viernes, 22 de mayo de 2020

La buena conciencia. Augusto Monterroso.

En el centro de la Selva existió hace mucho una extravagante familia de plantas carnívoras que, con el paso del tiempo, llegaron a adquirir conciencia de su extraña costumbre, principalmente por las constantes murmuraciones que el buen Céfiro les traía de todos los rumbos de la ciudad.
Sensibles a la crítica, poco a poco fueron cobrando repugnancia a la carne, hasta que llegó el momento en que no sólo la repudiaron en el sentido figurado, o sea el sexual, sino que por último se negaron a comerla, asqueadas a tal grado que su simple vista les producía náuseas.
Entonces decidieron volverse vegetarianas.
A partir de ese día se comen únicamente unas a otras y viven tranquilas, olvidadas de su infame pasado.

La oveja negra y otras fábulas, 1969.
 

miércoles, 20 de mayo de 2020

Un objeto de cama transportable. Patricia Highsmith.

Hay montones de chicas como Mildred, sin hogar, pero nunca sin techo… Generalmente, el techo de una habitación de hotel; a veces, el de un apartamento de soltero; el de la cabina de un yate, si hay suerte, o el de una tienda de campaña o una caravana. Estas chicas son objetos de cama, el tipo de cosa que se compra, como una botella de agua caliente, una plancha de viaje, un cepillo eléctrico para los zapatos o cualquier otro lujo. Saber cocinar un poco es una ventaja para ellas, pero, ciertamente, no es necesario que hablen, en ningún idioma. Son también intercambiables, como las monedas de libre circulación o los cupones de respuesta postal internacionales. Su valor sube y baja, dependiendo de su edad y de su propietario actual.
Mildred consideraba que no era una vida desagradable, y si la hubiesen entrevistado, habría contestado con toda sinceridad: «Es interesante.» Mildred nunca se reía, y únicamente sonreía cuando pensaba que debía ser educada. Medía un metro sesenta y siete, era más bien rubia, bastante esbelta, y tenía una cara agradable e inexpresiva con grandes ojos azules siempre muy abiertos. Más que andar se escabullía, con los hombros encogidos y las caderas un poco hacia adelante; la forma de andar de las modelos, según había leído en algún sitio. Esto le daba un aire lánguido y pacífico, caminando parecía una sonámbula. En la cama era un poco más vivaz, y este dato pasaba de boca en boca o, entre hombres que no hablaban el mismo idioma, se transmitía por medio de gestos y sonrisitas. Mildred conocía su trabajo y hay que reconocer que se dedicaba a él diligentemente.
Estuvo dando tumbos en la escuela hasta los catorce años, cuando todo el mundo, incluidos sus padres, juzgaron que no tenía sentido que continuara. Se casaría pronto, pensaron sus padres. Pero Mildred se escapó de casa o, más bien, se la llevó un vendedor de coches cuando apenas tenía quince años. Bajo la dirección del vendedor, escribió cartas tranquilizadoras a su casa, diciendo que trabajaba como camarera en una ciudad cercana y que vivía en un apartamento con otras dos chicas.
A los dieciocho, Mildred ya había estado en Capri, México, París, y hasta en Japón, y varias veces en Brasil, donde los hombres la abandonaban generalmente, ya que a menudo iban huyendo de algo. Había sido el segundo premio, por así decirlo, de un presidente electo norteamericano la noche de su victoria. En Londres había sido prestada durante dos días a un jeque árabe, el cual la recompensó con una copa de oro bastante rara, que ella perdió más tarde; no es que le gustara la copa, pero debía valer una fortuna, y con frecuencia lamentaba su pérdida. Si alguna vez deseaba cambiar de hombre, no tenía más que ir sola a un bar de lujo en Río o en cualquier ciudad y ligarse a otro que estaría encantado de incluirla en su cuenta de gastos, y así volvía a Estados Unidos, o a Alemania, o a Suecia. A Mildred la tenía sin cuidado el país en que estaba.
Una vez la olvidaron en la mesa de un restaurante, del mismo modo que se deja un encendedor. Míldred se dio cuenta, pero Herb tardó unos treinta minutos que resultaron ligeramente inquietantes para Mildred, aunque ella nunca se preocupaba de verdad por nada. Pero se volvió al hombre que estaba sentado junto a ella —era una comida de negocios, cuatro hombres y cuatro chicas— y le dijo:
—Pensé que Herb había ido solamente al servicio…
—¿Qué? —dijo el hombre robusto, que era norteamericano—. Oh. Volverá. Hemos tenido que discutir asuntos desagradables. Herb está disgustado.
El norteamericano sonrió comprensivo. Tenía a su chica al otro lado, una a la que se había ligado la noche anterior. Las chicas no habían abierto la boca, excepto para comer.
Herb volvió y recogió a Mildred, y se fueron al hotel. Herb estaba absolutamente sombrío porque había llevado la peor parte en el trato. Esa tarde los abrazos de Mildred no consiguieron levantar el ánimo ni el orgullo de Herb, y esa noche la cambió por otra. El nuevo guardián de Mildred era Stanley, de unos treinta y cinco años y regordete, como Herb. El intercambio tuvo lugar a la hora del aperitivo, mientras Mildred sorbía con una pajita un alexander, como de costumbre. Herb se llevó a la chica de Stanley, una estúpida rubia con el pelo artificialmente rizado. El rubio también era artificial, aunque un buen trabajo, observó Mildred, que era una experta en cuestiones de maquillaje y peinados. Mildred regresó fugazmente al hotel para hacer la maleta, y luego pasó la noche con Stanley. Este apenas le dirigió la palabra, pero sonrió mucho e hizo muchas llamadas telefónicas. Esto sucedía en Des Moines.
Con Stanley, Mildred fue a Chicago, donde él tenía un pequeño apartamento en propiedad, más una esposa que vivía en una casa en algún sitio, según le dijo. A Mildred no le preocupaba la esposa. Solamente una vez en su vida había tenido que enfrentarse con una esposa difícil que entró violentamente en un apartamento. Mildred blandió un cuchillo de trinchar y la esposa huyó. Generalmente las esposas se quedaban sin habla, luego la miraban con desprecio y se marchaban, evidentemente con la intención de vengarse de sus maridos. Stanley estaba fuera todo el día y no le dejaba mucho dinero, lo cual era un fastidio. Mildred no pensaba quedarse mucho tiempo con él, si podía remediarlo. Ella había abierto una vez una cuenta de ahorros en un banco en alguna parte, pero había perdido la cartilla y olvidado el nombre de la ciudad donde estaba el banco.
Pero antes de que Mildred pudiera hacer una hábil maniobra para apartarse de Stanley, se encontró traspasada. Esto fue un golpe para ella. Un economista hubiese sacado conclusiones sobre la moneda que se da, y también las sacó Mildred. Comprendió que Stanley salió ganando un poco en el trato que hizo con el hombre llamado Louis, a quien le dio a Mildred, y sin embargo…
Solo tenía veintitrés años. Pero Mildred sabía que esa era la edad peligrosa y que más le valía jugar sus cartas con cuidado de ahora en adelante. Dieciocho era la edad cumbre, y ella la superaba en cinco años. ¿Y qué había conseguido en ese tiempo? Un brazalete de diamantes que los hombres miraban con codicia y que había tenido que desempeñar dos veces con ayuda de algún nuevo hijo de puta. Un abrigo de visón, la misma historia. Una maleta con un par de vestidos buenos. ¿Qué es lo que quería? Pues quería continuar con la misma vida pero con una sensación de mayor seguridad. ¿Qué haría si se encontrara realmente entre la espada y la pared? ¿Si le dieran la patada, en vez de traspasarla, y tuviese que irse a un bar y aun así no pudiera conseguir más que un ligue de una noche? Bueno, tenía algunas direcciones de antiguos amigos y siempre podía escribirles y amenazarles con hablar de ellos en sus memorias, diciendo que un editor estaba interesado en ellas. Pero Mildred había hablado con chicas de veinticinco años o más que habían amenazado con escribir memorias si no les pasaban una pensión vitalicia, y solo sabía de una que lo hubiese logrado. Generalmente, decían las chicas, lo único que sacaban era que se riesen de ellas, o un «Adelante, escríbelas», en vez de dinero.
Por lo tanto, durante unos días, Mildred sacó todo el partido posible a su estancia con el gordo y viejo Louis.
Él tenía un bonito gato atigrado con el que Míldred se encariñó, pero lo más aburrido era que el apartamento tenía una sola habitación y cocinita y era lóbrego. Louis tenía buen carácter, pero era tacaño. A Mildred también le resultaba incómodo tener que salir a escondidas cuando iban a cenar fuera (lo cual sucedía raras veces, porque Louis esperaba de ella que cocinara y además hiciera un poco de limpieza), y que Louis le pidiera que se ocultara en la cocinita sin hacer el menor ruido cuando recibía gente para hablar de negocios. Louis vendía pianos al por mayor. Mildred ensayaba el discurso que iba a hacerle pronto: «Espero que comprendas que no tienes ningún poder sobre mí, Louis… Yo soy una chica que no está acostumbrada a trabajar, ni siquiera en la cama…»
Pero antes de que tuviese la oportunidad de soltarle su discurso, que hubiera sido fundamentalmente una petición de más dinero, porque sabía que Louis tenía mucho bien guardado, una noche fue regalada a un joven vendedor. Después de que todos hubieran terminado de cenar en un restaurante de carretera, Louis dijo sencillamente:
—Dave, ¿por qué no te llevas a Mildred a tu casa para tomar una copa? Yo tengo que acostarme temprano —y le hizo un guiño.
Dave sonrió, radiante. Era bastante guapo, pero vivía en una caravana. ¡Dios mío! Mildred no tenía intención de convertirse en una gitana, darse baños de esponja y soportar retretes portátiles. Estaba acostumbrada a buenos hoteles con servicio de habitación día y noche. Puede que Dave fuera joven y ardiente, pero eso a Mildred le importaba un bledo. Los hombres decían que las mujeres eran todas iguales, pero en su opinión, era aún más cierto que todos los hombres eran iguales. Todos querían la misma cosa. Las mujeres por lo menos querían abrigos de pieles, buenos perfumes, unas vacaciones en las Bahamas, un crucero por alguna parte, joyas, en fin, un montón de cosas.
Una noche cuando estaba con Dave en una cena de negocios (era distribuidor de pianos, aunque Mildred nunca había visto un piano en la caravana), Mildred conoció a un tal Mr. Zupp, a quien llamaban Sam, que había invitado a Dave a un restaurante de lujo. Inspirada por tres alexanders, Mildred coqueteó descaradamente con Sam, el cual no dejó de responder por debajo de la mesa, y Mildred anunció sencillamente que se marchaba con Sam. Dave se quedó con la boca abierta y empezó a hacer una escena, pero Sam —mayor y más seguro de sí mismo—, muy diplomáticamente, le insinuó que habría un escándalo si llegaban a las manos, y Dave se achantó.
Esto supuso un gran ascenso. Sam y Mildred volaron a París en seguida, luego a Hamburgo. Mildred se compró ropa nueva. Las habitaciones de los hoteles eran magníficas. Mildred nunca sabía de un día para otro en qué ciudad estarían.
Este sí que era un hombre cuyas memorias valdrían dinero, si ella lograse saber a qué se dedicaba. Pero cuando hablaba por teléfono lo hacía en código, o en yiddish, o en ruso, o en árabe. Mildred nunca había oído unos idiomas tan desconcertantes y nunca conseguía averiguar qué era exactamente lo que vendía. La gente tenía que vender algo, ¿no? O comprar algo, y si compraban algo tenía que haber una fuente de dinero, ¿no? Así que, ¿cuál era la fuente de dinero? Algo le decía a Mildred que pronto sería su hora de retirarse. Sam Zupp parecía haber sido enviado por la Providencia. Se puso a trabajarle, intentando ser útil.
—No me importaría sentar la cabeza —dijo.
—Yo no soy de los que se casan —respondió él con una sonrisa.
No era eso lo que ella quería decir. Ella quería decir un dinerito para el porvenir, y luego él podía decir adiós, si lo deseaba. Pero ¿no harían falta unos cuantos dineritos para reunir un dinero considerable? ¿Tendría que pasar de nuevo por todo esto con futuros Sam Zupp? La mente de Mildred se tambaleó a causa del esfuerzo de contemplar un futuro tan lejano, pero no parecía haber duda de que debería aprovecharse de Mr. Zupp, por lo menos ahora que lo tenía.
Estas ideas, o planes, frágiles como telas de araña rotas, fueron barridas por los acontecimientos de los días siguientes a la mencionada conversación.
Repentinamente Sam Zupp tenía que huir. Durante unos días volaron en asientos separados, para que pareciera que no viajaban juntos. En una ocasión oyeron las sirenas de la policía tras ellos, cuando el coche con chofer alquilado por Sam ascendía a toda carrera por una carretera alpina que conducía a Ginebra. O puede que a Zurich. Mildred estaba en su elemento, asistiendo a Sam con pañuelos mojados en agua de colonia, sacando de su bolso un sándwich de jamón cuando él tenía hambre o una petaca de coñac si tenía palpitaciones. Mildred se veía como una de las heroínas que había visto en las películas —buenas películas— de hombres que huían con sus chicas de la espantosa e injustamente bien armada policía.
Sus fantasías de aventuras románticas fueron breves. Debió ser en Holanda —la mitad del tiempo, Mildred no sabía dónde estaba—, cuando el coche conducido por el chofer se detuvo de pronto con un chirrido de frenos exactamente como en las películas, y entre el chofer y Sam envolvieron a Mildred como a una momia en una rígida y pesada lona y la ataron con cuerdas. Luego la arrojaron a un canal y se ahogó.
Nadie volvió a saber nada de Mildred. Nadie la encontró nunca. Si la hubiesen encontrado no hubiese habido medios de identificación inmediata, porque Sam llevaba su pasaporte y su bolso había quedado en el coche. La habían tirado como se tira un encendedor irrellenable cuando está agotado, como un libro de bolsillo que ya se ha leído y que se convierte en exceso de equipaje. Nadie se preocupó por la ausencia de Mildred. La veintena aproximada de personas que la conocían y la recordaban, también ellas repartidas por el mundo, pensaron simplemente que vivía en otro país o en otra ciudad. Un día, suponían, aparecería por algún bar, o en el vestíbulo de algún hotel. Pronto la olvidaron.

