Se despierta
sintiendo que su padre está en el pasillo, escuchando. Le escucha
cuando duerme y sueña. Le escucha cuando se levanta y busca a
tientas los pantalones. Cuando no se pone los zapatos. Cuando no va a
la cocina para comer algo. Cuando se mira al espejo con los ojos
cerrados. Cuando está sentado una hora en el retrete. Cuando hojea
las páginas de un libro que no puede leer. Escucha su angustia, su
soledad. El padre se queda plantado en el pasillo. El hijo oye que
está escuchando.
Mi hijo, el
desconocido; no me dirá nada.
Abro la puerta y veo
a mi padre en el pasillo. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Por qué no
vas a trabajar?
Porque he tomado las
vacaciones en invierno, en vez de en verano, como antes.
¿Por qué diablos
lo has hecho, si te pasas todo el tiempo en este oscuro y maloliente
pasillo, observando todos mis movimientos? Tratando de adivinar lo
que no puedes ver. ¿Por qué estás siempre espiándome?
Mi padre se va a su
cuarto y, al cabo de un rato, vuelve sigilosamente al pasillo, a
escuchar.
Yo le oigo a veces
en su habitación, pero él no me habla y yo no sé lo que pasa. Es
terrible para un padre. Tal vez un día me escriba una carta: Querido
padre…
Querido hijo Harry,
abre la puerta. Mi hijo, el prisionero.
Mi mujer se marcha
por la mañana para pasar el día con mi hija casada, que está
esperando el cuarto hijo. La madre cocina, hace la limpieza y cuida
de los tres pequeños. Mi hija tiene un embarazo malo, tiene la
tensión alta, y se pasa casi todo el tiempo en la cama. Es por
consejo del médico. Mi mujer está ausente todo el día. Está
preocupada porque cree que algo le pasa a Harry. Desde que se graduó,
el invierno pasado, está siempre solo, nervioso, sumido en sus
propios sentimientos. Si le hablas, la mayoría de las veces te
responde gritando. Lee los periódicos, fuma, no se mueve de su
habitación. Sólo de vez en cuando sale a la calle a dar un paseo.
¿Qué tal el paseo,
Harry?
Un paseo.
Mi mujer le aconsejó
que buscase trabajo y él salió un par de veces a buscarlo, pero
cuando tuvo alguna oferta, no la aceptó.
No es que no quiera
trabajar. Es que me siento mal.
¿Y por qué te
sientes mal?
Yo siento lo que
siento. Siento lo que es.
¿Es tu salud,
hijito? Tal vez tendrías que ir al médico.
Te pedí que no
volvieses a llamarme hijito. No es mi salud. Sea lo que fuere, no
quiero hablar de ello. No es la clase de trabajo que me interesa.
Pero mientras tanto,
acepta algún empleo temporal, le dijo mi esposa.
Él se puso a
chillar. Todo es temporal. ¿Por qué tengo que sumar más cosas a lo
que es temporal? Mi estómago siente de modo temporal. El maldito
mundo es temporal. No quiero añadir a esto un trabajo temporal.
Quiero todo lo contrario, pero, ¿en dónde está? ¿Dónde puedo
encontrarlo?
Mi padre escucha en
la cocina.
Mi hijo temporal.
Ella dice que me
sentiría mejor si trabajase. Yo digo que no. Cumplí veintidós años
en diciembre, me gradué en la Universidad y ya sabéis para qué
sirve eso. Por la noche, veo los programas de noticias. Sigo la
guerra día a día. Es una guerra ardiente y enorme en una pantalla
pequeña. Llueven bombas y las llamas son cada vez más altas. A
veces me inclino hacia delante y toco la guerra con la palma de la
mano. Pienso que se me va a morir la mano.
Mi hijo, el de la
mano muerta.
Espero que me llamen
a filas el día menos pensado, pero esto ya no me preocupa tanto como
antes. No pienso ir. Me marcharé al Canadá o a cualquier otro sitio
adonde pueda llegar.
