sábado, 7 de septiembre de 2024

La intrusa. Jorge Luis Borges.

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
–Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
–De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande –¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
–Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
–A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

El informe de Brodie, 1970.

viernes, 6 de septiembre de 2024

Una sombra nada obesa. Mariana Frenk.

Era una tarde de espléndido sol.
Ella cruzó la calle con pasos ligeros. Una muchacha bonita, ninguna cosa del otro mundo, pero bonita. Su sombra, muy alargada y ni remotamente tan bonita como ella, la siguió con la proverbial fidelidad de las sombras (aunque, como veremos, también ahí hay excepciones).
En sentido contrario, cruzó la calle un señor algo obeso. También a él lo siguió su sombra, una sombra nada obesa, sino, al contrario, tan alargada como la de la muchacha bonita. Entonces, sucedió algo imprevisto: la sombra del señor algo obeso vio a la de la muchacha bonita. Fue como un relámpago. En el mismo instante nació su decisión: abandonar a su señor y amo y seguir, desde ese momento y para siempre, y ahora sí con aquella proverbial fidelidad, a la sombra de la muchacha bonita. ¿Lo que pasó después? No sabemos si el señor algo obeso se dio cuenta de que ya no tenía una sombra. Tal vez se lo comunicó, con mucho tacto, algún buen amigo, y puede ser que le haya contestado: “¿Y qué? Si no me faltara otra cosa…”. O, a lo mejor, dijo: “Sabes, en nuestro mundo de hoy me parece una desgracia muy relativa. Además, tiene antecedentes literarios”.
En cuanto a la muchacha bonita, estamos seguros de que no se percató de que la están acompañando dos sombras, es tan distraída. Las sombras, eso lo sé de fuente segura, están más que contentas, y a veces viven momentos de verdadera felicidad: cuando la posición del sol les permite unirse amorosamente.

jueves, 5 de septiembre de 2024

Espanto. Anthony Horowitz.

Gary Wilson estaba perdido. También estaba cansado, furioso, y tenía mucho calor. Mientras avanzaba lentamente a través de una parcela idéntica a la anterior e idéntica a la siguiente, maldijo el campo, a su abuela por vivir allí, y sobre todo a su madre por arrastrarlo de su cómoda casa en Londres para plantarlo en medio de esto. Ya la haría sufrir cuando regresaran. Pero no sabía dónde exactamente estaba la casa. ¿Cómo había conseguido perderse de semejante manera?
Se detuvo por décima vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está siempre mucho más lejos de donde debería estar.
Gary tenía quince años, era alto, y tenía el gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto, tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.
Nadie se reía de Gary Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso era lo que más le gustaba a Gary Wilson.
Cuando había atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio, usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero hacía tiempo que ya no surtía efecto.
Él era su único hijo. Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón, dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de la casa.
La casa en cuestión era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla. Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.
No podían permitirse vacaciones en el extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl Soham.
Era un lugar precioso. Un solo sendero se extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.
—¿No es hermoso? —dijo su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la estación.
Un par de cuervos negros volaron por encima de ellos y fueron a parar a un terreno vecino.
Gary resopló.
—¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?
Mientras cruzaba lo que ahora se daba cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba. También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado. Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría que caminar antes de saber dónde estaba.
Gary permitió que su madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman (por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un rápido beso en la mejilla al llegar.
—¡Cómo has crecido! —exclamó la anciana.
Gary se dejó caer en un destartalado sillón frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.
La anciana volteó a ver a su hija.
—Te ves mucho más flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!
—Mamá, estoy bien.
—No, no estás bien. No te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.
¡Una semana en el campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso, arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte interior de los dedos.
¿Qué tiene de maravilloso el campo?
Oh, sí, su abuela podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores, árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!
—Todo es distinto en el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor, vivo, esperándote...
Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella, que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.
Después de unos días de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del bolso de su madre.
—No te alejes de los senderos, Gary —le advirtió su madre.
—Y no te olvides del código campestre —añadió su abuela.
Gary recordaba muy bien el código campestre. Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores. Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.
Y se salió del sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.
Se perdió antes de siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…
…Sólo que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy extraño.
Hacía dos horas de eso.
Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se había robado de una tienda en Notting Hill.
Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado, pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.
Y luego…
Gritó cuando un insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo cuando vieran la casita consumirse en llamas.
Fue entonces que la vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿que la acababan de sembrar? ¡Qué lástima!
Esta parcela era más grande que la anterior, y el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas, taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió no hacía tanto calor.
Cada paso se le dificultaba más. Era como si sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.
No podía avanzar. Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido. Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.
Y luego…
Más tarde…
 
