Los hechos, según Arganza, ocurrieron hace unos veinte años en una
población del interior de no más de mil almas. Era su primer
destino, y mi buen amigo, recién salido de una universidad en la que
no había destacado precisamente por su amor al estudio, sentía
auténticos accesos de terror cuando, fuera de las horas de consulta,
alguien golpeaba la puerta de la casa y voceaba su nombre. En
aquellos momentos Arganza palidecía, se ponía a temblar como una
hoja, y pronunciaba en voz alta las únicas palabras capaces de
devolverle la fe en sí mismo: “Ojalá no sea nada”. Luego, un
tanto más calmado, bajaba las escaleras y abría la puerta de la
calle. Pero se guardaba muy bien de dejar traslucir la segunda parte
de su inconfesable deseo: “… O todo lo contrario. Ojalá esté
muerto”.
La suerte, desde los
primeros días, se le mostró propicia. En seis meses de ejercicio
tan solo se vio obligado a atender algunas amigdalitis sin
importancia, un ictus apoplégico y un par de fracturas que resolvió
con éxito. Arganza empezó a cobrar confianza, no tanto en sus
conocimientos como en la férrea salud de los hombres del campo, se
felicitó por haber escogido un destino tan apacible y dejó,
paulatinamente, de emplear sus noches en devorar con avidez revistas
de actualización médica y olvidados libros de texto. Una madrugada,
sin embargo, volvió a sentir el inconfundible cosquilleo del miedo.
Habían golpeado a la puerta con impertinente impaciencia, con una
rudeza impropia de un campesino. Desde la ventana distinguió la
silueta de un guardia civil iluminada por la luna, y un
estremecimiento recorrió su cuerpo.
-¿Es grave?
-preguntó.
El civil enarcó las
cejas:
-¡Como que está
muerto!
Mi amigo respiró
hondo.
Avanzaron por la
calle principal, cruzaron la Plaza y se detuvieron por fin frente a
un cobertizo iluminado. En el interior un hombre yacía en el suelo
empapado de sangre. Una de sus manos sostenía sin fuerzas un puñal
teñido de rojo. La otra reposaba inerte sobre un papel arrugado en
el que Arganza, con sólo inclinarse, pudo leer con claridad: “Que
a nadie se culpe de...”. El resto se hallaba sumergido en el
charco púrpura.
Cumpliendo con las
inevitables formalidades, el médico rodeó la muñeca del difunto,
colocó los dedos bajo la mandíbula, constató la inexistencia de
reflejo pupilar y, tal vez para convencerse a sí mismo de la
importancia de sus conocimientos, confirmó lo que todos sabían con
un tajante: “Está muerto”. Después miró a la pareja de
civiles, volvió sobre el difunto e, impresionado por la sangrienta
inmolación, decidió tomarse un respiro y darse una vuelta por la
Plaza.
No habían pasado
más de diez minutos cuando regresó al tétrico cobertizo. Uno de
los guardias se hallaba en pie, con la carta arrugada temblando entre
sus manos y una mezcla de sorpresa y terror dibujada en el rostro.
Pero sobre el charco de sangre no había cadáver alguno.
-¿Y bien? -preguntó
Arganza.
El hombre tardó un
buen rato en responder.
-Mi compañero está
despertando al juez de paz y yo me he ausentado unos minutos. Sólo
unos minutos.
Era demasiado
absurdo para creerse realmente despierto. El médico se restregó los
ojos. Pero ni el civil se desvaneció ni el cadáver hizo acto de
presencia.
-¿Qué puede haber
ocurrido aquí? -preguntó.
El guardia señalaba
ahora en dirección al suelo.
-Son huellas -dijo
uno de los dos.
El reguero de sangre
conducía la interior de la vivienda, retornaba después al cobertizo
y se perdía al fin en la oscuridad de las calles desiertas. Sin
atreverse a levantar la vista, siguieron a la luz de una linterna el
siniestro camino. A pocos metros se detuvieron. El cadáver estaba
allí, junto a la puerta cerrada de un caserón en sombras. Yacía en
el suelo, y su aspecto no difería en nada del hombre de quien, poco
antes, Arganza constatara su defunción. Con la salvedad de que ahora
vestía una americana impecable y el olor de la muerte se confundía
con un perfume intenso y dulzón.
El extraño suceso
no tuvo, por fortuna, repercusión alguna en la carrera de mi amigo.
La pareja de civiles, temerosa de haber incurrido en falta por el
breve abandono del cadáver, guardó un silencio tan culpable como
ejemplar, Arganza extendió el certificado de defunción en el zaguán
del caserón donde había tenido lugar la segunda muerte del suicida,
y el asunto se dio por zanjado y concluido cuando el vigoroso finado
recibió, al cabo de unos días, modesta sepultura fuera del recinto
del camposanto, junto a los restos de un maestro librepensador, un
miembro del maquis y un presunto hijo del rector, a quien la memoria
colectiva atribuía un ateísmo irreversible y militante.
A esta altura del
relato el médico solía detenerse, mirar de soslayo al ocasional
auditorio y añadir:
-Estaba muerto.
Desde el primer momento vi que estaba muerto. Tan muerto como que yo
estoy ahora aquí, entre vosotros.
Luego rellenaba la
cazoleta de la pipa del mejor tabaco holandés y aspiraba una
bocanada de humo con visible deleite.
-Una bonita historia
de amor.
En los pueblos las
noticias se propagan a la velocidad del rayo. Nadie, fuera de los
amedrentados civiles y del asombrado médico, llegó a conocer la
primera parte de la historia. Pero en la segunda existían ya de por
sí suficientes datos para ocupar las conversaciones mañaneras del
mercado y las tertulias nocturnas del café. El difunto vestía un
americana nueva, una prenda costosa sobre la que no había dudado en
derramar, con generosidad, chorros de perfume de olor persistente.
Como si la localidad se hallase en fiestas o si se dispusiera a
asistir a un baile. Pero todo lo que hizo el pobre difunto fue
vestirse de esa guisa para morir junto a la puerta de una de las casa
principales de la Plaza: precisamente la vivienda de alcalde y su
mujer, una agraciada muchacha obligada, por la pobreza, a entregar su
juventud a un arrugado sesentón a quien la Naturaleza no había
consolado de su infortunio con el regalo de la esperada descendencia.
Algunos aseguraban haber visto desde sus ventanas cómo el joven
desesperado, momentos antes de expirar, intentaba aferrarse a la
aldaba y pedir auxilio. Otros lo rebatían con energía, porque no
pedía auxilio. Se limitó a pronunciar un nombre de mujer y
acariciar, en su caída, el portón que nunca en vida le había sido
abierto.
-Una historia de
amor -decía Arganza. Y aspiraba de nuevo una bocanada de humo- … O
de odio, de venganza. Del odio más aberrante que jamás haya podido
albergar corazón alguno.
