Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes,
en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el
periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad:
para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar
estudios de Arte Dramático apenas existíamos.
Ésa fue nuestra
suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos,
no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos
ignoraban.
Allí estábamos,
ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja,
tiritando bajo nuestros grises paletós, tratando de parecer alegres
en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del
encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ése
fuera un día muy feliz.
Llevábamos una
semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el
aprendiza de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni
mal.
La noche anterior,
en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar.
Éramos los bichos raros de Instituto de Arte de Moscú. Los otros
estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en
sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué
hacíamos allí, ni cómo habíamos llegado, ni les importaba para
qué.
Con resignación,
nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, con
camas sólo para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única
ventana lleno de garabatos en inglés, y de cuyo techo pendía una
bombilla de caurenta watts, fundida.
Pedimos otra cama y
una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga
lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos de la
administración y, de vuelta al 216, vimos entrabierta la puerta de
otro cuarto.
Llamamos, y nade
contestó. Entramos, y allí conseguimos la cama que nos hacía falta
y una bombilla nueva. Nos llevamos también un samovar, sin que de
momento nos importara demasiado que no supiésemos cómo usarlo.
Ése fue nuestro
primer día allí. A la semana, borrachos y decididos a regresar a
Cuba, escuchamos aquellos golpes desesperados en nuestra puerta.
Abrimos, y así apareció Masha en nuestras vidas: el cabello rubio,
muy corto, revuelto; los ojos azules, muy claros, asustados; los
senos pequeños, de pezones duros, desnudos.
Entró, cerró sin
mirarnos y pasó el seguro, agitada la respiración. Recostó la
espalda en la puerta, y se deslizó hasta el suelo, sin decir una
palabra, cubriéndose el pecho.
Nosotros
permanecimos quietos, silenciosos, hasta que Tomás se le acercó con
una cobija entre las manos, y la arropó allí mismo, en el suelo.
Ella le dejó hacer, y luego se hizo un ovillo sobre la alfombra de
la entrada, con la cobija de Tomás.
Guardamos la
botella, apagamos la luz, y cada quien se fue a su cama en silencio.
Sabíamos que algo terrible acababa de suceder, pero también
sabíamos que ninguno de los tres quería saber qué fue.
A la mañana
siguiente nos despertó el olor del té recién hecho y el rumor del
samovar contra las maderas del piso de la habitación. Masha sirvió
las tazas y nos invitó a desayunar.
Descendimos del
metro en la estación Komsomolskaya, y salimos a la avenida, guiados
por Masha, que en el trayecto no paró de sonreír.
Sería un día
feliz, nos prometió después del desayuno, sin comentar ni una
palabra sobre la noche anterior, y sin que ninguno de los tres se
atreviera a preguntarle nada.
El frío se colaba
entre nuestras ropas. Pese a los guantes, los gorros, las bufandas,
nos punzaba el cuerpo. Lo sentíamos especialmente en los oídos, la
frente, los labios, y dábamos constantes resbalones sobre la nieve
sucia y dura como un cristal bajo nuestros pies.
Así llegamos,
entumecidos, a la Plaza roja.
Nos hicimos ésa y
muchas fotos, aunque sólo ésa imprimimos después. Las demás
quedaron desenfocadas, o el encuadre era pésmo, o el rebote de la
luz en la nieve quemó el negativo. Pero en aquélla, nuestra única
foto, parecíamos alegres de verdad. Masha nos indicó las posiciones
que debíamos adoptar, contra qué fondo pararnos, desde qué ángulo
quería que miráramos a la cámara.
Luego nos invitó a
un café en la Plaza Pushkin, y allí pidió kvas para los
cuatro. Sentados al calor de ese local cerrado, entre el humo de los
cigarrillos de los habituales, Masha comenzó a hablar.
Primero sólo dijo
nimiedades, cosas que olvidamos de inmediato: el nombre de la aldea
donde nació, su preferencia por ciertos tipos de infusiones, el deso
de vivir en otro país.
Luego se sacó el
abrigo, lo dobló sobre sus piernas, se acodó en él y, en voz muy
baja y por primera vez en español, nos dijo, sin mirar a ninguno de
los tres sino a un punto indeterminado en la avenida, a través de
los cristales a nuestras espaldas:
-Muchachos, yo
quiero irme a Cuba. ¿Cuál de los tres se casará conmigo?
Soltamos una
carcajada al unísono, y Masha rió también, con aquellos ojos que
pareciera podía anudarse tras su nuca. La hilaridad fue pasando, y
Masha bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el mantel.
Hicimos silencio, y
ella levantó el rostro hacia nosotros, los ojos brillosos, llenos de
lágrimas:
-Díganme,
muchachos, ¿cuál se casará conmigo?