Su forma de ser
espanta tanto a mi mujer, que ésta se alegra de ir a casa de mi hija
temprano por la mañana para cuidar de los tres niños. Yo me quedo
con él en casa, pero él no me habla.
Tendrías que llamar
a Harry y hablar con él, dice mi esposa a mi hija. .
Lo haré algún día,
pero no olvides que hay nueve años de diferencia entre los dos. Creo
que él me considera como otra madre, y con una es bastante. Yo le
quería cuando era pequeño, pero ahora es difícil tratar con una
persona que no te corresponde.
Tiene la tensión
alta. Creo que le da miedo llamar.
Me he tomado dos
semanas de vacaciones. Trabajo en la ventanilla de venta de sellos de
la oficina de Correos. Le dije al jefe de mi sección que no me
encontraba muy bien, lo cual no es ninguna mentira, y él me dijo que
debía pedir la baja por enfermedad. Le respondí que mi mal no era
tan grave, que sólo necesitaba unas vacaciones cortas. Pero a mi
amigo Moe Berkman le dije que dejaba de trabajar unos días porque
Harry me tenía preocupado.
Comprendo lo que
quieres decir, Leo. Yo también tuve preocupaciones y angustias a
causa de mis hijos. Cuando tienes dos hijas en edad de crecer, estás
en manos de la fortuna. Pero a pesar de todo, tenemos que vivir. ¿Por
qué no vienes a jugar al póquer este viernes por la noche?
Tenemos una buena
partida. Es una buena forma de entretenimiento.
Ya veré cómo
marchan las cosas el viernes. No puedo prometértelo.
Procura venir. Estas
cosas pasan con el tiempo. Si te parece que van mejor, ven. Si te
parece que no, ven igualmente, porque te relajará y aliviará la
preocupación que te abruma. A tu edad, demasiadas preocupaciones son
malas para el corazón.
Esta es la peor
clase de preocupación que existe. Si me preocupo por mí mismo, sé
de qué preocupación se trata. Quiero decir que no hay misterio.
Puedo decirme: Leo, eres un estúpido; no debes preocuparte por nada.
¿Por qué, por unos cuantos pavos? ¿Por la salud, que siempre ha
sido bastante buena, aunque tengo mis altibajos? ¿Porque pronto
cumpliré sesenta años y la juventud no vuelve? Todos los que no se
mueren a los cincuenta y nueve llegan a los sesenta. Se puede vencer
al tiempo cuando éste corre contigo. Pero cuando la preocupación es
por otra persona, no hay nada peor. Esta es la verdadera preocupación
porque, si no nos la cuentan, no podemos metemos dentro de la otra
persona y averiguar la causa. No sabemos en dónde está el
interruptor que hay que pulsar. Lo único que hacemos es preocupamos
más.
Por eso, yo espero
en el pasillo.
Harry, no te
preocupes demasiado por la guerra.
Por favor, no me
digas de qué tengo que preocuparme o despreocuparme.
Harry, tu padre te
quiere. Cuando eras un chiquillo, solías correr a mi encuentro
cuando volvía a casa por la noche. Yo te cogía en brazos y te
levantaba hasta el techo. Te gustaba tocarlo con tu manita.
No quiero que
vuelvas a hablarme de eso. No quiero oírlo. No quiero oír nada de
cuando era pequeño.
Harry, vivimos como
extraños. Lo único que te digo es que recuerdo días mejores.
Recuerdo los tiempos en que no nos daba miedo mostrar que nos
queríamos.
Él no dice nada.
Deja que te cueza un
huevo.
Un huevo es lo que
menos deseo en el mundo.
Entonces, ¿qué
quieres?
Él se puso el
abrigo. Cogió su sombrero del perchero y bajó a la calle.
Harry caminó a lo
largo de Ocean Parkway, con su abrigo largo y su raído sombrero
marrón. Su padre le seguía y eso le enfurecía enormemente.
