I
El rastro moría al
pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el
aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en
oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca se lo habían
llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para
desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de
los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a
negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte,
a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo,
Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra
vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para
siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo,
retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo
encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que
separaba sus omóplatos.
Las sombras se
hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las
campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En
el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa
sobre la que flotaban, cada vez más siluetas, una chimenea de
ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia y luces
que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre.
Pero allí olía a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro.
Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se
imponía a todo lo demás. La patas traseras de Perro se espigaron,
haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del
costillar, en el ritmo de un jadear corto y ansioso. Las frutas,
demasiado llenas de sol, caían aquí y allá con un ruido mojado,
esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.
Perro echó a correr
hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del
mayoral, contrariando su propio sentido de la orientación. Perro
olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces se
volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en
las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas
por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un
poco de tierra recién barrida por una cola. De pronto, Perro se
desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía,
para arrojase sobre un hurón. Con dos sacudidas que sonaron a
castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral,
arrojándolo contra un tronco. Perro se detuvo de súbito, dejando
una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos descendían de la
montaña.
No eran los de la
jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y
desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces
potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no
llevaban, como Perro, un collar de púas de cobre con una placa
numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alobonadas que
todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a
correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna.
Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en
efecto, con un calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por
arrojarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en
medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y
literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde proseguía la pelea
de machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas.
Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a
arrebatar a las hormigas algún sabor a carne. Además, aquellos
otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía
permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del
sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres
vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un
sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo encima, con gesto
de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho,
buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios
estremecidos por una misma pesadilla.
Una araña, que
había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la
copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.
II
Por hábito,
Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio.
La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los
enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron
largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de
recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante
espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el
bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a
sol sobre un fondo de mugidos y relinchos, como indulgente aviso a
los que dormían en altos lechos de caoba. Los gallos rondaban a las
gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la
mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un
pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose, con
un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche
iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a
cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta,
dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro
alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los
cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían
sus cadenas,impacientes por ser sacados al batey.
-¿Te vas conmigo?
-preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió
dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas
cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra.
Pero tampoco olía a negro. Ahora, Perro estaba mucho más atento al
olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a
pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de
sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de
la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del
cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía
tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla.
El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles
del armonio le hubiesen echado encima tantos y tantos soplos de
fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro
había cambiado de bando.
III
En los primeros
días, Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio.
Perro recordaba los huesos, vaciados por cubos, en el batey, al caer
la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los
barracones después del toque de oración o cuando se guardaban los
tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las
mañanas sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza
desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de
un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con
el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que
la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero
acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a
garrotazos. Poco a poco, Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en
que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara,
de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana
podría llover y que el agua de arriba correría entre las piedras
para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía
comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de
mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo.
Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún
nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los
langostinos que dormían a contracorriente, a la salida del río
subterráneo que se alumbraba de un boca de caracoles petrificados.
Vivían en una
caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las
estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de
un ruido de relojes. Un día, Perro comenzó a escarbar al pie de una
de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas
costillas, tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre
la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego, llevó a
Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo
humano. A pesar de que quedasen en el hoyo unos restos de alfarería
y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse,
Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa,
abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones, sin
pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas,
envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una
cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar en cuatro
patas. Allí, al menos, o había huesos de aquellos que para nada
servían, y solo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas.
Al no haber sabido
de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el
camino. A veces, pasaba un carretero conocido, una beata vestida con
el hábito de Nazareno, o un punteador de guitarra, de esos que
conocen el patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban de lejos,
en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía
permanecer varias horas, de bruces, entre las hierbas de Guinea,
mirando ese camino poco transitado, que una rana-toro podía medir de
un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando
enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible
caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón
esperaba así algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó
sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la
jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio
hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla
del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se
divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó a
punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las
cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio
a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda,
delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al
calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo lato,
sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado. De pronto, quebró
una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el
párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de
piedra. El polvo se tiñó de sangre.
Cimarrón llegó
corriendo. Blandía un bejuco para azotar a Perro, que ya se
arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto,
sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se
apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de
las botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco
duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al
monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar
con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos
muertos, que tan tarde ardían en las últimas casa del pueblo, allí
donde, por dos veces, lo habían dejado pedir el aguinaldo de Reyes y
gastárselo como mejor le pareciera. El negro, desde luego, había
optado por las mujeres.