Porque pronto, entre
los vecinos, la figura del suicida enamorado dejó paso a la del
amante ofendido. Ahora el cartero creía recordar de súbito un dato
importante y esclarecedor. Más de una vez había recogido en el
buzón del pueblo correspondencia destinada a una de las casas del
propio pueblo. Era extraño. Pero él vivía demasiado atareado para
pararse a pensar y, aunque sorprendido, había optado por introducir
las cartas en la saca de reparto sin prestar demasiada atención a la
dirección ni al remitente. Ciertos pétalos de rosas mustias,
esparcidos al azar sobre la tierra que cobijaba al discutido
enamorado -y al maestro, al residente y al hijo del rector-,
sirvieron como pretexto para asestar el golpe definitivo sobre la
cada vez más debatida pasividad de la alcaldesa. Alguien, con
voluntad conciliadora, intentó hacerse oír: ¿por qué no pensar en
una ráfaga de viento capaz de transportar, por encima del muro del
cementerio, frágiles pétalos de rosa procedentes de cualquiera de
las tumbas de los afortunados que habían recibido cristiana
sepultura? Pero los ánimos se hallaban demasiado enardecidos para
rendirse ante una explicación tan simple, y la imagen de la virtuosa
veinteañera, a quien, hasta hacía muy poco, todos compadecían, fue
cobrando con irremisible rapidez los rasgos de una bíblica adúltera,
de una castiza malcasada, de una perversa devoradora de hombres a los
que seducía con los encantos de su cuerpo para abandonarlos tras
saciar sus inconfesables apetitos. El día, en fin, en que una vieja,
parapetada tras sus gruesas gafas de carey, aseguró haber
distinguido, en la noche sin lunas, la figura de una mujer envuelta
en una capa negra merodeando por las cercanías del camposanto,
todos, hasta los más prudentes, identificaron aquella loca fantasía
con los remordimientos de la malmaridada, negaron a los vientos la
capacidad de manifestarse por ráfagas y, con el plácet del párroco,
sufragaron una serie de misas por el alma del desdichado, con la
firme convicción de que, en el umbral de la muerte, la fe había
retornado a su espíritu afligido consiguiendo pronunciar -aunque
sólo fuera con el corazón- el Dulce Nombre de Jesús.
-A la mujer, como
todos habréis adivinado ya, no le quedó otra salida que abandonar
el pueblo.
Con estas palabras,
Arganza solía poner punto final a su relato. Era su historia,
posiblemente su única historia, la narración de unos hechos que mi
querido amigo se veía competido a escupir con calculada
periodicidad. Pero algunos de los que habíamos tenido ocasión de
escucharle unas cuantas veces sabíamos que, en otros tiempos, su
historia poseía una pequeña coda que ahora, cada vez con mayor
frecuencia, el narrador solía olvidar.
Porque el médico, a
su vez, había decidido abandonar el pueblo. Pidió el traslado,
aguardó pacientemente la confirmación del destino y quiso la
casualidad que, en la fecha escogida para partir, coincidiera en el
vagón del tren con la vilipendiada mujer, compendio de maldades y
perversiones. Arganza, sin dudarlo un instante, se inclinó
cortésmente y le tendió la mano. Pero su acto no obtuvo la lógica
y esperada reacción. La mujer le dirigió una mirada rebosante de
asombro, entrelazó los dedos, un punto de desdén dilató fugazmente
sus pupilas y, volteando la cabeza hacia la ventanilla, prefirió la
visión de la comunidad, que tan cruelmente la expulsaba de su seno,
a la mano tendida del joven médico que, en aquellos momentos,
empezaba a sentir el insufrible rubor del ridículo. Cuando Arganza
abandonó el vagón de cola y se instaló a la cabeza del tren, no se
paró a pensar que el recelo y el resentimiento se habían señoreado
de aquella criatura. De repente, sus recuerdos se habían teñido de
rojo: se vio a sí mismo, inclinado sobre el cadáver del suicida,
bajo la atenta mirada de los civiles, pronunciando el incuestionable
“Está muerto”. Y deseó, con todas sus fuerzas, que el tren
ganara velocidad y que el pueblo en cuestión no hubiera existido
nunca.
-Supongo que
servirá -dijo Arganza.
Le sonreí. Su
pequeña historia había experimentado, con el tiempo, ciertas y
significativas variaciones, de las que la omisión del encuentro
final en el tren no era más que una previsible consecuencia. Mi
amigo sabía dónde marcar el acento, cómo enfatizar, cuándo debía
detenerse, encender la pipa y tomarse un respiro. Y así, la figura
de aquel joven, inexperto y asustado médico iba adquiriendo, día a
día, mayor juventud, inexperiencia y miedo: el extraño caso del
cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muerte pasaba a
desempeñar un papel secundario; y la desgraciada e indefensa
alcaldesa, cuya hermosura se acrecentaba por momentos, terminaba
erigiéndose en la víctima-protagonista de odios ancestrales,
envidias soterradas y latentes anhelos de pasionales y escandalosos
acontecimientos. Arganza había conseguido arrinconar lo inexplicable
en favor de un simple, común y cotidiano drama rural.
-Por lo menos
-añadió riendo-, para romper el hielo.
La iniciativa de
reunirnos aquella noche en casa no había partido de mí, aunque,
desde luego, la provocó ingenuamente Arganza. Nos habíamos
encontrado en la terraza del Café del Puerto. Mi amigo preguntaba a
un anciano pescador por sus achaques reumáticos, yo leía el
periódico en la única mesa soleada y, de pronto, una sombra que yo
creí un nubarrón me obligó a alzar la vista. Jezabel, mi
inseparable compañera de colegio, mi discreta amiga de facultad, se
hallaba de pie ante mí sonriéndome con la superioridad que, hacía
ya un buen tiempo, me había aconsejado reducirla a la categoría de
antigua conocida. Le presenté a Arganza y ella le saludó como si le
conociera de toda la vida. Fue entonces cuando el cielo se volvió
repentinamente oscuro, un trueno retumbó sobre nuestras cabezas y el
primer chaparrón de septiembre anegó por igual vasos, platos, copas
y las hojas del periódico tras el que pensaba refugiarme. Al
cobijarnos en el interior, creo recordar que el médico dijo algo
semejante a: “Se acabó el verano. A partir de ahora sólo nos
queda reunirnos en torno a una chimenea y contar historias de duendes
y aparecidos”. El resto fue demasiado rápido para que yo pudiera
reaccionar. Jezabel extrajo una libreta de su bolso, me preguntó por
mi dirección, yo se la di con vaguedades, inquirió acerca de la
existencia de una chimenea, yo asentí. Pero no me dio tiempo a
explicar que estaba condenada; un elemento de decoración inútil en
un chalet de alquiler; una casa desprovista de las mínimas
comodidades. Cuando abandonamos el café, Jezabel subió a su coche y
prometió: “A las nueve en punto. A lo mejor tengo que cargar con
mi prima. No te importa, ¿verdad?”. Y el rumor del auto me dejó
con la obligada réplica en la boca.
-Muy simpática tu
amiga… Encantadora.
Miré hacia el mar.
Sólo le hubiera faltado añadir muy interesante para que mi
acopio de paciencia cediera el lugar a una explosión de ira. Pero
ahora Arganza encendía su pipa por enésima vez, y yo me preguntaba
por el absurdo azar que me había llevado a encontrar a Jezabel en el
Café del Puerto… No podía esperar excesivas sorpresas de la noche
en la que se me obligaba a participar: la historia de Arganza, la
inevitable historia de Arganza, y las insípidas apostillas de
Jezabel. Miré de nuevo hacia el mar. Olas embravecidas comiéndole
terreno a la playa, haciéndome sentir la fragilidad de mi vivienda,
una casa de madera que se ponía a temblar con los vientos, por la
que pagaba el triple de lo razonable y a la que, pese a todo, no
pensaba renunciar con la llegada del otoño. “El mar”, pensé,
“por lo menos me queda el mar.” -A propósito -dijo de pronto
Arganza, pero se olvidó de precisar a propósito de qué-.
¿Conoces a ese inglés que suele merodear por la playa recogiendo
conchitas y clasificando algas?… Me he tomado la libertad de
invitarle.
Me encogí de
hombros. Jezabel se traía a una prima, Arganza invitaba a un
ridículo inglés de cazamariposas y a mí me estaba apeteciendo,
cada vez más, olvidarme de la cena, montarme en el coche e
instalarme, por una noche, en la fonda del pueblo.
-Lo he hecho por una
razón muy simple -dijo con ojillos picarones.