Pequeños cuentos misóginos. 1975.

 

martes, 19 de mayo de 2020

La sombra. Pío Baroja.

Porque el que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado.
(S. Mateo, v. XII, c. XIII.)

Había salido del hospital el día de Corpus Christi, y volvía, envejecida y macilenta, pero ya curada, a casa de su ama, a seguir nuevamente su vida miserable, su vida miserable de prostituta. En su rostro, todas las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
Ni una idea cruzaba su cerebro; tenía solamente un deseo de acabar, de descansar para siempre sus huesos enfermos. Quizá hubiera preferido morir en aquel hospital inmundo, en donde se concrecionaban los detritus del vicio, que volver a la vida.
Llevaba en la mano un fardelillo con sus pobres ropas, unos cuantos harapos para adornarse. Sus ojos, acostumbrados a la semioscuridad, estaban turbados por la luz del día.
El sol amargo brillaba inexorable en el cielo azul.
De pronto, la mujer se encontró rodeada de gente, y se detuvo a ver la procesión que pasaba por la calle. ¡Hacía tanto tiempo que no la había visto! ¡Allá en el pueblo, cuando era joven y tenía alegría y no era despreciada! ¡Pero aquello estaba tan lejos!…
Veía la procesión que pasaba por la calle, cuando un hombre, a quien no molestaba, la insultó y le dio un codazo; otros, que estaban cerca, la llenaron también de improperios y de burlas.
Ella trató de buscar, para responder a los insultos, su antigua sonrisa, y no pudo más que crispar sus labios con una dolorosa mueca, y echó a andar con la cabeza baja y los ojos llenos de lágrimas.
En su rostro, todas las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
Y el sol brillaba inexorable en el cielo azul.
En la procesión, bajo el sol brillante, lanzaban destellos los mantos de las vírgenes bordados en oro, las cruces de plata, las piedras preciosas de los estandartes de terciopelo. Y luego venían los sacerdotes con sus casullas, los magnates, los guerreros de uniforme brillante, todos los grandes de la tierra, y venían andando al compás de una música majestuosa, rodeados y vigilados por bayonetas, espadas y sables.
Y la mujer trataba de huir; los chicos la seguían gritando, acosándola, y tropezaba y sentía desmayarse; y, herida y destrozada por todos seguía andando con la cabeza baja y los ojos llenos de lágrimas.
En su rostro, todas las miserias; en su corazón, todas las ignominias.
De repente, la mujer sintió en su alma una dulzura infinita, y se volvió y quedó deslumbrada, y vio luego una sombra blanca y majestuosa que la seguía y que llevaba fuera del pecho el corazón herido y traspasado por espinas.
Y la sombra blanca y majestuosa, con la mirada brillante y la sonrisa llena de ironía, contempló a los sacerdotes, a los guerreros, a los magnates, a todos los grandes de la tierra, y, desviando de ellos la vista, y acercándose a la mujer triste, la besó, con un beso purísimo, en la frente. 

 

lunes, 18 de mayo de 2020

Los ángeles. Milan Kundera.

1
El rinoceronte es una obra de Eugène Ionesco durante la cual las personas, poseídas por el deseo de ser las unas iguales a las otras, se van transformando unas tras otras en rinocerontes. Gabriela y Micaela, dos jóvenes americanas, estudiaron esta obra durante un curso de verano para estudiantes extranjeros en una pequeña ciudad de la costa mediterránea. Eran las alumnas favoritas de la profesora Rafael, porque la miraban siempre atentamente y anotaban con cuidado cada una de sus observaciones. Hoy les ha encargado que preparen juntas para la próxima clase una exposición de la obra.
-No comprendo muy bien cómo entender eso de que todos se transformen en rinocerontes -dice Gabriela.
-Tienes que entenderlo como un símbolo -explica Micaela.
-Es verdad -dice Gabriela-, la literatura está compuesta de signos.
-El rinoceronte es en primer lugar un signo -dice Micaela.
-Sí, pero aunque admitamos que no se transformaron en verdaderos rinocerontes sino solamente en signos, ¿por qué se transformaron precisamente en ese signo y no en otro?
-Sí, no hay duda de que eso es un problema -dijo tristemente Micaela, y las dos jóvenes, que regresaban a su residencia de estudiantes, permanecieron calladas durante largo rato.
Rompió el silencio Gabriela:
-¿No crees que es un símbolo fálico?
-¿Qué? -preguntó Micaela.
-El cuerno -dijo Gabriela.
-¡Es cierto! -exclamó Micaela, pero después vaciló-. Pero ¿por qué iban a convertirse todos en símbolos del falo? ¿Tanto mujeres como hombres?
Las dos muchachas, que iban deprisa hacia su residencia, se han vuelto a quedar de nuevo calladas.
-Se me ocurre algo -dice de pronto Micaela.
-¿Qué? -pregunta Gabriela con curiosidad.
-Bueno, además la señora Rafael lo ha sugerido de algún modo -añadió Micaela provocando la curiosidad de Gabriela.
-¡Haz el favor de decirlo! -insistió Gabriela con impaciencia.
-¡El autor ha querido crear un efecto cómico!
La idea que su amiga había expresado cautivó a Gabriela hasta el punto de que, enteramente concentrada en lo que pasaba por su cabeza, descuidó sus piernas y aminoró el paso. Las dos jóvenes se detuvieron.
-¿Tú crees que el símbolo del rinoceronte debe producir un efecto cómico? -preguntó.
-Sí -dijo Micaela y sonrió con la orgullosa sonrisa de quien ha hecho un descubrimiento.
-Tienes razón -dijo Gabriela.
Las dos jóvenes se miraron maravilladas por su propia audacia y el orgullo hizo estremecer las comisuras de sus labios. Luego, de pronto, dejaron oír un sonido agudo, breve, entrecortado, difícil de describir con palabras.


2.
¿Reir? ¿Acaso nos preocupamos alguna vez por reír? Quiero decir reír de veras, más allá de la broma, de la burla, del ridículo. Reír, goce inmenso y delicioso, todo goce…
Yo le decía a mi hermana, o ella me decía: ven, ¿jugamos a reír? Nos acostábamos una junto a la otra en la cama y empezábamos. Para hacer como que reíamos, por supuesto. Risas forzadas. Risas ridículas. Risas tan ridículas que nos hacían reír. Entonces venía, sí, la verdadera risa, la risa entera a arrastrarnos en su rompiente inmensa. Risas estalladas, proseguidas, atropelladas, desencadenadas, risas magníficas, suntuosas y locas… y reíamos al infinito de la risa de nuestras risas… Oh risa, risa del goce, goce de la risa; reír es vivir tan profundamente.”
El texto que acabo de citar ha sido extraído de un libro titulado Parole de femme. Fue escrito en 1974 por una de la feministas apasionadas que han marcado notablemente el clima de nuestro tiempo. Es un manifiesto místico de la alegría. En contraposición al deseo sexual del hombre, que, consagrado a los fugaces instantes de la erección, está por lo tanto fatalmente ligado a la violencia, al aniquilamiento y a la desesperación, la autora exalta como su antípoda la jouissance femenina, que es dulce, omnipresente e ininterrumpida. Para la mujer, en tanto que no esté alienada de su propia sustancia, “comer, beber, orinar, defecar, tocar, oír e incluso estar presente”, todo es goce. Esta enumeración de voluptuosidades se extiende a través del libro como una bella letanía. “Vivir es feliz: ver, oír, tocar, beber, comer, orinar, defecar, hundirse en el agua y mirar al cielo, reír y llorar.” Y si el coito es bello, lo es porque es “la totalidad de los goces posibles de la vida: tocar, ver, escuchar, hablar, sentir, pero también beber, comer, defecar, conocer, bailar”. Amamantar es también un goce, incluso el parto es goce, la menstruación es una delicia, “esa tibia saliva, esa leche oscura, ese derrame tibio y como azucarado de la sangre, ese dolor que tiene el gusto ardiente de la felicidad”.
Solo un imbécil podría sonreír ante este manifiesto de la alegría. Toda mística es exceso, el místico no debe tener miedo al ridículo si quiere llegar hasta el fin, hasta el fin de la humildad o hasta el fin del goce. Así como santa Teresa sonreía en su agonía, santa Annie Leclerc (éste es el nombre de la autora del libro que tomé en las citas) afirma que la muerte es un fragmento de alegría y que solo el hombre le teme porque está miserablemnte apegado “a su pequeño yo y a su pequeño poder”.
En lo alto, como formando una bóveda de ese templo de la felicidad, suena la risa, “delicioso trance de dicha, colmo extremo del goce. Risa del goce, goce de la risa”. Indudablemente, esea risa “está más allá de la broma, la burla o el ridículo”. Las dos hermanas tendidas en su cama no se ríen de nada concreto, su risa carece de objeto, es la expresión del ser que se alegra de ser. Del mismo modo en que por su gemido el hombre se encadena al instante presente de su cuerpo que sufre (y está fuera por completo del pasado y del futuro), en esa risa estática el hombre no recuerda ni desea, sino que lanza su grito al instante presente del mundo y solo quiere saber de él.
Sin duda recordarán esta escena por haberla visto en decenas de películas malas: una muchacha y un muchacho corren tomados de la mano por un hermoso paisaje primaveral (o veraniego). Corren, corren, corren y ríen. La risa de los dos corredores debe proclamar al mundo entero y a todos los espectadores de todos los cines: ¡Somos felices, estamos contentos de estar en el mundo, estamos en armonía con el ser! Es una escena estúpida, es cursi, pero expresa una actitud humana fundamental: la risa seria, la risa más allá de la broma.
Todas las Iglesias, todos los fabricantes de ropa interior, todos los generales, todos los partidos políticos, están de acuerdo sobre ese tipo de risa y colocan la imagen de esos dos corredores que corren riendo en los carteles con los que hacen la propaganda de su religión, de sus productos, de su ideología, de su pueblo, de su sexo y de sus polvos para lavar la vajilla.
Con ese tipo de risa, justamente, se ríen Micaela y Gabriela. Salen de una papelería, cogidas de la mano, balanceando en la mano libre cada una un paquetito en el que hay papel de color, pegamento y una gomita.
-La señora Rafael va a quedar entusiasmada, ya verás -dice Gabriela, y emite un sonido agudo y entrecortado. Micaela está de acuerdo con ella y le responde con un ruido bastane similar.