*
 
Cuando el sol se empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas, de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el campo lo hubiera devorado, dijo un policía.
Gary vio cuando la policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos enferma que cuando llegaron.
Su madre no lo vio. Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no mencionar nada.
El taxi aceleró, pasó de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la fila de álamos, hacia la carretera.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Un día cualquiera. Ginés S. Cutillas.

Manuel se levanta por la mañana y despierta a los niños. Prepara café y desayuna con su mujer. Luego se despide cariñosamente de los críos al dejarlos en el colegio. Cuando llega al trabajo saluda afectuosamente a todos sus compañeros. Son ya muchos años. Llama a los clientes, come en la fiambrera que Aurora le ha preparado y se deshace de todas las facturas. Más tarde, vuelve a despedirse entre bromas de cada uno de sus colegas. 
Aprovecha ese tiempo muerto que hay entre el fin de la jornada laboral y la recogida de los chicos de la piscina, para hacer la compra en el supermercado. Con el maletero lleno de alimentos y el coche inundado de risas de los niños, se dirige a casa. Ella no ha llegado todavía. Cuando por fin lo hace, una deliciosa cena humeante le espera en la cocina. La besa, la mima, le dice lo guapa que es ella, lo afortunado que es él. Acuesta a los niños, les da un beso de buenas noches después de leerles un cuento. Cuando entra en la habitación ve a su mujer dormida con un libro entre las manos. Le quita las gafas y deja el libro en la mesita. Se sienta a su lado en la cama y la arropa. A continuación, abre el cajón y saca un revólver. Aurora se remueve, se gira. Él mira el cañón, de frente. Se lo mete tan profundo en la boca que el dolor le provoca una lágrima. Aprieta el gatillo. Ella carraspea. Manuel inspecciona con la punta de los dedos sus sesos desparramados por el cabezal de la cama, como si fuera la primera vez que los ve. Tiene sueño. Apaga la luz. Al día siguiente ha de pasar por Hacienda antes de ir a la oficina. 

Antología del microrrelato español. (1906 - 2011), 2013.
 

martes, 3 de septiembre de 2024

Sombra de los días a venir. Alejandra Pizarnik.

A Ivonne A. Bordelois

 

Mañana

me vestirán con cenizas al alba,

me llenarán la boca de flores.

Aprenderé a dormir

en la memoria de un muro,

en la respiración

de un animal que sueña.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Picabueyes. Sara Mesa.