Caminaba a paso
ligero por la ancha avenida. En los viejos tiempos, había un camino
de herradura a un lado del paseo, en donde está ahora la pista de
cemento para las bicicletas. Y había menos árboles, con sus negras
ramas cortando el cielo sin sol. En la esquina de Avenue X, en el
punto desde donde se huele Coney Island, cruzó la calle y echó a
andar de vuelta a casa. Aunque estaba furioso, fingió no ver a su
padre que cruzaba también la calzada. El padre cruzó la calle y
siguió a su hijo hasta casa. Cuando llegó a ésta, pensó que Harry
ya estaba arriba. Se hallaba en su habitación, con la puerta
cerrada. Fuera lo que fuese lo que hacía en su habitación, lo
estaba haciendo ya.
Leo sacó la llave
pequeña y abrió el buzón de la correspondencia. Había tres
cartas. Las miró para ver si por casualidad alguna de ellas era de
su hijo, dirigida a él. Querido padre, deja que te explique. La
razón de que actúe como lo hago… No había tal carta. Una de
ellas era de la Mutualidad de Empleados de Correos; se la metió en
el bolsillo del abrigo. Las otras dos eran para Harry. Una era de la
oficina de reclutamiento. La llevó a la habitación de su hijo,
llamó a la puerta y esperó.
Esperó un rato.
Cuando oyó gruñir
al muchacho, dijo: Hay una carta para ti de la oficina de
reclutamiento. Giró el pomo de la puerta y entró en la habitación.
Su hijo estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados.
Déjala encima de la
mesa.
¿Quieres que la
abra, Harry?
No, no quiero que la
abras. Déjala en la mesa. Ya sé lo que dice.
¿Les escribiste
otra carta?
Eso es cosa mía.
El padre dejó la
carta en la mesa.
La otra carta para
su hijo la llevó a la cocina; cerró la puerta y puso a hervir un
poco de agua en una olla. Pensó leerla rápidamente, cerrar
cuidadosamente el sobre con un poco de pasta y echarla de nuevo en el
buzón. Su mujer la recogería cuando volviese de casa de su hija y
se la subiría a Harry.
El padre leyó la
carta. Era muy corta y la enviaba una chica. Decía que había
prestado dos libros a Harry hacía más de seis meses y que, como los
tenía en gran aprecio, le pedía que se los devolviera. Le rogaba
que lo hiciera lo antes posible, para no tener que escribirle otra
vez.
Cuando Leo leía la
carta de la chica, Harry entró en la cocina y, al ver la expresión
sorprendida y culpable de su padre, le arrancó la carta de las
manos.
Debería asesinarte
por espiarme de esta manera.
Leo se volvió y
miró por la pequeña ventana de la cocina al oscuro patio de la casa
de vecindad. Le ardía el rostro y se sintió mareado.
Harry leyó la carta
de un vistazo y la rasgó. Después rasgó el sobre con la indicación
de “Particular”.
Si vuelves a hacer
esto, no te sorprendas de que te mate. Estoy harto de que me espíes.
Harry, estás
hablando con tu padre.
Harry salió de la
casa.
Leo entró en la
habitación del hijo y miró a su alrededor.
Registró los
cajones del tocador y no encontró nada fuera de lo normal. Sobre la
mesa, junto a la ventana, había un trozo de papel escrito por Harry.
Decía: “Querida Edith, ¿por qué no te jodes? Si vuelves a
escribirme otra carta estúpida, te mataré.”
El padre se puso el
sombrero y el abrigo y salió de casa. Corrió, no muy de prisa,
durante un rato y después caminó al paso hasta que vio a Harry al
otro lado de la calle. Le siguió, a una distancia de media manzana.
Siguió a Harry
hasta Coney Island Avenue y llegó a tiempo de ver que tomaba un
trolebús que iba a la isla. Leo tuvo que esperar al siguiente. Pensó
en tomar un taxi y seguir al trolebús, pero no pasó ninguno. El
siguiente trolebús llegó quince minutos más tarde, y Leo lo tomó.