Y arqueando las
cejas, me señaló con la embocadura de la pipa y añadió:
-Se llama Mortimer.
En aquel momento una
racha de viento abrió de par en par los ventanales del comedor, una
lluvia de arena rellenó la pipa de mi amigo, y yo, sin saber por
qué, presentí que la velada iba a resultar mucho menos tediosa de
lo que me había temido.
-Con esta especie de
manta te encontrarás mejor -dijo Jezabel. Y envolvió al silencioso
Mortimer en la capa de mi abuelo.
Los invitados habían
llegado en tromba, calados hasta los huesos, con los zapatos perdidos
de lodo y los cabellos enmarañados y rebosantes de arena. Durante un
buen rato no hice otra cosa que rebuscar en los armarios zapatillas,
calcetines, batines y toallas, e intentar, sin demasiada convicción,
comprender el arcaico mecanismo de una estufilla eléctrica que
formaba parte de los enseres de la casa y no presentaba indicios de
haber sido utilizada en bastantes temporadas. Fuera se había
desencadenado una auténtica tempestad. Dentro, unos y otros se
esforzaban por asegurar ventanas y reforzar puertas.
-Necesitamos otro
jersey -dijo Jezabel.
Subí al dormitorio
y dejé a Arganza al cuidado de las copas, las ventanas y los
temblores de mis huéspedes. Abrí el cajón de la cómoda y no me
molestó tanto comprobar que alguien había hurgado ya entre mis
ropas, como la rápida constatación de que la prenda elegida fuera
precisamente un abrigo de mohair adquirido aquella misma
mañana. Observé la etiqueta recién arrancada y murmuré: “Maldita
Jezabel. No cambiará nunca”. Al punto me arrepentí de haber dado
rienda suelta a mi fastidio. Porque no estaba sola. Frente al espejo
se hallaba una mujer menudita y rechoncha ajustándose un kimono.
Parecía tan complacida ante su propia imagen que, al principio, no
reparó en mí, o tal vez fingió por cortesía no haber prestado
atención a mis palabras.
-¡Oh! -dijo a modo
de excusa-. Mi vestido estaba chorreando.
Le sonreí. Ella se
apresuró a presentarse.
-Soy Laura -dijo-.
Laura -repitió. Y entendí que se hallaba sumamente orgullosa de su
nombre-. Sé que has preparado una cena estupenda pero, por
desgracia… ¡estoy a régimen!
No conseguí
mostrarme sorprendida. Al bajar las escaleras, observé cómo el
ampuloso kimono se revelaba incapaz de disimular una fláccidas
redondeces que ella, sin embargo, balanceaba con cierta gracia y con
el más absoluto desenfado. La idea del régimen, comprendí
enseguida, tenía que ser una imposición de su prima. Y me divirtió
imaginar la relación entre la exuberante y espontánea Laura y la
refinada y contenida Jezabel.
-Bien -dijo
Arganza-. Por orden de edades.
Junto a la chimenea
condenada se hallaba en pie mi abrigo de mohair envolviendo el
cuerpo de un demacrado joven de ojos negros y mirada altiva. Peinaba
raya en medio, el cabello empapado producía la ilusión de un uso
desenfrenado de gomina, y si no fuera porque, al verme, se acercó
hasta mí, me hubiera creído frente a una estatua de cera o una
fotografía ampliada y macilenta de cualquiera de mis antepasados.
-Tenía muchas ganas
de conocerte -dijo, y pronunció un nombre que no conseguí retener-,
Jezabel me ha hablado mucho de ti.
De nuevo Jezabel.
Miré a mi alrededor con la secreta esperanza de no tener que toparme
con otro rostro desconocido. Laura estaba conversando con Arganza, y
Jezabel seguía empeñada en abrigar a Mortimer con la capa del
abuelo. Discretamente, me escabullí hacia la cocina. Sabía lo que
presagiaba aquel inocente por orden de edades: un pueblo de
mil almas, un extraño hecho que la razón de Arganza pretendía
minimizar, pero, sobre todo, una prueba definitiva para mi debilitado
ánimo. Encendí el horno y saqué un par de solomillos de la nevera.
Estaban congelados. Me acordé del inexistente hielo que mi amigo
pretendía romper con su relato y me reconocí dispuesta a concederle
todo el tiempo del mundo. Corté unos tacos de jamón, dispuse varias
lonchas de queso sobre una bandeja y, sin ninguna prisa, abrí todas
las latas que se me pusieron por delante. Unas risotadas, procedentes
del comedor, me enfrentaron de pronto al pantagruélico aperitivo que
acababa de preparar. Resultaba extraño. Nunca hasta entonces, que yo
recordara, el relato de Arganza había provocado la más mínima
hilaridad en su público. Pensé que, seguramente, mi amigo había
decidido arrinconar hoy su eterna historia en favor de cualquiera de
las anécdotas festivas que jalonaron su prolongada vida de
estudiantes y me arrepentí de haberme escabullido. Pero, cuando
aparecí en el comedor con la bandeja en la mano, el narrador se
hallaba en el punto de:
“… O de odio.
Del odio más aberrante que jamás haya podido albergarse...”.
Y en sus ojos se
leía la inconfundible sensación de descanso del pecador que acaba
de confesar públicamente sus faltas.
Los miré uno a uno.
Más que a una cena de final de verano, me pareció asistir a la
agonía de un aburrido baile de máscaras. El joven del abrigo de
mohair no había abandonado su posición junto a la chimenea; a
Mortimer se le notaba incómodo dentro de la capa; Jezabel,
semirrecostada en el sofá, escuchaba atentamente a Arganza, y Laura
no desperdiciaba ocasión para mirarse de reojo al espejo y acariciar
con complacencia mi viejo kimono. Constaté que existía más de un
pequeño error en la precipitada elección de vestuario. A Laura le
hubiera sentado mucho mejor el abrigo que envolvía el joven
demacrado, a éste la capa del abuelo y a Mortimer, tal vez, la
prenda japonesa. Pero jamás a Laura. La suavidad de la seda no
conseguía oscurecer la primera visión que había tenido de ella
hacía menos de media hora. Vestía mi kimono, sí… Pero yo la
adiviné enseguida andando por su casa con un batín de fibra
guateada y el cabello agijoneado de pinzas. Jezabel, desde el sofá,
acababa de poner la habitual coletilla a la narración de Arganza.
-Y la gente, en los
pueblos, es ruin y mezquina -y luego, mirándome con exagerada
sorpresa, añadió-: Me cuesta comprender que hayas decidido pasar el
invierno aquí.
No me molesté en
responder. Mortimer había logrado zafarse de la capa y recobraba
ahora el desangelado aspecto de un aprendiz de explorador perdido en
un jardín botánico. -Voy a contarles algo -dijo. Pero no logró
hilvanar historia alguna.
Regresé de la
cocina con la inquietante noticia de que el horno no funcionaba, el
agua sabía a salitre y los solomillos se negaban a descongelarse.
Arganza, llevándose el índice a los labios, me rogó silencioso.
Jezabel se hallaba
erguida sobre uno de los almohadones del sofá hablando pausadamente,
en un tono tan bajo que no logré comprender palabra de cuanto estaba
contando. No había tenido la gentileza de esperarme, pero, en honor
a la verdad, no me importó lo más mínimo. Agucé el oído y me
enteré de que estaba refiriéndose a su bisabuela. Escuché una
pormenorizada relación acerca de ojos color violeta, cabellos
azabache, pómulos prominentes y labios delicados y sensuales. Bajé
la vista. Las coincidencias entre la desaparecida dama y la presente
Jezabel se me antojaron demasiado precisas para achacarlas al azar o
a los caprichos de las leyes genéticas. Cuando terminó con su
descripción, supe que la totalidad del auditorio se hallaba
profundamente convencido de la radiante belleza de la bisabuela,
pero, sobre todo, de los fascinantes atributos físicos de su digna
descendiente.