3.
Poco después de que los rusos ocuparan mi país en 1968, me echaron de mi trabajo (como a otros millares y millares de checos) sin que nadie tuviera derecho a darme otro empleo. Entonces solían venir a buscarme amigos jóvenes, que eran demasiado jóvenes como para estar ya en las listas de los rusos y podían permanecer en las redacciones, en la enseñanza, en los estudios de cine. Esos buenos y jóvenes amigos, cuyos nombres no diré nunca, me ofrecían sus nombres para firmar obras de teatro, guiones de cine, de radio y de televisión, artículos, reportajes, de modo que pudiera ganar lo necesario para vivir. Utilicé algunos de esos servicios, pero por lo general los rehusaba, porque no alcanzaba a hacer todo lo que me proponían y también porque era peligroso. No para mí, sino para ellos. La policía secreta quería hacernos pasar hambre, reducirnos por la miseria, obligarnos a capitular y a retractarnos públicamente. De ahí que vigilara insistentemente las salidas de emergencia por las cuales intentábamos burlar el cerco, castigando duramente a quienes cedían su nombre.
Entre esos generosos donantes había una joven llamada R. (nada tengo que ocultar en este caso, ya que todo fue descubierto). Esta joven tímida, fina e inteligente, era redactora de una revista para la juventud que tenía una tirada fabulosa. Como ahora la revista estaba obligada a publicar una increíble cantidad de artículos políticos indigestos que cantaban loas al fraternal pueblo ruso, la redacción buscaba el modo de atraer la atención de la masa. Había decidido para ello apartarse excepcionalmente de la pureza de la ideología marxista y publicar una sección de astrología.
Durante esos años en que viví excluido hice millares de horóscopos. Si el gran Jaroslav Hasek pudo ser vendedor de perros (vendía muchos perros robados y hacía pasar a muchos bastardos por ejemplares de raza pura), ¿por qué no podía yo ser astrólogo? Tiempo atrás había recibido de amigos parisienses todos los tratados de astrología de André Barbault, cuyo nombre iba orgullosamente seguido del título de vicepresidente del Centro Internacional de Astrología; deformando mi letra había escrito a pluma en la primera página: A Milan Kundera con admiración. André Barbault. Los libros dedicados estaban discretament colocados sobre la mesa y yo explicaba a mis asombrados clientes praguenses que durante algunos meses había sido en París asistente del ilustre Barbault.
Cuando R. me pidió que me ocupara en forma clandestina de la sección de astrología de su revista, mi reacción fue, naturlamente, de entusiasmo y le ordené que anunciara a la redacción que el autor de los textos era un importante físico atómico que no quería revelar su nombre por miedo a las burlas de sus colegas. Nuestra empressa me parecía doblemente protegida: por el sabio inexistente y por su seudónimo.
Escribí, pues, bajo un nombre imaginario, un extenso y hermoso artículo sobre astrología y luego, cada mes, un texto breve y bastante estúpido sobre los diferentes signos, para los cuales yo mismo dibujaba las figuras de tauro, capricornio, virgo o piscis. Las ganancias eran ridículas y la cosa en sí misma no tenía nada de divertido ni de notable. Lo único divertido del asunto era mi existencia, la existencia de un hombre borrado de la historia, de los manuales de literatura y de la gúa de teléfonos, de un hombre muerto que volvía a la vida en una sorprendente reencarnación para predicar a centeneares de miles de jóvenes socialistas la gran verdad de la astrología.
Un día R. me anunció que el redactor jefe estaba muy interesado por su astrólogo y quería que le hiciera su horóscopo. Quedé encantado. ¡El redactor jefe había sido colocado al frente de la revista por los rusos y había perdido la mitad de su vida estudiando marxismo-leninismo en Praga y Moscú!
-Le daba un poco de vergüenza decírmelo -me explicaba R. sonriendo-, no quiere que se sepa que cree en esas supersticiones medievales. Pero le atraen terriblemente.
-Muy bien -dije satisfecho. Conocía al redactor jefe. Además de ser el jefe de R., era miembro de la comisión superior de cuadros del partido y había arruinado la vida de muchos amigos míos.
-Quiere mantener una discreción total. Tengo que darle a usted su fecha de nacimiento, pero usted no tiene que saber de quién se trata.
-¡Mejor así! -dije con satisfacción.
-Le darán cien coronas por su horóscopo.
-¡Cien coronas! -sonreí-, ¡qué se ha creído ese avaro!
Tuvo que enviarme mil coronoas. Rellené diez páginas con la descripción de su carácter y describí su pasado (sobre el que estaba suficientemnte informado) y su futuro. Trabajé en mi obra durante toda una semana, haciéndole detalladas consultas a R. Mediante un horóscopo se puede influir magníficamente e incluso dirigir la conducta de las personas. Sin duda se les pueden recomendar ciertos actos, prevenirles contra otros y conducirles a la humildad, dándoles a conocer con finura futuras catástrofes.
Cuando volví a ver a R. nos reímos mucho. Me dijo que el redactor jefe había mejorado tras la lectura del horóscopo. Gritaba menos. Comenzaba a desconfiar de su propia severidad, contra la que había sido prevenido en el horóscopo, y se preocupaba de aquella parcela de bondada de la que era capaz; en su mirda, que a menudo fijaba en el vacío, se podía reconocer la tristeza de un hombre que sabe que las estrellas no le auguran para el futuro más que sufrimientos.


4. (Sobre las dos risas)
Los que conciben al diablo como partidario del mal y al ángel como combatiente del bien aceptan la demagogia de los ángeles. La cuestión es evidentemente más compleja.
Los ángeles no son partidiarios del bien, sino de la creación divina. El diablo es, por el contrario, aquel que le niega al mundo divino toda significación racional.
La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y diablos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los diablos), tampoco se puede vivir en él.
Las cosas, repentinamente privadas del sentido que se les supone, del lugar que tienen asignado en el pretendido orden del mundo (un marxista formado en Moscú cree en los horóscopos), provocan nuestra risa. La risa pertenece pues, originariamente, al diablo. Hay en ella algo de malicia (las cosas resultan diferentes de lo que pretendían ser), pero también algo de alivio bienhecho (las cosas son más ligeras de lo que parecen, nos permiten vivir más libremente, dejan de oprimirnos con su austera severidad).
Cuando el ángel oyó por primera vez la risa del diablo, quedó estupefacto. Aquello ocurrió durante algún festín, estaba lleno de gente y todos se fueron sumando, uno tras otro, a la risa del diablo, que era tremendamente contagiosa. El ángel comprendía con claridad que esa risa iba dirigida contra Dios y contra la dignidad de su obra. Sabía que debía reaccionar pronto de algún modo, pero se sentía débil e indefenso. Como no era capaz de inventar nada por sí mismo, imitó a su adversario. Abriendo la boca emitió un sonido entrecortado, brusco, en un tono de voz muy alto (parecido al que produjeron Micaela y Gabriela en una calle de una ciudad de la costa), pero dándole un sentido contrario. Mientras que la risa del diablo indicaba lo absurdo de las cosas, el ángel, al revés, aspiraba a regocijarse de que en el mundo todo estuviese tan sabiamente ordenado, tan bien pensado y fuese bueno y cargado de sentido.
Así, el ángel y el diablo, frente a frente, con la boca abierta, producían más o menos los mismos sonidos, expresando cada uno, en su clamor, cosas absolutamente opuestas. Y el diablo, mirando reír al ángel, reía más aún, mejor y más francamente, porque el ángel que reía resultaba infinitamente ridículo.
Una risa ridícula es el desastre. Sin embargo, los ángeles lograron alcanzar algunos resultados. Nos engañaron a todos con su impostura semántica. Solo hay una palabra para designar su imitación de la risa y la risa original (la del diablo). Hoy la gente ya no se da cuenta de que la misma manifestación exterior esconde dentro de sí dos actitudes internas absolutamente contradictorias. Existen dos risas y no tenemos palabras para distinguir la una de la otra.


