Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de
paso en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha.
Durante los últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha
visto a los ojos ha sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en
forma demasiado natural, que todo le parece correcto o no, y que ya
no le discute tanto como antes, y ha sospechado. Cualquiera lo haría.
Estas situaciones son así. De pronto sientes en la atmósfera algo
raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser
importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está.
Entonces este caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin
se ha decidido a acabar con sus dudas, a ser lo bastante hombrecito
para aguardar a verlos salir y atraparlos, furtivos y seguramente
practicando ese gesto de despreocupación que adopta el temor a ser
sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe cuántas
veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta
saber que a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente. Bueno, quizá
ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté cometiendo una
indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa
ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras
ilusiones, otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han
ido borrando aquello que en un momento dado les pareció como el fin
del mundo y que hoy, lo saben bien, recuerdan hasta con una sonrisa.
O se ha apoyado en la pared azul opuesta. Este individuo era un
hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos cuarenta años, no
importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y transpiraba.
Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de la
casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada
de las parejas. Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con
señoras viejas. Jovencitos con jovencitas. Nunca señores viejos con
señoras viejas, por qué será. Hombres maduros con mujeres maduras,
tranquilos. Hombres experimentados con especies de criaditas
francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres liberadas que
entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos
pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo,
viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no
entrar. Apostábamos. Estos entran. Estos no entran. Uno perdía, o
ganaba, pues los que parecía que iban a entrar, y a los cuales uno
les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar después de
diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus
más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada. Pero
volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría.
Atisbaba nervioso la salida falsamente confiada de cada pareja,
temeroso de que fuera la que él esperaba y de que en un descuido se
le escaparan, confundí dos con las primeras sombras, como se decía
antes, del crepúsculo. Véanlo ahora cómo estira el cuello, cómo
se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y cómo se agita
cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va a
esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá
crea que en ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa
tremenda. El hombre nos comienza a dar lástima. Si esto no hubiera
sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido la paciencia de
seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas (porque
ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía
adentro. Pero a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y
sufre y se tortura y se propone sangrientos actos de venganza ante la
idea de los cuales se detiene y tiembla sin que él mismo pueda decir
si de coraje o de miedo, aunque en el fondo sepa que es de coraje. Y
tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no
estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia
mujer y quizá por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser
tú podría ser ustedes, mientras el crepúsculo que apareció más
arriba se vuelve decididamente noche y los empleados que anhelan
regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y corren
laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca
repletos hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación
mucho más intensa, un nerviosismo, una angustia y comprenden que el
esperado momento supremo ha llegado y vuelven rápidamente la mirada
a la puerta del hotel y ven que los amantes salen y que se han dado
cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está allí, y que
simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la
imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en
la esquina de San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador
para no perderse lo que suceda y todavía encuentran al hombre en la
avenida O’Higgins y lo hallan demudado, mirando para un lado y para
otro, apartando bruscamente a la gente, dándose vuelta, girando
sobre su eje, buscando, viendo para acá, para allá, ansioso,
desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo
sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de
manera menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor
no eran ellos.
Movimiento perpetuo, 1972.
viernes, 21 de agosto de 2020
jueves, 20 de agosto de 2020
Las cuitas del joven Werther. Slawomir Mrozek.
El director de la filarmónica
nos recibió con amabilidad.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Nos debe cincuenta mil.
—Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo?
—En calidad de anticipo —le aclaré.
—Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué?
—De nuestra actuación en la filarmónica.
—Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo?
—Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo.
—Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical?
—De momento no, pero lo formaremos.
—¿Y más o menos con qué repertorio?
—Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar.
—¿A tocar?
—Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto.
La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme.
—¿Quiere decir que aún no saben?
—Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes?
—¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece.
Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente.
En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart.
—¿Quién es? —preguntó…, pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía.
—Seguramente un viejo.
Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Nos debe cincuenta mil.
—Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo?
—En calidad de anticipo —le aclaré.
—Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué?
—De nuestra actuación en la filarmónica.
—Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo?
—Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo.
—Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical?
—De momento no, pero lo formaremos.
—¿Y más o menos con qué repertorio?
—Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar.
—¿A tocar?
—Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto.
La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme.
—¿Quiere decir que aún no saben?
—Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes?
—¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece.
Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente.
En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart.
—¿Quién es? —preguntó…, pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía.
—Seguramente un viejo.
Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.
miércoles, 19 de agosto de 2020
Hierba gatera. Robert Bloch.
Ronnie, de pie ante el espejo, se echó el pelo hacia atrás. Estiró
su jersey nuevo y abombó el pecho. ¡Estupendo! Tenía que cuidar su
aspecto, ya que se acercaba el final de curso y la elección para
presidente de la clase. Si conseguía que le nombraran presidente, el
próximo curso sería pan comido para él. Pero tenía que cuidar los
detalles...
