domingo, 23 de julio de 2017

Vivir para siempre. James George Frazer.

Otro relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve.

Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo.
 

sábado, 22 de julio de 2017

Escabeche. Sergi Pàmies.

Me despierto con unas ganas tremendas de llorar, pero como tengo mucho trabajo decido que ya lloraré más tarde. Salgo hacia la oficina y llego justo a tiempo para la primera reunión del día. Mientras la directora general lee un informe sobre el aumento de costes y el recorte de gastos (o viceversa), dibujo una hoz y un martillo en un bloc de notas. En el estómago sigo sintiendo una bolsa de lágrimas que, tarde o temprano, tendré que reventar. Una vez en mi despacho, les aprieto las tuercas a mis proveedores y reviso los escandallos. A las dos me pongo la americana y salgo rápidamente para no llegar tarde a la cita con la tutora de mi hijo. Llego a la escuela al mismo tiempo que mi ex. Durante la entrevista, la tutora se dirige más a mí que a ella, y eso me incomoda, aunque quizá me fijo en este detalle porque no me apetece escuchar lo que me cuenta. El niño tiene problemas, dice. Se distrae constantemente y muerde a las otras niñas, sobre todo a las —la tutora subraya el adjetivo— subsaharianas. Me comprometo a tomar medidas, aunque sé perfectamente que si el régimen de visitas dictado por el juez sólo me permite verle un fin de semana sí y otro no, no puedo hacer gran cosa. En el momento de despedirnos, mi ex y yo intentamos concretar un día para hablar del asunto con tranquilidad, pero los dos tenemos prisa y lo despachamos con un «ya nos llamaremos» poco convincente. Pese al colapso circulatorio, llego a tiempo a la presentación de un proyecto para un posible nuevo cliente. Expongo estrategias, despliego gráficos y me esfuerzo por deslumbrar al gerente de la empresa candidata a contratar nuestros servicios, que se lleva, intuyo, una buena impresión. A continuación, mi secretaria me pide consejo. Con un hilo de voz autocompasiva, me comenta que le han hecho una oferta de una multinacional y que está planteándose si es o no la oportunidad idónea para cambiar de aires. Como le deseo lo mejor, le recomiendo que acepte el trabajo. Cuando noto que eso la desconcierta, deduzco que sólo utilizaba esta oferta inexistente para conseguir, a través de mí, un aumento de sueldo. Me decepciona pero me lo callo, porque yo también debo de haberla decepcionado alguna vez. Tomo una pastilla vasodilatadora y, antes de marcharme, hablo por teléfono con mi madre («En lugar de ir el domingo, iré el sábado»), mi hermana («Te he mandado las muestras, pero me falta una que todavía no les ha llegado»), y el buzón de voz del capitán del equipo de fútbol sala de la empresa («Llevaré la pelota»). Al llegar a casa, ceno una lata de atún en escabeche y un yogur. Me tumbo en el sofá durante un rato, calculando cuántas horas faltan para el fin de semana con mi hijo. Me quito la ropa en el dormitorio. Delante del espejo, me pellizco los michelines. Me lavo los dientes y me paso un hilo dental hasta que me sangran las encías. Sentado en la cama, sopeso la posibilidad de masturbarme. Lo dejo para otra ocasión. Después de un momento de duda durante el cual me pregunto si me queda algo por hacer y me respondo que no, apago la luz, me acuesto y empiezo a llorar, con la cabeza contra la almohada, para no molestar a los vecinos.

Si te comes un limón sin hacer muecas. Sergi Pàmies, 2007.

jueves, 20 de julio de 2017

Francisca y la muerte. Onelio Jorge Cardoso.

—Santos y buenos días —dijo la Muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:
Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
"Cumplida está" pensó la Muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la Muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la Muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de las flores.
Natural que la Muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la Muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a andar la Muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita —dijo adulona la Muerte.
—Abuela salió temprano —contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
— ¿Y a qué hora regresa? —preguntó la Muerte.
— ¡Quién lo sabe! — dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la Muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.
"¡Chin!", pensó la Muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la Muerte:
— ¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
— ¿Y dónde está el maizal? -preguntó la Muerte.
— Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
— Gracias —dijo secamente la Muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas.
Soltóse la trenza la Muerte y rabió:
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la Muerte se topó con un caminante:
— Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
—Gracias —dijo la Muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la Muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.
— ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
— ¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la Muerte turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca.
—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.
— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la Muerte dijo:
— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
— ¿Y qué más?
— Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
— ¿Digamos qué?
— Filosa.
— ¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
— No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la Muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la Muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la Muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"
Y echó la Muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
— Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
— Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer. 

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 


miércoles, 19 de julio de 2017

Polvo y buitres. Eva Sánchez Palomo.