Masha no estudiaba
en el Instituto, pero solía pernoctar allí. Después de esa noche,
muchas otras llamó a nuestra puerta, y le dejábamos entrar. Siempre
llegaba con flores, que ponía en un búcaro que ella misma trajo y
dejó en una esquina del cuarto, en el suelo, junto al samovar, y
traía pastelillos, galletas, golosinas, cualquier cosa que sirviera
para acompañar el té.
A retazos, fuimos
componiendo la hisotria de Masha: su padre era cubano como nosotros,
y también había estudiado en el Instituto, del cual fue una especie
de alumno modelo, graduado con diploma de oro muchos años atrás.
Nos dijo su nombre,
pero no conocíamos a ningún teatrista nuestro que se llamara así.
Aventuramos que tal vez era alguien de provincias, desconocido en la
capital.
Otra probabilidad
era que su padre jamás hubiera regresado a Cuba, quizá abandonó el
vuelo de retorno a la Isla en la escala de su avión en Canadá, y
desde allí podría haber ido a dar a cualquier rincón del mundo.
Pero eso no se lo quisimos decir.
Su madre ingresó al
Instituto justo en el año en que aquel cubano iba a terminar sus
estudios. No fueron novios, ni siquiera se conocieron durante el
curso. Todo pasó en la noche de la graduación del cubano, y a la
mañana siguiente la madre tomó el tren de vuelta a la aldea, para
sus vacaciones.
Nunca regresó al
Instituto. Cuando debía volver a Moscú, ya su embarazo era
evidente, y el padre la abofeteó a la entrada de la casa y tiró sus
pocas cosas sobre la hierba del jardín.
La madre se marchó,
nunca se supo adónde, y sólo una vez regresó a la aldea, un año
después. Sin llamar a la puerta de la casa, dejó a la bebé en el
portal y se volvió a ir.
Así se lo contó su
abuela, a los dieciocho años, cuando Masha decidió mudarse a Moscú.
En la ciudad probó suerte en varios oficios, en los que duraba un
mes o dos, de los que siempre la echaban. Un día alguien la
confundió con una prostituta y le preguntó su tarifa.
Masha no era
demasiado cara, por lo que supimos. Ella lo prefería así, y
conservar su independencia, sin tener encima a la milicia ni a nadie
que mirara por su seguridad y por ello cargara con la mitad de sus
ganancias, y encima disfrutara gratis de sus favores.
Al Instituto iba
porque allí la clientela era menos desagradable, y por la esperanza
de alguna vez tener noticias de su padre, o de conocer a alguien con
quien largarse a cualquier otro país.
Podían pasar dos y
hasta tres semanas entre una y otra visita de Masha, y también tenía
temporadas de venir casi un día sí y otro no. Igual, de pronto
aparecía cargada de comida y permanecía en el cuarto un día detrás
del otro, sin salir para nada. En esos días se ocupaba de lavar
nuestra ropa, incluso si estaba limpia, quitaba el polvo, dejaba
reluciente el samovar. Luego, sin un aviso, sin una señal, volvía a
desasaparecer.
Las noches que
pasaba con nosotros eran noches de charla y té. Al momento de
dormir, ella se metía en la cama de alguno, nunca al azar sino
siempre en un orden que jamás falló, aunque hubiera pasado más de
un mes desde la última vez.
Una noche en que
tocó la puerta muy suavemente, cuando abrimos, la encontramos
sonriente: traía una radio casetera en las manos. Entró mirándonos
por encima del hombro, con cara maliciosa, puso música y comenzó a
bailar.
Bailamos con ella
los tres, reímos al verla intentar bailar nuestros sones, se burlaba
ella cuando nosotros la queríamos seguir en una polka.
Llevábamos semanas
esperándola, extrañándola. En algún momento de la madrugada le
pedimos que cerrara los ojos. Que estirara las manos al frente. Le
teníamos una sorpresa guardada desde varios días atrás.
Masha cerró los
ojos, y extendió sus manos abiertas. Pusimos un sobre cerrado en sus
manos. Debía adivinar qué contenía. No era dinero. No era una
foto. No era una entrada al Teatro Bolshói.
Desesperada,
sonriente, nerviosa, Masha rasgó el sobre, y se quedó mirando
aquello que tenía en las manos, sin comprender.
Era una copia de la
llave de nuestro cuarto.
Fue como si aquel
pedazo de metal le quemara las manos. Lo arrojó de sí, comenzó a
gritar, histérica, a llorar, y nos golpeaba con los puños cerrados.
Luego dio un portazo
y se largó.
Nos quedamos mudos,
mirándonos sin entender. Un par de horas después, en medio de la
madrugada, Masha regresó, silenciosa. Buscó en el suelo de la
habitación hasta encontrar la llave, y con ella en las manos nos
besó en los labios a los tres, algo que nunca volvió a hacer.
Luego nos dijo:
-Discúlpenme,
muchachos, nunca he tenido la llave de ningún lugar.