-¡Ronnie! ¡Date prisa o llegarás tarde!
Mamá salió de la cocina con el desayuno de Ronnie. Este se miró al espejo por última vez. Mamá se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con sus brazos.
-Estás muy guapo, querido. Ojalá pudiera verte tu padre...
Ronnie se soltó del abrazo maternal.
-Oye, mamá... -dijo.
-¿Sí?
-¿No podrías darme algún dinero? Tengo que comprar varias cosas.
-Bueno, creo que sí. Pero, procura hacerlo durar. Ya sabes que la escuela cuesta mucho dinero.
-Algún día te lo devolveré.
Ronnie contempló a su madre mientras ésta hurgaba en el bolsillo de su delantal y sacaba un arrugado billete de un dólar.
-Gracias. Hasta luego.
Ronnie cogió su desayuno y echó a correr hacia la calle. Se alejó de la casa, sonriendo y silbando, sabiendo que su madre le estaba contemplando desde la ventana. Siempre le estaba contemplando, y era un verdadero fastidio.
Luego volvió la esquina, se detuvo debajo de un árbol y encendió un cigarrillo. Reemprendió la marcha lentamente, con el cigarrillo en los labios. Con el rabillo del ojo observaba la casa de los Ogden, al otro lado de la calle.
En aquel momento se abrió la puerta principal y salió Marvin Ogden. Marvin tenía quince años, uno más que Ronnie, pero era más bajo y más delgado. Llevaba gafas y tartamudeaba cuando estaba excitado, pero era el alumno que pronunciaba el discurso de despedida de fin de curso.
Ronnie se acercó a él por detrás, andando rápidamente.
-¡Hola, mocoso!
Marvin se sobresaltó. Continuó andando, con la mirada clavada en el suelo.
-He dicho hola mocoso. ¿Qué te pasa? ¿No conoces tu propio nombre?
-Hola..., Ronnie.
-¿Cómo se encuentra hoy el mocoso?
-Bueno, Ronnie, ¿por qué hablas de ese modo? Yo no te hablo nunca así.
Ronnie escupió en dirección a los zapatos de Marvin.
-Me gustaría que lo intentaras, cuatro ojos.
Marvin apresuró el paso, pero Ronnie se mantuvo a su altura.
-No corras tanto, mocoso. Tengo que hablar contigo.
-¿Con... migo, Ronnie? No quiero llegar tarde...
-Cierra el pico.
-Pero...
-Escucha. ¿Cómo se te ocurrió apartar tus apuntes en el examen de Historia de ayer?
-Ya sabes que no pueden copiarse las respuestas de los demás, Ronnie.
-¿Estás tratando de decirme lo que tengo que hacer, mequetrefe?
-No, no. Lo hice para evitarte un disgusto. Si miss Sanders descubriera que copias las respuestas, no creo que te eligieran presidente de la clase. Si alguien se enterara...
Ronnie colocó su mano sobre el hombro de Marvin. Sonrió.
-Tú no vas a decírselo a miss Sanders, ¿verdad, mocoso? -murmuro.
-¡Desde luego que no! ¡Lo juro!
Ronnie continuó sonriendo. Hundió sus dedos en el hombro de Marvin. Con la otra mano tiró los libros de Marvin al suelo. Cuando Marvin se inclinó a recogerlos, le dio un puntapié con todas sus fuerzas. Marvin cayó cuan largo era. Empezó a llorar. Ronnie le contempló mientras se levantaba.
-Eso es sólo una muestra de lo que haré contigo si te vas de la lengua -dijo, pisando los dedos de la mano izquierda de Marvin. -¡Hasta luego!
El lloriqueo de Marvin se apagó en sus oídos cuando volvió la esquina, al final de la manzana. Mary June estaba esperándole debajo de los árboles. Se acercó a ella por detrás y la golpeó rudamente.
-¡Hola, chica! -dijo.
Mary June dio un salto, con los rizos brincando sobre sus hombros. Luego se volvió y reconoció a su agresor.
-¡Oh, Ronnie! No quiero que...
-Cállate, tengo prisa. No puedo llegar tarde el día antes de la elección. ¿Has hablado con las chicas?
-Desde luego, Ronnie. Te dije que lo haría. Ellen y Vicky estuvieron anoche en mi casa y dijeron que votarían por ti. Todas las chicas van a votar por ti.
-Bueno. les conviene hacerlo.
Ronnie tiró la colilla de su cigarrillo contra uno de los rosales del jardín de los Elsner.
-Ronnie..., ten cuidado... ¿Quieres provocar un incendio?
