero ahí estabas tú, y tu rostro era la prueba de que todo eso era
real, de que no me lo había inventado.
Ya tenía a
alguien con quien hablar. Te enseñaría mi idioma y los dos juntos
podríamos reconstruir una pequeña parte de todo lo que había amado
y perdido. Cuando me dijiste tus primeras palabras, en chino y con el
mismo acento de mi madre y mío, lloré durante horas. Cuando te hice
tus primeros animales zhezhi y te echaste a reír, sentí que todas
las tribulaciones del mundo habían desaparecido.
Creciste un poco
más, e incluso empezaste a poder echar una mano cuando tu padre y yo
hablábamos entre nosotros. Por fin me sentía en casa y tenía una
buena vida. Aunque me hubiera gustado tener a mis padres conmigo para
haber podido cocinar para ellos y proporcionarles también una buena
vida. Pero hacía tiempo que mis padres ya no estaban en este mundo.
¿Sabes cuál es el sentimiento más triste según los chinos? Cuando
por fin un hijo siente el deseo de cuidar de sus padres, y entonces
se da cuenta de que hace ya mucho que no están con él.
Hijo, sé que no
te gustan tus ojos chinos, que son mis ojos. Sé que no te gusta tu
cabello chino, que es mi cabello. Ahora bien, ¿puedes comprender la
enorme felicidad que me proporcionó tu mera existencia? ¿Y puedes
comprender cómo me sentí cuando dejaste de dirigirme la palabra y
te negaste a que te hablara en chino? Sentí que volvía a perderlo
todo de nuevo.
¿Por qué no
quieres hablarme, hijo? Con este dolor me cuesta escribir.
La joven me devolvió
el papel. No pude mirarla a la cara.
Sin levantar la
vista, le pedí que me ayudara a trazar debajo de la carta de mi
madre el carácter para ai. Lo escribí en la hoja una y otra vez,
entrelazando los trazos de mi bolígrafo con las palabras de mi
madre.
La joven levantó la
mano y la apoyó en mi hombro. Luego se incorporó y se marchó,
dejándome a solas con mi madre.
Siguiendo los
dobleces fui plegando el papel de nuevo hasta rehacer a Laohu. Lo
coloqué sobre mi brazo, contra el pecho, y, con él ronroneando,
emprendimos el camino a casa.
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