martes, 3 de marzo de 2015
lunes, 2 de marzo de 2015
Crimen ejemplar. Max Aub. Microrrelato.
Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.
viernes, 27 de febrero de 2015
Los bomberos. Mario Benedetti. Microrrelato.
Olegario
no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy
orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego
decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y
anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la
cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos
de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la
Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y
la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo:
“Es posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron
un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos
tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté
quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo
admiraban.
Los
bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando
doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de
expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de
bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los
preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta,
alguna astilla volaba por los aires.
Con
toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y
luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones
y los abrazos de sus buenos amigos.
jueves, 26 de febrero de 2015
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