Yo sé que se
vuelven tierra los que se comen el sueño…
Oírlo decir me dejó
apabullado. No es necesario explicarlo. Me comía el sueño y me iba
sintiendo… ¿Cómo hacer?… ¿Me volvería tierra?… ¿Cómo
hacer para dejar de alimentar con mi sueño, despierto entre los
míos, cuando todos dormían, mi irrealidad nocturna, que era lo
único real de mi existencia?
¡Comerse el sueño…
vaya una expresión!
El tiempo caluroso
me obligó a abrir la ventana que daba a la terraza. El polvo que el
viento deposita durante el día, humedecido a esas horas por el
relente nocturno, llegaba a mis narices con fuerte olor a tierra
mojada, a lo que olían, me estaba volviendo tierra, insensiblemente,
mi pelo, mi saliva, mi cuerpo, cuando sudaba.
Olor a tierra
mojada, a moho dulzón, a todo esto olía yo por comerme el sueño,
no porque durmiera (el que duerme come), recto sentido del concepto,
sino por aquello de que jamás pegaba los ojos. Y ahora menos,
inquieto por el sabor a barro de mi sudor y unas tierritas que se me
formaban en los ojos, en las uñas, en los dientes…
Y no es que uno se
vuelva tierra como los muertos, de comerse el sueño, es decir de
comerse el sueño, de no dormir. No, es otra cosa: la
sensación de una tierra viva, de una tierra con sed frente al agua,
sed de terrón seco en los labios, y una insoportable cosquilla en
las yemas de los dedos junto a los tiestos con flores. Y luego el
hervor de olla, puesta al fuego, que uno se oye en el pecho. A olla
de paredes delgadas, de tierra vidriosa, de lo que tal vez están
hechas mis orejas, mis párpados…
Comerse el sueño…
Pues es comérselo y no dormir, tragárselo y quedarse en vela… oír
la noche pasar con todos sus ruidos y, por momentos, no oír nada,
como si ya fuéramos de tierra…
Paulatinamente nos
gana la rigidez de esa nueva carne. De repente, sería mejor. No
habría tiempo de pensar. Pero, poro a poro, pelo a pelo. El que se
vuelve tierra porque se come el sueño, es dueño de una lucidez
marchita, pero no por ello menor que la del que se levanta dormido.
La lucidez de la tierra…
¿Quién interrumpe?
Ha sido un disparo…
¿Un disparo lejano?… Un mono chilla… No tengo tiempo de pensar
en otra cosa que no sea la bestezuela coluda que ha saltado por la
ventana y corrido a refugiarse a mi lado, tiritando como la noche
estrellada, los dientecillos apretados, blancos, y los ojillos, ya
cerrados, ya abiertos, como siguiendo los altibajos del dolor que le
causa la bala en el brazo.
Trato de acariciarlo
y él agradece con mirada de fruta. Le hablo para que se sienta
seguro. Le cuento que desde que llegué a aquella casa, no duermo, me
como el sueño, estoy condenado a volverme tierra.
No se mueve. Me oye.
Escucha los sonidos que salen de mis labios y se da cuenta que le
hablo, porque, pobrecita, se acurruca aún más, la mano negra de
larguísimos dedos, apretada al brazo del que le mana sangre y
solloza.
-Ya oí… -tronó
una voz, la del que hizo el disparo-, y todo está muy bonito, pero
el mono me pertenece…
-¿Por qué? -dije,
encarándome con un hombre prieto, de cabellos largos y ojos
enrojecidos.
-Porque es mío…
-¿Cómo, tuyo?
-Yo lo herí…
-¿Y eso te da
derecho?
-¡Claro que sí!
-Pues buscó asilo
en mi casa y no te lo entrego…
-Mejor me lo da
-dijo cachazudamente-, no vaya a ser que pase una que no sirve…
-No puede pasar,
porque yo también estoy armado…
-Lo necesito. Mi
pobre mujer se volvió tierra, y hay que regarla con sangre de mono,
para que vuelva a ser gente…
-¿De tierra…?
-apuré las palabras, mis ojos convertidos en interrogaciones.