5.
Una revista ha publicado esta fotografía: una fila de hombres uniformados con el fusil al hombro y cubiertos con un casco con visera protectora de plexiglás vuelven la mirada hacia unos jóvenes en vaqueros y camiseta que se dan la mano y bailan en rueda delante de ellos.
Se trata evidentemente de un momento de espera antes del choque con la policía que vigila una central nuclear, un campo de entrenamiento militar, el secretariado de un partido político o las ventanas de una embajada. Los jóvenes aprovecharon ese tiempo muerto para formar un círculo y, acompañándose de un sencillo estribillo popular, daban dos pasos en el sitio, uno adelante, levantaban la pierna izquierda primero y la derecha después.
Creo comprenderlos; tienen la sensación de que el círculo que describen en el suelo es mágico y que los une como un anillo. Y en su pecho se extiende un intenso sentimiento de inocencia: lo que los une no es, como a los soldados o a los comandos fascistas, una marcha, sino, como a los niños, un baile. Quieren escupir su inocencia al rostro de los policías.
Así los vio el fotógrafo, poniendo de relieve ese contraste elocuente: de un lado la policía en la falsa unidad de la fila (impuesta y dirigida); por otro lado, los jóvenes en la unidad real (sincera y orgánica) del círculo; de aquel lado la policía, en la triste actividad del acecho, y de éste, ellos, en la alegría del juego.
El baile en corro es mágico y nos habla desde las profundidades milenarias de la memoria humana. La profesora Rafael ha recortado esta foto de la revista y la mira soñando. También ella querría bailar en un corro así. Durante toda su vida ha estado buscando un círculo de hombres y de mujeres a quienes dar la mano para bailar una rueda; primero lo buscó en la Iglesia metodista (su padre era un fanático religioso), luego en el Partido Comunista, luego en el partido trotskista, luego en el partido trotskista disidente, luego en el movimiento contra el aborto (¡el niño tiene derecho a la vida!), luego en el movimiento pro legalización del aborto (¡la mujer tiene derecho a su cuerpo!), lo buscó en los marxistas, en los psicoanalistas, en los estructuralistas, lo buscó en Lenin, en el budismo zen, en Mao Zedong, entre los adeptos al yoga, en la escuela del nouveau roman, y, para concluir, quire estar al menos en perfecta armonía con sus alumnos, formar un todo con ellos, lo que significa que los obliga siempre a pensar y a decir lo mismo que ella, a ser con ella un mismo cuerpo y una sola alma, en un mismo círculo y una misma danza.
En ese momento, sus alumnas Gabriela y Micaela están en su habitación de la residencia de estudiantes. Están inclinadas sobre el texto de Ionesco y Micaela lee en voz alta:
El lógico, al anciano: Tome una hoja de papel, calcule. Si se le quitan dos patas a dos gatos, ¿cuántas patas le quedarán a cada gato?
El anciano al lógico: hay muchas soluciones posibles. Un gato puede tener cuatro patas, el otro dos. Puede haber un gato de cinco patas y otro gato de una. Quitando dos patas de ocho, podemos tener un gato de seis patas y un gato sin ninguna pata”.
Micaela interrumpió la lectura:
-No entiendo cómo se le pueden quitar las patas a un gato, ¿es que pretende cortárselas?
-¡Micaela! -exclamó Gabriela.
-Y tampoco entiendo cómo un gato puede tener seis patas.
-¡Micaela! -exclamó de nuevo Gabriela.
-¿Qué? -preguntó Micaela.
-¿Es que lo has olvidado? ¡Tú misma lo dijiste!
-¿Qué? -preguntó de nuevo Micaela.
-Este diálogo está destinado sin duda a crear un efecto cómico.
-Tienes razón -dijo Micaela, y miró feliz a Gabriela. Las dos jóvenes se miraron a los ojos y luego el orgullo estremeció las comisuras de sus labios y finalmente sus bocas dejaron escapar un sonido breve y entrecortado en un tono alto. Luego otro sonido igual y una vez más el mismo sonido. “Una risa forzada. Una risa ridícula… Una risa restallante, repetida, sacudida, desbocada, explosiones de risa magníficas, orgullosas y locas… ¡Oh risa! Risa de goce, goce de la risa...”
Y, en alguna parte, la señora Rafael deambulaba abandonada por las calles de la pequeña ciudad de la costa mediterránea. De repente levantó la cabeza como si oyera de lejos un fragmento de melodía en alas del viento, o como si un lejano aroma golpeara en sus narices. Se detuvo y oyó en su cabeza el grito del vacío que se rebelaba y quería ser colmado. Le ha parecido que en algún sitio, no lejos de ella, tiembla el fuego de la gran risa, que quizás en alguna aprte, allí cerca, hay personas que se toman de la mano y bailan en corro.
Se quedó así por un instante, mirando nerviosa a su alrededor y luego, de pronto, esa música misteriosa enmudeció (Micaela y Gabriela han dejado de reír; de pronto tienen cara de aburrimiento y por delante una noche vacía sin amor), y la señora Rafael, extrañamente inquieta e insatisfecha, vuelve a su casa por las calles calientes de la pequeña ciudad de la costa.




6.
Yo también bailé la rueda. Era 1948, los comunistas acababan de triunfar en mi país, los ministros socialistas y democratacristianos huyeron al extranjero y yo me cogía de la mano o de los hombros con otros estudiantes comunistas, dábamos dos pasos en el sitio, un paso adelante, levantábamos la pierna derecha primero hacia un lado y después la pierna izquierda hacia el otro y hacíamos eso casi todos los meses, porque siempre festejábamos algo, algún aniversario o algún acontecimiento, las antiguas injusticias iban reparándose, las nuevas injusticias comenzaban a perpetrarse, las fábricas eran nacionalizadas, miles de personas iban a la cárcel, la atención médica era gratuita, a los estanqueros les quitaban sus estancos, los viejos obreros iban por primera vez de vacaciones a las residencias confiscadas y nosotros teníamos en la cara una sonrisa de felicidad. Luego un día dije algo que no tenía que haber dicho, me expulsaron del partido y tuve que salirme de la rueda.
Entonces tomé conciencia del significado mágico del círculo. Si nos alejamos de la fila, podemos volver a entrar en ella. La fila es una formación abierta. Pero el círculo se cierra y no hay regreso posible. No es casual que los planetas se muevan en círculo y que cuando una piedra se desprende de ellos sea arrastrada inexorablemente hacia fuera por la fuerza centrífuga. Igual que el meteorito despedido, volé yo también del círculo y sigo volando hasta hoy. Hay gentes a las que les es dado morir dentro de la órbita y hay otras que se destrozan al final de la caída. Y estas otras (a las que pertenezco) llevan dentro de sí permanentemente un callada añoranza por el corro perdido, porque al fin al cabo somos todos habitantes de un universo en el que todo gira en círculos.
Era otra vez el aniversario de quién sabe qué y otra vez había en las calles praguenses corros de jóvenes que bailaban. Yo deambulaba alrededor de ellos, estaba de pie justo a su lado, pero no me estaba permitido entrar en ningún corro. Era junio de 1950 y un día antes había sido colgada Milada Horáková. Era diputada del partido socialista y un tribunal comunista la acusó de conspiración contra el Estado. Junto a ella colgaron también a Závis Kalandra, un surrealista checo, amigo de André Breton y de Paul Éluard. Y los jóvenes checos bailaban y sabían que en aquella misma ciudad se habían balanceado el día anterior una mujer y un surrealista, bailaban aún con mayor pasión porque su danza era una manifestación de su inocencia, de su limpieza que refulgía en contraste con la negra culpabilidad de los dos colgados que habían traicionado al pueblo y a sus esperanzas.
André Breton no creyó que Kalandra hubiera traicionado al pueblo y a sus esperanzas y dirigió un llamamiento en París a Éluard (en carta abierta del día 13 de junio de 1950) para que protestase contra la absurda acusación e intentase salvar a su antiguo amigo. Pero Éluard estaba en ese preciso momento bailando en un inmenso corro entre París, Moscú, Praga, Varsovia, Sofía y Grecia, entre todos los países socialistas y todos los partidos comunistas del mundo, y en todas partes recitaba sus hermosos versos sobre la alegría y la hermandad. Cuando leyó la cata de Breton dio dos pasos en el sitio, un paso hacia delante, negó con la cabeza, se negó a defender a un traidor al pueblo (en la revista Actio del 19 de junio de 1950) y, en lugar de eso, recitó con voz metálica:


