Si
hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas
se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos
momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las
discusiones y las escenas de familia.
¡Qué
desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de
compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni
un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe
conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se
producen a cada instante.
Mientras
algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan
como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza,
se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier
cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los
deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de
ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus
infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro
nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los
habitantes del cementerio.
De
nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas
irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan
en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas
de suicidarnos nuevamente.
Aunque
parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta
mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por
lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De
pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a
alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene
término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se
rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago
que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se
amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se
amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va
a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni
el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta
el sueño para siempre.
¡Ah,
si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede
vivir!
martes, 26 de diciembre de 2017
domingo, 24 de diciembre de 2017
Murmullos del corazón. Juan Armando Epple.
Al
principio pensó que era una arritmia, y pidió una cita con el
cardiólogo.
Este lo hizo caminar por una escala móvil, luego le midió los latidos y el pulso.
-La verdad es que se escucha algo raro, le dijo. Necesitamos otro examen.
Lo pusieron en el nuevo scanner que había llegado de Estados Unidos, capaz de detectar las variaciones más imperceptibles del corazón.
El scanner pudo registrar unos murmullos en desorden, algunas risas, el final de una frase, larga amistad, un quejido que se confundía con una puerta giratoria.
Para leerte mejor, Juan Armando Epple, 2010.
Este lo hizo caminar por una escala móvil, luego le midió los latidos y el pulso.
-La verdad es que se escucha algo raro, le dijo. Necesitamos otro examen.
Lo pusieron en el nuevo scanner que había llegado de Estados Unidos, capaz de detectar las variaciones más imperceptibles del corazón.
El scanner pudo registrar unos murmullos en desorden, algunas risas, el final de una frase, larga amistad, un quejido que se confundía con una puerta giratoria.
Para leerte mejor, Juan Armando Epple, 2010.
sábado, 23 de diciembre de 2017
Nada es igual. Orlando Romano.
La
gota de lluvia baja raudamente por el vidrio del ventanal, como si
desesperara por suicidarse. Cuando él estaba conmigo estas cosas tan
tristes no ocurrían.
miércoles, 20 de diciembre de 2017
Sur: Latitud 13. Ángel Satiesteban.
Atrás, en el
horizonte, sólo se veía el humo negro que se desprendía de los
camiones. El avión se había retirado y temíamos que regresara para
una acción de remate. En medio de nuestra prisa y el miedo, pudimos
rescatar un herido. Era inútil el intento de arreglar el radio,
estábamos incomunicados con el mando, dijo el radista. Quedamos ocho
soldados y el capitán de la compañía que a última hora había
decidido acompañarnos en la misión. Entonces ordenó la marcha para
intentar el regreso a nuestra unidad.
Medina, que viene a mi lado arrastrando un pie herido, me pasa un cigarro; le doy una cachada y así va de boca en boca hasta que el calor nos quemas los labios. De repente me doy cuenta de que han saltado el turno de Argüelles, el Violinista; pero él no protesta. Su único interés es su violín y lo tiene bajo el brazo que le sangra por la herida. Recuerdo que íbamos delante de los camiones y cuando sentimos el ruido del avión nos tiramos bajo las matas sin pensar en otra cosa que no fuera salvarnos, dejando todo menos las armas. Yo apretaba el AK contra mi cuerpo. Otros se lo ponían sobre la cabeza mientras mordían ya la chapilla. Eso yo no lo hago porque estoy seguro de que aquí no me van a partir; antes de salir para acá la vieja me dio un resguardito que viene con todos los hierros; al principio no quería traerlo por los comentarios y las burlas, pero como no pesa y es chiquito me convenció. Y aquí lo tengo. Pero Argüelles abrazó su violín como un comemierda mientra el AK le colgaba de su espalda, estorbándole. A veces me da lástima, creo que está jodido de la cabeza. Se unió al grupo nuestro y a algunos no les agradó, lo miran como a un niño bitongo. Nadie le dirige la palabra y creo que tampoco le hace falta.
Caminando nos sorprende la luna. Acampamos a la orilla de un finísimo hilo de agua. Se preparan las pocas latas de conserva que pudo salvar Crespo en su mochila. Rápidamente se comienza a sentir un olor que nos llena la boca de saliva. En un silencio total miramos las etiquetas de las latas vacías. Al fin, a una señal del capitán, nos acercamos a recibir nuestra parte. El Violinista hace lo contrario, echa a andar y desaparece tosiendo como una sombra blanca entre los árboles. Pero nadie le hace caso. Seguimos hipnotizados con el olor de las raciones. Entonces, traída por el viento, y desde algún lugar indefinible, nos llega una música hermosa y triste, primero débil, lejana, y paulatinamente se va haciendo más intensa. Nos miramos sin saber qué pasa. De repente dejamos de comer, de movernos, y elevamos la mirada al fondo de esta inmensa oscuridad que nos cubre, y que nos hace implorar que amanezca, para saber que todo no ha sido más que una pesadilla. Así quedamos unos segundos inmóviles, hasta que Eladio se queja, no entiende por qué dejaron venir a cumplir misión a un hombre tan raro. Pero a Eladio le dicen que el Violinista nada más come de la buena y con servilleta porque nunca prueba su rancho, y que por eso está como está, flaco y amarillento: es sólo gafas y violín. Ríen, y yo digo que en el campamento era igual, siempre me llamó la atención, el tipo es así. Otro interrumpe porque el herido no quiere probar la comida, tiene fiebre y delira, nos previene de los aviones. Todos, alrededor de la camilla, lo vemos regresar con el violín a cuestas, sentarse en el mismo sitio de antes, como siempre, en silencio. Da la impresión de que no se ha movido nunca de ese lugar.