-Sí, un montón de
tierra, como ver un hormiguero que respira…
El mono seguía
desangrándose y saltaba, igual que elástico, en el estertor de la
agonía, temblorosos los labios negros, de vidrio muerto los ojos
vivos…
-¡Vamos… -dije al
inesperado visitante- algo de sangre quedará y la regaremos sobre tu
mujer! ¿Se está volviendo tierra, dijiste?…
-Si, de comerse el
sueño…
-¿Entonces es
cierto?
-¿Qué le pasa? -me
interrogó cuando salíamos, sin contestar a mi pregunta…
-Nada, nada… -le
contesté y, apresurando el paso, añadí: -¿Llegaremos a tiempo?
-Si, tal vez…
Debemos llegar antes de que se instalen las hormigas en lo que es
ahora un montón de tierra con forma de mujer…
-¿Y qué pasa si
las hormigas…
-Si las hormigas se
instalan -me interrumpió-, ya no podría rescatarla…
-De haber sabido.
Tardaste mucho en llegar. El mono, mientras tanto perdió casi toda
la sangre.
-Me entretuve
buscándolo en los pajonales. Hasta después no me di cuenta de que
se había metido en su casa.
La luna asomó
caliente, arenosa.
-Esa gran muerta
-dijo aquél refiriéndose a la luna, de la mano arrastraba al mono
muerto-, se comió todo su sueño y se volvió tierra, la luna es
tierra, tierra a la que llegaron las hormigas, antes que la regaran
con sangre de mono… gran hormiguero de hormiga negra, cuando se va
volviendo oscura, y de hormiga colorada o doradiosa, cuando brilla
como ahora.
-¿Falta mucho?
-pregunté ansioso.
-No mucho. Después
de aquel entrecejo de cerros. Visto está que quizá a la pobrecita
no le convenía salvarse…
-Busquemos otro mono
-propuse-, yo tiro muy bien con pistola…
-Eso sería bueno,
pero mejor lleguemos. Alguito de sangre le quedará a este
desperdicio.
Entre unos árboles
de ramazones secas, espinudas, al lado de una casuca de paredes de
adobe y techo de paja, nos detuvimos. Era su casa.
-¿Y tu mujer?
-interrogué ansioso.
Al hombre se le
saltaron dos lagrimones que le corrieron por la cara helada, pálida,
de pellejo con pelos.
De su mujer quedaba
un montón de tierra con forma humana, vaga forma humana, agujereada
por miles de hormigas coloradas. Lo abracé, mientras dejaba caer el
cadáver del mono y se deshacía en lamentos y maldiciones.
Y esa mañana, en
una piragua larga como un caimán que gobernaba un indio melenudo,
desnudo, con solo el taparrabo, salí por riachos de aguas
transparentes y mansas, hasta Carabín, y de aquí, a caballo hasta
la estación ferroviaria, de donde, en el primer tren de pasajeros,
volvía a la capital…
El pobre hombre,
esposo de la mujer que se volvió tierra, de comerse el sueño, no
quiso acompañarme por más que le ofrecí buscarle trabajo en la
ciudad, por no separarse del lado de su mujer, por no dejarla sola.
-No está muerta -me
explicaba-, siquiera estuviera muerta; está viva, lo que pasa es que
se volvió de tierra…
-Pero no ves…
-traté de argüirle.
-No veo lo que se
ve, sino lo que no se ve…
Y se quedó.
-¡Ah!… -me dijo,
como si con eso se consolara, antes de marcharme-, por todo esto de
por aquí, igual que mojoncitos, se ven hormigueros del alto de una
persona . No son hormigueros, es gente que se comía el sueño.
Cientos, miles, millones de hormiguitas negras y coloradas se
alimentan de ese sueño comido, sueño que se hace miel, miel espesa
que aprovechan los osos hormigueros. Sus largos hocicos… Su torpeza
de miopes… No ven que son cristianos convertidos, bajo durísima
costra, en esa harina amarillenta que se parece tanto al polvo de los
muertos.