Enrojecí. El
estupor y cierto nefasto sentimiento -uno tras otro, quizá los dos a
un tiempo- me habían dejado paralizada en el suelo. Me apoyé en la
repisa de la chimenea. Como un espejo, el joven ojeroso me prestó su
imagen envuelta en mi abrigo de mohair. Me senté en una
silla.
-...Pero mi
bisabuelo, el pintor, amaba por igual a su esposa y a su arte…
Escuché con
discreto interés la continuación de la historia. La velada estaba
transcurriendo de acuerdo con mis primeras previsiones. Arganza y
Jezabel. O Jezabel y Arganza. Me pregunté por mi verdadero papel en
aquella cena sin cena en la que los invitados se permitían
prescindir olímpicamente de la figura del anfitrión. No llegué a
encontrar una respuesta ajustada. Jezabel rememoraba ahora a su
bisabuelo, fascinado ante el lienzo, ante la ilusión de vida que,
día tras día, lograba plasmar en su retrato, mientras la modelo, su
mujer, se consumía posando durante largas horas en un aposento
húmedo y sombrío.
-Cuando, al fin, el
pintor dio por concluida su obra, entró en un breve estado de
trance. “Pero… ¡si es la vida misma!”, exclamó. Y luego,
pálido aún, se volvió hacia su amada mujer. Y fue entonces cuando
se dio cuenta… de que estaba muerta.
Una bonita historia.
Edgar Allan Poe la tituló, hace más de cien años; “El retrato
oval”. Y de pronto Jezabel, introduciendo algunas variaciones que
en poco la favorecían, se tomaba la licencia de soltárnosla como
propia y añadir, con una fingida e inadmisible modestia:
-No es tan
espectacular como un cuento de vampiros o brujos, pero es un hecho
real. Mis padres conservan aún el retrato. Es… ¿cómo diría yo?…
Impresionante.
Me admiró el
aguante y la cortesía de los presentes. Aunque ¿se trataba
realmente de paciencia y caballerosidad? Arganza había adquirido una
apariencia babosa. Recordaba a un perro faldero, pendiente del menor
movimiento de su idolatrada dueña, dispuesto a saltarle sobre las
rodillas al primer descuido. De nuevo una impertinente aflicción
encendió el color de mis mejillas. Me detuve en Mortimer: se hallaba
rellenando hasta el borde un vaso de Whisky, y la rojez o prominencia
de sus ojos arrojaba ciertos datos de peso acerca de su silenciosa
melopea. Me pregunté si la incomodidad que el inglés pretendía
ahogar en alcohol procedía de la intolerable apropiación de su
Jezabel u obedecía a la simple necesidad de cobrar valor para hablar
en público. Me incliné por la segunda hipótesis.
¿Qué oscuro y
soterrado resentimiento anidaba en el inexpugnable corazón de
Jezabel? La observé con precaución, detecté un fugaz brillo de
triunfo en sus pupilas y me reafirmé en la sospecha de que la burla
iba dirigida exclusivamente contra mí.
Era la primera vez
en mucho tiempo que veía a mi antigua amiga del colegio. Nuestro
último encuentro había tenido como escenario la bulliciosa planta
de un supermercado a pocos minutos de la hora de cierre. De eso haría
tal vez un par de años, pero ahora reconocía ese breve fulgor en su
mirada y revivía una anécdota a la que, en su momento, no concedí
apenas importancia. En aquella ocasión, Jezabel se me había
acercado con extemporáneas muestras de alegría.
Habló de lo bien
que funcionaban sus asuntos, de lo mucho que se divertía viajando
sin cesar, para concluir proporcionándome, con la mayor naturalidad
del mundo, una lista de amigos y conocidos entre los que figuraban
los nombres más famosos, ilustres o importantes del país. Cuando,
por mera cortesía, le llegó el momento de interesarse por mi vida,
no pude llegar más allá del obligado “bien” de compromiso. Se
despidió, me besó en las mejillas y desapareció, en cuestión de
segundos, por uno de los corredores. Sólo después, al pasar por
caja y asistir al desfile de una serie de productos inesperados, me
di cuenta de que Jezabel, en la precipitada huida, se había
confundido de carrito. Pero era ya la hora del cierre. Pagué el
importe de mi compra-sorpresa y atribuí a las prisas o al despiste
de mi antigua amiga el irritante, molesto, pero excusable error. Sin
embargo, recordaba ahora la casi imperceptible expresión de triunfo
al despedirse y me asaltaba la duda de si se había tratado, en
realidad, de una confusión, o si Jezabel, en uno de sus extraños
juegos sólo comprensibles para sí misma, me había obligado con
saña a alimentarme durante una semana a su gusto y medida. Tal
interpretación, a simple vista, podía parecer absurda. Como también
la posibilidad opuesta: la repentina visión de que la que fuera mi
inseparable compañera de infancia escrutando el contenido de la
bolsa de compra, sonriéndose ante mis necesidades o tomando nota de
mis preferencias. Pero lo que acaba de ocurrir hacía escasos
instantes presentaba cierto parecido con aquel inocente episodio y me
obligaba a ponerme en guardia.
-...Y eso es todo
-dijo Jezabel.
“El retrato oval”
formaba parte de un volumen de cuentos que, con motivo de una fiesta
de cumpleaños, le había regalado yo en nuestros tiempos de
facultad. Por aquel entonces, Jezabel se había convertido ya, a mis
ojos, en una cargante aleación de falsedad y prepotencia, en un
cúmulo de frases hechas dispuesto a provocar admiración a cualquier
precio. No me hallaba, por tanto, entusiasmada ante la idea de la
fiesta. Pero no me sentí con fuerzas para declinar la invitación:
le compré el libro y, en la dedicatoria -”A mi mejor amiga del
colegio”-, pretendí aprisionar nuestra amistad en un espacio
delimitado y concreto. Fue, probablemente, mi último regalo. Y ahora
Jezabel, haciendo gala de un patente desprecio a la memoria, me lo
devolvía burdamente disfrazado en mi propia casa. Pero había algo
más. Arganza… ¿Qué conclusiones habría extraído Jezabel de mi
relación con el maduro Arganza? ¿Un novio? ¿Un amante? Arganza era
mucho más que eso. Mi mejor amigo, la persona con la que me gustaba
charlar, pasear, a la que respetaba y quería, y junto a quien me
sentía relajada, protegida y feliz. Sin embargo -y ella no podía
ignorarlo- después de aquella noche me costaría un considerable
esfuerzo arrinconar la expresión de carnero degollado con que el
médico, pendiente del menor gesto de Jezabel, había acogido su
asombroso relato. Mi antigua amiga del colegio se apuntaba un
nuevo tanto en su enfermiza colección de rivalidades y triunfos.
Recordé el saludo del joven ojeroso y pálido -”Jezabel me ha
hablado mucho de ti”- y pensé que, probablemente, era merecedora
de lástima.
-Me ha gustado- dijo
Laura.
No percibí ironía
en su voz. Se había aproximado a la narradora en cuclillas, sin
abandonar su posición sobre el taburete, como si se hallara ante un
espectáculo de títeres y quisiera hacerse con un lugar privilegiado
en las primeras filas. El kimono acaba de abrírsele y dejaba al
descubierto un par de muslos orondos y sonrosados. Me pareció que el
joven de cera y Jezabel intercambiaban una breve mirada de repulsa.
No pude evitar sonreír para mis adentros. Las rollizas piernas de
Laura se convertían en el más firme atentado contra la elegancia y
la exquisitez de la presunta bisabuela… ¿Materna? ¿Paterna? Era
obvio que la delicada usurpadora se avergonzaba de la presente y viva
muestra de su familia, y este pequeño detalle me decidió a intentar
convertirla en mi cómplice. Iba a proponer a Laura que tomara la
palabra. Pero ya Mortimer se había puesto en pie.