Por la mañana decidimos seguir sin rumbo, encontrar alguna aldea. No sabemos qué es preferible, dónde peligramos menos; si aquí, perdidos en esta selva, vigilando las cobras para evitar que se nos metan por las botas y el pantalón mientras se intenta dormir, o encontrar la hospitalidad de algún kimberio lleno de kwachas, acechándonos con balas y cuchillos. Seguimos caminando, aprovechando las últimas fuerzas; el cansancio nos entra por los poros, por la respiración, por cada pensamiento. Siempre la misma fatiga, la que no repartieron en Cuba a la partida ni encontramos en todo el viaje en barco. Simplemente nos recibió cuando desembarcamos en esta tierra de magia negra; se nos ha metido dentro como un virus, y hay más en cada bolsillo para los peores momentos. Nuestros pasos son más cortos e indecisos. Los árboles escupen las últimas hojas de la temporada; los gajos, movidos por el viento, nos parecen una burla del camino. Esto es un laberinto donde el más precavido fue dejando caer semillas a cada paso para poder regresar, y resulta que si me dan un chance no paro hasta meterme en la cama con la vieja y pedirle que me castigue como antes, que no me deje salir a jugar a la guerra con los amiguitos del barrio, que esos no son juegos de niños sino caprichos de los adultos. A mis hijos nunca voy a comprarles pistolas ni escopetas. Y miro atrás, buscando alguna semilla, y sólo veo casquillos de balas, latas de conservas lamidas y oxidadas; al final nuestros enemigos, o nosotros, sus enemigos, ya me da igual, no somos más que pulgarcitos tratando de vencer al monstruo que somos nosotros mismos, que parimos estas escenas.
Llevamos varias horas caminando sin que aparezca un ser humano, una señal, un aliento de la más mínima civilización. Siento el mal olor de la pierna ya azulada de Medina, que en su arrastrar desesperante traza una raya en el camino, semeja una babosa y me provoca asco, pena y risa que trato de ocultar. Miro hacia atrás, hay varios rezagados, vuelvo la cabeza, parece que muy violentamente, y siento mareos, voy a perder el equilibrio, voy a caer, cuando nuevamente, aquella música que antes salía del cielo, ahora brota con extraña fuerza del violín de Argüelles, y me detengo, respiro hondo y comienzo a sudar la fatiga. Crespo nos mira, ¡como si el momento fuera para musiquitas! Pero todo comienza a cambiar porque sentimos un leve temblor en los pies que se mueven y se mueven, los huevos se me erizan y me excito con el roce de las piernas, y junto con él, el resto del cuerpo se estira también. Hemos vuelto a unirnos. Nadie lo ha mirado ni le decimos nada. Seguimos caminando porque ésa es la orden, caminar hasta algún lugar…
Nadie señala, la vemos, pero tememos que sea una alucinación. Todavía inseguros nos acercamos al borde de la casa. La madera carcomida. Por orden del jefe la rodeamos, y se adelanta hasta la misma puerta y llama. Una escopeta de dos cañones lo recibe apuntándole a la cabeza. Lo primero que pienso es que nos jodieron a otro. Me preparo para disparar en ráfagas y pongo cerca los dos peines restantes. El capitán deja caer lentamente su fusil y levanta los brazos. Conversa, mueve la cabeza, gesticula y señala. Retiran la escopeta y podemos respirar. El capitán regresa y nos reúne y dice que es una familia portuguesa medio loca. Nos pueden ayudar con unas viandas, pan, agua y el kimbo del fondo. Medicinas no tienen, aunque se esté muriendo un hombre. Nos prestarán un negro para que le ponga fomentos de hojas y barro. “Y que sea lo que Dios quiera”, digo en alta voz pero nadie me mira. Me acuerdo que soy militante y los militantes no creen en dios. Entonces, escupo al cielo y me persigno. “Todo con la condición de que nos vayamos lo más rápido posible porque no quieren problemas con los kwachas”, termina el capitán. La ropa del jefe me recuerda una perga de cerveza arrugada y vacía. Quiero decírselo a alguien, pero todos miran al violinsta que se aparta de nosotros para ver una bandada de aves blancas que emigran al norte. Eladio me toca con el codo, dice que ésas son las cosas que no le perdona, cualquier mierda le interesa más que nosotros. Y él continúa allí, clavando en la tierra las estacas de sus rodillas y con la vista fija por donde desaparecieron aquellos pájaros, esperando. Allá sólo queda el vacío.