Vamos a colmar la inocencia
de la fuerza que durante tanto tiempo
nos ha faltado;
no estaremos nunca más solos.


Y yo deambulaba por las calles de Praga, junto a mí bailaban corros de checos sonrientes y yo sabía que no estaba con ellos, sino con Kalandra, que también se había desprendido de su trayectoria circular y había caído y caído hasta aterrizar en un ataúd carcelario, pero aunque no estaba con ellos, les miraba bailar, sin embargo, con envidia y nostalgia y no podía quitarles los ojos de encima. Y entonces lo vi, justo frente a mí.
Estaba cogido con ellos de los hombros, cantaba con ellos esos dos o tres tonos sencillos y levantaba la pierna izquierda hacia un lado y luego la pierna derecha hacia el otro. ¡Sí, era él, el niño mimado de Praga, Éluard! Y de repente los que con él bailaban se callaron, siguieron movíendose en completo silencio y él gritaba al ritmo de los golpes de sus pies:


Huiremos del descanso, huiremos del sueño,
tomaremos a toda velocidad el alba y la primavera
y prepararemos días y estaciones
a la medida de nuestros sueños.


Y luego todos, bruscamente, cantaron esos tres o cuatro tonos sencillos y aceleraron el paso de la danza. Huían del descanso y del sueño, tomaban a toda velocidad el tiempo y llenaban de fuerza su inocencia. Todos se sonreían y Éluard se inclinó hacia la chica que tenía cogida del hombro:


El hombre, presa de la paz, siempre tiene una sonrisa.


Y ella sonrió y golpeó entonces aún más fuerte sobre el suelo con el pie, de modo que se elevó un par de centímetros por encima del empedradoy arrastró a los demás tras ella, cada vez más alto, y al cabo de un rato ya ninguno de ellos tocaba el empedrado, daban dos pasos en el sitio y un paso adelante sin tocar la tierra, sí, se elevaban sobre la plaza de Wenceslao, su corro parecía una gran corona flotante y yo corría abajo en la tierra y miraba hacia ellos en lo alto y ellos seguían volando, levantando la pierna izquierda primero hacia un lado y después la pierna derecha hacia el otro y debajo de ellos estaba Praga con sus cafés llenos de poetas y sus prisiones llenas de traidores al pueblo y en el crematorio quemaban en ese preciso momento a una diputada socialista a y un surrealista, el humo subía hacia el cielo como un presagio feliz y yo oí la voz metálica de Éluard:


El amor se ha puesto a trabajar y es infatigable.


Y corrí por las calles tras esa voz para no perder de vista a aquella maravillosa corona de cuerpos que flotaban sobre la ciudad y supe con angustia en el corazón que ellos vuelan como pájaros y yo caigo como piedra, que ellos tienen alas y que yo ya me he quedado para siempre sin alas.