No hubo manera de
arrancarlo de aquel lugar, temía por ella, y sólo después de mucho
rogarle me confesó que, para salvar a su mujer, tenía que cambiar
de forma, dejar de ser hombre y convertirse en ese hormiguero, de
larguísimo hocico y escasa vista.
-pero eso es
imposible…
-Lo intentaré
cuando esté solo, y de conseguirlo… ¡ah!… de conseguirlo, la
del oso: empezaré a lamer la tierra barrosa del hormiguero, hasta
abrir un agujero por conde meter la lengua, para que en mi lengua se
peguen las hormigas, que son el sueño que ella se comió; entre más,
mejor, que cuando sean una nube, enfundaré de nuevo la lengua en mi
boca y me las comeré hasta acabar con todas, instante en que mi
mujer volverá a ser lo que era y… yo seguiré siendo lo que soy,
el misterioso Juan Hormiguero...
miércoles, 28 de febrero de 2018
martes, 27 de febrero de 2018
El proyecto. Ángel Olgoso.
El
niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de
arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su
habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de
móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la
materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas
sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El
niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la
perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores,
las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las
frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los
corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la
conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la
superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos
azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de
la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un
prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y
repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres
vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía
como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se
multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo
se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin
sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y
ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su
Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió
entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con
manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo
día y comenzaría de nuevo.
lunes, 26 de febrero de 2018
Los ojos del hierro. Hugo García Saritzu.
Aunque
es tarde, usted recuerda.
-Salió bien, pero la cagaste –El coronel le da la espalda-. Firma el traslado y andando.
Usted llevaba meses atendiendo la barra de una Herriko en Barakaldo. Era invisible. Memorizaba, informaba y cobraba en Jefatura. Todo fácil hasta el día en que aparece ella. Usted la reconoce. Ella lo mira como si quisiera vaciarle el alma y usted se deja.
Nuevo destino, Puerto de Barcelona. Vigilancia. “Tráfico” y pasta gansa. De cada alijo de “colombiana” o “sugar turca”, dos partes. Mitad prueba de cargo, mitad a repartir entre “curros” y chivatos. Todo fácil.
Ella lo metió en su cama. Usted pinchó teléfonos y colocó micrófonos. Cayó carne de talego. Usted “sopló” Ondarribia y Hernani. Cayeron gudaris pesados, armas, ordenadores y tres zulos. Jefatura dijo “bien, pero más”. Ella se refugió en su cama y todo se hizo más difícil.
Barcelona. Fin de fiesta. Asuntos Internos se queda con el “negocio” del Puerto. Patada en el culo y a buscarse la vida. (Bogotá, Montevideo, Miami, Tijuana, Medellín, Bilbao).
Irún. Día de calabobos. Ha de “marcar” una casa, pero usted sospecha que le han preparado un escarmiento con “fuego amigo”. Cuando llega al sitio, ella está esposada al parachoques de un jeep. Sus miradas se tropiezan. Oye carcajadas a sus espaldas. Usted da media vuelta y se marcha.
A ella le caen doce años y a usted le dan “nevera”.
Regresa a Bilbao. Negocios fáciles. Putas y “trafico”.
Ella sale con la condicional. Lo busca y lo encuentra en el “Salamandra”, un antro para “perros”. Aquella noche usted está sobrio y la reconoce. Ella sonríe, se acerca, le dispara cinco veces con una Glock robada y se marcha.
Lleva días enganchado a dos goteros y una máquina. Quiere morir, no agonizar. Quiere morir con la mirada de ella mordiéndole los ojos, antes de la coz del primer disparo.
-Salió bien, pero la cagaste –El coronel le da la espalda-. Firma el traslado y andando.
Usted llevaba meses atendiendo la barra de una Herriko en Barakaldo. Era invisible. Memorizaba, informaba y cobraba en Jefatura. Todo fácil hasta el día en que aparece ella. Usted la reconoce. Ella lo mira como si quisiera vaciarle el alma y usted se deja.
Nuevo destino, Puerto de Barcelona. Vigilancia. “Tráfico” y pasta gansa. De cada alijo de “colombiana” o “sugar turca”, dos partes. Mitad prueba de cargo, mitad a repartir entre “curros” y chivatos. Todo fácil.