Estamos a la sombra bajo una ventana, recordando las últimas palabras de la partida; adivinando el momento más propicio para un engaño de la mujer que se dejó y del que muy pocos se salvan. Los presos siempre piensan en la amnistía; nosotros en un pacto de paz y que nos devuelvan a casa. Regresa tosiendo y nos interrumpe. Se agacha en el suelo y todos nos corremos sobre las cajas de madera dejando un vacío que no ocupa nadie, porque ya tiene los ojos cerrados como los gatos, para no agradecer. Medina imita una melodía, pienso que para distraerse un poco del dolor de la pierna. Lo miramos esperando su reacción. Pero siempre se mantiene inmutable. Nos corremos de nuevo y le quitamos el espacio de la caja. Descubro en el rostro de Eladio los deseos de escupirle la piel al Violinista, que ya entonces es cuarteada y fina como el desierto.
Nos acostamos en el granero. Crespo prepara afuera, con lo que puede, aquello que llamaremos almuerzo. De repente, percibimos una música que nos consume, que se adueña de nosotros lentamente, lo cubre todo como una caricia que casi podemos notar. A algunos el sudor le empaña los ojos. Nadie se mueve, los párpados cerrados, mirando ese galopar de sueños. Sin saber por qué, a pesar de todo, sonreímos.
Ahora el portugués llama al capitán y lo invita a la casa. El jefe se resiste a entrar y quedan conversando en la puerta. Discuten hasta que el hombre enojado entra a la casa. El capitán nos observa pasándose la mano por el bigote. Viene hasta nosotros, y se queda mirando el violín en los brazos de Argüelles. Intenta retroceder, pero lo detiene la mirada del portugués que lo observa fijamente desde una ventana. Mira la pierna azulada de Medina que ahorita ya no es pierna; también las vendas manchadas de Luis. Entonces le dice al Violinista que el portugués cambia la guitarra por medicinas necesarias para curar la infección de esos dos hombres y su brazo; cinco latas de carne; dos botellas de aguardiente casero y cigarrillos. Todos nos acercamos a clavarle los ojos en cada sucia parte del cuerpo. El Violinista retrocede, nos devuelve la mirada. El capitán dice que lo siente porque sabe lo que significa el violín para él; pero es una situación difícil, que comprenda. El silencio es su peor respuesta. El jefe lo sigue presionando hasta que logra levantarlo y detenerlo justamente frente a nosotros que cubrimos al capitán. “¿Usted se dejaría quitar el fusil?”, le dice Argüelles. El jefe vacila. Y Argüelles nos recorre con la mirada. “Prefiero que me quite el fusil”. El jefe niega: “No quieres entender”. El Violinista baja la vista, los ojos se le humedecen bajo los lentes mientras aprieta el violín: “No”, dice, “no”. Nadie se mueve, seguimos mirándolo como si todavía no huebiera dicho nada. Observa las vendas de Luis, manchadas de sangre primero y ahora de líquido verdoso. También las moscas de la pierna de Medina que habían aparecido con los primeros temblores de la fiebre. Ve auras que vuelan por el mismo lugar donde antes cruzaron las aves del norte: “¿Es una orden?”. El jefe asiente con la cabeza. Entonces, indeciso, deja caer el violín al suelo y dice: “Mierda”. Y nos da la espalda y se aleja.
Desde entonces lo tenemos ahí. Han pasado cuatro días y no prueba la carne de las latas ni el aguardiente, ni nos mira, pero sabemos que si lo hiciera sería con odio porque no lo queremos con nosotros. El jefe ha decidido seguir camino. Y nos vamos de aquel lugar, arrastrando los cuerpos por esta tierra estéril. Ya perdimos la casa de vista, pero siempre alguien mira atrás, inconforme. El Violinista nos persigue como un perro. Ojalá se extraviara. No perderíamos el tiempo en buscarlo; para qué sirve un hombre acá que no conversa de su tierra, ni de la gente que dejó, ni dice mentiras. Ya hemos caminado varios kilómetros y se decide a descansar. Permanecemos callados, alguien escupe, otro patea una piedra. Él sigue echado, si decir palabra. Nos acusa con su presencia, con su silencio. Se comenta que seguir camino sin provisiones es un suicidio. Lo miran buscando apoyo, pero él sigue ignorándonos. Tenemos tres heridos. Aquí sólo existe una consigna sagrada: sobrevivir. Ahora está de espaldas. “Guerra es guerra”, dice otro. El capitán habla de principios. Nadie le hace caso. Sabemos que a veces, en medio de las balas, nos olvidamos por qué matamos: porque tienen otro uniforme, no se sabe; unos quieren encontrar una cantimplora con ron, otros buscan una revista pornográfica o simplemente cómics… El jefe pregunta si todos están de acuerdo en regresar. Nos ponemos de pie con el AK preparado. Esperamos a Argüelles, debería ir delante, pero se mantiene sentado. Con la punta del fusil ha escrito en el fango: NO ROBARÁS. Eladio lo manda para el carajo y vamos de regreso. Ya nadie atiende órdenes ni capitán. No hay formación ni despliegue. Ni pelotón ni soldados. Nos hemos quitado las charreteras y las insignias. Nada más que un grupo de hombres desesperados que entramos a la casa y sorprendemos al portugués y se le empuja y le quitan la escopeta. El negro quire detenernos, nos grita que camaradas angolanos están cansados de ayudar a camaradas cubanos. Y mi reacción se tarda más que el gesto porque le doy con la culata y lo dejo tirado. Y vamos a la cocina y a la despensa y al cuarto de la niña y rescatamos el violín.