7.
Dieciocho años después de su ejecución, Kalandra fue totalmente rehabilitado, pero unos meses más tarde irrumpieron los tanques rusos en Bohemia e inmediatamente otras decenas de miles de personas fueron acusadas de traición al pueblo y a sus esperanzas, una minoría fue encarcelada y la mayoría despedida de su trabajo y dos años más tarde (es decir, exactamente veinte años después de que Éluard se elevase sobre la plaza de Wenceslao), uno de los nuevos acusados (yo) escribía durante doce meses sobre astrología en una revista de la juventud checa. Desde el último artículo sobre sagitario había pasado un año más (era por lo tanto diciembre de 1971), cuando un día me visitó un joven desconocido. Me dio un sobre en silencio. Lo abrí y leí la carta, pero tardé un rato en comprender que era de R. Su letra estaba completamente cambiada. Debía de haber estado muy nerviosa cuando la escribía. Intentaba formular las frases para que no las entendiera nadie más que yo, de modo que yo mismo las entendí solo en parte. Únicamente comprendí que con un año de retraso mi autoría había sido descubierta.
En aquella época tenía yo un apartamento en Praga en la calle Bartolomejska. Es una calle corta pero famosa. Todas las casas a excepción de dos (en una de las cuales vivía yo) pertenecen a la policía. Cuando miraba hacia fuera desde mi amplia ventana de la cuarta planta veía, arriba, sobre los tejados, las torres del castillo de Hradcany, y, abajo, los patios de la policía. Por arriba se paseaba la gloriosa historia de los reyes de Bohemia, por abajo la historia de los gloriosos presidiarios. Todos habían pasado por aquí, incluidos Kalandra y Horáková, Slánský y Clementis, y mis amigos Sabata y Hübl.
El joven (todo indicaba que era el novio de R.) miraba inseguro a su alrededor. Evidentemente suponía que la policía espiaba mi apartamento con micrófonos secretos. Nos hicimos un gesto en silencio y salimos a la calle. Anduvimos un rato sin palabras y solo al llegar a la ruidosa avenida Narodni Trida me dijo que R. quería verme y que un amigo suyo, al que yo no conocía, nos prestaría para este encuentro secreto su piso en un suburbuio de Praga.
Así hice al día siguiente un largo viaje en tranvía hasta las afueras de Praga, estábamos en diciembre, tenía las manos ateridas y las ciudades dormitorio aparecían en aquellas horas de la mañana completamente abandonadas. De acuerdo con las instrucciones encontré la casa precisa, subí en ascensor hasta la tercera planta, comprobé el nombre del dueño del piso en la placa de la puerta y luego llamé al timbre. El piso estaba en silencio. Volví a llamar pero nadie me abría. Salí una vez más a la calle. Paseeé durante media hora, soportando el frío, alrededor de la casa, suponiendo que R. se habría retrasado y que me encontraría con ella cuando llegase desde la estación del tranvía por la acera vacía. Pero no llegaba nadie. Volví a subir al ascensor hasta la tercera planta y llamé una vez más. Al cabo de unos segundo oí desde el interior del piso el sonido del agua de una cisterna. Fue como si alguien hubiera apoyado sobre mí la barra de hielo de la angustia. Sentí repentinamente dentro de mi propio cuerpo el miedo de la muchacha, que no era capz de abrirme la puerta porque la angustia le retorcía las vísceras.
Abrió, estaba pálida pero sonría y trataba de ser amable, como siempre. Hizo un par de bromas tontas acerca de que por fin íbamos a estar solos en un apartamento vacío. Nos sentamos y ella me contó que hacía poco tiempo le habían llamado de la policía. La interrogaron durante todo un día. Las dos primeras horas le preguntaron sobre un montón de cosas sin importancia y ella, sintiéndose ya dueña de la situación, bromeaba con ellos y les preguntaba con descaro si creían que por semejantes tonterías iba a perder el almuerzo. En ese momento le preguntaron: estimada señorita R., ¿quién es el que le escribe para su revista los artículos de astrología?, se ruborizó e intentó hablar del famoso físico cuyo nombre debía permanecer en el anonimato. Le preguntaron: ¿y no conoce usted al señor Kundera?, dijo que me conocía, ¿hay algo malo en eso? Le contestaron: no hay nada de malo. Pero ¿sabe usted que el señor Kundera se intersa por la astrología? No sé nada de eso. ¿Usted no sabe nada? Se sonrieron. Toda Praga habla del asunto y usted no sabe nada. Estuvo otro rato hablando del físico atómico hasta que uno de ellos comenzó a gritarle que no lo negase.
Les dijo la verdad. Querían tener en la revista una buena sección de astrología, no sabían a quién dirigirse, me conocía y por eso me pidió ayuda. Está segura de no haber violado ninguna ley checoslovaca. No, asintieron, no ha violado ninguna ley. Solo ha violado los reglamentos internos que prohíben colaborar con determinadas personas que han abusado de la confianza del partido y del Estado. Arguyó que no había pasado nada del otro mundo: el nombre del señor Kundera había quedado oculto por el seudónimo y no había podido ofender a nadie. Y los honorarios que el señor Kundera había recibido eran insignificantes. Volvieron a estar de acuerdo con ella: es cierto que no se trata de nada serio, solo se limitarán a redactar una declaración de lo que ha pasado, ella la va a firmar no tiene que tener miedo de nada.
Firmó la declaración y dos días más tarde la llamó el redactor jefe y le anunció que estaba despedida de inmediato. Ese mismo día fue a la radio donde tenía amigos que hacía tiempo que le habían ofrecido trabajo. La recibieron con alegría, pero cuando al día siguiente fue a formalizar el contrato, el jefe del departamento de personal que la apreciaba, puso cara de desolación: "Qué tontería has hecho, chiquilla, te has destrozado la vida, no puedo hacer por ti absolutamente nada".
Al principio tenía miedo de hablar conmigo porque había tenido que prometerle a la policía que no le diría nada a nadie sobre el interrogatorio. Pero cuando recibió una nueva citación de la policía (tenía que ir al día siguiente) decidió que tenía que encontrarse conmigo en secreto para que nos pusiéramos de acuerdo y no hiciéramos declaraciones distintas si por casualidad me llamaba a mí también.
Entiendan ustedes, R. no era miedosa, era simplemente joven y no sabía nada sobre el mundo. Había recibido ahora un primer golpe incomprensible e inesperado que nunca sería ya capaz de olvidar. Comprendí que había sido elegido como cartero para llevarle a la gente advertencias y castigos y empecé a tener miedo de mí mismo.
-¿Usted cree -dijo con voz agarrotada- que están enterados de las mil coronas del horóscopo?
-No tenga miedo. Una persona que estudió en Moscú tres años de marxismo-leninismo no puede confesar nunca que se hizo hacer un horóscopo.