Ella lo metió en su cama. Usted pinchó teléfonos y colocó micrófonos. Cayó carne de talego. Usted “sopló” Ondarribia y Hernani. Cayeron gudaris pesados, armas, ordenadores y tres zulos. Jefatura dijo “bien, pero más”. Ella se refugió en su cama y todo se hizo más difícil.
Barcelona. Fin de fiesta. Asuntos Internos se queda con el “negocio” del Puerto. Patada en el culo y a buscarse la vida. (Bogotá, Montevideo, Miami, Tijuana, Medellín, Bilbao).
Irún. Día de calabobos. Ha de “marcar” una casa, pero usted sospecha que le han preparado un escarmiento con “fuego amigo”. Cuando llega al sitio, ella está esposada al parachoques de un jeep. Sus miradas se tropiezan. Oye carcajadas a sus espaldas. Usted da media vuelta y se marcha.
A ella le caen doce años y a usted le dan “nevera”.
Regresa a Bilbao. Negocios fáciles. Putas y “trafico”.
Ella sale con la condicional. Lo busca y lo encuentra en el “Salamandra”, un antro para “perros”. Aquella noche usted está sobrio y la reconoce. Ella sonríe, se acerca, le dispara cinco veces con una Glock robada y se marcha.
Lleva días enganchado a dos goteros y una máquina. Quiere morir, no agonizar. Quiere morir con la mirada de ella mordiéndole los ojos, antes de la coz del primer disparo.
domingo, 25 de febrero de 2018
Bailar bajo la lluvia. Alberto Sánchez Argüello.
En
las tardes de lluvia extraño a mi Yaya. Nos encerrábamos en su
cuarto y su voz suave me arrullaba al ritmo de las gotas. Me contaba
tantas historias maravillosas. La del gigantesco pez que creó el
mundo con un bostezo, la de los gatos que se comían las sombras, la
de los monos que mancharon la luna.
Pero la que más me gustaba era la de las muñecas que querían ser humanas. "Contámela de nuevo Yaya", le decía, "pero con voz fuerte porque me duermo". Ella me sonreía y me aseguraba que en el inframundo hablan y caminan las muñecas que hemos perdido, y que algunas desean regresar. Me contaba cómo subían por las raíces del gran árbol, escalando a través de los mil mundos, hasta llegar a este. Cuando les da el sol, me decía, su piel se vuelve de carne. Pueden vivir entre nosotros, pero sin mojarse la cara, eso todas lo saben, agregaba con seriedad.
Ahora que estoy sola puedo escuchar su voz bajo la tormenta. El cielo está cerrado y algunas bandadas de pájaros luchan contra el viento. Ella me habría prohibido salir pero yo siempre quise bailar bajo la lluvia.
Giro y siento sus abrazos, mientras el reflejo de los charcos me muestra mi rostro, completamente borrado.
Blog: El santuario de las ideas. Alberto Sánchez Argüello.
Pero la que más me gustaba era la de las muñecas que querían ser humanas. "Contámela de nuevo Yaya", le decía, "pero con voz fuerte porque me duermo". Ella me sonreía y me aseguraba que en el inframundo hablan y caminan las muñecas que hemos perdido, y que algunas desean regresar. Me contaba cómo subían por las raíces del gran árbol, escalando a través de los mil mundos, hasta llegar a este. Cuando les da el sol, me decía, su piel se vuelve de carne. Pueden vivir entre nosotros, pero sin mojarse la cara, eso todas lo saben, agregaba con seriedad.
Ahora que estoy sola puedo escuchar su voz bajo la tormenta. El cielo está cerrado y algunas bandadas de pájaros luchan contra el viento. Ella me habría prohibido salir pero yo siempre quise bailar bajo la lluvia.
Giro y siento sus abrazos, mientras el reflejo de los charcos me muestra mi rostro, completamente borrado.
Blog: El santuario de las ideas. Alberto Sánchez Argüello.
jueves, 22 de febrero de 2018
Funes el memorioso. Jorge Luis Borges.