IV
La primavera los
agarró a los dos, al amanecer. Perro despertó con una tirantez
insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los
ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una
lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo.
Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron
temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en
vano un olor rastreable. Mataba insectos que siempre lo habían
asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus
dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un
sapo le escupió los ojos. Cimarrón esperaba, como nunca había
esperado.
Pero aquel día
nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros
murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a
andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió,
desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando
a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor,
antaño familiar, de leña quemada, de lejía de melaza, de limaduras
de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba,
ya que un interminable dulzor de mermeladas era esparcido por el
terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la
cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra
de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se
arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano
ahogó sus gritos. Perro avanzó, ya solo, hasta el lindero del
batey. La perra inglesa, adquirida por Don Marcial en una exposición
de París, estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el
camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan
envolvente, que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas
antes, con jabón de Castilla.
Cuando Perro regresó
a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana
del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre
los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes
de espuma sobre los limos.
V
Cimarrón se hacía
cada vez más imprudente. Rondaba, ahora, en torno a los caseríos,
acechando a cualquier hora una lavandera solitaria, o una santera que
buscaba culantrillo, retama o pitahaya para algún despojo. También,
desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros
del capellán en un parador del camino, se hacía ávido de monedas.
Más de una vez, en los atajos, se había llevado el cinturón de un
guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una
estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo
posible. Sin embargo, se comía peor que antes y, más que nunca, era
necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de
garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor
ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un
árbol.
Pasada la crisis de
primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a cercarse a los
pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre
dispuesta a dar de patadas y, al oler su proximidad, todos los perros
de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía,
esas noches, con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que
Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo
entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia
prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se
encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto,
la choza fue rodeada de hombres cautelosos, que llevaban mochas en
claro. Al poco rato, Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando
tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del
ingenio, echó a correr al monte, por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente,
vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas
curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y en los tobillos, y lo
conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le
daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de
borracho y de malnacido.
VI
Sentado sobre una
cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una
honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol
frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos
sobre las plantas. Se habían terminado, para él, las hogueras que
solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el
calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya
quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba
para dormir -a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco-.
Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los
seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el majá entre
las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no
estaba ahí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o
de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo
asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era un virtud de
esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve
constreñido. Tampoco -salvo en caso de hambre extrema- podía
atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de
agua, hurones, ratas, y una que otra gallina escapada de los corrales
aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había
perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotes casi
inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento
mecía con ruido de albarda nueva, de orquídeas, de bejucos,
lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas,
de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están.
Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana
apresaba guisasos que ya no tenían espinas.
Con los aguinaldos,
volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño
desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra,
tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su
fuga al monte. Esta vez, Perro agarró rastro en firme, recobrándolo
luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche
siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el
canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada.
El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios
machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos,
tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se
cerraba el olor a hembra.
Perro dio un gran
salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron,
unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se
oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se
llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al
más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron,
gruñendo con rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del
palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo
duro, que lo esperaba colmillos fuera. El rastro moría a la sombra
de su vientre.
VII
Los jíbaros cazaban
en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más
huesos. Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero, el
acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca de un salto,
el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el
asedio. A pesar de herir y entortar, el animal moría siempre en
dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo
aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre,
fresca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las
raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían
perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos por
cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días de celo, los
perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas,
con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana
del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no
despertaba en Perro el menor recuerdo.
Un día, los jíbaros
agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de
espinas, de plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro.
Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de los
caracoles, donde se alzaba una vieja piedra con cara de muerto. Los
hombres suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es
mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, por
ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos
con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre
apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las
muñecas, ritmaba su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban
bajo los flecos del pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón.
-¡Perro! -alborozó
el negro-. ¡Perro!
Perro se le acercó
lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas
en torno a él, moviendo la cola. Cuando era llamado, huía. Y cuando
no era llamado parecía buscar aquel sonido de voz humana que había
entendido un poco, en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan
raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin Cimarrón
dio un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó
un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al
cuello del negro.
Había recordado, de
súbito, una vieja consigna dada por el mayoral del ingenio, el día
que un esclavo huía al monte.
VIII
Como no olía a
hembra y los tiempos eran apacibles, los jíbaros durmieron el
hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pasaban sobre las
ramas, esperando que la jauría se marchara sin concluir el trabajo.
Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa
listada de Cimarrón. Cada uno halaba por su lado, para probar la
solidez de sus colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos
rodaban por el polvo. Y volvía a empezar, con el harapo cada vez más
menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin, se
dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto de las
crestas arboladas.
