Usted se comprometió
a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a
entregarlo, listo para su publicación en Quimeras, el lunes próximo.
Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía
no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni
siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en
blanco.
Oiga. ¿Por qué no
se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí,
aquello que le sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del
tren que los llevaba a Bruselas? No sé por qué usted se negó a
aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran
cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de
regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los
ceniceros que se robó de los hoteles. Pero ¿para qué está la
imaginación?
Chejov no
necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna
diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de
psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite
diálogos, más bien mucha introspección, mucho monólogo interior.
Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos por
recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena
tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a
Bruselas, donde los esperaban unos amigos. Ocuparon uno de esos
compartimentos en los trenes europeos que parecen una diligencia del
Far West metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos
asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que da a un
pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted, a su lado. En
el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo
varios minutos en una ciudad intermedia, ya olvidó cuál, pongamos
que Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en
el compartimento y se sentó frente a ustedes pero del lado del
pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de
raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró
durante toda la media hora de reloj que el tren tardó en llegar a
Bruselas.
Ahí está lo
insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que
a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena.
Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se
había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer
sentado unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó
sentado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A
usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin
pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mirada así, media
hora de reloj es una eternidad.
Mientras tanto
ustedes dos ¿qué hacían? Verena simulaba contemplar el paisaje a
través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una
ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la
aparición del tercer pasajero. De lo oque está seguro es de que
Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la
vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra.
Comprendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se
sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted,
se dedicó a vigilar a ese extraño individuo. Primero pensó que era
un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después,
que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una
mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso,
hacerle saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena
era su mujer o su amante y que usted no iba a permitir que ni él ni
nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al
tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro hiciera
un movimiento raro. Solo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a
Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció
inmóvil pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena),
usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por
delante del joven y salieron del compartimiento. En el andén los
amigos les brindaron una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda
al tren. En cambio usted, por encima de la cabeza de los demás, vio
que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio cuerpo
afuera y seguía mirando, ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba
a usted, pero, Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En
seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que
sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y
pobres) materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un
cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor, y
además, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en
Rusia y en la época del último zar? Una imitación de Chejov, por
qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas
y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar
que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks
(campesinos rusos), poetas nihilistas, grandes pasiones que arden
bajo el hielo, etcétera, etcétera. ¿Le gusta? A los lectores de
Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en la
ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás
Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y
Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas
figuras y las respectivas edades inspírese en la realidad, así lo
hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el
físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de
Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los
cincuenta y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los
párpados encapotados. Está bien, está bien, en todo lo demás
diferirán.
Fedora Fedorovna,
por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones
sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado),
sumisa, callada, reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder.
Eso, chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov
más delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto
a Nicolás Nicolaievich, descríbalo melancólico. Usted no es
melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es celoso). Pero
no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la
realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca.
Que se casó con él obligada por los padres, ávidos de casarla con
un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por
Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no
puede ser sino unilateral.
Bueno, todo esto de
la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante.
Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga
bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo
de que su mujer, en cualquier momento, le abandone, se vaya con otro
que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor.
Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora
Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no le
hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol.
Pero, si ella lo abandonase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido.
Alguna vez, borracho, se lo dio a entender. De modo que los lectores
de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está
entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y la
extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Fedora
Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por
Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde
él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree. ¿Si
había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en
aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco saben ni les
interesa. Nadie se fija en esos detalles. Usted escriba que el tren
atravesaba llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino
entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como
modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones
puras, casi adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de
veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a
Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idealista,
nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sensual.
Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho
a la medida para seducir a una mujer como Fedora Fedorovna. ¿Me
comprende? Juventud, apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos
religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho sexo
(recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero
un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el
muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás
Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo
primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se
conocían.
¿Qué es lo que le
da esa pista? El hecho de que le joven, haya aparecido en la puerta
del compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado
buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en camarote, y
cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece y
toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que
buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa sensación, a usted?
Usted nunca lo había pensado. Lo piensa ahora. ¿Por qué ahora?
Vamos, no sea fantasioso. ¿O se lo contagió de golpe la suspicacia
de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se
dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y
el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había
pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto
¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa
de amistades y parientes. A lo menos eso es lo que se supone que
hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún
interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres
luego de mantener largas reuniones con el editor y con el traductor,
o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida
para salir a comer a un restaurante o para presenciar una función de
ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día?
Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le
creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de
sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No
podría ser inglés? Usted qué sabe.
Nicolás
Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que
Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron,
quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que
usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya
y pase. Pero ¿cómo se explica una imprudencia así Nicolás
Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por los celos, acosado
por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la
incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella,
en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo
desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad
presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando,
cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no
pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad intermedia,
digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La
prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al
muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo
aguardando en otro vagón, en otro compartimiento desde que partieron
de Varsovia (de Ostande). Sólo después que dejaron atrás la ciudad
de Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si
usted la analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica:
Fedora Fedorovna y el muchacho habían convenido que ella, durante el
trayecto entre Varsovia y Grodno, ciudad de Lituania a orillas del
Niemen (entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le
revelaría poco a poco la historia de sus amores con el muchacho.