Cuando regresamos está haciendo trazos sobre el fango con la punta del fusil. Es un paisaje extraño, que no es de allá ni de acá. Sigue haciéndolo sin dar importancia a nuestra presencia. Entonces el capitán le grita ¡firme! Y lo empuja y el fusil se hunde en el fango y le grita que estamos cansados de aguantarle su carácter y su falta de sensibilidad, su pereza, su rencor con los compañeros. Que puede sancionarlo por maltrato a la técnica y hasta fusilarlo por desertor… Así, que se descargue por todo, porque no se da cuenta de nada. Que le decomise el fusil, que ahora va a joderse, ahora va a tener que disparar con su violín de mierda. Y el jefe se lo tira en el fango y escupe y se va… Nos mira desconfiado. Se agacha y nos mira. Vacila. Y lo recoge y nos mira. Lo limpia con la manga de la camisa. Y nos mira. Y se va. Y nos deja, aquí, odiándolo.
Medina, que viene a mi lado arrastrando un pie herido, me pasa un cigarro; le doy una cachada y así va de boca en boca hasta que el calor nos quemas los labios. De repente me doy cuenta de que han saltado el turno de Argüelles, el Violinista; pero él no protesta. Su único interés es su violín y lo tiene bajo el brazo que le sangra por la herida. Recuerdo que íbamos delante de los camiones y cuando sentimos el ruido del avión nos tiramos bajo las matas sin pensar en otra cosa que no fuera salvarnos, dejando todo menos las armas. Yo apretaba el AK contra mi cuerpo. Otros se lo ponían sobre la cabeza mientras mordían ya la chapilla. Eso yo no lo hago porque estoy seguro de que aquí no me van a partir; antes de salir para acá la vieja me dio un resguardito que viene con todos los hierros; al principio no quería traerlo por los comentarios y las burlas, pero como no pesa y es chiquito me convenció. Y aquí lo tengo. Pero Argüelles abrazó su violín como un comemierda mientra el AK le colgaba de su espalda, estorbándole. A veces me da lástima, creo que está jodido de la cabeza. Se unió al grupo nuestro y a algunos no les agradó, lo miran como a un niño bitongo. Nadie le dirige la palabra y creo que tampoco le hace falta.
Caminando nos sorprende la luna. Acampamos a la orilla de un finísimo hilo de agua. Se preparan las pocas latas de conserva que pudo salvar Crespo en su mochila. Rápidamente se comienza a sentir un olor que nos llena la boca de saliva. En un silencio total miramos las etiquetas de las latas vacías. Al fin, a una señal del capitán, nos acercamos a recibir nuestra parte. El Violinista hace lo contrario, echa a andar y desaparece tosiendo como una sombra blanca entre los árboles. Pero nadie le hace caso. Seguimos hipnotizados con el olor de las raciones. Entonces, traída por el viento, y desde algún lugar indefinible, nos llega una música hermosa y triste, primero débil, lejana, y paulatinamente se va haciendo más intensa. Nos miramos sin saber qué pasa. De repente dejamos de comer, de movernos, y elevamos la mirada al fondo de esta inmensa oscuridad que nos cubre, y que nos hace implorar que amanezca, para saber que todo no ha sido más que una pesadilla. Así quedamos unos segundos inmóviles, hasta que Eladio se queja, no entiende por qué dejaron venir a cumplir misión a un hombre tan raro. Pero a Eladio le dicen que el Violinista nada más come de la buena y con servilleta porque nunca prueba su rancho, y que por eso está como está, flaco y amarillento: es sólo gafas y violín. Ríen, y yo digo que en el campamento era igual, siempre me llamó la atención, el tipo es así. Otro interrumpe porque el herido no quiere probar la comida, tiene fiebre y delira, nos previene de los aviones. Todos, alrededor de la camilla, lo vemos regresar con el violín a cuestas, sentarse en el mismo sitio de antes, como siempre, en silencio. Da la impresión de que no se ha movido nunca de ese lugar.
