miércoles, 18 de noviembre de 2020

Moscú, Masha y la felicidad. Ernesto Pérez Castillo.

Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes, en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad: para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar estudios de Arte Dramático apenas existíamos.
Ésa fue nuestra suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos, no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos ignoraban.
Allí estábamos, ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja, tiritando bajo nuestros grises paletós, tratando de parecer alegres en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ése fuera un día muy feliz.
Llevábamos una semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el aprendiza de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni mal.
La noche anterior, en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar. Éramos los bichos raros de Instituto de Arte de Moscú. Los otros estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué hacíamos allí, ni cómo habíamos llegado, ni les importaba para qué.
Con resignación, nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, con camas sólo para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única ventana lleno de garabatos en inglés, y de cuyo techo pendía una bombilla de caurenta watts, fundida.
Pedimos otra cama y una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos de la administración y, de vuelta al 216, vimos entrabierta la puerta de otro cuarto.
Llamamos, y nade contestó. Entramos, y allí conseguimos la cama que nos hacía falta y una bombilla nueva. Nos llevamos también un samovar, sin que de momento nos importara demasiado que no supiésemos cómo usarlo.
Ése fue nuestro primer día allí. A la semana, borrachos y decididos a regresar a Cuba, escuchamos aquellos golpes desesperados en nuestra puerta. Abrimos, y así apareció Masha en nuestras vidas: el cabello rubio, muy corto, revuelto; los ojos azules, muy claros, asustados; los senos pequeños, de pezones duros, desnudos.
Entró, cerró sin mirarnos y pasó el seguro, agitada la respiración. Recostó la espalda en la puerta, y se deslizó hasta el suelo, sin decir una palabra, cubriéndose el pecho.
Nosotros permanecimos quietos, silenciosos, hasta que Tomás se le acercó con una cobija entre las manos, y la arropó allí mismo, en el suelo. Ella le dejó hacer, y luego se hizo un ovillo sobre la alfombra de la entrada, con la cobija de Tomás.
Guardamos la botella, apagamos la luz, y cada quien se fue a su cama en silencio. Sabíamos que algo terrible acababa de suceder, pero también sabíamos que ninguno de los tres quería saber qué fue.
A la mañana siguiente nos despertó el olor del té recién hecho y el rumor del samovar contra las maderas del piso de la habitación. Masha sirvió las tazas y nos invitó a desayunar.


Descendimos del metro en la estación Komsomolskaya, y salimos a la avenida, guiados por Masha, que en el trayecto no paró de sonreír.
Sería un día feliz, nos prometió después del desayuno, sin comentar ni una palabra sobre la noche anterior, y sin que ninguno de los tres se atreviera a preguntarle nada.
El frío se colaba entre nuestras ropas. Pese a los guantes, los gorros, las bufandas, nos punzaba el cuerpo. Lo sentíamos especialmente en los oídos, la frente, los labios, y dábamos constantes resbalones sobre la nieve sucia y dura como un cristal bajo nuestros pies.
Así llegamos, entumecidos, a la Plaza roja.
Nos hicimos ésa y muchas fotos, aunque sólo ésa imprimimos después. Las demás quedaron desenfocadas, o el encuadre era pésmo, o el rebote de la luz en la nieve quemó el negativo. Pero en aquélla, nuestra única foto, parecíamos alegres de verdad. Masha nos indicó las posiciones que debíamos adoptar, contra qué fondo pararnos, desde qué ángulo quería que miráramos a la cámara.
Luego nos invitó a un café en la Plaza Pushkin, y allí pidió kvas para los cuatro. Sentados al calor de ese local cerrado, entre el humo de los cigarrillos de los habituales, Masha comenzó a hablar.
Primero sólo dijo nimiedades, cosas que olvidamos de inmediato: el nombre de la aldea donde nació, su preferencia por ciertos tipos de infusiones, el deso de vivir en otro país.
Luego se sacó el abrigo, lo dobló sobre sus piernas, se acodó en él y, en voz muy baja y por primera vez en español, nos dijo, sin mirar a ninguno de los tres sino a un punto indeterminado en la avenida, a través de los cristales a nuestras espaldas:
-Muchachos, yo quiero irme a Cuba. ¿Cuál de los tres se casará conmigo?
Soltamos una carcajada al unísono, y Masha rió también, con aquellos ojos que pareciera podía anudarse tras su nuca. La hilaridad fue pasando, y Masha bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el mantel.
Hicimos silencio, y ella levantó el rostro hacia nosotros, los ojos brillosos, llenos de lágrimas:
-Díganme, muchachos, ¿cuál se casará conmigo?