Luego descendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde también
el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora
Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho
volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el
compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se
puso a mirarla con aquellos ojos hipnóticos. Era una manera de
pedirle cuentas, de conminarla a que se decidiese, una forma de
recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que lo cumpliese.
¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el
proceder del joven belga (o inglés). No insinúo que Verena y el
joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se
arrepintió y que por eso él vino al camarote para rescatarla y
llevársela con él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar
algún motivo del extraño comportamiento del muchacho, hemos
encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos
con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de
Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted
recuerda que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su
costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren no había
calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bélgica era gris
(como si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto).
No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada
rato echaba miradas furtivas al pasillo, como si temiese que alguien
se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted lo
dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros y nos arruinen
el viaje en tren?”. Ella no contestó. Todos estos detalles, en la
mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna había
estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven
belga (o inglés, decididamente tenía facha de inglés) entró en el
camarote, Verena no habló más, no se movió más, se dedicó a
mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había
dicho que la deprimía. Sí, ya hemos convenido de que se sentiría
incómoda, furiosa o asustada. No era para menos. En cambio Nicolás
Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se rehúsa a mirar
al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en sus
brazos. Y entonces ocurriría una tragedia: Nicolás Nicolaievich,
extrayendo el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se
suicidaría ahí mismo o los mataría a los dos. Por eso Fedora
Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar
el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla,
pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha
arrepentido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el
mudo mensaje: Vete -le grita Fedorovna al joven-, no nos veremos más.
Y los ojos del muchacho le responden, también a los gritos: “¿Por
qué, por qué? ¿prefieres seguir viviendo al lado de este viejo?”.
El resto del cuento
se ajusta a la realidad: la llegada; San Petersburgo (a Bruselas), la
breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas
del convoy (Nicolaievich piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha
puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y mirando al
marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos, que
Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se
suicida. ¿Demasiado melodramático? No crea. Sería melodramático
en otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué le
ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a
redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar
como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su
personaje, usted descubre ciertos indicios que entonces había pasado
por alto y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por
ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el hotel de
Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de
ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba
cansada, porque extrañaba Buenos Aires, porque Bélgica era
terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella,
en el gélido palacio de su marido, recordando al muchacho del que se
acababa de separar para siempre?
Claro que pronto
Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una
estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en lo que, si usted
tiene alguna sospecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni
en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el
menor comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir
que no se percató de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y
sin embargo se negó a apartar los ojos de la ventanilla? Usted
tampoco le comentó nada. Por discreción. Para no revivir una escena
que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que
en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a
cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo consciente,
silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena
hayan contado todo lo que les sucedió en Europa. Todo, menos la
historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que
Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me
haga reír. Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en
su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no esté tan
seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres
inteligentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como
usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdómenes hinchados y
de musculaturas flácidas, se van detrás de un cuerpo duro y
elástico que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El
episodio del tren en Bélgica es un aviso. Más tarde o más
temprano, Verena descenderá en una estación intermedia y usted
continuará su viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás
Nicolaievich a Fedora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De
todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que,
finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verena lo leería. ¿Y
cuál sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una
anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a
broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel
episodio, que no advierte, en el cuento, su porte real? Confiéselo:
cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al cuento, usted
sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace
bien: no escriba el cuento. ¿pero quién lo salvará, de ahora en
adelante, de sufrir los celos que martirizaron al infeliz Nicolás
Nicolaievich?
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
miércoles, 13 de diciembre de 2017
martes, 12 de diciembre de 2017
El sacrilegio. Eduardo Galeano.
Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de
carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis
están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban
que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.
lunes, 11 de diciembre de 2017
El abuelo Jesús. Eva García.
Mi
abuelo tenía un morirse especial que encandilaba a cualquiera.
Su historial cataléptico comenzó de bebé, cuando mi bisabuela creyó escuchar sus llantos entre los sollozos generales del velatorio y se empeñó en rescatarle del minúsculo ataúd; desde entonces, nunca supieron discernir cuando moría en serio o en broma.
Según relataban, durante la guerra los enemigos fingían dispararle por el mero placer de verle desplomarse con aquel arte y buen fallecer que congraciaba a ambos bandos, fundiéndolos en un aplauso sincero.
Por eso no dimos importancia a que quedara tendido en el jardín, con la flecha de ventosa en la frente, cuando nos llamaron para merendar. Al anochecer, la abuela lo instaló en el salón para que pudiera ver las noticias si despertaba.
Pasados cuatro días sin que tocara el mando a distancia, empezamos a preguntarnos si se habría muerto de verdad, aunque el médico fue incapaz de certificar su defunción definitiva, porque su corazón latía una vez cada dos horas impulsado por la firme convicción de la abuela de que volvería a vivir.