Por la mañana decidimos seguir sin rumbo, encontrar alguna aldea. No sabemos qué es preferible, dónde peligramos menos; si aquí, perdidos en esta selva, vigilando las cobras para evitar que se nos metan por las botas y el pantalón mientras se intenta dormir, o encontrar la hospitalidad de algún kimberio lleno de kwachas, acechándonos con balas y cuchillos. Seguimos caminando, aprovechando las últimas fuerzas; el cansancio nos entra por los poros, por la respiración, por cada pensamiento. Siempre la misma fatiga, la que no repartieron en Cuba a la partida ni encontramos en todo el viaje en barco. Simplemente nos recibió cuando desembarcamos en esta tierra de magia negra; se nos ha metido dentro como un virus, y hay más en cada bolsillo para los peores momentos. Nuestros pasos son más cortos e indecisos. Los árboles escupen las últimas hojas de la temporada; los gajos, movidos por el viento, nos parecen una burla del camino. Esto es un laberinto donde el más precavido fue dejando caer semillas a cada paso para poder regresar, y resulta que si me dan un chance no paro hasta meterme en la cama con la vieja y pedirle que me castigue como antes, que no me deje salir a jugar a la guerra con los amiguitos del barrio, que esos no son juegos de niños sino caprichos de los adultos. A mis hijos nunca voy a comprarles pistolas ni escopetas. Y miro atrás, buscando alguna semilla, y sólo veo casquillos de balas, latas de conservas lamidas y oxidadas; al final nuestros enemigos, o nosotros, sus enemigos, ya me da igual, no somos más que pulgarcitos tratando de vencer al monstruo que somos nosotros mismos, que parimos estas escenas.
Llevamos varias horas caminando sin que aparezca un ser humano, una señal, un aliento de la más mínima civilización. Siento el mal olor de la pierna ya azulada de Medina, que en su arrastrar desesperante traza una raya en el camino, semeja una babosa y me provoca asco, pena y risa que trato de ocultar. Miro hacia atrás, hay varios rezagados, vuelvo la cabeza, parece que muy violentamente, y siento mareos, voy a perder el equilibrio, voy a caer, cuando nuevamente, aquella música que antes salía del cielo, ahora brota con extraña fuerza del violín de Argüelles, y me detengo, respiro hondo y comienzo a sudar la fatiga. Crespo nos mira, ¡como si el momento fuera para musiquitas! Pero todo comienza a cambiar porque sentimos un leve temblor en los pies que se mueven y se mueven, los huevos se me erizan y me excito con el roce de las piernas, y junto con él, el resto del cuerpo se estira también. Hemos vuelto a unirnos. Nadie lo ha mirado ni le decimos nada. Seguimos caminando porque ésa es la orden, caminar hasta algún lugar…
Nadie señala, la vemos, pero tememos que sea una alucinación. Todavía inseguros nos acercamos al borde de la casa. La madera carcomida. Por orden del jefe la rodeamos, y se adelanta hasta la misma puerta y llama. Una escopeta de dos cañones lo recibe apuntándole a la cabeza. Lo primero que pienso es que nos jodieron a otro. Me preparo para disparar en ráfagas y pongo cerca los dos peines restantes. El capitán deja caer lentamente su fusil y levanta los brazos. Conversa, mueve la cabeza, gesticula y señala. Retiran la escopeta y podemos respirar. El capitán regresa y nos reúne y dice que es una familia portuguesa medio loca. Nos pueden ayudar con unas viandas, pan, agua y el kimbo del fondo. Medicinas no tienen, aunque se esté muriendo un hombre. Nos prestarán un negro para que le ponga fomentos de hojas y barro. “Y que sea lo que Dios quiera”, digo en alta voz pero nadie me mira. Me acuerdo que soy militante y los militantes no creen en dios. Entonces, escupo al cielo y me persigno. “Todo con la condición de que nos vayamos lo más rápido posible porque no quieren problemas con los kwachas”, termina el capitán. La ropa del jefe me recuerda una perga de cerveza arrugada y vacía. Quiero decírselo a alguien, pero todos miran al violinsta que se aparta de nosotros para ver una bandada de aves blancas que emigran al norte. Eladio me toca con el codo, dice que ésas son las cosas que no le perdona, cualquier mierda le interesa más que nosotros. Y él continúa allí, clavando en la tierra las estacas de sus rodillas y con la vista fija por donde desaparecieron aquellos pájaros, esperando. Allá sólo queda el vacío.
