viernes, 2 de octubre de 2020

Creía que éramos hombres. Jon Bilbao.

Entre los dos -él y yo- arrancamos aquel pulpo de su escondrijo entre las rocas. Tentáculo a tentáculo. Entre nubes de tinta.
La varilla del arpón lo había atravesado por donde se unían dos extremidades. Si tirábamos con fuerza la carne se desgarraría y perderíamos la presa. Y no queríamos perderla. Era grande. Calculé seis kilos. Quizá siete. Aunque bajo el agua parecía mayor. Todo tentáculos y ventosas.
Por el empeño que él ponía en que no escapara, su estimación era similar. En todo el tiempo que llevábamos practicando la pesca submarina nunca habíamos visto un pulpo de tal tamaño.
En cuanto sintió la varilla se propulsó a una oquedad entre rocas rugosas, perfecto asidero para él. Dimos un tirón seco para impedírselo. Eso provocó la primera descarga de tinta. El campo ante las gafas de buceo se volvió negro, después verde petróleo. Cuando recuperamos la visión, el pulpo tenía medio cuerpo en la oquedad y un ojo color azufre nos observaba fijamente.
Él se acercó y disparó su arpón desde donde era imposible fallar. La punta de la varilla alcanzó al pulpo, y también la roca que había tras él. Hubo un tintineo. La varilla rebotó como un yoyó. Había entrado y salido del pulpo sin dejar marca distinguible ni conseguir que se soltara.
No había tiempo para cargar de nuevo el arpón. Además, la punta estaría mellada.
Hicimos turnos para respirar. Uno sostenía el arpón que retenía la pieza mientras el otro subía a la superficie, tomaba aire y se lanzaba de nuevo contra el pulpo. No quedaba otra opción que sacarlo de allí con las manos. Los tentáculos se estiraban como chicle. Se lastraba abrazando piedras del fondo. Hubo dos nuevas descargas de tinta, tan densas como la primera. La cuarta y última fue apenas un salivazo.
Nos costó tanto lograr que se soltara, nuestros sentidos concentrados sólo en ello, que no vimos aproximarse la tormenta. Cada vez que salíamos a respirar el cielo estaba más gris, pero no habíamos prestado importancia al hecho. Hasta que, estando los dos bajo el agua, sentimos crecer un rumor lejano, una inquietud nueva nos recorrió la esplada y miramos hacia arriba y la superficie del mar estaba hiviendo.
Fue entonces cuando el pulpo decidió soltarse. Subió con nosotros a la superfice, prendido del arpón, todo su cuerpo desplegado como las varillas de un paraguas, con piedras y trozos de algas en las ventosas, completamente vivo.
Escupimos las boquillas de los tubos y respiramos hondo. El horizonte estaba negro como la tinta. El repiqueteo de las gotas apenas dejaba oír los gtrueno. Con el pulpo frenando nuestro avance nadamos hacia la orilla. De reojo vimos caer los primeros rayos.
Nuestras cosas estaban en la base de un acantilado de pizarra, más allá del alcance de la marea. Entre el agua y la pared se extendía un breve trecho de suelo rocoso. Tan pronto tocamos fondo nos sacamos las aletas y corrimos hacia allí. Llevábamos el pulpo cogido por el cuello. Se nos abrazaba. En otras circunstancias lo habríamos azotado contra una roca. Pero la lluvia caía con fuerza y el mar se estaba encrespando rápidamente. Le arrancamos la varilla y lo metimos en una bolsa de malla junto con el resto de la pesca del día.
Mientras yo cerraba la bolsa él se liberó del cinturón con los plomos. Dedicó un vistazo a la turbiedad del horizonte. Permanecía con un pie apoyado en una peña y las manos en las caderas. Sorbió con fuerza por la nariz y escupió hacia la orilla. Sin perder la calma dijo:
-Tiene mala pinta.
Para salir de allí teníamos que bordear el acantilado por su base. Por un lado había medio kilómetro hasta la salida. Era la vía más accesible, con el terreno más regular, aunque parte del trayecto debía cubrirse a nado, incluso cuando la marea estaba baja.
Por el otro lado el recorrido era más corto pero también más accidentado, trescientos metros de rocas apiladas, resultado de los innumerables derrumbes sufridos por el acantilado. Algunas de ellas grandes como casas.
Nos decidimos por este camino.
Tres rayos descargaron mar adentro en rápida sucesión. Miramos las varillas metálicas de nuestros arpones. Sería mejor dejarlos, no fuera que termináramos achicharrados. Los escondimos junto con el resto de las cosas bajo una gran losa de pizarra. Nos quedamos con los trajes de neopreno. Eran gruesos, nos protegerían del frío. Los habíamos comprado juntos. El mismo modelo. Bajo el agua apenas nos distinguíamos uno del otro.
Antes de salir de allí a toda prisa cogimos la bolsa con la pesca.
La lluvia disolvía los excrementos de las gaviotas y cormoranes adheridos a las rocas. No había otro rastro de las aves. A diferencia de nosotros habían presentido la tormenta y huido a tiempo a sus dormideros.
Aunque habíamos hecho aquel camino otras veces y creíamos conocerlo bien, bajo la tormenta se presentaba por completo diferente. La lluvia entorpecía la visión y volvía las rocas resbaladizas. Olas cada vez mayores rompían a escasos metros. Nos alcanzaban salivazos de espuma.