Lo recuerdo (yo no
tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la
tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria
en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde
el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera.
Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota,
detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de
trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la
Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera
amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz;
la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los
silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última,
en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que
lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más
breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino
me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el
Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño:
Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me
consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro
Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un
Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que
olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas
incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario a un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico). Hacia el este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
Funes el memorioso. Ficciones. Jorge Luis Borges, 1944.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario a un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico). Hacia el este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
Funes el memorioso. Ficciones. Jorge Luis Borges, 1944.
miércoles, 21 de febrero de 2018
El viejo diablo. Ana María Shua.
A
un hombre se le apareció el diablo sin patas de chivo, sin barba ni
cola, sin tridente ni nada pero enseguida supo que era el diablo
porque tenía la cara de la vicedirectora de la tarde de la escuela
número quince, consejo escolar séptimo, cuando había tomado vino
en el almuerzo o estaba haciendo dieta.
martes, 20 de febrero de 2018
Confesiones de una chica de rojo. Lilian Elphick.
Lo
conocí cuando paseaba por el bosque de Chinaski. Había recogido
muchas setas cuando él apareció entre unos matorrales: ―¿Qué
hace una chica como tú en un lugar como éste? La pregunta era
vulgar, un lugar común, sin embargo, me gustaron sus ojos de
inquietante negro. Imaginé de inmediato la escena: Wolf tomándome
por la cintura y dando enormes lengüetazos a mi cuello. Le mostré
el canasto repleto de sabrosas amanitas.
―Podemos ir a tu casa y flambearlas con vino blanco, propuse. Wolf
sonrío y dejó asomar un colmillo: ―No, querida, ésas son
venenosas. ¿Venenosas? No tenía idea. Las lancé lejos y me
desnudé, aterrada de que mi ropa estuviera contaminada. ―Quédate
con la capa, te lo ruego, suplicó, con voz aguardentosa. Le hice
caso.
―Señor Wolf, debo confesarle que…
―¿Sí? Dime, criatura encantadora.
―Pues, que me da vergüenza…, cometí una imprudencia, dada mi naturaleza vehemente.
―Pero, ¿de qué se trata?, rugió, lleno de deseo. Sus garras casi arañaban mi piel.
―Bueno, sacié parcialmente mi deseo con el más grande de todos aquellos nefastos hongos. Y ahora moriré. ¡Qué tonta he sido!
Él se rió a carcajadas, sopló y sopló y mi pelo desordenó. Nos besamos con pasión de callejeros. El bosque de Chinaski se cerró sólo para que nosotros pudiéramos amarnos mejor. Hizo bien su trabajo. Al poco rato, la lengua se le hinchó y le brotaron unas pústulas violáceas. Cayó al suelo echando espuma hasta por las orejas.
―Ah, Wolf, aún crees en los cuentos de hadas ―apuré, mientras le afanaba la billetera, el reloj y los elegantes zapatos de cabritilla.
Confesiones de una chica de rojo. Lilian Elphick. 2014.
―Señor Wolf, debo confesarle que…
―¿Sí? Dime, criatura encantadora.
―Pues, que me da vergüenza…, cometí una imprudencia, dada mi naturaleza vehemente.
―Pero, ¿de qué se trata?, rugió, lleno de deseo. Sus garras casi arañaban mi piel.
―Bueno, sacié parcialmente mi deseo con el más grande de todos aquellos nefastos hongos. Y ahora moriré. ¡Qué tonta he sido!
Él se rió a carcajadas, sopló y sopló y mi pelo desordenó. Nos besamos con pasión de callejeros. El bosque de Chinaski se cerró sólo para que nosotros pudiéramos amarnos mejor. Hizo bien su trabajo. Al poco rato, la lengua se le hinchó y le brotaron unas pústulas violáceas. Cayó al suelo echando espuma hasta por las orejas.
―Ah, Wolf, aún crees en los cuentos de hadas ―apuré, mientras le afanaba la billetera, el reloj y los elegantes zapatos de cabritilla.
Confesiones de una chica de rojo. Lilian Elphick. 2014.
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