Masha no estudiaba en el Instituto, pero solía pernoctar allí. Después de esa noche, muchas otras llamó a nuestra puerta, y le dejábamos entrar. Siempre llegaba con flores, que ponía en un búcaro que ella misma trajo y dejó en una esquina del cuarto, en el suelo, junto al samovar, y traía pastelillos, galletas, golosinas, cualquier cosa que sirviera para acompañar el té.
A retazos, fuimos componiendo la hisotria de Masha: su padre era cubano como nosotros, y también había estudiado en el Instituto, del cual fue una especie de alumno modelo, graduado con diploma de oro muchos años atrás.
Nos dijo su nombre, pero no conocíamos a ningún teatrista nuestro que se llamara así. Aventuramos que tal vez era alguien de provincias, desconocido en la capital.
Otra probabilidad era que su padre jamás hubiera regresado a Cuba, quizá abandonó el vuelo de retorno a la Isla en la escala de su avión en Canadá, y desde allí podría haber ido a dar a cualquier rincón del mundo. Pero eso no se lo quisimos decir.
Su madre ingresó al Instituto justo en el año en que aquel cubano iba a terminar sus estudios. No fueron novios, ni siquiera se conocieron durante el curso. Todo pasó en la noche de la graduación del cubano, y a la mañana siguiente la madre tomó el tren de vuelta a la aldea, para sus vacaciones.
Nunca regresó al Instituto. Cuando debía volver a Moscú, ya su embarazo era evidente, y el padre la abofeteó a la entrada de la casa y tiró sus pocas cosas sobre la hierba del jardín.
La madre se marchó, nunca se supo adónde, y sólo una vez regresó a la aldea, un año después. Sin llamar a la puerta de la casa, dejó a la bebé en el portal y se volvió a ir.
Así se lo contó su abuela, a los dieciocho años, cuando Masha decidió mudarse a Moscú. En la ciudad probó suerte en varios oficios, en los que duraba un mes o dos, de los que siempre la echaban. Un día alguien la confundió con una prostituta y le preguntó su tarifa.
Masha no era demasiado cara, por lo que supimos. Ella lo prefería así, y conservar su independencia, sin tener encima a la milicia ni a nadie que mirara por su seguridad y por ello cargara con la mitad de sus ganancias, y encima disfrutara gratis de sus favores.
Al Instituto iba porque allí la clientela era menos desagradable, y por la esperanza de alguna vez tener noticias de su padre, o de conocer a alguien con quien largarse a cualquier otro país.


Podían pasar dos y hasta tres semanas entre una y otra visita de Masha, y también tenía temporadas de venir casi un día sí y otro no. Igual, de pronto aparecía cargada de comida y permanecía en el cuarto un día detrás del otro, sin salir para nada. En esos días se ocupaba de lavar nuestra ropa, incluso si estaba limpia, quitaba el polvo, dejaba reluciente el samovar. Luego, sin un aviso, sin una señal, volvía a desasaparecer.
Las noches que pasaba con nosotros eran noches de charla y té. Al momento de dormir, ella se metía en la cama de alguno, nunca al azar sino siempre en un orden que jamás falló, aunque hubiera pasado más de un mes desde la última vez.
Una noche en que tocó la puerta muy suavemente, cuando abrimos, la encontramos sonriente: traía una radio casetera en las manos. Entró mirándonos por encima del hombro, con cara maliciosa, puso música y comenzó a bailar.
Bailamos con ella los tres, reímos al verla intentar bailar nuestros sones, se burlaba ella cuando nosotros la queríamos seguir en una polka.
Llevábamos semanas esperándola, extrañándola. En algún momento de la madrugada le pedimos que cerrara los ojos. Que estirara las manos al frente. Le teníamos una sorpresa guardada desde varios días atrás.
Masha cerró los ojos, y extendió sus manos abiertas. Pusimos un sobre cerrado en sus manos. Debía adivinar qué contenía. No era dinero. No era una foto. No era una entrada al Teatro Bolshói.
Desesperada, sonriente, nerviosa, Masha rasgó el sobre, y se quedó mirando aquello que tenía en las manos, sin comprender.
Era una copia de la llave de nuestro cuarto.
Fue como si aquel pedazo de metal le quemara las manos. Lo arrojó de sí, comenzó a gritar, histérica, a llorar, y nos golpeaba con los puños cerrados.
Luego dio un portazo y se largó.
Nos quedamos mudos, mirándonos sin entender. Un par de horas después, en medio de la madrugada, Masha regresó, silenciosa. Buscó en el suelo de la habitación hasta encontrar la llave, y con ella en las manos nos besó en los labios a los tres, algo que nunca volvió a hacer.
Luego nos dijo:
-Discúlpenme, muchachos, nunca he tenido la llave de ningún lugar.