Estamos a la sombra bajo una ventana, recordando las últimas palabras de la partida; adivinando el momento más propicio para un engaño de la mujer que se dejó y del que muy pocos se salvan. Los presos siempre piensan en la amnistía; nosotros en un pacto de paz y que nos devuelvan a casa. Regresa tosiendo y nos interrumpe. Se agacha en el suelo y todos nos corremos sobre las cajas de madera dejando un vacío que no ocupa nadie, porque ya tiene los ojos cerrados como los gatos, para no agradecer. Medina imita una melodía, pienso que para distraerse un poco del dolor de la pierna. Lo miramos esperando su reacción. Pero siempre se mantiene inmutable. Nos corremos de nuevo y le quitamos el espacio de la caja. Descubro en el rostro de Eladio los deseos de escupirle la piel al Violinista, que ya entonces es cuarteada y fina como el desierto.
Nos acostamos en el granero. Crespo prepara afuera, con lo que puede, aquello que llamaremos almuerzo. De repente, percibimos una música que nos consume, que se adueña de nosotros lentamente, lo cubre todo como una caricia que casi podemos notar. A algunos el sudor le empaña los ojos. Nadie se mueve, los párpados cerrados, mirando ese galopar de sueños. Sin saber por qué, a pesar de todo, sonreímos.
Ahora el portugués llama al capitán y lo invita a la casa. El jefe se resiste a entrar y quedan conversando en la puerta. Discuten hasta que el hombre enojado entra a la casa. El capitán nos observa pasándose la mano por el bigote. Viene hasta nosotros, y se queda mirando el violín en los brazos de Argüelles. Intenta retroceder, pero lo detiene la mirada del portugués que lo observa fijamente desde una ventana. Mira la pierna azulada de Medina que ahorita ya no es pierna; también las vendas manchadas de Luis. Entonces le dice al Violinista que el portugués cambia la guitarra por medicinas necesarias para curar la infección de esos dos hombres y su brazo; cinco latas de carne; dos botellas de aguardiente casero y cigarrillos. Todos nos acercamos a clavarle los ojos en cada sucia parte del cuerpo. El Violinista retrocede, nos devuelve la mirada. El capitán dice que lo siente porque sabe lo que significa el violín para él; pero es una situación difícil, que comprenda. El silencio es su peor respuesta. El jefe lo sigue presionando hasta que logra levantarlo y detenerlo justamente frente a nosotros que cubrimos al capitán. “¿Usted se dejaría quitar el fusil?”, le dice Argüelles. El jefe vacila. Y Argüelles nos recorre con la mirada. “Prefiero que me quite el fusil”. El jefe niega: “No quieres entender”. El Violinista baja la vista, los ojos se le humedecen bajo los lentes mientras aprieta el violín: “No”, dice, “no”. Nadie se mueve, seguimos mirándolo como si todavía no huebiera dicho nada. Observa las vendas de Luis, manchadas de sangre primero y ahora de líquido verdoso. También las moscas de la pierna de Medina que habían aparecido con los primeros temblores de la fiebre. Ve auras que vuelan por el mismo lugar donde antes cruzaron las aves del norte: “¿Es una orden?”. El jefe asiente con la cabeza. Entonces, indeciso, deja caer el violín al suelo y dice: “Mierda”. Y nos da la espalda y se aleja.
Desde entonces lo tenemos ahí. Han pasado cuatro días y no prueba la carne de las latas ni el aguardiente, ni nos mira, pero sabemos que si lo hiciera sería con odio porque no lo queremos con nosotros. El jefe ha decidido seguir camino. Y nos vamos de aquel lugar, arrastrando los cuerpos por esta tierra estéril. Ya perdimos la casa de vista, pero siempre alguien mira atrás, inconforme. El Violinista nos persigue como un perro. Ojalá se extraviara. No perderíamos el tiempo en buscarlo; para qué sirve un hombre acá que no conversa de su tierra, ni de la gente que dejó, ni dice mentiras. Ya hemos caminado varios kilómetros y se decide a descansar. Permanecemos callados, alguien escupe, otro patea una piedra. Él sigue echado, si decir palabra. Nos acusa con su presencia, con su silencio. Se comenta que seguir camino sin provisiones es un suicidio. Lo miran buscando apoyo, pero él sigue ignorándonos. Tenemos tres heridos. Aquí sólo existe una consigna sagrada: sobrevivir. Ahora está de espaldas. “Guerra es guerra”, dice otro. El capitán habla de principios. Nadie le hace caso. Sabemos que a veces, en medio de las balas, nos olvidamos por qué matamos: porque tienen otro uniforme, no se sabe; unos quieren encontrar una cantimplora con ron, otros buscan una revista pornográfica o simplemente cómics… El jefe pregunta si todos están de acuerdo en regresar. Nos ponemos de pie con el AK preparado. Esperamos a Argüelles, debería ir delante, pero se mantiene sentado. Con la punta del fusil ha escrito en el fango: NO ROBARÁS. Eladio lo manda para el carajo y vamos de regreso. Ya nadie atiende órdenes ni capitán. No hay formación ni despliegue. Ni pelotón ni soldados. Nos hemos quitado las charreteras y las insignias. Nada más que un grupo de hombres desesperados que entramos a la casa y sorprendemos al portugués y se le empuja y le quitan la escopeta. El negro quire detenernos, nos grita que camaradas angolanos están cansados de ayudar a camaradas cubanos. Y mi reacción se tarda más que el gesto porque le doy con la culata y lo dejo tirado. Y vamos a la cocina y a la despensa y al cuarto de la niña y rescatamos el violín.