-Voy a contarles
algo- dijo.
Y se inclinó
levemente ante Jezabel, a quien, con toda probabilidad, tomaba por la
dueña de la casa.
Arganza me lo había
explicado. Mortimer hablaba a la perfección cinco o seis idiomas,
unos cuantos dialectos e, incluso, un par de lenguas muertas. No
obstante, su envidiable fluidez me sorprendió. Le escuché con
atención:
-No sé si saben
ustedes que yo nací en el condado de Essex. Pues bien, uno de
nuestros condes, Robert de Devereux, favorito de la reina Isabel, fue
condenado a muerte por la propia soberana. Sin embargo, no abrigo la
intención de hablarles de él.
Se había sentado de
nuevo y rebuscaba ahora en un desvencijado zurrón cierto papel de
importancia definitiva para el inicio de su parlamento. En pocos
instantes la mesa se llenó de erizos, mariposas y caballitos de mar.
Laura, con la mano en la boca, ahogó una risita.
-He dicho antes que
no voy a hablar del conde de Devereux, y no voy a hacerlo. Me bastará
con recordar que, desde aquel sangriento suceso, acaecido en 1601, no
existe una sola anciana en Chelmsford que no asegure haber sido
visitada, en alguna ocasión, por el espíritu de nuestro noble
ajusticiado. Sin embargo, Devereux es simplemente una aparición,
acaso la más famosa, de las muchas que tienen a bien presentarse de
improviso en los hogares de los plácidos habitantes del Condado.
Pero yo no las temo. Por una razón muy sencillas -y aquí se detuvo,
consciente de la expectación que habían levantado sus palabras,
para añadir con voz muy queda-: Sé reconocerlas a primera vista.
Miré a Arganza con
el vehemente deseo de guiñarle un ojo y felicitarle por su
adquisición, pero mi amigo se hallaba murmurando algo al oído de
Jezabel. Tras una breve pausa, Mortimer prosiguió:
-Una vez, de
pequeño, vi a un hombre extremadamente alto, de aspecto taciturno,
apoyado en la verja del jardín. Vestía de negro y, aunque yo me
hallaba a pocos pasos removiendo la tierra de una maceta, no reparó
en mi presencia ni, por tanto, me dirigió pregunta alguna. Al día
siguiente, desde la ventana de mi cuarto, le volví a ver. Me pareció
muy extraño que no se decidiera a llamar o a abrir la cancela y
corrí a contárselo a mi madre. “Es un hombre muy blanco”, dije.
“Pero no como nosotros”. Ella, sentada en un sillón del
gabinete, no levantó los ojos de su labor. “¿Te refieres a que no
pertenece a nuestra raza?”, preguntó con indiferencia. “No”,
repuse. “Quiero decir que está pálido, muy pálido, viste de
negro y es muy serio. Pero no parece enfadado.” Mi madre, entonces,
interrumpió el macramé, guardó la labor en su costurero y murmuró
con cierta fatiga: “Debe de ser uno de ellos”. Después,
sentándome en sus rodillas, me acarició el cabello y, con una voz
tranquila y dulce, añadió: “Mortimer, mi pequeño Mortimer, ya va
siendo hora de que aprendas a distinguirlos. Así no podrán nada
contra ti”. Y me besó en la mejilla.
Un respetuoso
silencio se había adueñado de la habitación. El inglés desdoblaba
ahora el papel que, desde hacía un rato, sostenía en una de sus
manos.
-Esta tarde, cuando
mi querido doctor ha tenido la amabilidad de invitarme a tan
magnífica reunión, he tomado la precaución de anotar algunos datos
de importancia. La memoria puede jugarnos malas pasadas, y debo
confesar que hace ya muchos años que he dejado de preocuparme por
aparecidos, fantasmas o simples visiones. Si me lo permiten, voy a
consultar mis notas.
Me fijé en las
piernas musculadas y peludas que asomaban por los orillos de sus
bermudas e intenté imaginarlo de niño, sentado en las faldas de su
madre. El silencio era total, interrumpido tan sólo por las ráfagas
de viento azotando los cristales de las ventanas.
-Palidez inquietante
-dijo Mortimer-. Una palidez excesiva que no puede provenir de causas
naturales y una expresión en la mirada, si me permiten la
ocurrencia, de tristeza infinita… Suelen mostrar una
preferencia excluyente por dos colores, el blanco y el negro, con
cierta ventaja a favor de este último. Si la aparición en cuestión
es masculina, vestirá seguramente de negro, en un traje de buen
corte aunque un tanto pasado de moda. Si la aparición es mujer,
tenemos muchas probabilidades de encontrarnos frente a un traje
vaporoso, un tejido liviano de color blanco, que se agite con el
viento y deje entrever, discretamente, los encantos de un cuerpo del
que ya no queda constancia. He dicho “muchas probabilidades”. Lo
habitual es que las aparecidas gusten también del negro, de la
oscuridad que acentúa su indescriptible palidez y las hace, a decir
de algunos, misteriosamente bellas.
Un rayo,
zigzagueando en el cielo, iluminó fugazmente la playa. Mortimer
prosiguió impertérrito:
-Esos seres, o
mejor, esa apariencia de seres, disponen de escasa y contada energía.
Por ello acostumbran a ser parcos en palabras y astutos en la
elección de lugares donde manifestarse. Suelen aparecer sentados (un
balancín, el sillón más confortable de la biblioteca, por
ejemplo), o de pie. Pero en tal supuesto buscarán invariablemente un
apoyo. La jamba de la puerta, el alféizar de la ventana, o muy a
menudo, la repisa de la chimenea…
Crucé una mirada
con Arganza y a punto estuvimos los dos de volvernos hacia el joven
pálido de ojos profundo. Laura, probablemente, había tenido la
misma idea. Porque ahora rompía a reír como si fuera reventar,
llevándose las manos al estómago, agitándose sobre el taburete y
ahogando, con sus carcajadas, el silbido del viento y el repiqueteo
de los cristales. Jezabel se movió inquieta en el sofá.
Ya no abrigaba la
menor duda de quién había acogido, al inicio de la velada, el
relato de Arganza con tanta insólita hilaridad, y no se me ocultaba
la molestia que tales expansiones de alegría provocaban en el ánimo
de su prima. Volví a recordar el episodio del supermercado, apoyé a
Laura con una sonrisa y comprendí, con cierto placer, que a Jezabel
se le estaba escapando la noche.
-Hablaba en serio-
dijo Mortimer.
Se hallaba en pie,
con los ojos chispeantes de cólera y un rictus de inesperada fiereza
en los labios. Presentí que iba a desembarazarse del papel que
sostenía con una de sus manos y del vaso que se tambaleaba en la
otra para rodear el generoso cuello de la feliz y obsesiva riente.
Pero no fue más que una huidiza sensación. Mortimer volvió a
sentarse, Laura escondió el rostro entre las rodillas y pronto, para
tranquilidad de todos, sus carcajadas se convirtieron en un apagado
jadeo.
-Hablaba en serio-
repitió.
La ira había dejado
paso a un enfurruñamiento infantil que no podía menos que mover a
compasión o ternura. Creí llegado el momento de tomar las riendas
de la situación y pedirle, con toda amabilidad, que continuara
transportándonos a Chelmsford, al cálido regazo de su madre o a las
veleidades de los hermosos, taciturnos y enlutados visitantes. Como
tantas veces a lo largo de la noche, alguien se me adelantó.
-Su relación es
interesante y curiosa. Pero obsoleta.