Era febrero y Coney Island estaba húmeda, fría y desierta. Había
pocos coches en Surf Avenue y muy poca gente en la calle. Parecía
que iba a nevar, Leo avanzó por el paseo de tablas, entre ráfagas
de nieve, buscando a su hijo. Las playas grises, sin sol, estaban
vacías. Los puestos de perritos calientes, de tiro al blanco y los
establecimientos de baños estaban cerrados. El océano, de un gris
metálico, oscilaba como plomo fundido y parecía que iba a
congelarse. Soplaba viento del mar y se introducía por debajo de la
ropa de Leo, haciéndole temblar mientras andaba. El viento coronaba
de blanco las olas plomizas, que rompían lentamente, con un suave
rugido, en las playas desiertas.
Caminó bajo las
ráfagas casi hasta llegar a Sea Gate, buscando a su hijo, y entonces
volvió atrás. Cuando se dirigía a Brighton Beach, vio a un hombre
en la playa, de pie, ante la espumosa rompiente. Leo bajó corriendo
la escalera de madera y avanzó por la arena. El hombre plantado en
la playa rugiente era Harry; el agua le cubría los zapatos.
Leo corrió hacia su
hijo. Perdóname, Harry; hice mal, siento haberte abierto la carta.
Harry no se movió.
Siguió plantado en el agua, fija la mirada en las hinchadas olas de
plomo.
Tengo miedo, Harry,
dime qué te pasa. Hijo mío, compadécete de mí.
Yo le tengo miedo al
mundo, pensó Harry. Me espanta.
Pero no dijo nada.
Una ráfaga de
viento levantó el sombrero del padre y lo llevó lejos, por la
playa. Pareció que iba a volar hasta el agua, pero entonces el
viento sopló hacia el paseo de tablas y lo hizo rodar sobre la arena
mojada. Leo corrió en pos de su sombrero. Fue tras él en una
dirección, después en otra y luego hacia el agua. El viento arrojó
el sombrero contra sus piernas y él lo agarró. Ahora estaba
llorando. Sin aliento, se enjugó los ojos con los dedos helados y
volvió hacia su hijo, que seguía en la orilla del mar.
Es un hombre
solitario. Él es así. Siempre estará solo.
Mi hijo se convirtió
a sí mismo en un hombre solitario.
¿Qué puedo
decirte, Harry? Lo único que puedo preguntarte es: ¿Quién dijo que
la vida es fácil? ¿Desde cuándo? No lo fue para mí y no lo es
para ti. La vida es así…, ¿qué más puedo decirte? Pero si una
persona no quiere vivir, ¿qué va a hacer si está muerta? La nada
es la nada; es mejor vivir.
Ven a casa, Harry,
dijo. Aquí hace frío. Si sigues con los pies en el agua pillarás
un resfriado.
Harry permaneció
inmóvil en el agua y, al cabo de un rato, el padre se marchó.
Cuando se alejaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y
éste salió rodando por la arena. Leo se quedó quieto mirando cómo
se alejaba.
Mi padre escucha en
el pasillo. Me sigue por la calle. Nos encontramos a la orilla del
mar.
Corre detrás de su
sombrero.
Mi hijo se queda en
la playa con los pies en el océano.
El sombrero de Rembrandt. Bernard Malamud, 1973.
sábado, 2 de septiembre de 2017
jueves, 31 de agosto de 2017
Jugarreta. Nelson Osorio Marín.
Estiré
la mano y lo toqué. Sobresaltado encendí la lámpara y... allí
estaba, flotando a unos centímetros del piso, con su título
reluciente: Cien años de soledad.
Lentamente me acerqué y cuando creí que eran el momento y la distancia apropiados me descargué sobre él. Inútil. Permaneció suspendido en el aire. Al cabo de cierto tiempo - y sin que mediara mi intervención - se posó en el piso. Lo palpé y lo releí renglón por renglón, cuidadosamente. Todo igual, excepto algo: no estaba Remedios la Bella.
Lentamente me acerqué y cuando creí que eran el momento y la distancia apropiados me descargué sobre él. Inútil. Permaneció suspendido en el aire. Al cabo de cierto tiempo - y sin que mediara mi intervención - se posó en el piso. Lo palpé y lo releí renglón por renglón, cuidadosamente. Todo igual, excepto algo: no estaba Remedios la Bella.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Águila Fénix. Virginia Vidal.