Cuando regresamos está haciendo trazos sobre el fango con la punta del fusil. Es un paisaje extraño, que no es de allá ni de acá. Sigue haciéndolo sin dar importancia a nuestra presencia. Entonces el capitán le grita ¡firme! Y lo empuja y el fusil se hunde en el fango y le grita que estamos cansados de aguantarle su carácter y su falta de sensibilidad, su pereza, su rencor con los compañeros. Que puede sancionarlo por maltrato a la técnica y hasta fusilarlo por desertor… Así, que se descargue por todo, porque no se da cuenta de nada. Que le decomise el fusil, que ahora va a joderse, ahora va a tener que disparar con su violín de mierda. Y el jefe se lo tira en el fango y escupe y se va… Nos mira desconfiado. Se agacha y nos mira. Vacila. Y lo recoge y nos mira. Lo limpia con la manga de la camisa. Y nos mira. Y se va. Y nos deja, aquí, odiándolo.
La
isla contada. El cuento contemporáneo en cuba. Francisco López
Sacha, (compilador). 1996.
martes, 19 de diciembre de 2017
Apartamentos. Alberto Sánchez Argüello.
I
En el N°1 vive una viuda que, convencida de la reencarnación del esposo en gato, adopta los que puede para ahogarlos con saña.
II
En el N° 2 vive un jubilado que perdió su sombra. Ha dibujado su propia silueta en todas las paredes para sentirse menos solo.
III
En el N° 3 vive el matrimonio más honesto que jamás ha existido: se juraron hacerse desgraciados el uno al otro para toda la vida.
IV
En el N° 4 vive un dictador que tiene campos de concentración para cucarachas, custodiados por ratas y comejenes leales a su régimen.
V
En el N° 5 vive una médium que no recibe fantasmas después de las dos de la mañana.
VI
En el N° 6 vive una enfermera que publica en los clasificados recompensas a quien encuentre el tiempo que perdió en su adolescencia.
VII
En el N° 7 viven tres hermanas que usan el mismo tenedor, la misma sabana y el mismo vibrador.
VIII
En el N° 8 vive un hombre que pasó 30 años en prisión. De noche cava un túnel que lo lleve de nuevo a su celda.
IX
En el N° 9 vive una niña que siempre se despierta a las 3 de la mañana y camina por el techo hasta el amanecer.
X
En el N° 10 vive un profesor de preescolar que arma cartas bomba los viernes y las manda a direcciones al azar.
XI
En el N° 11 vive una secta satánica que hace aquelarres los sábados y venta de patio los domingos.
XII
En el N° 12 vive una familia de caníbales que ha provocado que siempre esté vacante el puesto del conserje.
XIII
En el N° 13, gordo y feliz, vive el esposo de la viuda del 1, reencarnado en un gato angora que atiende gustosa una octogenaria.
Del Blog El santuario de las ideas, de Alberto Sánchez Argüello.
En el N°1 vive una viuda que, convencida de la reencarnación del esposo en gato, adopta los que puede para ahogarlos con saña.
II
En el N° 2 vive un jubilado que perdió su sombra. Ha dibujado su propia silueta en todas las paredes para sentirse menos solo.
III
En el N° 3 vive el matrimonio más honesto que jamás ha existido: se juraron hacerse desgraciados el uno al otro para toda la vida.
IV
En el N° 4 vive un dictador que tiene campos de concentración para cucarachas, custodiados por ratas y comejenes leales a su régimen.
V
En el N° 5 vive una médium que no recibe fantasmas después de las dos de la mañana.
VI
En el N° 6 vive una enfermera que publica en los clasificados recompensas a quien encuentre el tiempo que perdió en su adolescencia.
VII
En el N° 7 viven tres hermanas que usan el mismo tenedor, la misma sabana y el mismo vibrador.
VIII
En el N° 8 vive un hombre que pasó 30 años en prisión. De noche cava un túnel que lo lleve de nuevo a su celda.
IX
En el N° 9 vive una niña que siempre se despierta a las 3 de la mañana y camina por el techo hasta el amanecer.
X
En el N° 10 vive un profesor de preescolar que arma cartas bomba los viernes y las manda a direcciones al azar.
XI
En el N° 11 vive una secta satánica que hace aquelarres los sábados y venta de patio los domingos.
XII
En el N° 12 vive una familia de caníbales que ha provocado que siempre esté vacante el puesto del conserje.
XIII
En el N° 13, gordo y feliz, vive el esposo de la viuda del 1, reencarnado en un gato angora que atiende gustosa una octogenaria.