No sé si fue el
tono afectado de su voz, la constatación de que había abandonado su
posición junto a la chimenea para tomar asiento en el balancín o el
simple hecho de que, en aquel preciso instante, la casa se quedaran
completamente a oscuras, pero cuando pronuncié un innecesario: “Es
la tormenta” y el silencio más absoluto acogió mis palabras,
sentí un extraño estremecimiento que nada tenía que ver con la
tempestad ni con el frío.
A la luz de todas la
velas que conseguimos reunir, la estancia recobró, en parte, su
aspecto inofensivo. Me avergoncé de haberme dejado impresionar sin
motivo, pero, no muy segura aún de la fuerza de mi temple, evité
detenerme en las sombras que proyectaban nuestras figuras sobre una
de las paredes.
-Si, querido amigo,
fuera de un innegable interés histórico o literario, sus amables
consejos, hoy en día, no nos sirven de nada.
Preferí
concentrarme en la llama de una de las velas. No me hubiera gustado
encontrarme con que los contornos de la mecedora, por cualquier
efecto óptico perfectamente explicable, ocuparan un lugar
preeminente entre nuestras siluetas reunidas en la pared.
-Insisto: de nada.
Desde el lugar en
que me hallaba no podía observan con nitidez la expresión de
Arganza. Pero me pareció que se había acercado aún más a Jezabel
y que ésta apoyaba una de sus manos, con gesto indolente, en los
hombros del abatido Mortimer. El joven de mirada profunda prosiguió:
-No podemos hablar
de espíritus, espectros o fantasmas sin incurrir en un siempre
desechable anacronismo. Actualmente, el más allá no necesita de
apariciones tan fantásticas para manifestarse. Les pondré un
ejemplo. Supongo que alguno de entre los que nos encontramos esta
noche aquí habrá conocido uno de esos días en que los objetos se
niegan a responder al uso para el fueron creados. La estilográfica
que no funciona, los lavabos que se embozan y atascan sin causa
aparente, la aspiradora que se resiste a aspirar, o el teléfono que
suena sin que nadie responda al otro lado del auricular… Con
frecuencia se trata simplemente del reflejo de nuestro propio
malestar. Los objetos, mal llamados inanimados y con los que solemos
convivir sin atender a su indudable importancia, registran, con
silenciosa fidelidad, la menor variación de nuestras emociones. Pero
su resistencia, por denominarla de alguna manera, tiene un límite y
hay momentos en que, sobrecargados de tensión, no tienen más
remedio que rebelarse. Sin embargo, su repentina indocilidad no tiene
por qué responder forzosamente a nuestras secretas desazones y
angustias. Y eso es, ni más ni menos, lo que creo que está
ocurriendo aquí.
El trío formado por
Arganza, Jezabel y Mortimer se me apareció como un bloque compacto,
un monstruo de tres cabezas que prolongaba su poder en el joven
pedante de voz afectada. Busqué la mirada cómplice de Laura: había
vuelto a ocultar la cabeza entre las redondeces de sus rodillas. Tal
vez se hallaba cansada, pensé. Tal vez intentaba por todos los medio
contener su extremada facilidad para desdramatizar las intervenciones
de los demás invitados. Me asaltó la incómoda sospecha de que, si
decidía retirarme al dormitorio, nadie me echaría en falta.
-Todos los presentes
nos sentimos tranquilos y relajados. Es decir, casi todos -y yo me
quedé con la duda de si la salvedad hacía referencia al
comportamiento de Laura o si el joven poseía la inoportuna habilidad
de leer en el pensamiento ajeno-. Nuestro entorno no tiene, por lo
tanto, rezones suficientes para registrar una sobrecarga emocional
que le conduzca a insubordinarse. Pero, de la misma forma que los
objetos registran nuestras alteraciones, poseen memoria y conocen, de
una forma muy primaria, desde luego, el significado de la palabra
“preferencia”. Tampoco olvidemos que los avances de nuestra época
(la electricidad, las telecomunicaciones…) constituyen un canal
idóneo para que fuerzas ocultas e innombrables hagan, a través de
él, acto de presencia. En uno u otro supuesto, la evidencia es
incuestionable.
El joven se
interrumpió unos instantes y, mirando al vacío, añadió con voz
grave:
-Esta casa nos está
rechazando.
Las sonoras
carcajadas de Laura no me produjeron, esta vez, el menor motivo de
regocijo. Sabía que no debía ceder a la creciente paranoia que me
hacía sentirme como único centro de una burla colectiva e intenté
serenarme. Sin embargo, no podía olvidarme del horno súbitamente
descompuesto, del inesperado corte de luz, del sorprendente
castellano de Mortimer, ni del hecho de que el joven demacrado
hubiera acudido a la cena de la mano de Jezabel. Poco podía
importarme ya que la desagradable mascarada fuera obra del azar o
estuviera sutil y hábilmente preparada. El resultado seguía siendo
el mismo. Jezabel, con la invención de la noche, se había permitido
humillarme en mi propio refugio, Arganza sucumbía desde el primer
momento al despliegue de encantos de Jezabel, y la estatua de cera,
cuando por fin rompía su mutismo para demostrarnos que no era más
que un ser de carne y hueso, se deleitaba enfrentándome a una casa
súbitamente agresiva y hostil. Me dirigí a la ventana y observé
cómo la lluvia golpeaba la carrocería de los coches estacionados
junto al porche. Deseé que me dejaran sola pero, al tiempo, temí
que lo hicieran. Las risas de Laura se me antojaban ahora inoportunas
e irritantes. Acaso, pensé, su aparente simpleza no era lo que la
movía prodigar aquellas muestras de gozo con tanta generosidad. Me
resistía a aceptarla como partícipe de la broma, pero sí, en
cambio -y esta idea iba abriéndose paso con firmeza-, la podía
adivinar asustada, tremendamente asustada por algo que yo no hubiera
acertado a intuir y que ella, desde el inicio de la noche, hubiese
captado con su sensibilidad epidérmica y salvaje. El joven se había
levantado y acababa de descolgar el auricular del teléfono.
-¿No lo decía yo?
Está averiado.
Se produjo un
significativo silencio que nadie se esforzó en romper. Me aferré a
una extravagante posibilidad: ¿por qué no pensar que aquel joven
presuntuoso no era más que un excelente prestidigitador pendiente,
ahora que su demostración había concluido, del fervoroso aplauso de
los asistentes? Arganza, a su vez, se había puesto en pie. Pero su
ojos denotaban contrariedad.
-Vaya por Dios
-dijo-. Precisamente hoy, mi día de guardia.
Y luego,
dirigiéndose a mí, como si recordara de improviso mi presencia,
añadió:
-Había dejado tu
número por si se declaraba alguna urgencia. Supongo que tendré que
irme.
Corrí al teléfono
y comprobé con desagrado que el joven no había mentido. Pero no
podía consentir que Arganza me dejara a sola con aquellos fantoches.
Las risitas de Laura empezaban a enervarme seriamente.
-Está lloviendo
-dije.
-También para mis
enfermos. ¡Qué le vamos a hacer!
Tenía que encontrar
una excusa para acompañarle. Mi mente, por desgracia, se había
quedado en blanco.
-En todo caso
-intervino Jezabel-, hace ya un buen rato que se nos aguó la fiesta.
Todos miraron a la
incansable reidora con patente impaciencia. Les noté fatigados,
malhumorados, tensos. También yo sentía los nervios a flor de piel.
Estaba preguntándome quién sería el primero en estallar cuando
Laura se interrumpió en seco.
-Lo siento -dijo.
Parecía como si,
por primera vez a lo largo de la velada, la jovial invitada se
hubiera hecho a la idea de la inoportunidad de ciertas expansiones.
Se ciñó el cinturón del kimono y, con aire contrito, retocó su
peinado frente al espejo.
