Aquel
hombre vio cómo su hijo
cogía
una piedra, tomaba impulso, la lanzaba contra un cristal -que saltó
en pedazos- y salía corriendo.
Recordó
que, treinta y seis años antes, él había hecho exactamente lo
mismo.
Ahora
miró al dueño de la tienda
salir
a toda prisa, quedarse mirando la calle sin gente, y cómo lo invadía
la desesperación por aquella pérdida.
Veía,
por fin, el dolor del hombre al que había humillado treinta y seis
años antes.
Lo
vio lamentarse en la misma calle burlona y sucia.
Pensó.
¿Cuántas
veces tiene que repetirse esto?
Porque
cada uno de nosotros ha de aprenderlo
todo
de
nuevo.
viernes, 14 de julio de 2017
jueves, 13 de julio de 2017
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego.
Cuando conocí a mi
madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.
Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.
La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.
La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.
Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego, 1998.
Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.
La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.
La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.
Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.
La noche de las doscientas estrellas. Nicolás Casariego, 1998.
miércoles, 12 de julio de 2017
El sonido del tren. Eva Sánchez Palomo.
Muy al norte de
Brasil, en lo más recóndito de la jungla amazónica, entre el verde
exuberante, la quietud y el silencio interrumpido por los gritos de
los titís, juega un grupo de niños yanomamis.
El más mayor de ellos, con el cuerpo decorado de pinturas rituales, boca y nariz atravesadas por pequeñas flechas de palmera, corre perseguido por los demás niños frente a la choza inmensamente circular de su tribu. Sus pies descalzos golpean el suelo repleto de ramas cortadas mientras se mueve imitando a la perfección el movimiento y el sonido de un tren de mercancías. Los demás niños avanzan detrás de él, como pequeñas vagonetas sin descanso.
Lo espeluznante de la escena no es la inocencia de los niños, sino comprender que allí, en la selva sin caminos, en esa vorágine verdosa, en ese inaccesible laberinto de flora retorcida; es absurdo ni siquiera concebir la existencia de vías, estaciones, ni, mucho menos, tren.
El más mayor de ellos, con el cuerpo decorado de pinturas rituales, boca y nariz atravesadas por pequeñas flechas de palmera, corre perseguido por los demás niños frente a la choza inmensamente circular de su tribu. Sus pies descalzos golpean el suelo repleto de ramas cortadas mientras se mueve imitando a la perfección el movimiento y el sonido de un tren de mercancías. Los demás niños avanzan detrás de él, como pequeñas vagonetas sin descanso.
Lo espeluznante de la escena no es la inocencia de los niños, sino comprender que allí, en la selva sin caminos, en esa vorágine verdosa, en ese inaccesible laberinto de flora retorcida; es absurdo ni siquiera concebir la existencia de vías, estaciones, ni, mucho menos, tren.
martes, 11 de julio de 2017
Insomnio. Ricardo Álamo.
Homenaje
a Virgilio Piñera
No puedo dormirme. Hace calor. Desde hace horas doy vueltas en la cama. Intento no pensar en nada, poner la mente en blanco, pero realmente no sé poner la mente en blanco. Lo único que consigo pensando que no debo pensar en nada es precisamente que no debo pensar en nada, pensar en nada, pensar en nada, o sea, un mantra. Al final, me canso de repetirlo. Miro la hora que es en el reloj del radio-despertador: las tres y media de la madrugada. Me incorporo. Enciendo la luz y un cigarro. Paseo alrededor de mi cuarto. Busco un libro de cuentos breves y extraordinarios. Lo hojeo. Por casualidad me topo con que uno de los relatos trata precisamente de un hombre que no puede dormir (su insomnio, como el mío, muy persistente) y que también da vueltas en la cama, fuma, lee, pasea, etcétera. A las seis de la mañana, harto de no poder dormir, carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre muere, pero no ha podido quedarse dormido. Ciertamente el insomnio vuelve loco a
cualquiera, pienso antes de pensar dónde demonios habré guardado mi vieja Smith & Wesson.
Imaginarium. Roberto Álamo, 2013.