Costaba dar con puntos de apoyo. Varias veces nos fuimos al suelo. Nos golpeamos en codos y rodillas. Jadeábamos por el esfuerzo. Más de dos horas en el agua y después aquello. La bolsa con la pesca oscilaba como enloquecida y el pulpo asomaba los tentáculos por los agujeros de la malla.
El acantilado trazaba una curva interminable. No nos dejaba ver el final del camino.
Entonces, en tan sólo un instante, la tormenta dobló su fuerza. Fue como si una segunda masa de nubes se hubiera situado sobre la primera y descargara a través de ella. La lluvia se multiplicó, las gotas se volvieron más gruesas y casi rebotaban contra las rocas.
Cayó otro rayo en el agua, lo bastante cerca como para apreciar la nube de vapor que se alzó donde golpeó la superficie.
Mientras remontaba una roca plana e inclinada, él resbaló y se deslizó un buen trecho. Se detuvo de golpe contra el suelo. Se cogió un tobillo y farfulló algo.
-¿Estás bien? -grité a través de la lluvia.
Dijo que sí, que esólo necesitaba un momento.
Aproveché la pausa para mirar atrás y no pude creer lo poco que habíamos avanzado.
-¿Vamos? -volví a gritar.
Él aguardó unos instantes, todavía encogido y apretando los dientes, y respondió.
-Vamos.
Se puso de pie. Rodeó la roca por un camino que no era mucho mejor. Yo hice lo mismo. Progresábamos ayudándonos de pies y manos y también de las rodillas.
De pronto estalló un fogonzao a nuestras espaldas. Por puro instinto nos lanzamos hacia delante al mismo tiempo que un crujido atronador sacudía el acantilado.
Aterrizamos como muñecos entre las rocas.
Manchas negras y rojas me bailaban frente a los ojos. Estaba tendido de espaldas. Cortinas de polvo de pizarra se desprendían del acantilado. Y del lugar donde habíamos dejado nuestras cosas se elevaba una espiral de polvo y vapor.
Me incorporé sobre un codo. A unos metros de mí él hacía lo mismo. Le temblaba la mandíbula. Se había golpeado contra las rocas y dos cortes le abrían la frente. Tenía la cara cubierta de sangre. Emitía unos sonidos entrecortados. Estaba llorando. Lo miré y él me miró del mismo modo. Capté entonces un gusto metálico. Me llevé una mano a la cara y la retiré roja. Me llevé la otra mano al otro lado de la cara y quedó también manchada de sangre. Mis cortes estaban en el cuero cabelludo. Y también lloraba como un niño.
Alguno de los dos preguntó al otro si podía moverse. El otro respondió que sí.
Retomamos el camino arrastrándonos más que caminando. Nos dolía todo el cuerpo, pero el miedo a otro rayo nos hacía apresurarnos.
Perdida toda dignidad, nos deslizábamos sobre el estómago cuando era necesario y también cuando no lo era. Los trajes de neopreno terminaron destrozados.
Llegamos así a la salida del acantilado. Un camino fácil hasta los coches, que cubrimos cojeando.
Evitamos mirarnos uno al otro. Tampoco nos preguntamos si estábamos bien. Caminábamos, luego lo estábamos.
Nos despedimos con un gesto de la cabeza.
La llave de mi coche estaba bajo la carrocería, fijada a un imán. No me preocupó empapar el asiento ni ensuciarlo de sangre.
La tormenta no había amainado lo más mínimo. Parecía dispuesta a conservar su intensidad indefinidamente. El mar se había vuelto del mismo color que el acantilado, negro brillante.
Entonces me di cuenta de que ninguno de los dos llevaba la bolsa con la pesca. La habíamos perdido cuando el rayo nos derribó.
La lluvia se prolongó sin tregua durante dos días. Se produjeron cortes en el suministro eléctrico y desbordamientos. Las playas quedaron cubiertas de madera y de deriva y basura arrastrada por las riadas, incluidos los cuerpo de varios animales de granja, pelados e hinchados como odres de vino.
A los dos tuvieron que darnos puntos de sutura. Aparte de eso sólo sufrimos magulladuras.
-Habéis tenido mucha suerte -nos decían.
En cuanto amainó el cielo, volvimos al acantilado. Deshicimos el camino que habíamos recorrido bajo la tormenta. En el lugar donde habíamos dejado nuestras cosas no encontramos nada. Las olas se las habían llevado. A la losa de pizarra bajo la que habíamos escondido los equipos de pesca le faltaba una proción de buen tamaño y los bordes de la fractura estaban pulidos y brillantes.
A varios metros dimos con uno de los arpones, atrapado bajo una peña. Estaba fundido. Una hez de plástico y metal. Imposible distinguir si era el suyo o el mío. Al igual que los trajes, eran también del mismo modelo.
Después de aquello nos vimos cada vez menos. Nos trasladamos a ciudades diferentes. Pasaron los meses. Él se casó.
A su mujer no le gustaba que bucease, opinaba que era peligroso, así que lo fue dejando.
Yo también lo dejé. Cuando alguien me preguntaba al respecto lo achacaba a una perforación de tímpano que me impedía sumergirme.
Han pasado varios años. Aún hablamos por teléfono, pero nos cuidamos de no mencionar lo que vimos bajo la tormenta.
Cuando pienso en ello prefiero detenerme en otra imagen: la del pulpo abandonado. Cómo mediante efectivas contorsiones se libera de la bolsa de malla y se aleja sobre las rocas lubricadas por la lluvia. Cómo se desliza hasta el abrigo de un charco salado. Y cómo desde allí, sin prisa alguna, contempla la grandeza de la tormenta con sus ojos primitivos y carentes de parpadeo.


 

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