-Es ya muy tarde.
Nadie, ni siquiera
Jezabel, hizo ademán de acompañarla.
-Mañana te
devolveré el vestido.
Asentí sin
atreverme a mirarla a los ojos. Cuando se internó por el pasillo,
alcancé a oír un débil “Buenas noches” y respiré hondo.
Durante unos minutos
permanecimos en reconfortante silencio, atentos al fulgor de los
relámpagos y el repiqueteo de la pipa de Arganza sobre la mesa. Creí
que había llegado la hora de las explicaciones y las excusas, y con
la mejor voluntad, me dispuse a aceptarlas. Pero Jezabel no tenía la
menor intención de disculparse. Me miró fijamente, suspiró con
cansancio y, en un tono difícil de olvidar, espetó:
-¿Hace tiempo que
conoces a Laura?
El asombro me había
dejado paralizada en el asiento. No puedo recordar cuál fue mi
primera reacción ni cómo, en una intervención atropellada y
balbuciente, logré enterar a Jezabel del desconcierto en que me
acababa de sumir su pregunta. Ella enarcó las cejas en una mezcla de
estupor e indignación.
-¿Mi prima? ¿Cómo
pudiste pensar que esa terrible mujer era prima mía? Yo creí que se
trataba de tu casera, de la mujer de la limpieza… ¡qué sé yo!
La había ofendido
en lo más hondo. Pero no sentí el menor amago de placer.
-Mi prima, la prima
de quien te hablé, se encuentra en estos momentos en su cama,
atiborrada de calmantes y barbitúricos, luchando contra un
insoportable dolor de muelas… ¿No te lo dije al llegar?
No. Jezabel no se
había tomado la molestia de informarme de tan irrelevantes
pormenores, y yo, en justicia, no tenía por qué achacarle culpa
alguna. Pero la noche, la configuración particular y errónea de la
noche, se revolvía de repente contra mí, escupiéndome ignoradas
frustraciones e inconfesados rencores. Comprendí que no era Jezabel
sino yo quien, en realidad, merecía compasión y, por un momento, la
habitación empezó a girar a una velocidad vertiginosa. Tan sólo
por un momento. Pronto me di cuenta de que ninguno de los invitados
había tomado la palabra para justificar la presencia de la pertinaz
y festiva reidora. Se hallaban cabizbajos, enfrascados en oscuras
cábalas que, al principio, me resistí a compartir. Pero el silencio
era demasiado plomizo, asfixiante… Ya no podía engañarme por más
tiempo. Porque nadie había oído el sonido de la llave contra la
cerradura, el batir de la puerta o el rumor de un automóvil.
Como en tantas
ocasiones en que uno se siente amenazado por la visita del terror,
evité pronunciar en voz alta la causa de nuestra común inquietud y,
al amparo de una vela, empecé por el final de cualquier actuación
detectivesca. Subí al dormitorio, pero, por más que escudriñé en
todos los rincones, no encontré las ropas empapadas a las que Laura
había hecho referencia, horas atrás, en aquella misma habitación.
Al bajar, nadie se interesó por el éxito de mis pesquisas.
Conteniendo la respiración, nos internamos por el pasillo, retiramos
el pesado sillón con que, al inicio de la noche, intentamos proteger
la puerta de las embestidas de la tempestad, dimos vuelta a la llave
y salimos al porche.
Algo, que en un
principio creí un pájaro nocturno, acababa de aletear contra los
cristales de una ventana. Nos volvimos con cautela. Suspendido de los
alambres de un tendedero, se hallaba el liviano kimono de seda
meciéndose con el viento. No pronunciamos palabra. Lo descolgué,
arrojé las pinzas lejos de mí y, sin preguntarme por la verdadera
razón de mi repentina necesidad de actividad, lo doblé con el mayor
cuidado.
-Aquí -dijo
Mortimer.
Todos miramos hacia
el suelo y, a la luz de las velas, pudimos observar una inscripción
garabateada sobre las enfangadas baldosas del porche: “GRACIAS POR
TAN MAGNÍFICA NOCHE. NUNCA LA OLVIDARÉ”. Una racha de viento y
arena sepultó, en un abrir y cerrar de ojos, las primeras y últimas
palabras. Por unos instantes, en los que el tiempo parecía haberse
detenido, sólo quedó NUNCA. El kimono se me cayó de las manos. Una
segunda ráfaga distorsionó las letras. Con la tercera, las baldosas
del porche recuperaron su aspecto habitual en un día de tormenta:
montoncitos de arena y barro, y las huellas recientes de nuestras
propias pisadas.
Cuando entramos en
la casa el fluido eléctrico se había restablecido y un manjar
trepidaba en el interior del horno de la cocina. Nos volvimos a
sentar en torno a la mesa. Mortimer temblaba como una hoja y había
adquirido el aspecto de un niño asustado. No me costó esfuerzo
alguno imaginarlo en el regazo de su madre. Un saludable rubor
campesino había teñido de púrpura las lívidas mejillas del joven
de mirada profunda. Jezabel, súbitamente demacrada, se apoyó en mi
hombro. Me fijé en las sombras oscilantes de la pared y, por un
extraño efecto que no me detuve en analizar, me pareció como si mi
amiga y yo peináramos trenzas y ambas nos halláramos inclinadas
sobre un pupitre en una de las largas y lejanas tardes de estudio.
Con el inesperado
timbre del teléfono, una brisa de cotidianeidad refrescó la
atmósfera. Arganza descolgó el auricular, invocó la tormenta, se
excusó por la imprevisible avería y, con un total dominio de la
voz, pronunció una dirección, un apellido y un número. Después
recogió sus cosas y explicó:
-Es una urgencia.
Pero a nadie le
preocupó lo más mínimo la remota posibilidad de que Arganza
estuviera pensando: “Ojalá no sea nada”. O todo lo contrario:
“Ojalá esté muerto”.
Al cabo de unos días
me encontré con Mortimer en una de sus habituales correrías por la
playa. Llevaba un zurrón repleto de conchitas y erizos y, al verme,
me dirigió un saludo entre ceremonioso y distante: “It’s a
nice day, isn’t it?”. No volví a saber de él… Por un
amigo común me enteré de que Arganza había adelantado sus
vacaciones y se hallaba en un tranquilo balneario rodeado de lagos y
montañas. También yo había decidido abandonar el pueblo. El
alquiler de la casa, el precio exigido por cuatro paredes de madera y
un desangelado mobiliario, me parecía, de repente, abusivo e
inaceptable. Regresé a Barcelona y me alegró comprobar lo a gusto
que me encontraba entre el bullicio y las gentes de una ciudad de la
que, en un momento de debilidad, había querido huir. Una mañana
reconocí el rostro del joven demacrado en una de las instantáneas
del periódico. Se llamaba Óscar Pérez, era el oscuro batería de
un modesto conjunto conocido como Los Irreductibles y su ocasional
salto a la palestra no venía motivado por nada que hiciera alusión
a sus posibles dotes musicales. Una orquesta rival, Los Perniciosos,
había acogido su última actuación con bengalas y cohetes que
apunto estuvieron, dada la angostura del local, de convertir la
chanza en catástrofe. Aquella misma tarde, por caprichos del
destino, me encontré con Jezabel en el supermercado. Instintivamente
me aferré al carrito de la compra. Pero Jezabel me saludó con
displicencia, recordó sus múltiples ocupaciones y desapareció por
uno de los corredores entre montañas de productos enlatados.
Entonces decidí
convencerme de algo de lo que, probablemente, ya todos se hallaban
convencidos. Nunca alquilé una casa junto al mar, nunca recibí
invitados en una noche de tormenta, ni nunca, en fin, asistí a la
lenta desaparición de las cinco letras que configuran la palabra
NUNCA.