Vuelve sin levantar la vista del suelo, las zapatillas emborronadas por las lágrimas que no terminan de caer del todo. Le arden los ojos. Vuelve bajo el sol que le golpea en los hombros desnudos, en la nuca sudorosa, sin rabia, sin resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el miedo: el miedo de llegar tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.
—¿Dónde está la bicicleta? —preguntarán las tías.
—¿De dónde vienes? —preguntarán también.
Ella tendrá que inventar una excusa. La olvidó en una esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.
Se la robaron.
—¿Quién te la robó? —preguntarán desconfiadas, sabias.
Esa sabiduría resentida, murmura ella para sí. Las tías locas, posesivas, guardianas. Las tías. Los veranos.
No le pueden robar la bici en un pueblo tan pequeño. A plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie intervenga. No van a creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se seca las lágrimas con el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el escozor de la sal en los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo el brazo, la rodilla derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late. Sangra un poco. La mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón oscuro, en el azul gastado de los jeans.
Los días largos, los picabueyes que la miran pasar metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso, flanqueado por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos. Cada vez que se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las mejillas. Está tan sucia que averiguarán que se cayó. No va a poder evitar que al final lo sepan. Hace calor y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se cayó.
Pero por qué tan lejos. Por qué en los caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no podría explicarlo. Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo justificar lo del pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se quedó tan lejos, que pesaba, que sólo pudo transportarla consigo los diez primeros metros.
Los radios de la rueda girando levemente, brillando levemente bajo el sol de agosto.
Y las risas de fondo.
Los veranos allí, en los arrozales, mientras sus amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol, preparándose para la animación de la noche.
Los veranos allí, su sangre joven, y el pueblo del que quiere escapar aunque sea en una bici vieja con los neumáticos gastados, aunque sea por los caminos de los arrozales por donde no va nadie, los caminos prohibidos, solitarios, donde ella puede pedalear más rápido, imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de una libertad que no conoce.
Los caminos donde no la verá nadie, porque allí nunca hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos que le acribillan los tobillos y los brazos, algún milano que sobrevuela el cielo casi blanco.
Nadie salvo al final, junto al muro de contención.
Un grupo de personas junto a un coche viejo, y ella que no sabe si debe seguir pedaleando o dar la vuelta.
—No te fíes de la gente —dicen siempre las tías—. No te fíes.
¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de personas junto a un coche, todavía lejanas, sólo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos fuera y uno más dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una moto? ¿Una moto, un coche, tres personas?
Una masa informe entre la polvareda que se va definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance girará a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás dará la vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.
Y los chicos la miran, dos desde fuera del coche —uno apoyado sobre el capó del Clio maltratado por las carreras en el campo— y otro desde dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y una suave sonrisa en todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas hambrientas de crueldad y diversión. La miran y entrecruzan un par de palabras que ella no puede oír porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es entonces, cuando les da la espalda, cuando siente la piedra que rebota en la bici, se asusta y acelera, y siente la otra piedra, la piedra final que le hace tambalearse, levantar las manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse junto a las hierbas secas y el fango del reborde del cultivo.
Ahora camina apresurada, la herida que le late, las sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose al fin entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano. Cómo ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo ocultar las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja que se acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático. Los radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos engrasados, raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los pechos, primero uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin tiempo todavía de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan de manosearla. También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera simplemente. Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego. Quizá son más jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a probarse. En ese pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los arrozales con el permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las tías.
—No debes ir por allí, no hay que fiarse.
Lo dijeron. Malditas tías, son ellas peores que los chicos, piensa. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan tirada en el borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el Dios impasible que jamás actuó cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen, sin embargo, el silencio.
Se levanta, se sacude, mira la bici rota, imposible de transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin lloriquear, sin quejarse, únicamente apresurada por la hora.
Pero no llegará, no llegará a tiempo. La deja en el camino.
Tan lejos, y ahora sí está llegando. Los pies doloridos, la mancha en la rodilla aún más extendida, más oscura, parda, rojiza, delatora. El dolor sordo, amortiguado, que la atormenta menos que las dudas. El picor en los ojos.
¿Qué decirles ahora a las tías?
¿Qué decirles?

Mala letra, 2016.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Regreso. Manuel Moyano.

“Y no hay nada que hacer”, escuché que decía el médico mientras su mano cerraba suavemente mis párpados. Al principio, tan solo vi oscuridad. Luego, en mitad de la negrura, se abrió un largo túnel: desde su otro extremo me reclamaba una intensa luz blanca. “Así que eso es el Cielo”, pensé mientras me deslizaba, como si flotase, entre sus paredes húmedas y turgentes. Una extraña felicidad me invadió. Sin embargo, cuando llegué al final del túnel, lo que encontré no fue un mundo maravilloso, sino otra habitación de hospital. Un gigante me había agarrado por los tobillos y, sosteniéndome boca abajo, golpeaba con fuerza mi trasero. Indignado, intenté pronunciar algún exabrupto, pero de mi garganta no salieron palabras: sólo un chillido de recién nacido.