No puedo dormirme. Hace calor. Desde hace horas doy vueltas en la cama. Intento no pensar en nada, poner la mente en blanco, pero realmente no sé poner la mente en blanco. Lo único que consigo pensando que no debo pensar en nada es precisamente que no debo pensar en nada, pensar en nada, pensar en nada, o sea, un mantra. Al final, me canso de repetirlo. Miro la hora que es en el reloj del radio-despertador: las tres y media de la madrugada. Me incorporo. Enciendo la luz y un cigarro. Paseo alrededor de mi cuarto. Busco un libro de cuentos breves y extraordinarios. Lo hojeo. Por casualidad me topo con que uno de los relatos trata precisamente de un hombre que no puede dormir (su insomnio, como el mío, muy persistente) y que también da vueltas en la cama, fuma, lee, pasea, etcétera. A las seis de la mañana, harto de no poder dormir, carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre muere, pero no ha podido quedarse dormido. Ciertamente el insomnio vuelve loco a
cualquiera, pienso antes de pensar dónde demonios habré guardado mi vieja Smith & Wesson.
Imaginarium. Roberto Álamo, 2013.
lunes, 10 de julio de 2017
Cuna. Isabel González.
Compré
todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete
alcayatas. «Hoy no es mi cumpleaños», me dijiste. «Da igual.
Ábrelo», insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la
pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas.
Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban
alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por
ahí y, cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de
eso. «¿Siete alcayatas?». «Exacto. Siete alcayatas», pronuncio
por vez primera y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi
estómago. Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me
gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a
nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras.
Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que
son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea
circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte.
También una pelota de playa. «¡Vamos, hínchala», te animé. Y
empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado
este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La
posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú,
sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que
explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado
un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre
los dientes. Un motivo que se repetía en el ecuador del balón.
«¡Abre el otro, venga! », te apremié. Suspiraste resignado y tus
dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final,
arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. «¡Mierda!»,
dijiste. Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del
grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y
bebiste del bote. «¡Mierda!», escupías. La situación no dejaba
de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías
de pladur. «Si la alcayata se hubiera sostenido en tus premolares
habríamos podido colgar un cuadro», bromeé. «¡Has vuelto a
beber!», me soltaste. «¡Mira quién habla! El señor que acaba de
echarse un trago de alcohol desinfectante», respondí. Luego me puse
a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es
todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas
de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me
llevé las estándar porque, según el ferretero, valían para
cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa
propones con el dinero que me dejas. Bloqueaste mi cuenta por lo de
mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del Roxi
Palace, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El
otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches
donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó:
«Si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena». Te he
regalado tantas veces la misma cosa... La misma pluma envuelta en
Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de
Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro
beso y, en tu sexo, siempre los mismos labios. Seamos honestos. No
estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha.
Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas
otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio,
esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras:
«Esto sí que es un regalo. Aprende». Y tú tienes que conformarte
con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando
sólo me quedan sesenta céntimos. «Para regalo, por favor», le
digo al ferretero. A base de ponerte algodón entre el labio y la
encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé
de llorar. Entonces me sorprendiste. «Toma», me entregaste otro
sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas
estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la
pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz?
¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer
su red? De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba
en una esquina y al girar daba la impresión de que el perro con el
cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión.
La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano
en mi vientre. «Sólo te necesito a ti», me besaste. Y yo qué sé.
Yo qué sé. Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el
mediodía, iría a misa de una. A dar pena.
Casi tan salvaje. Isabel González, 2012.
Casi tan salvaje. Isabel González, 2012.
domingo, 9 de julio de 2017
Parpadeo. Luis Berastain.
Su
imagen se reflejaba en el escaparate de una conocida tienda y,
mientras el viento movía los faldones de su gabardina, casi
arrancándole el sombrero, parpadeó. En ese instante su reflejo,
dándose la vuelta, fue corriendo hacia la calzada, como si el tiempo
transcurriera y simultáneamente, para él, estuviera detenido.
Permaneció allí, inmóvil, paralizado, mientras su propia imagen
cruzaba la calle, en el mismo momento en que un autobús, saltándose
su parada, le arrolló.
Sintiendo la electricidad recorrer su espalda después de presenciar su propia muerte, al abrir los ojos pudo comprobar que nada de aquello era verdad. Fue hacia el lugar donde tuvo lugar su propio atropello, pero allí no había nada, salvo su sombrero. Se encontraba agachado para recogerlo cuando oyó un bocinazo y un grito. Nada más.