-Deja de fastidiarme -gruñó Ronnie.
-No trato de fastidiarte, Ronnie. Pero...
-¡Cierra el pico de una vez! ¡Me pones enfermo!
Apresuró el paso, y la muchacha se mordió el labio mientras trataba de mantenerse a su altura.
-¡Espérame, Ronnie!
-¡Espérame, Ronnie! -la remedó Ronnie burlonamente-. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo a perderte?
-No es eso. Ya sabes que no es eso. No me gusta pasar por delante de la casa de Mrs. Mingle. Siempre me mira fijamente y me hace muecas.
-¡Es una vieja chiflada!
-A mí me da miedo, Ronnie. ¿A ti, no?
-¿Miedo, aquel viejo murciélago? ¿Estás loca?
-No hables tan alto. Puede oírte.
-¿Y qué?
Ronnie avanzó jactanciosamente hacia la verja de hierro, más allá de la cual se encontraba la casita sombreada por los árboles. Miró con aire insolente a la muchacha, y ésta apartó los ojos del destartalado edificio. Ronnie acortó deliberadamente el paso mientras cruzaban por delante de la casita, con sus cerradas ventanas, su porche cerrado a las miradas indiscretas y su aire general de apartamiento del mundo.
Mrs. Mingle no estaba a la vista en aquel momento. Normalmente podía vérsela en el jardín, invadido por las malas hierbas, al lado de la casita; una anciana menuda, delgada, inclinada sobre sus plantas, hablando incesantemente consigo misma o con el gato negro que la acompañaba siempre.
-La vieja cara de ciruela no está por aquí -observó Ronnie, en voz alta-. Habrá salido de viaje, montada en su escoba.
-¡Ronnie! ¡Por favor!
-¿Qué pasa? -Ronnie tiró de los rizos a Mary June-. Las mujeres os asustáis de todo...
La mirada de Ronnie se deslizó de nuevo por la silenciosa casa, envuelta en sombras. Un trozo de aquellas sombras parecía moverse al lado de la vivienda. Al extremo del porche se destacó una forma negra. Ronnie reconoció al gato de Mrs. Mingle. Avanzaba lentamente hacia la verja.
Rápidamente, Ronnie se inclinó y cogió una piedra. Apuntó cuidadosamente y lanzó el proyectil.
El gato emitió un bufido y luego maulló de dolor, mientras la piedra chocaba contra sus costillas.
-¡Oh, Ronnie!
-¡Vamos, antes de que salga la vieja!
Echaron a correr calle abajo. La campana de la escuela ahogó los maullidos del gato.
-Ya hemos llegado -dijo Ronnie-. ¿Hiciste mis deberes? Bien. Dámelos.
Arrancó los papeles de la mano de Mary June y salió corriendo. La muchacha se quedó mirándole, con los ojos iluminados por una sonrisa de admiración.
Desde detrás de la verja el gato le miró también, relamiéndose los hocicos.
II
Sucedió aquella tarde, después de la escuela. Ronnie, Joe Gordan y Seymour Higgins habían salido juntos, y Ronnie hablaba del equipo de base-ball que su madre había prometido comprarle aquel verano, si sus notas eran buenas. Desde luego, sus amigos podrían utilizar la máscara y el mitón... Con las elecciones a la vista, Ronnie tenía que mostrarse amable.
Sabía que si se quedaba mucho rato en el patio de la escuela, Mary June saldría y querría que la acompañara a casa. Estaba harto de ella. ¡Oh, sí! Era buena para hacerle los deberes y otras minucias por el estilo, pero sus compañeros se reirían de él si le veían con una muchacha.
¿Qué opinaban de ir a la calle donde estaba la piscina y darse una vuelta por allí? Podrían fumar...
Ronnie sabía que aquellos chicos no fumaban, pero el fumar le daba importancia a sus ojos y esto era lo que él quería. Le siguieron, calle abajo, taconeando sobre la acera. Hacían mucho ruido, porque todo estaba en silencio.
Lo único que Ronnie pudo oír fue el gato. Pasaban por delante de la casa de Mrs. Mingle, y allí estaba el gato, en el jardín, rodando sobre su lomo y sobre su estómago, jugando con algo. Ronroneaba, maullaba y gruñía.
-¡Mirad! -exclamó Joe Gordan-. El gato parece que ha cazado algo.
-Un ratón -dijo Ronnie-. Esa casa está llena de ratones, de moscas y de bichos. Esta mañana le he dado bien al gato.
-¿De veras?
-Sí, con una piedra. Así de grande.
Dibujó una sandía con las manos.
-¿No tuviste miedo de la vieja Mingle?
-¿Miedo? ¿De esa...?
