Entre los dos -él y yo- arrancamos aquel pulpo de su escondrijo
entre las rocas. Tentáculo a tentáculo. Entre nubes de tinta.
La varilla del arpón
lo había atravesado por donde se unían dos extremidades. Si
tirábamos con fuerza la carne se desgarraría y perderíamos la
presa. Y no queríamos perderla. Era grande. Calculé seis kilos.
Quizá siete. Aunque bajo el agua parecía mayor. Todo tentáculos y
ventosas.
Por el empeño que
él ponía en que no escapara, su estimación era similar. En todo el
tiempo que llevábamos practicando la pesca submarina nunca habíamos
visto un pulpo de tal tamaño.
En cuanto sintió la
varilla se propulsó a una oquedad entre rocas rugosas, perfecto
asidero para él. Dimos un tirón seco para impedírselo. Eso provocó
la primera descarga de tinta. El campo ante las gafas de buceo se
volvió negro, después verde petróleo. Cuando recuperamos la
visión, el pulpo tenía medio cuerpo en la oquedad y un ojo color
azufre nos observaba fijamente.
Él se acercó y
disparó su arpón desde donde era imposible fallar. La punta de la
varilla alcanzó al pulpo, y también la roca que había tras él.
Hubo un tintineo. La varilla rebotó como un yoyó. Había entrado y
salido del pulpo sin dejar marca distinguible ni conseguir que se
soltara.
No había tiempo
para cargar de nuevo el arpón. Además, la punta estaría mellada.
Hicimos turnos para
respirar. Uno sostenía el arpón que retenía la pieza mientras el
otro subía a la superficie, tomaba aire y se lanzaba de nuevo contra
el pulpo. No quedaba otra opción que sacarlo de allí con las manos.
Los tentáculos se estiraban como chicle. Se lastraba abrazando
piedras del fondo. Hubo dos nuevas descargas de tinta, tan densas
como la primera. La cuarta y última fue apenas un salivazo.
Nos costó tanto
lograr que se soltara, nuestros sentidos concentrados sólo en ello,
que no vimos aproximarse la tormenta. Cada vez que salíamos a
respirar el cielo estaba más gris, pero no habíamos prestado
importancia al hecho. Hasta que, estando los dos bajo el agua,
sentimos crecer un rumor lejano, una inquietud nueva nos recorrió la
esplada y miramos hacia arriba y la superficie del mar estaba
hiviendo.
Fue entonces cuando
el pulpo decidió soltarse. Subió con nosotros a la superfice,
prendido del arpón, todo su cuerpo desplegado como las varillas de
un paraguas, con piedras y trozos de algas en las ventosas,
completamente vivo.
Escupimos las
boquillas de los tubos y respiramos hondo. El horizonte estaba negro
como la tinta. El repiqueteo de las gotas apenas dejaba oír los
gtrueno. Con el pulpo frenando nuestro avance nadamos hacia la
orilla. De reojo vimos caer los primeros rayos.
Nuestras cosas
estaban en la base de un acantilado de pizarra, más allá del
alcance de la marea. Entre el agua y la pared se extendía un breve
trecho de suelo rocoso. Tan pronto tocamos fondo nos sacamos las
aletas y corrimos hacia allí. Llevábamos el pulpo cogido por el
cuello. Se nos abrazaba. En otras circunstancias lo habríamos
azotado contra una roca. Pero la lluvia caía con fuerza y el mar se
estaba encrespando rápidamente. Le arrancamos la varilla y lo
metimos en una bolsa de malla junto con el resto de la pesca del día.
Mientras yo cerraba
la bolsa él se liberó del cinturón con los plomos. Dedicó un
vistazo a la turbiedad del horizonte. Permanecía con un pie apoyado
en una peña y las manos en las caderas. Sorbió con fuerza por la
nariz y escupió hacia la orilla. Sin perder la calma dijo:
-Tiene mala pinta.
Para salir de allí
teníamos que bordear el acantilado por su base. Por un lado había
medio kilómetro hasta la salida. Era la vía más accesible, con el
terreno más regular, aunque parte del trayecto debía cubrirse a
nado, incluso cuando la marea estaba baja.
Por el otro lado el
recorrido era más corto pero también más accidentado, trescientos
metros de rocas apiladas, resultado de los innumerables derrumbes
sufridos por el acantilado. Algunas de ellas grandes como casas.
Nos decidimos por
este camino.
Tres rayos
descargaron mar adentro en rápida sucesión. Miramos las varillas
metálicas de nuestros arpones. Sería mejor dejarlos, no fuera que
termináramos achicharrados. Los escondimos junto con el resto de las
cosas bajo una gran losa de pizarra. Nos quedamos con los trajes de
neopreno. Eran gruesos, nos protegerían del frío. Los habíamos
comprado juntos. El mismo modelo. Bajo el agua apenas nos
distinguíamos uno del otro.
Antes de salir de
allí a toda prisa cogimos la bolsa con la pesca.
La lluvia disolvía
los excrementos de las gaviotas y cormoranes adheridos a las rocas.
No había otro rastro de las aves. A diferencia de nosotros habían
presentido la tormenta y huido a tiempo a sus dormideros.
Aunque habíamos
hecho aquel camino otras veces y creíamos conocerlo bien, bajo la
tormenta se presentaba por completo diferente. La lluvia entorpecía
la visión y volvía las rocas resbaladizas. Olas cada vez mayores
rompían a escasos metros. Nos alcanzaban salivazos de espuma.
Costaba dar con
puntos de apoyo. Varias veces nos fuimos al suelo. Nos golpeamos en
codos y rodillas. Jadeábamos por el esfuerzo. Más de dos horas en
el agua y después aquello. La bolsa con la pesca oscilaba como
enloquecida y el pulpo asomaba los tentáculos por los agujeros de la
malla.