Sintiendo la electricidad recorrer su espalda después de presenciar su propia muerte, al abrir los ojos pudo comprobar que nada de aquello era verdad. Fue hacia el lugar donde tuvo lugar su propio atropello, pero allí no había nada, salvo su sombrero. Se encontraba agachado para recogerlo cuando oyó un bocinazo y un grito. Nada más.
viernes, 7 de julio de 2017
La triste historia de Finia, una gallina enamorada. Gabriel Jiménez Emán.
A
Orlando Flores y Orlando Barreto
Una gallina rara de esas que se alejan de las demás después de comer y se pegan a los alambres del gallinero a hacer la digestión y a reflexionar sobre su triste destino, no es conocida por todos. Cualquiera que la vea ahí, con el pico entre los alambres, susurrando una inaudible canción de amor, debe por reglas del alma, conmoverse.
Busquémosle un nombre para identificarnos con ella: Finia, por ejemplo. Pues bien, Finia, además de ser muy hermosa y muy triste, está también muy enamorada de un gallo que oye cantar todas las mañanas, y deduce que por su canto debe ser el gallo más amoroso y comprensivo de la tierra.
El canto del gallo le traspasa el alma, y ella, encerrada en su triste y húmedo gallinero, llora sin lágrimas, pues ya sabemos que a las gallinas no le salen lágrimas por los ojos, ni siquiera cuando les tuercen el pescuezo.
Finia, al fin, fortalecida por su amor, logra pasar increíblemente por un orificio demasiado estrecho para su cuerpo, rompiéndose así las plumas, parte de la cabeza, e inutilizándose por completo una pata. Después con el plumaje lleno de sangre, espera que despunte el alba y aguarda el canto de su gallo; luego, guiada por su corazón y conducida por el canto más melodioso de la tierra, llega hasta el hogar de su gran gallo, poseedor de sus infinitas ilusiones. Y allí está él, con las alas extendidas al viento y al mundo, con un plumaje que podría desafiar a los pavos reales, con el pico hacia el cielo. Y allí está ella, llorando, porque Finia es la única gallina que ha llorado, y ahora está parada ahí, al final de su vida, porque en ese momento alguien le agarra el pescuezo y se lo tuerce.
Después, el señor de la casa comentará: «Qué gallina más buena», sin saber, ahora ni nunca, que estaba llena de amor hasta los huesos.
Una gallina rara de esas que se alejan de las demás después de comer y se pegan a los alambres del gallinero a hacer la digestión y a reflexionar sobre su triste destino, no es conocida por todos. Cualquiera que la vea ahí, con el pico entre los alambres, susurrando una inaudible canción de amor, debe por reglas del alma, conmoverse.
Busquémosle un nombre para identificarnos con ella: Finia, por ejemplo. Pues bien, Finia, además de ser muy hermosa y muy triste, está también muy enamorada de un gallo que oye cantar todas las mañanas, y deduce que por su canto debe ser el gallo más amoroso y comprensivo de la tierra.
El canto del gallo le traspasa el alma, y ella, encerrada en su triste y húmedo gallinero, llora sin lágrimas, pues ya sabemos que a las gallinas no le salen lágrimas por los ojos, ni siquiera cuando les tuercen el pescuezo.
Finia, al fin, fortalecida por su amor, logra pasar increíblemente por un orificio demasiado estrecho para su cuerpo, rompiéndose así las plumas, parte de la cabeza, e inutilizándose por completo una pata. Después con el plumaje lleno de sangre, espera que despunte el alba y aguarda el canto de su gallo; luego, guiada por su corazón y conducida por el canto más melodioso de la tierra, llega hasta el hogar de su gran gallo, poseedor de sus infinitas ilusiones. Y allí está él, con las alas extendidas al viento y al mundo, con un plumaje que podría desafiar a los pavos reales, con el pico hacia el cielo. Y allí está ella, llorando, porque Finia es la única gallina que ha llorado, y ahora está parada ahí, al final de su vida, porque en ese momento alguien le agarra el pescuezo y se lo tuerce.
Después, el señor de la casa comentará: «Qué gallina más buena», sin saber, ahora ni nunca, que estaba llena de amor hasta los huesos.
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