Transcurrido
el tiempo, el águila consternada no puede ocultar que su pico muy
endurecido y encorvado, le impide cazar. Tampoco sus apretadas y
flexibles garras cada vez más enroscadas le permiten atrapar a
ninguna presa. Su pico largo y puntiagudo se arquea, apuntando contra
el pecho. Sus alas envejecidas y pesadas y sus plumas gruesas le
dificultan volar. Con el paso del tiempo –cuarenta años
transcurridos, la mitad de su existencia- todo su plumaje se ha
vuelto viejo y su peso le impide desplazarse con mayor agilidad.
Desolada, el águila comprueba que debe tomar una terrible decisión. Tiene sólo dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación.
Se siente desganada, sin ánimo, pero poco a poco reúne todas sus energías, vuela hasta la cima de la más alta montaña y permanece en un nido cercano a un paredón.
Renovada por el aire puro de las alturas, comienza a golpear su pico en la pared hasta conseguir arrancárselo.
Apenas lo arranca, debe esperar a que le nazca un nuevo pico. Día a día lo prueba hasta tener la certeza de que con él puede arrancar sus viejas uñas. Cada tirón le causa un dolor horrible que le llega al corazón mismo y la deja sin aliento. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, siente que su paso se afirma y adquiere seguridad.
Decide seguir estrenando su firme pico en el empeño de quitarse las plumas. Cada tirón a las remeras le provoca escalofríos. Corre sangre de cada hueco resultante del desprendimiento de cada cañón. Sin su ropaje, sus alas parecen mutiladas. Siente terror de sólo pensar que ya no va a volar nunca más. Luego llega el turno a las timoneras y es peor el padecimiento porque a cada pluma arrancada se le desgajan las entrañas.
Tarda jornadas completas en desplumar su cuerpo y, pese al dolor intenso, se va librando de su viejo ropaje. Aterida, frío atroz resultante de ese arrancar la prolongación de su piel, siente una indefensión mucho más terrible que la vergüenza de la desnudez.
Al fin, después de cinco meses de sufrir, agonizar y renacer padecimientos sin nombre se inunda de una potencia nueva que la predispone a emprender vuelo.
Respira más hondo, hasta siente que ve mejor. Y se ve mejor: su nuevo plumaje castaño oscuro, se torna dorado en la cabeza y el cuello y nevado en los hombros y el extremo de la cola.
La muda ha durado cinco meses: ciento cincuenta amaneceres, ciento cincuenta anocheceres y un millón de tormentos. Ahora, su cuerpo está dispuesto a vivir otros cuarenta años.
Renacida, ensaya su vuelo en picada a una velocidad que duda pueda ser superada por alguna otra ave. Caza en el aire un suculento pájaro y se lo come con ganas. Planea satisfecha y su potente vista le permite ubicar un ratón por allá, una familia de zorros, un gato salvaje, unas ardillas y conejos acullá; y no faltan ciervos, jabalíes, lobos y toda clase de pájaros.
Dueña del espacio, reina de las alturas, dispuesta a la aventura y el cortejo, el águila fénix comienza su nuevo reinado, poderosa señora de las cumbres.
Desolada, el águila comprueba que debe tomar una terrible decisión. Tiene sólo dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación.
Se siente desganada, sin ánimo, pero poco a poco reúne todas sus energías, vuela hasta la cima de la más alta montaña y permanece en un nido cercano a un paredón.
Renovada por el aire puro de las alturas, comienza a golpear su pico en la pared hasta conseguir arrancárselo.
Apenas lo arranca, debe esperar a que le nazca un nuevo pico. Día a día lo prueba hasta tener la certeza de que con él puede arrancar sus viejas uñas. Cada tirón le causa un dolor horrible que le llega al corazón mismo y la deja sin aliento. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, siente que su paso se afirma y adquiere seguridad.