Ninguno de nosotros
tuvo sexo con Masha, aunque ella siempre se desnudaba para dormir. Lo
tres, y cada uno a su manera, la queríamos y, aunque nunca lo
hablamos, sabíamos que el único modo de conservarla y conservar la
alegría que su aparición traía era dejar las cosas así.
Comenzando el
verano, una noche, Masha abrió la puerta del cuarto cuando ya
estábamos acostados. Tomás, al sentirla, encendió la luz, pero
ella se lanzó sobre el interruptor y apagó la bombilla otra vez.
Alcanzamos a ver sus
ropas rasgadas y varios moretones en el rostro, pero ninguno se animó
a preguntar.
Quedamos en
silencio. Sólo se escuchaban en la habitación los bajos quejidos de
Masha, que no se metió en la cama de ninguno, sino que se tiró
sola, sobre la alfombra.
Antes del amanecer,
antes de que una gota de luz atravesara la ventana del cuarto, Masha
habló:
-Llévenme con
ustedes, muchachos. Seré la perra fiel del que me haga su esposa.
No contestamos. No
nos movimos siquiera en nuestras camas.
Sin esperar la
salida del sol, Masha abandonó la habitación, sin decirnos nada
más. Los tres sospechamos que esta vez demoraría en regresar.
Tres días más
tarde fuimos citados a la administración. Esperábamos que en algún
momento seríamos requeridos, que alguien nos exigiría explicaciones
por la presencia de Masha en nuestro cuarto.
La administradora ni
nos invitó a sentar, leyó nuestros nombres en un documento, y luego
nos lo entregó. Tardamos un rato en comprender.
En el documento se
nos informaba que el convenio de estudios había sido cancelado y
teníamos una semana para abandonar el Instituto.
Nos parecía
absrudo, a alguien se le estaba yendo la mano con ese castigo, Masha
era sólo una buena amiga, intentamos explicarle a la administadora,
pero ella nos interrumpió.
-¿Masha? ¿A quién
le importa vuestra Masha? Éste es un aviso del Gobierno de la
República Rusa. O pagan, o se van. Esa Masha no tiene nada que ver.
En el consulado nos
tranquilizaron.
Ya estaban al tanto,
también ellos habían sido informados, habían comunicado la
situación a La Habana, y estaban a la espera de una solución.
El propio cónsul
nos dijo:
-Deben confiar en la
Revolución. La Revolución no les dará la espalda en un momento
así.
En el Instituto,
cuando concluyó la semana de plazo, hicieron la vista gorda y nos
dejaron estar sin decirnos nada más. Algún que otro profesor se nos
acercó, interesándose por nuestra situación. Varios alumnos
organizaron una colecta: querían pagarnos de sus bolsillos los
estudios. Lo supinos cuando llamaron a nuestra puerta, para
entregarnos el dinero recaudado.
Eso nos conmovió,
por una vez sentimos que en verdad existíamos para ellos, pero les
contestamos que no era necesario, que nuestro Gobierno encontraría
una solució, y no les aceptamos el dinero.
En el fondo,
temíamos que aquello, lejos de ayudar, pudiera complicar más el
asunto.
Entonces fuimos
citados al consulado.
Nos hicieron pasar a
una oficina, donde nos esperaba un funcionario al que no habíamos
visto nunca antes. Nos explicó cuánto se había deteriorado la
situación política en la Unión Soviética y los costos que eso
estaba representando para sus relaciones con Cuba. Nosotros mismos
estábamos siendo víctimas de eso.
Al terminar, nos
entregó nuestros pasaportes y boletos de avión para regresar a La
Habana la noche siguiente. También nos dio algunos rublos, para
cualquier eventualidad.
Antes de salir de
allí nos recordó:
-A las siete en
punto un auto de la embajada los recogerá y los llevará al
aeropuerto.
En el cuarto
recogimos nuestras cosas, sin dirigirnos la palabra. Recordábamos
que apenas a una semana de llegar nos queríamos ir.
Sin embargo, algo
había cambiado, algo había pasado en esos meses. Ya no queríamos
regresar. Pero ahí estábamos, empacando nuestras pocas cosas.
Luis, al terminar,
preguntó qué haríamos con la radio casetera. Estuvimos de acuerdo
en que se la llevara él. Tomás se llevaría el samovar.
Al levantar el
samovar del sueo, Tomás descubrió allí la llave de Masha. Así
supimos que esa madrugada ella nos abandonó para no volver jamás.
Yo me traje a Cuba
la foto donde aparentamos estar felices, sobre la nieve de la Plaza
Roja. En la foto sólo estamos Luis, Tomás y yo, pero cada vez que
la veo siento que al otro lado está Masha mirándonos, siempre
risueña, tratando de darnos el imposible de su felicidad.
Cosecha Ñ. 2010.
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