El sol cae a plomo sobre la plaza desierta. Todo está parado, como en una fotografía, salvo por las sombras de los buitres que juegan a perseguirse sobre los adoquines. El niño mira a las aves, muy arriba, con ese planear cansado y siniestro. Siempre le han asustado los buitres. A veces ha pasado con sus amigos a pocos metros de donde un pequeño grupo devoraba los despojos de algún animal y ha acelerado la marcha, no le gusta pararse a mirarlos y al final lanzarles piedras, como hacen sus amigos.
¿Dónde estarán sus amigos? Seguro que en sus casas, sus padres nos les habrán dejado salir, con esta solana. Estarán a la sombra, mirando la tele o leyendo sus tebeos. Ojalá él pudiera estar ahora a la sombra mirando la tele, pero está sin tele, ni tebeos, y su madre ha salido muy temprano y no volverá hasta el anochecer, y su padre... no sabe quién es su padre ni por qué no está con ellos. Ojalá sus padres no le dejaran salir a la hora de la siesta.
Bota furiosamente la pelota raída contra el suelo, el polvo caliente de la plaza le mancha las zapatillas rotas. Polvo por todas partes, sobre la plaza, sobre sus zapatillas, sobre la encimera de la cocina, sobre la tele inútil, sobre la foto de los abuelos. Polvo que pesa y da ganas de llorar.
“¡Qué asco!”, grita y comienza golpear el balón contra la pared, detrás del banco. Golpea furiosamente, contra el balón, contra sus amigos que no aparecen, contra los buitres que comen carroña, contra el polvo que pesa, contra el padre que no sabe quién es. Los balonazos resuenan estrepitosamente en la pared del edificio. Un señor asoma la cabeza desde el segundo piso y le grita que se vaya, que está prohibido jugar a la pelota en la plaza. El niño se ha sobresaltado ante las voces del vecino, recoge colérico la pelota y, antes de marcharse, sacude la última patada, que golpea ferozmente contra la placa que anuncia el nombre de la plaza y le arranca los tornillos. La placa cae sobre los adoquines resonando con alboroto metálico en la quietud de la tarde. El nombre, “Plaza de la Alegría”, queda boca arriba, encarando insolente el calor de la tarde. 

martes, 18 de julio de 2017

Frecuentación de la muerte. Marco Denevi.

María Estuardo fue condenada a la decapitación el 25 de octubre de 1586, pero la sentencia no se cumplió hasta el 8 de febrero del año siguiente. Esa demora (sobre cuyas razones los historiadores todavía no se han puesto de acuerdo) significó para la infeliz reina un auxilio providencial. Dispuso de ciento cinco días y de ciento cinco noches para imaginar la atroz ceremonia. La imaginó en todos sus detalles, en sus pormenores más ínfimos. Ciento cinco veces salió una mañana de su habitación, atravesó las heladas galerías del castillo de Fotheringhay, llegó al vasto hall central. Ciento cinco veces subió al cadalso, ciento cinco veces el verdugo se arrodilló y le pidió perdón, ciento cinco veces ella le respondió que lo perdonaba y que la muerte pondría fin a sus padecimientos. Ciento cinco veces oró, apoyó la cabeza en el tajo, sintió en la nuca el golpe del hacha. Ciento cinco veces abrió los ojos y estaba viva. Cuando la mañana del 8 de febrero de 1587 el sheriff la condujo hasta el patíbulo, María Estuardo creyó que estaba soñando una vez más la escena de la ejecución. Subió serena al cadalso, perdonó con voz firme al verdugo, oró sin angustia, apoyó sobre el tajo un cuello impasible y murió creyendo que enseguida despertaría de esa pesadilla para volver a soñarla al día siguiente. Isabel, enterada de la admirable conducta de su rival en el momento de la decapitación, se pilló una rabieta.

domingo, 16 de julio de 2017

Paraíso. Eugenio Mandrini.

Un grande silencio, una súbita quietud sobrecoge a la selva. A un paso del ciervo acorralado, el tigre suspende el salto. En las altas ramas los monos dejan de chillar, los ojos ardientes como si miraran el fuego. Los pájaros guardan las alas, cosen sus picos. Las hojas callan su acostumbrado susurro. Nadie camina. Nadie salta. Nadie vuela. Nadie se mueve. Nadie respira. Nadie muere. Allí, el colibrí y la flor, copulan.

 

sábado, 15 de julio de 2017

La bruja. Norberto Luis Romero.

Ahíta después de comerse a Hansel y Gretel, abandonó a toda prisa la casita de chocolate para acudir al palacio de una bella princesa y entregarle un huso que la dejó dormida, de allí a la casa de una tal Caperucita donde le informaron que llegaba tarde y habían puesto a un lobo, corriendo acudió al bosque para ver a Blancanieves y darle una manzana emponzoñada… En su casa, se quitó los pesados zapatos, y mientras descansaba en la mecedora rogó a dios que llegase pronto el realismo…