Los altillos de Brumal, 1983.
domingo, 23 de febrero de 2020
sábado, 22 de febrero de 2020
La fe y las montañas. Augusto Monterroso.
Al principio la Fe movía
montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el
paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando
la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la
idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y
cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las
había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más
dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
La oveja negra y otras fábulas, 1969.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
La oveja negra y otras fábulas, 1969.
viernes, 21 de febrero de 2020
Mi tío. Juan José Millás.
Tuve un tío carnal, y
perdonen la redundancia (no he conocido a ninguno que no sea de
carne), que vendía cepillos de dientes, lo que se consideraba una
actividad de mucho futuro hace años, cuando apenas el 8% de la
población se ocupaba de la higiene bucal. Mi familia siempre ha
trabajado en actividades con mucho futuro, aunque escaso presente:
somos muy pioneros. De hecho, una vez que los cepillos de dientes
comenzaron a ser un negocio de verdad mi tío carnal se dedicó a la
venta de desodorantes, pese a que ni siquiera se había inventado la
axila, que sustituyó, si ustedes recuerdan, al sobaco.
Un día le oí hablar a mi madre de mi tío, que era su hermano, y dijo que le daban ganas de llorar cuando se lo imaginaba en los hoteles o en las pensiones, por la noche, lavándose los calcetines, porque mi tío, pese a vender higiene bucal, se lavaba los calcetines más que los dientes, y luego los tendía en la barra de la cortinilla de la bañera. Se me quedó grabada aquella imagen de los calcetines colgados de la barra en la que, con los años, acabó concentrándose toda la tristeza que era capaz de segregar la realidad de este perro mundo. El calcetín es una prenda blanda, rara, sospechosa, pero, sobre todo, es una prenda atribulada.
Hace poco, en un hotel, me puse a lavar los calcetines negros, negros, negros (y perdonen la redundancia, pues no los conozco de otro color), cuando de súbito levanté la mirada hacia el espejo y en lugar de encontrarme conmigo me encontré con mi tío, el pionero. Si mi madre levantara la cabeza, pensé, y viera a su hijo en este trance se volvía a morir, la pobre, del disgusto. De hecho, casi me muero yo. Así que abandoné los calcetines a un lado del lavabo, sin aclararlos, y me metí en la cama a punto de llorar. Dios mío, qué solo me sentí aquella noche. Aunque lo peor fue al día siguiente, cuando los tuve que guardar mojados en la maleta, junto a una novela policíaca que había cogido para el viaje. Podía haberlos abandonado en el hotel, pero pensé que eso habría sido tanto como dejar tirado en la cuneta a mi tío carnal, el redundante. Qué complicados somos.
Articuentos escogidos, 2012.
Un día le oí hablar a mi madre de mi tío, que era su hermano, y dijo que le daban ganas de llorar cuando se lo imaginaba en los hoteles o en las pensiones, por la noche, lavándose los calcetines, porque mi tío, pese a vender higiene bucal, se lavaba los calcetines más que los dientes, y luego los tendía en la barra de la cortinilla de la bañera. Se me quedó grabada aquella imagen de los calcetines colgados de la barra en la que, con los años, acabó concentrándose toda la tristeza que era capaz de segregar la realidad de este perro mundo. El calcetín es una prenda blanda, rara, sospechosa, pero, sobre todo, es una prenda atribulada.
Hace poco, en un hotel, me puse a lavar los calcetines negros, negros, negros (y perdonen la redundancia, pues no los conozco de otro color), cuando de súbito levanté la mirada hacia el espejo y en lugar de encontrarme conmigo me encontré con mi tío, el pionero. Si mi madre levantara la cabeza, pensé, y viera a su hijo en este trance se volvía a morir, la pobre, del disgusto. De hecho, casi me muero yo. Así que abandoné los calcetines a un lado del lavabo, sin aclararlos, y me metí en la cama a punto de llorar. Dios mío, qué solo me sentí aquella noche. Aunque lo peor fue al día siguiente, cuando los tuve que guardar mojados en la maleta, junto a una novela policíaca que había cogido para el viaje. Podía haberlos abandonado en el hotel, pero pensé que eso habría sido tanto como dejar tirado en la cuneta a mi tío carnal, el redundante. Qué complicados somos.
Articuentos escogidos, 2012.
martes, 18 de febrero de 2020
Gato. Roberto Moso.
"A veces hay auténticos
milagros". Bonita sentencia para escucharla en boca de un
sacerdote pero no en la de un médico, como a él le acababa de
ocurrir. Masticaba la horrible sentencia mientras conducía bajo una
lluvia inclemente. Había exigido sinceridad brutal y desde luego, no
podía quejarse al respecto. Sentía ahora su vida como una bomba de
relojería con fecha de denotación imprecisa. ¿No era eso
precisamente la definición misma de existencia? Pero no, para él ya
no era tan imprecisa. Meses, quizás años le habían dicho, también.
Inmerso en su angustia no tuvo tiempo material de esquivar a aquel
inoportuno gato. Le pareció notar el momento exacto en que la
cabecita del felino crujía bajo la rueda. No se bajó a mirar, como
habría hecho tan sólo unas horas antes, ni siquiera aminoró la
marcha, no tuvo ningún sentimiento de pena ni compasión. Sólo
sintió envidia.
Polvo: relatos liofilizados de pompas de papel. 2010
Polvo: relatos liofilizados de pompas de papel. 2010
domingo, 16 de febrero de 2020
Malos hábitos. Araceli Esteves.
Hace 20 años que dejé el
tabaco, pero en mis sueños todavía fumo. Trazo blancos caminos de
humo y aspiro profundas caladas. A veces sueño que canto y fumo. O
resucito a mi primo ahogado para hablar con él de tonterías, para
reírme y dar golpecitos nerviosos a un cigarrillo como si retirara
ceniza inexistente. También fumo con mi madre muerta y, escondidas
entre humo azul, diluimos culpas antiguas. Vuelvo a la universidad y
contesto alguna pregunta incierta de un delirante examen oral de
lingüística. Mientras intento hilvanar las frases que me permitan
conseguir el aprobado, mi desamparo fuma ducados, una marca que
siempre he detestado.
Cuando por la mañana abro los ojos, debo darme mucha prisa. Antes de despertar a mis hijos tengo que lavar y frotar bien mis dientes. Ya se han quejado más de una vez del intenso olor a nicotina de mis besos.
Cuando por la mañana abro los ojos, debo darme mucha prisa. Antes de despertar a mis hijos tengo que lavar y frotar bien mis dientes. Ya se han quejado más de una vez del intenso olor a nicotina de mis besos.
viernes, 14 de febrero de 2020
Siete pisos. Dino Buzzati.
Después de un día de viaje
en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad
donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero
aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el
hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, pareciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí… –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente…
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien…
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor…
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona. –Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba –Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños… Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad. De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los “casi sanos”.
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más “grave” de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había “empeorado” ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente…
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá. Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien. Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles… Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar… si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo…
–Pues diga, diga, doctor…
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la…
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja…
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la “moral”; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus “méritos”, incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir…
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación. Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse. Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los “condenados”, vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.
Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati. El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se volteó, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada… Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo… ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación. De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama.
Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, pareciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí… –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente…
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien…
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor…
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona. –Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba –Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños… Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad. De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los “casi sanos”.
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más “grave” de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había “empeorado” ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente…
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá. Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien. Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles… Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar… si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo…
–Pues diga, diga, doctor…
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la…
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja…
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la “moral”; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus “méritos”, incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir…
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación. Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse. Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los “condenados”, vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.
Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati. El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se volteó, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada… Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo… ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación. De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama.
Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.
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