Ninguno de nosotros tuvo sexo con Masha, aunque ella siempre se desnudaba para dormir. Lo tres, y cada uno a su manera, la queríamos y, aunque nunca lo hablamos, sabíamos que el único modo de conservarla y conservar la alegría que su aparición traía era dejar las cosas así.
Comenzando el verano, una noche, Masha abrió la puerta del cuarto cuando ya estábamos acostados. Tomás, al sentirla, encendió la luz, pero ella se lanzó sobre el interruptor y apagó la bombilla otra vez.
Alcanzamos a ver sus ropas rasgadas y varios moretones en el rostro, pero ninguno se animó a preguntar.
Quedamos en silencio. Sólo se escuchaban en la habitación los bajos quejidos de Masha, que no se metió en la cama de ninguno, sino que se tiró sola, sobre la alfombra.
Antes del amanecer, antes de que una gota de luz atravesara la ventana del cuarto, Masha habló:
-Llévenme con ustedes, muchachos. Seré la perra fiel del que me haga su esposa.
No contestamos. No nos movimos siquiera en nuestras camas.
Sin esperar la salida del sol, Masha abandonó la habitación, sin decirnos nada más. Los tres sospechamos que esta vez demoraría en regresar.


Tres días más tarde fuimos citados a la administración. Esperábamos que en algún momento seríamos requeridos, que alguien nos exigiría explicaciones por la presencia de Masha en nuestro cuarto.
La administradora ni nos invitó a sentar, leyó nuestros nombres en un documento, y luego nos lo entregó. Tardamos un rato en comprender.
En el documento se nos informaba que el convenio de estudios había sido cancelado y teníamos una semana para abandonar el Instituto.
Nos parecía absrudo, a alguien se le estaba yendo la mano con ese castigo, Masha era sólo una buena amiga, intentamos explicarle a la administadora, pero ella nos interrumpió.
-¿Masha? ¿A quién le importa vuestra Masha? Éste es un aviso del Gobierno de la República Rusa. O pagan, o se van. Esa Masha no tiene nada que ver.


En el consulado nos tranquilizaron.
Ya estaban al tanto, también ellos habían sido informados, habían comunicado la situación a La Habana, y estaban a la espera de una solución.
El propio cónsul nos dijo:
-Deben confiar en la Revolución. La Revolución no les dará la espalda en un momento así.
En el Instituto, cuando concluyó la semana de plazo, hicieron la vista gorda y nos dejaron estar sin decirnos nada más. Algún que otro profesor se nos acercó, interesándose por nuestra situación. Varios alumnos organizaron una colecta: querían pagarnos de sus bolsillos los estudios. Lo supinos cuando llamaron a nuestra puerta, para entregarnos el dinero recaudado.
Eso nos conmovió, por una vez sentimos que en verdad existíamos para ellos, pero les contestamos que no era necesario, que nuestro Gobierno encontraría una solució, y no les aceptamos el dinero.
En el fondo, temíamos que aquello, lejos de ayudar, pudiera complicar más el asunto.


Entonces fuimos citados al consulado.
Nos hicieron pasar a una oficina, donde nos esperaba un funcionario al que no habíamos visto nunca antes. Nos explicó cuánto se había deteriorado la situación política en la Unión Soviética y los costos que eso estaba representando para sus relaciones con Cuba. Nosotros mismos estábamos siendo víctimas de eso.
Al terminar, nos entregó nuestros pasaportes y boletos de avión para regresar a La Habana la noche siguiente. También nos dio algunos rublos, para cualquier eventualidad.
Antes de salir de allí nos recordó:
-A las siete en punto un auto de la embajada los recogerá y los llevará al aeropuerto.


En el cuarto recogimos nuestras cosas, sin dirigirnos la palabra. Recordábamos que apenas a una semana de llegar nos queríamos ir.
Sin embargo, algo había cambiado, algo había pasado en esos meses. Ya no queríamos regresar. Pero ahí estábamos, empacando nuestras pocas cosas.
Luis, al terminar, preguntó qué haríamos con la radio casetera. Estuvimos de acuerdo en que se la llevara él. Tomás se llevaría el samovar.
Al levantar el samovar del sueo, Tomás descubrió allí la llave de Masha. Así supimos que esa madrugada ella nos abandonó para no volver jamás.
Yo me traje a Cuba la foto donde aparentamos estar felices, sobre la nieve de la Plaza Roja. En la foto sólo estamos Luis, Tomás y yo, pero cada vez que la veo siento que al otro lado está Masha mirándonos, siempre risueña, tratando de darnos el imposible de su felicidad.

Cosecha Ñ. 2010.
 

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