Se rió y esa risa que apenas duró medio segundo sonó para mí como una tímida promesa de salvación. Era precisamente esa risa la que había deseado mientras escribía aquellos estúpidos artículos sobre piscis, virgo y capricornio, era precisamente aquella risa la que yo había imaginado como recompensa, y aquella risa no llegaba porque mientras tanto, en todo el mundo, los ángeles habían ocupado todos los puestos decisivos, todos los estados mayores, habían dominado a la izquierda y a la derecha, a los árabes y a los judíos, a los generales rusos y a los disidentes rusos. Nos observaban desde todas partes con su mirada gélida que arrancaba nuestro simpático ropaje de alegres mistificadores y nos convertía en míseros estafadores que trabajan en una revista de la juventud socialista, pese a que no creen ni en la juventud ni en el socialismo, que escriben un horóscopo para el redactor jefe, pese a que se ríen del redactor jefe y del horóscopo, que se ocupan de naderías cuando todos los que están a su alrededor (la derecha y la izquierda, los árabes y los judíos, los generales y los disidentes) luchan por el futuro de la humanidad. Sentíamos sobre nosotros el peso de su mirada, que nos convertía en insectos dignos de ser aplastados.
Dominé mi angustia e intenté inventar para R. la estrategia más sensata posible para su interrogatorio del día siguiente en la policía. Durante la conversación se levantó varias veces para ir al váter, sus regresos iban acompañados del sonido del agua de la cisterna y de su sensación de pánico. Aquella muchacha valerosa se avergonzaba de su miedo. Aquella mujer exquisita se avergonzaba de sus entrañas, que se desmadraban ante los ojos de un extraño.




8.
En los pupitres había unos veinticinco jóvenes de diversas nacionalidades mirando distraídos a Micaela y Gabriela que estaban de pie, nerviosas, junto a la cátedra en la que se sentaba la profesora Rafael. Cada una de ellas tenía en la mano varias hojas con el texto de la exposición y además de eso un extraño objeto de papel provisto de una goma.
-Vamos a hablar de una obra de Ionesco: El rinoceronte -dijo Micaela, y agachó la cabeza para colocarse en la nariz un tubo de papel adornado con papelillos de colores y ajustárselo con la goma en la nuca. Gabriela hizo lo mismo. Las dos muchachas se miraron entonces y emitieron un sonido corto, alto y entrecortado.
La clase comprendía fácilmente lo que las dos chicas querían dar a entender: en primer lugar, que el rinoceronte tiene en lugar de la nariz un cuerno; en segundo lugar, que la obra de Ionesco es cómica. Habían decidido expresar ambas conclusiones no solo con palabras, sino también con la acción del propio cuerpo.
Los largos tubos se les balanceaban en la cara y la clase cayó en una especie de estado de compasión embarazosa, como si alguien delante de su spupitres les enseñase un brazo amputado.
Solo la profesora Rafael se entusiasmó con la ocurrencia de sus queridas chicas y respondió a aquel sonido alto y entrecortado con otro similar.
Las chicas balancearon satisfechas sus largas narices y Micaela comenzó a leer la parte que le correspondía de la exposición.
Entre las alumnas estaba también la joven judía Sarah. Hacía poco tiempo les había pedido a las dos americanas que le dejasen ver su cuaderno de notas (todo el mundo sabía que no se les escapaba ni una sola palabra de la profesora), pero ellas se negaron: "eso te pasa por ir a la playa en horas de clase". Desde entonces las odiaba cordialmente y ahora se complacía en ver su estupidez.
Micaela y Gabriela leían por turnos su análisis de El rinoceronte y los largos cuernos de papel sobresalían de sus rostros como una vana plegaria. Sarah se dio cuenta de que se le presentaba una oportunidad que habría sido una pena no aprovechar. Cuando Micaela hizo una pequeña pausa en su lectura y se volvió hacia Gabriela, dándole a entender que había llegado su turno, Sarah se levantó del pupitre y se dirigió hacia las dos chicas. Gabriela, en lugar de tomar la palabra, apuntó hacia la compañera que se acercaba el orificio de su sorprendida nariz de papel y se quedó callada. Sarah llegó hasta las dos estudiantes, pasó junto a ellas (las americanas, como si aquella nariz suplementaria pesase demasiado sobre sus cabezas, no fueron capaces de darse la vuelta y mirar lo que estaba pasando a sus espaldas), tomó impulso, le dio a Micaela una patada en el culo, volvió a tomar impulso y le dio otra patada a Gabriela. Cuando lo hubo hecho, regresó a su pupitre con calma y hasta con cierta dignidad.
En un primer momento el silencio fue absoluto.
Después comenzaron a correr las lágrimas por los ojos de Micaela y al cabo de un instante también por los de Gabriela.
Después estalló en la clase una risa inmensa.
Después se sentó Sarah en su banco.
Después, la señora Rafael, que al princpio se había quedado sorprendida y perpleja, comprendió que la acción de Sarah había sido cuidadosamente preparada como parte de la broma organizada por las estudiantes para mejor comprensión del tema que debían estudiar (es necesario explicar la obra de arte no solo a la antigua, teóricamente, sino también en un sentido moderno: a través de la praxis, del acto, del happening); no vio las lágrimas de sus amadas chicas (estaban de espaldas mirando a la clase) y por eso agachó la cavevza y se rió aprobándola con alegría.
Micaela y Gabriela, cuando oyeron a sus espaldas la risa de la amada profesora, se sintieron traicionadas. Las lágrimas fluyeron entonces de sus ojos como el auga de un grifo. La humillación las torturaba de tal modo que se retorcían como si tuvieran espasmos intestinales.
La señora Rafael creyó que las contorsiones de sus amadas alumnas formaban parte de una danza y una especie de fuerza, más potente que su seriedad profesoral, le arrancó en ese momento de la silla. Se reía hasta llorar, extendía los brazos y su cuerpo se estremecía de modo que la cabeza se movía sobre su cuello, hacia delante y hacia atrás, como cuando el sacristán sostiene la campanilla hacia arriba y toca a rebato. Llegó hasta las muchachas que se retorcían y cogió a Micaela de la mano. Estaban ahora las tres de pie frente a los pupitres, se retorcían y a las tres les salía agua de los ojos. La señora Rafael dio dos pasos en el sitio, luego levantó la pierna izquierda hacia un costado, la pierna derecha hacia el otro y las muchachas comenzaron a imitarla tímidamente. Las lágrimas les corrían a lo largo de las narices de papel y ellas se retorcían y daban saltitos en el sitio. Entonces la profesora cogió de la mano también a Gabriela, formando así frente a los pupitres un círculo, las tres cogidas de la mano, dando pasos en el sitio y a los costados, dando vueltas y vueltas por el parqué de la clase. Levantaban primero una pierna y luego la otra y las muecas de llanto de los rostros de ambas muchachas se convertían imperceptiblemente en muecas de risa.
Las tres mujeres bailaban y se reían, las narices de papel se balanceaban y la clase callada miraba aquello con silencioso horror. Pero las mujeres que bailaban en aquel momento ya no se fijaban en los demás, estaban concentradas en sí mismas y en su placer. De repente, la señora Rafael golpeó con el pie un poco más fuerte, se elevó un par de centímetros por encima del piso de la clase, de modo que al dar el paso siguiente ya no tocaba la tierra. Atrajo consigo a las dos amigas y al cabo de un rato las tres daban ya vueltas sobre el parqué y se elevaban lentamente en espiral. Sus cabellos tocaban ya el techo, que comenzó a abrirse lentamente. Seguían elevándose por aquella abertura, las narices de papel ya no se veían, ya asomaban por el agujero solo tres pares de zapatos, por fin desaparecieron éstos también, mientras los alumnos, estupefactos, oyeron desde las alturas las relumbrantes risas de tres arcángeles que se alejaban.