El acantilado
trazaba una curva interminable. No nos dejaba ver el final del
camino.
Entonces, en tan
sólo un instante, la tormenta dobló su fuerza. Fue como si una
segunda masa de nubes se hubiera situado sobre la primera y
descargara a través de ella. La lluvia se multiplicó, las gotas se
volvieron más gruesas y casi rebotaban contra las rocas.
Cayó otro rayo en
el agua, lo bastante cerca como para apreciar la nube de vapor que se
alzó donde golpeó la superficie.
Mientras remontaba
una roca plana e inclinada, él resbaló y se deslizó un buen
trecho. Se detuvo de golpe contra el suelo. Se cogió un tobillo y
farfulló algo.
-¿Estás bien?
-grité a través de la lluvia.
Dijo que sí, que
esólo necesitaba un momento.
Aproveché la pausa
para mirar atrás y no pude creer lo poco que habíamos avanzado.
-¿Vamos? -volví a
gritar.
Él aguardó unos
instantes, todavía encogido y apretando los dientes, y respondió.
-Vamos.
Se puso de pie.
Rodeó la roca por un camino que no era mucho mejor. Yo hice lo
mismo. Progresábamos ayudándonos de pies y manos y también de las
rodillas.
De pronto estalló
un fogonzao a nuestras espaldas. Por puro instinto nos lanzamos hacia
delante al mismo tiempo que un crujido atronador sacudía el
acantilado.
Aterrizamos como
muñecos entre las rocas.
Manchas negras y
rojas me bailaban frente a los ojos. Estaba tendido de espaldas.
Cortinas de polvo de pizarra se desprendían del acantilado. Y del
lugar donde habíamos dejado nuestras cosas se elevaba una espiral de
polvo y vapor.
Me incorporé sobre
un codo. A unos metros de mí él hacía lo mismo. Le temblaba la
mandíbula. Se había golpeado contra las rocas y dos cortes le
abrían la frente. Tenía la cara cubierta de sangre. Emitía unos
sonidos entrecortados. Estaba llorando. Lo miré y él me miró del
mismo modo. Capté entonces un gusto metálico. Me llevé una mano a
la cara y la retiré roja. Me llevé la otra mano al otro lado de la
cara y quedó también manchada de sangre. Mis cortes estaban en el
cuero cabelludo. Y también lloraba como un niño.
Alguno de los dos
preguntó al otro si podía moverse. El otro respondió que sí.
Retomamos el camino
arrastrándonos más que caminando. Nos dolía todo el cuerpo, pero
el miedo a otro rayo nos hacía apresurarnos.
Perdida toda
dignidad, nos deslizábamos sobre el estómago cuando era necesario y
también cuando no lo era. Los trajes de neopreno terminaron
destrozados.
Llegamos así a la
salida del acantilado. Un camino fácil hasta los coches, que
cubrimos cojeando.
Evitamos mirarnos
uno al otro. Tampoco nos preguntamos si estábamos bien. Caminábamos,
luego lo estábamos.
Nos despedimos con
un gesto de la cabeza.
La llave de mi coche
estaba bajo la carrocería, fijada a un imán. No me preocupó
empapar el asiento ni ensuciarlo de sangre.
La tormenta no había
amainado lo más mínimo. Parecía dispuesta a conservar su
intensidad indefinidamente. El mar se había vuelto del mismo color
que el acantilado, negro brillante.
Entonces me di
cuenta de que ninguno de los dos llevaba la bolsa con la pesca. La
habíamos perdido cuando el rayo nos derribó.
La lluvia se
prolongó sin tregua durante dos días. Se produjeron cortes en el
suministro eléctrico y desbordamientos. Las playas quedaron
cubiertas de madera y de deriva y basura arrastrada por las riadas,
incluidos los cuerpo de varios animales de granja, pelados e
hinchados como odres de vino.
A los dos tuvieron
que darnos puntos de sutura. Aparte de eso sólo sufrimos
magulladuras.
-Habéis tenido
mucha suerte -nos decían.
En cuanto amainó el
cielo, volvimos al acantilado. Deshicimos el camino que habíamos
recorrido bajo la tormenta. En el lugar donde habíamos dejado
nuestras cosas no encontramos nada. Las olas se las habían llevado.
A la losa de pizarra bajo la que habíamos escondido los equipos de
pesca le faltaba una proción de buen tamaño y los bordes de la
fractura estaban pulidos y brillantes.
A varios metros
dimos con uno de los arpones, atrapado bajo una peña. Estaba
fundido. Una hez de plástico y metal. Imposible distinguir si era el
suyo o el mío. Al igual que los trajes, eran también del mismo
modelo.
Después de aquello
nos vimos cada vez menos. Nos trasladamos a ciudades diferentes.
Pasaron los meses. Él se casó.
A su mujer no le
gustaba que bucease, opinaba que era peligroso, así que lo fue
dejando.
Yo también lo dejé.
Cuando alguien me preguntaba al respecto lo achacaba a una
perforación de tímpano que me impedía sumergirme.
Han pasado varios
años. Aún hablamos por teléfono, pero nos cuidamos de no mencionar
lo que vimos bajo la tormenta.
Cuando pienso en
ello prefiero detenerme en otra imagen: la del pulpo abandonado. Cómo
mediante efectivas contorsiones se libera de la bolsa de malla y se
aleja sobre las rocas lubricadas por la lluvia. Cómo se desliza
hasta el abrigo de un charco salado. Y cómo desde allí, sin prisa
alguna, contempla la grandeza de la tormenta con sus ojos primitivos
y carentes de parpadeo.
viernes, 2 de octubre de 2020
Creía que éramos hombres. Jon Bilbao.
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