Decide seguir estrenando su firme pico en el empeño de quitarse las plumas. Cada tirón a las remeras le provoca escalofríos. Corre sangre de cada hueco resultante del desprendimiento de cada cañón. Sin su ropaje, sus alas parecen mutiladas. Siente terror de sólo pensar que ya no va a volar nunca más. Luego llega el turno a las timoneras y es peor el padecimiento porque a cada pluma arrancada se le desgajan las entrañas.
Tarda jornadas completas en desplumar su cuerpo y, pese al dolor intenso, se va librando de su viejo ropaje. Aterida, frío atroz resultante de ese arrancar la prolongación de su piel, siente una indefensión mucho más terrible que la vergüenza de la desnudez.
Al fin, después de cinco meses de sufrir, agonizar y renacer padecimientos sin nombre se inunda de una potencia nueva que la predispone a emprender vuelo.
Respira más hondo, hasta siente que ve mejor. Y se ve mejor: su nuevo plumaje castaño oscuro, se torna dorado en la cabeza y el cuello y nevado en los hombros y el extremo de la cola.
La muda ha durado cinco meses: ciento cincuenta amaneceres, ciento cincuenta anocheceres y un millón de tormentos. Ahora, su cuerpo está dispuesto a vivir otros cuarenta años.
Renacida, ensaya su vuelo en picada a una velocidad que duda pueda ser superada por alguna otra ave. Caza en el aire un suculento pájaro y se lo come con ganas. Planea satisfecha y su potente vista le permite ubicar un ratón por allá, una familia de zorros, un gato salvaje, unas ardillas y conejos acullá; y no faltan ciervos, jabalíes, lobos y toda clase de pájaros.
Dueña del espacio, reina de las alturas, dispuesta a la aventura y el cortejo, el águila fénix comienza su nuevo reinado, poderosa señora de las cumbres.
lunes, 14 de agosto de 2017
El crimen del desván. Enrique Anderson Imbert.
El detective Hackett
golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá
llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados, una anciana -Lady Malver, evidentemente-, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
-¿Donde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-En el desván, revelando sus fotografías -atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
-¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-Ah, vengan, ¡por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte, pero le habían echado llave.
-¡Abra, Sin Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen! -dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba… Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, un tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad era redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca.
A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal a las espaldas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
-El asesino -dijo mirando a todos, uno por uno -está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal desde lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé…
Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han llevado el secreto… Tal vez se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? -comentó sardónicamente el detective -. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!” todos, la misma Lady Malver y hasta el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y, sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron, por el aire, con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar a los estantes otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados, una anciana -Lady Malver, evidentemente-, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
-¿Donde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-En el desván, revelando sus fotografías -atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
-¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-Ah, vengan, ¡por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte, pero le habían echado llave.
-¡Abra, Sin Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen! -dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba… Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, un tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad era redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca.
A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal a las espaldas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
-El asesino -dijo mirando a todos, uno por uno -está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal desde lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé…
Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han llevado el secreto… Tal vez se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? -comentó sardónicamente el detective -. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!” todos, la misma Lady Malver y hasta el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y, sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron, por el aire, con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar a los estantes otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
sábado, 12 de agosto de 2017
El sabio. David Lagmanovich.
Vivía
solo. Murió súbitamente, rodeado de miles de libros, papeles,
cuadros y testimonios de gratitud de instituciones científicas.
Cuando revisaron todo aquello encontraron un papel azul con el
comienzo de una confesión: “Yo hubiera querido ser actor”.
viernes, 11 de agosto de 2017
La guerra. Eduardo Galeano.
Al
amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era
la
hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con
sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su
mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y
ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1988.
hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con
sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su
mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y
ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1988.
jueves, 10 de agosto de 2017
Quizás, quizás. Ana María Shua.
Si
los elefantes duelen y la carpa tiene un sabor amargo, si las
serpientes empapan de sudor frío los trapecios y los tigres te
devoran la memoria, si se oyen los gritos del mago pidiendo socorro
pero nadie lo ve, si el domador azota a la ecuyere y no hay payasos,
sobre todo si no hay payasos, es aconsejable retirarse despacio, sin
que nadie lo note, quizás no sea un circo, a veces es mejor no
preguntar.
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