Está ese hombre que acecha
por la mirilla. Pero no lo hace del modo en que lo haría cualquiera,
no; él mira desde fuera hacia adentro. Erguido frente a la puerta,
anuda las manos en la espalda y adelanta la cabeza. Luego pega un
ojo, el izquierdo, y cierra el otro, el derecho, y así permanece
largo rato. Los vecinos que invaden el portal lo miran consternados.
Unos se acercan y le acarician el lomo, otros le lustran los zapatos,
los más afectados le estiran los faldones de la camisa. Algunos
incluso regresan al cabo con una olla de lentejas y la dejan a sus
pies. A todo esto, el hombre permanece inmóvil. De vez en cuando, la
pupila de su único ojo abierto, el izquierdo, se dilata como un
fogonazo, y por un momento pareciera que hubiera visto algo, acaso
una silueta atisbada al trasluz, pero enseguida recobra su tamaño
anterior. Esto los días pares.
....
Los
días impares está ese hombre que se aparta de la mirilla y desata
las manos para posarlas sobre la puerta, a la altura de los hombros.
Gira entonces la cara y aplica una oreja, la derecha, contra la
madera veteada, y así permanece mucho tiempo. Los vecinos que llegan
al portal lo miran afligidos. Unos se arriman y le atusan el pelo,
otros alinean el felpudo contra la puerta, los más desolados le
cosen el dobladillo del pantalón. Algunos incluso vuelven al cabo y
aproximan sus labios a la oreja desocupada, la izquierda, y adaptan a
Pavese en un susurro: “Vendrá el futuro y tendrá sus ojos”, le
dicen con un hilo de voz; a lo que el hombre responde en un tono
también inaudible: “Pero no los míos”; y retoma su silencio
como si tal cosa. Esto los días impares.
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