Sin embargo, cuando de la flecha que nadie le había arrancado brotaron hongos azules, yo comprendí que ya estaba cansado de morir tantas veces por nosotros.
Eva García. Esta noche te cuento. Septiembre 2014.
Su historial cataléptico comenzó de bebé, cuando mi bisabuela creyó escuchar sus llantos entre los sollozos generales del velatorio y se empeñó en rescatarle del minúsculo ataúd; desde entonces, nunca supieron discernir cuando moría en serio o en broma.
Según relataban, durante la guerra los enemigos fingían dispararle por el mero placer de verle desplomarse con aquel arte y buen fallecer que congraciaba a ambos bandos, fundiéndolos en un aplauso sincero.
Por eso no dimos importancia a que quedara tendido en el jardín, con la flecha de ventosa en la frente, cuando nos llamaron para merendar. Al anochecer, la abuela lo instaló en el salón para que pudiera ver las noticias si despertaba.
Pasados cuatro días sin que tocara el mando a distancia, empezamos a preguntarnos si se habría muerto de verdad, aunque el médico fue incapaz de certificar su defunción definitiva, porque su corazón latía una vez cada dos horas impulsado por la firme convicción de la abuela de que volvería a vivir.
Sin embargo, cuando de la flecha que nadie le había arrancado brotaron hongos azules, yo comprendí que ya estaba cansado de morir tantas veces por nosotros.
Eva García. Esta noche te cuento. Septiembre 2014.
lunes, 4 de diciembre de 2017
El viejo del puente. Ernest Hemingway.
Un viejo con gafas
de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un
lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo
atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros
tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando
dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de
las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda
prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los
tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba
demasiado cansado para continuar.
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Solo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabre cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo de usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo solo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Solo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Solo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabre cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo de usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo solo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Solo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.
domingo, 26 de noviembre de 2017
La niña. Juan Ramón Jiménez.
La
niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda,
hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le
habían puesto una tarjeta que decía: «Sabe hablar algunas palabras
en español. Quizá alguien español la quiera».
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
-¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver? La niña miraba al suelo.
-¿Ser nice?-Y todos se reían-. Me custa el socolate. -Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. «No tiene nada», decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando,
la niña se sintió morir.Y dijo:
-Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
-¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver? La niña miraba al suelo.
-¿Ser nice?-Y todos se reían-. Me custa el socolate. -Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. «No tiene nada», decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando,
la niña se sintió morir.Y dijo:
-Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.
jueves, 23 de noviembre de 2017
Territorios. Hipólito G. Navarro.
Yo,
de perro, la verdad es que no me ando con pamplinas. Nada de micción
en tronco de árbol o señal de tráfico, nada de sólida esquina de
edificio, nada de esos llamativos adoquines de los alcorques. Si hay
que marcar un territorio, señalar un dominio, ¿qué porvenir tengo
de perro meando en mi barrio y adyacentes?, ¿cuántos barrios puede
cubrir la meada de un perro? Yo voy más allá, no me ando con
chiquitas ni provincianismos. Me especializo en ruedas de vehículos
(tapacubos, llantas y neumáticos), y de últimas no meo ruedas a
tontas y a locas, así como así, no. Distingo ya perfectamente las
matrículas, dosifico, me expando. Adoro esas matrículas de colores
extranjeros, amarillas, azules, verdes…
miércoles, 22 de noviembre de 2017
Diario de bar. Roberto Bolaño y A. G. Porta.
Jueves, 8 de febrero
de 1979
Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado. Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que era chileno?
Viernes, 9 de febrero de 1979
Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.
Sábado, 10 de febrero de 1979
Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.
Domingo, 11 de febrero de 1979
En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era triste, pero no lo pensó.
Lunes, 12 de febrero de 1979
Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.
Martes, 13 de febrero de 1979
Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.
Miércoles, 14 de febrero de 1979
En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.
Jueves, 15 de febrero de 1979
Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.
Viernes, 16 de febrero de 1979
Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.
Sábado, 17 de febrero de 1979
Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con cara de sueño.
Domingo, 18 de febrero de 1979
La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público. Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.
Lunes, 19 de febrero de 1979
Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta. Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si abajo estuviera el mar.
Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.
Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado. Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que era chileno?
Viernes, 9 de febrero de 1979
Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.
Sábado, 10 de febrero de 1979
Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.
Domingo, 11 de febrero de 1979
En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era triste, pero no lo pensó.
Lunes, 12 de febrero de 1979
Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.
Martes, 13 de febrero de 1979
Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.
Miércoles, 14 de febrero de 1979
En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.
Jueves, 15 de febrero de 1979
Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.
Viernes, 16 de febrero de 1979
Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.
Sábado, 17 de febrero de 1979
Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con cara de sueño.
Domingo, 18 de febrero de 1979
La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público. Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.
Lunes, 19 de febrero de 1979
Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta. Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si abajo estuviera el mar.
Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.
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