Durante muchos años,
los monteros evitaron, de noche, aquel atajo dañado por huesos y
cadenas.
jueves, 6 de julio de 2017
miércoles, 5 de julio de 2017
Eternidades. Eva Sánchez Palomo.
Supo
que había muerto por el chasquido en lo más profundo de su pecho.
Un crujido de hueso al partirse que desató los nudos de dolor que la
habían atenazado durante los últimos años y que llenó su
escuálido cuerpo de una deliciosa paz helada.
Al abrir los ojos comprendió que la eternidad era eso, una interminable sucesión de laberintos. Intuyó que debía encontrar el suyo propio, y se echó a andar sobre una estela sin color, sin luz ni tiempo, pasando ante arcos abiertos que mostraban o bien ciudades abarrotadas de calles, edificios y caras eternamente repetidas; o bien océanos inmensos que escondían profundidad tras profundidad en una eternidad llena de insondable negrura; o universos expandiéndose en una estupefacción de espacio y tiempo; con planetas, satélites y estrellas multiplicándose en galaxias rodeadas de tinieblas.
Y, por fin, la biblioteca, su eternidad, su laberinto. Incontables voces en todos los idiomas conocidos y desconocidos, todo lo probado, lo imaginado, incluso lo intuido por hombres y mujeres que habían existido o existirían hasta el final del tiempo. Todas esas obras ordenadas en pasillos que no terminaban y aún así seguían multiplicándose hasta el infinito.
Allí, con la eternidad abierta ante sus ojos, se preguntó con estupor si aquel interminable laberinto, su eternidad, su biblioteca, constituiría al fin su cielo ansiado o tal vez su perpetuo y cruel infierno.
Al abrir los ojos comprendió que la eternidad era eso, una interminable sucesión de laberintos. Intuyó que debía encontrar el suyo propio, y se echó a andar sobre una estela sin color, sin luz ni tiempo, pasando ante arcos abiertos que mostraban o bien ciudades abarrotadas de calles, edificios y caras eternamente repetidas; o bien océanos inmensos que escondían profundidad tras profundidad en una eternidad llena de insondable negrura; o universos expandiéndose en una estupefacción de espacio y tiempo; con planetas, satélites y estrellas multiplicándose en galaxias rodeadas de tinieblas.
Y, por fin, la biblioteca, su eternidad, su laberinto. Incontables voces en todos los idiomas conocidos y desconocidos, todo lo probado, lo imaginado, incluso lo intuido por hombres y mujeres que habían existido o existirían hasta el final del tiempo. Todas esas obras ordenadas en pasillos que no terminaban y aún así seguían multiplicándose hasta el infinito.
Allí, con la eternidad abierta ante sus ojos, se preguntó con estupor si aquel interminable laberinto, su eternidad, su biblioteca, constituiría al fin su cielo ansiado o tal vez su perpetuo y cruel infierno.
martes, 4 de julio de 2017
Avistamiento. Agustín Martínez Valderrama.
El
otro día aterrizó un platillo volante en el jardín de mi casa. Fue
algo insólito. Hasta entonces nunca habíamos tenido jardín. Ni
casa.
Blog: Previsiones meteorológicas de un cangrejo, 2010. Agustín Martínez Valderrama.
Blog: Previsiones meteorológicas de un cangrejo, 2010. Agustín Martínez Valderrama.
lunes, 3 de julio de 2017
Simultáneo. Juan José Millás.
Mi
hijo pequeño me da un grito desde su habitación:
-Papá, ¿qué significa simultáneo?
-Que sucede al mismo tiempo que otra cosa, hijo.
El silencio se hace de nuevo en la casa, y aunque intento continuar con lo que tenía entre manos, advierto que he quedado atrapado en la pregunta, o quizá en la respuesta. Todo el rato están sucediendo cosas simultáneas. Mientras yo escribo estas líneas, un perro ladra en la casa de al lado y alguien llora en la de más allá. Lo difícil es encontrar el hilo conductor de esos acontecimientos.
-Mientras tú tiras el pan -me dijo un día mi padre-, un niño se muere de hambre en África, o en la India.