9.
La reunión con R. en el piso prestado fue para mí decisiva. Aquella vez comprendí definitivamente que me había convertido en un repartidor de desgracias y que no podía seguir viviendo entre personas queridas sin hacerles daño. Que por lo tanto no tenía otra alternativa que irme de mi país.
Pero hay una cosa más por la que recuerdo aquella última reunión con R. Siempre la quise del modo más inocente y menos sexual posible. Como si su cuerpo hubiera estado siempre perfectamente escondido tras su resplandeciente inteligencia, tras la corrección de su comportamiento y el buen gusto de su vestimenta. Aquella chica no me había dejado ni el más pequeño intersticio a través del cual poder apreciar el relámpago de su desnudez. Y de repente el miedo la abrió como el cuchillo de un carnicero. Me pareció como si estuviera ante mí igual que una ternera abierta en canal, colgada de un gancho en la carnicería. Estábamos sentados en el sofá del piso prestado, desde el retrete se oía el ruido del agua que llenaba la cisterna y a mí me atacó un deseo furioso de hacerle el amor. Más exactamente: el deseo de violarla. De echarme encima de ella y estrecharla en un solo abrazo con todas sus contradicciones insoportablemente excitantes, con sus vestidos perfectos y sus tripas rebeldes, con su inteligencia y su miedo, con su orgullo y su vergüenza. Me pareció que en aquellas contradicciones se escondía su esencia, aquel tesoro, aquella pepita de oro, aquel diamante oculto en sus profundidades. Quise saltar sobre ella y arrancarlo para mí, quise abarcarla con su mierda y su alma imperecedera.
Pero veía los ojos angustiados que se fijaban en mí (dos ojos angustiado en una cara inteligente) y cuanto más angustiados estaban aquellos ojos, mayor era mi deseo de violar y al mismo tiempo más absurdo, más estúpido, más escandaloso, más imcomprensible y más irrealizable.
Cuando ese día dejé el piso prestado y salí a la calle desierta del suburbio praguense (R. se quedó allí, tenía miedo de salir conmigo, de que alguien nos viese juntos), no pensé durante mucho tiempo en nada más que en aquel inmenso deseo de violar a mi simpática amiga. Aquel deseo quedó dentro de mí, apresado como un pájaro en un saco, como un pájaro que a veces se despierta y golpea con sus alas.
Es posible que aquel demencial deseo de violar a R. haya sido solo un desesperado intento de aferrarme a algo en medio de la caída. Porque desde que me echaron del corro sigo cayendo sin parar, sigo cayendo hasta ahora, y aquella vez solo me dieron un nuevo empujón para seguir cayendo, aún a mayor profundidad, desde mi tierra hasta el espacio vacío del mundo en el que suena la horrible risa de los ángeles que cubre con su estruendo todas mis palabras.
Yo sé que en algún lugar está Sarah, la muchacha judía Sarah, mi hermana Sarah, pero ¿dónde encontrarla?

 

Libro de la risa y el olvido. Capítulo III. 1979

domingo, 17 de mayo de 2020

Ojos de perro. Henry Fisher.

Es de noche. La luna llena está escondida tras las nubes y el viento trae de lejos los aullidos de los perros.
Mi perro permanece en silencio. Se levanta de su lugar frente al fuego y mira fijamente hacia un rincón oculto tras las sombras, con la cola entre las patas, las orejas gachas y la pelambre erizada.
Yo no quiero ni pensar qué está mirando.


sábado, 16 de mayo de 2020

La resucitada. Emilia Pardo Bazán.

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.
Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía –como se percibe entre sueños– lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.
Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
–¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?
–Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…
–Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…
–Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?
Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…
Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea –ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal–, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.
Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…
Por su parte, el esposo –guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla–, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.
–De donde tú has vuelto no se vuelve…
Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

Imagen: cuadro de Joaquin Vaamonde.
 

viernes, 15 de mayo de 2020

Física. Fernando León de Aranoa.

La tortura es pura física.
La resultando de golpear un cuerpo femenino de 56 kilogramos de peso un número N de veces contra una pared, es una cantidad de hematomas inferior o igual al número de veces que se despertará llorando el resto de su vida, ya bien entrada la noche.
La oscilación de un peso de 7 kilogramos colgado de los testículos de un hombre adulto, produce una sensación de dolor directamente proporcional a la sensación de pérdida que experimentaron sus hijos la mañana que supieron por su madre que había sido detenido, y no fueron al colegio.
La cabeza de un interrogado al ser sumergida en una bañera desaloja un volumen de agua idéntico al miedo que le impedirá volver a coger el teléfono cuando suene en casa de madrugada, pero siempre inferior al que experimentará cada vez que sienta acercarse los pasos de un extraño a su espalda.
Una descarga eléctrica de 300 voltios, aplicada a intervalos de 3 minutos sobre los pezones de una mujer desnuda e indefensa, genera una desconfianza en el otro que ninguna declaración de derechos humanos conseguirá paliar jamás.
Si el cuerpo de un hombre joven es arrojado al mar desde un avión que vuela a una altura de 1.300 pies en dirección al Este, y las condiciones de visibilidad son buenas, ¿cómo recuperar entonces la fe en el hombre? ¿Cómo volver a mirar a la cara a los perros?

Aquí yacen dragones. 2013.