Del Blog El santuario de las ideas, de Alberto Sánchez Argüello.
domingo, 17 de diciembre de 2017
Novela que cambia de género. Enrique Anderson Imbert.
Adrián
Bennet sube al tren y cuando va a sentarse observa que se han
olvidado sobre el asiento una novela de tapas amarillas. No tiene
tiempo de examinarla porque en ese momento entra en el vagón un
hombre de anteojos negros y boca avinagrada que acomoda la valija, se
arrellana frente a Bennet y se queda inmóvil. Bennet, intimidado, no
se atreve a dirigirle la palabra. El viaje es largo. Mira por la
ventanilla, se aburre, intenta dormir pero no lo consigue y de pronto
recuerda la novela que encontró en el asiento. Ya tiene con qué
entretenerse. La examina. El título no le dice nada, el autor le es
desconocido. La hojea a saltos. Parece ser una novela policial en la
que cierto detective, sospechando que el viajante de comercio Walter
Lynch es en realidad un sicario al servicio de la Organización, va
en pos de él a Villa María, le sigue los pasos hasta el hotel, lo
acecha por el ojo de la cerradura y ve cómo despanzurra al
incorruptible periodista.
El tren acaba de parar. El hombre de los anteojos negros y la boca avinagrada se pone de pie y agarra la valija, en cuyo marbete Bennet alcanza a leer: “Walter Lynch”. Rápido como la luz, Bennet arroja una mirada por la ventanilla y en el letrero de la estación lee: “Villa María”. ¡Pronto! ¿qué hacer? Piensa que su obligación es bajarse, seguir a Walter Lynch, acecharlo, denunciarlo, pero opta por no entrometerse.
El tren empieza a alejarse. Aliviado y avergonzado, Bennet entiende que acaba de escaparse de un peligro futuro pero no sabe exactamente de cuál. Para averiguarlo abre la novela y busca la revelación de lo que le pasó al detective cuando, después de ser testigo del asesinato en Villa María, tuvo que dar la cara al asesino. Antes la había hojeado a saltos; ahora la lee página por página. En la novela, que ya no es policial, sino psicológica, se describe un asesinato en Villa María pero, por más que se busque, allí no figura ningún detective.
El tren acaba de parar. El hombre de los anteojos negros y la boca avinagrada se pone de pie y agarra la valija, en cuyo marbete Bennet alcanza a leer: “Walter Lynch”. Rápido como la luz, Bennet arroja una mirada por la ventanilla y en el letrero de la estación lee: “Villa María”. ¡Pronto! ¿qué hacer? Piensa que su obligación es bajarse, seguir a Walter Lynch, acecharlo, denunciarlo, pero opta por no entrometerse.
El tren empieza a alejarse. Aliviado y avergonzado, Bennet entiende que acaba de escaparse de un peligro futuro pero no sabe exactamente de cuál. Para averiguarlo abre la novela y busca la revelación de lo que le pasó al detective cuando, después de ser testigo del asesinato en Villa María, tuvo que dar la cara al asesino. Antes la había hojeado a saltos; ahora la lee página por página. En la novela, que ya no es policial, sino psicológica, se describe un asesinato en Villa María pero, por más que se busque, allí no figura ningún detective.
sábado, 16 de diciembre de 2017
Revelación. Diego Paszkowski.
Estaba
sentado en el sillón del living, leía un libro. Cuando escuché el
timbre me sobresalté. No esperaba a nadie: nunca espero a nadie.
Pocas veces alguien toca mi timbre. Algunas mañanas el portero del
edificio, cuando limpia el tablero de la puerta de entrada. A veces
algún vendedor, o religiosos a quienes jamás atiendo. De modo que,
en mi sillón, leía un libro, escuchaba música, tomaba un trago,
una copita de licor irlandés, y escuché el sonido del timbre. Pensé
quedarme así, sentado en el sillón. Después de todo no tenía por
qué atender a nadie. Era sábado por la tarde, mi día de descanso.
Había trabajado toda la semana, y me quedaría allí para disfrutar
de mi licor Baileys, de mi libro de Carver, del disco de Chet Baker.
Pero de pronto pensé otra cosa. Fue como una revelación. Podía ser
ella. Sí, podía ser ella que volvía. Podía ser ella, que volvía
a buscarme, a decirme que no se había olvidado de mí. Me levanté
de un salto y corrí hasta levantar el auricular del portero
eléctrico. Grité “hola, hola, sí, quién es, hola”. Pero nadie
respondió. Abrí la puerta y salí al pasillo. Como el ascensor no
funcionaba debí bajar los tres pisos, saltar rápido los escalones
de dos en dos. Abajo tampoco había nadie. Mala suerte, me dije, y
emprendí el lento ascenso de los tres pisos. En casa la música se
había terminado y ya no quedaba licor. Quedaba el libro, pero ya no
tenía ganas de leer.
El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo, 2007.
El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo, 2007.
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