En este caso, el problema no era encontrar el hilo conductor, sino desencontrarlo más bien. ¿Qué culpa tenía yo de que mis pérdidas de apetito coincidieran con aquellas defunciones masivas en el Tercer Mundo? La sincronía, en otras palabras, no implicaba causalidad, pero esa asociación quedó establecida en mi cabeza, a modo de un circuito eléctrico, y ya no podía tirar un trozo de queso sin matar a alguien al mismo tiempo. “Me acabo de cargar a un indio”, pensaba tristemente mientras me deshacía del bocadillo de mortadela. Cometí entonces muchos crímenes a los que debo remordimientos incontables. Tendría que explicarle a mi hijo que dos hechos simultáneos no tenían por qué depender uno de otro, para que no sufriera. Así que a la hora de la cena le dije:
-Que dos cosas sucedan a la vez no quiere decir que estén relacionadas, hijo.
-¿Entonces por qué suceden a la vez?
Supe que cualquier respuesta que le diera sólo serviría para aumentar su confusión y la mía, sobre todo la mía, de forma que cambié de tema y, simultáneamente, me atraganté. El niño me lanzó una mirada irónica y yo decidí que mi padre llevaba razón, aunque ello supusiera cargar con la responsabilidad de todas aquellas muertes africanas.
No tenemos remedio.
-Papá, ¿qué significa simultáneo?
-Que sucede al mismo tiempo que otra cosa, hijo.
El silencio se hace de nuevo en la casa, y aunque intento continuar con lo que tenía entre manos, advierto que he quedado atrapado en la pregunta, o quizá en la respuesta. Todo el rato están sucediendo cosas simultáneas. Mientras yo escribo estas líneas, un perro ladra en la casa de al lado y alguien llora en la de más allá. Lo difícil es encontrar el hilo conductor de esos acontecimientos.
-Mientras tú tiras el pan -me dijo un día mi padre-, un niño se muere de hambre en África, o en la India.
En este caso, el problema no era encontrar el hilo conductor, sino desencontrarlo más bien. ¿Qué culpa tenía yo de que mis pérdidas de apetito coincidieran con aquellas defunciones masivas en el Tercer Mundo? La sincronía, en otras palabras, no implicaba causalidad, pero esa asociación quedó establecida en mi cabeza, a modo de un circuito eléctrico, y ya no podía tirar un trozo de queso sin matar a alguien al mismo tiempo. “Me acabo de cargar a un indio”, pensaba tristemente mientras me deshacía del bocadillo de mortadela. Cometí entonces muchos crímenes a los que debo remordimientos incontables. Tendría que explicarle a mi hijo que dos hechos simultáneos no tenían por qué depender uno de otro, para que no sufriera. Así que a la hora de la cena le dije:
-Que dos cosas sucedan a la vez no quiere decir que estén relacionadas, hijo.
-¿Entonces por qué suceden a la vez?
Supe que cualquier respuesta que le diera sólo serviría para aumentar su confusión y la mía, sobre todo la mía, de forma que cambié de tema y, simultáneamente, me atraganté. El niño me lanzó una mirada irónica y yo decidí que mi padre llevaba razón, aunque ello supusiera cargar con la responsabilidad de todas aquellas muertes africanas.
No tenemos remedio.
domingo, 2 de julio de 2017
Brillante silencio. Spencer Holst.
Dos
osos kodiak de Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la
pareja aparecía todas las noches en un desfile empujando un carro
cubierto. A los dos les enseñaron a dar saltos mortales y
volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a danzar sobre sus patas
traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los
focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los
favoritos del público.
El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando por Méjico y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos, unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar. Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus descendientes también bailaran?
Garra con garra, al mismo compás... ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante silencio?
El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando por Méjico y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos, unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar. Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus descendientes también bailaran?
Garra con garra, al mismo compás... ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante silencio?
sábado, 1 de julio de 2017
Ocaso de un imperio. Manuel Moyano.
Swift
inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás
Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me
dedico a inventar lugares imaginarios. Sin ir más lejos, ayer dibujé
un círculo con guijarros en el patio y lo nombré Imperio de Chu.
Chu es un país árido, sembrado de agujas de pino y habitado sólo
por hormigas. Más allá de sus fronteras se extienden parterres con
begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce
hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al
menos, para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer:
esta mañana, el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por
encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme
una nueva dosis de tranquilizante.
jueves, 29 de junio de 2017
La nave blanca. H.P. Lovecraft.
Soy Basil Elton,
guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron
antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre
rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se
vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan, desde
hace un siglo, las naves majestuosas de los siete mares. En los
tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy,
son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese
el último hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. “Cathuria”, me decía, “es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria”.
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. “Cathuria”, me decía, “es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria”.
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
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