-Hierba gatera -dijo Symour Higgins-. Está jugando con una bola de hierba gatera. La vieja Mingle se la compra. Mi padre dice que se lo compra todo, comida especial y sardinas, Lo trata como a un hijo. ¿No habéis visto cuando andan juntos por la calle?
-Hierba gatera, ¿eh? -Joe fisgó a través de la verja-. Me pregunto por qué les gustará tanto. Los pone como locos, ¿verdad? Los gatos harían cualquier cosa por la hierba gatera.
El gato seguía jugando con la bola. Ronnie escupió despectivamente.
-Odio a los gatos. Alguien tendría que ahogar a ese maldito bicho.
-Será mejor que Mrs. Mingle no te oiga hablar de ese modo -dijo Seymour-, Te echaría el mal de ojo.
-¡Tontadas!
-Bueno, cuece hierbas y cosas, y mi madre dice...
-¡Tontadas!
-De acuerdo. Pero yo no iría dando vueltas alrededor de ella ni de su gato.
-Ahora vais a ver.
Ronnie abrió el portillo de la verja. Avanzó hacia el gato negro, mientras sus compañeros se quedaban con la boca abierta.
El gato se agachó sobre la hierba gatera, y Ronnie vaciló un instante al ver el brillo de las uñas y el de los ojos color de ágata. Pero sus compañeros le estaban mirando...
-¡Fuera! -gritó.
Avanzó agitando los brazos. El gato retrocedió, andando de lado. Ronnie se agachó rápidamente y cogió la bola de hierba gatera.
-¿Lo veis? Ya la tengo, muchachos. Voy a...
-¡Suelta eso!
No había visto abrirse la puerta. No había visto salir a la vieja. Pero, repentinamente, estuvo allí. Apoyada en su bastón, con un vestido negro muy ajustado, apenas parecía mayor que el gato agachado junto a ella. Su pelo era gris, y arrugado y muerto; su rostro era gris, y arrugado y muerto; pero sus ojos...
Eran unos ojos color de ágata, como los del gato negro. Llameaban. Y cuando habló, escupió como escupen los gatos.
-¡Suelta eso, jovencito!
Ronnie empezó a temblar. Fue sólo un escalofrío. Todo el mundo tiene un escalofrío de cuando en cuando. Temblaba tanto, que no pudo evitar que la bola de hierba gatera cayera de su mano. Por puro accidente...
No estaba asustado. Tenía que demostrarles a sus compañeros que no estaba asustado de la vieja. Era difícil respirar, continuaba temblando, pero lo consiguió. Llenó sus pulmones de aire y abrió la boca.
-¡Vieja bruja! -aulló.
Los ojos color de ágata se ensancharon, hasta que su tamaño superó al de la propia vieja. Lo único que Ronnie podía ver eran los ojos. Ojos de bruja. Ahora que lo había dicho, sabía que era cierto. Bruja. Era una bruja.
-¡Desvergonzado mocoso! ¡Haré que te corten tu mentirosa lengua!
¡Cielos, hablaba en serio!
Ahora se estaba acercando, y el gato avanzaba a su lado, y luego la vieja levantó su bastón para golpearle. La bruja iba a golpearle... ¡No! ¡Oh, mamá, no!
Ronnie echó a correr.
III
No pudo evitarlo. Sus compañeros también habían echado a correr, antes que él, incluso. Tuvo que hacerlo, la vieja estaba loca, cualquiera podía verlo. Además, si se hubiera quedado, la vieja hubiese tratado de pegarle y, al defenderse, él podría haberla lastimado. De modo que echó a correr para evitarse complicaciones. Simplemente por eso.
Ronnie se lo repitió a sí mismo una y otra vez durante la cena. Pero, al decírselo a sí mismo, no solucionaba nada.
Tenía que decirselo a los muchachos, y pronto. Tenía que explicárselo antes de la elección de mañana...
-¡Ronnie! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
-No, mamá.
-Entonces, ¿por qué no contestas cuando te preguntan? No has pronunciado media docena de palabras desde que has llegado a casa. Y tienes toda la comida en el plato.
-No tengo hambre.
-¿Te ocurre algo, hijo mío?
-No. Déjame en paz.
-¿Es esa elección de mañana, verdad?
-Déjame en paz. -Ronnie se levantó de la mesa-. Voy a salir.
-¡Ronnie!
-Tengo que ver a Joe. Es muy importante.
-Recuerda que a las nueve tienes que estar en casa.
-Sí. Desde luego.
Salió a la calle. La noche era fría. Demasiado viento para aquella época del año. Ronnie se estremeció ligeramente mientras andaba. Tal vez un cigarrillo...
Encendió un fósforo y una lluvia de chispas ascendió en espiral hacia el cielo. Ronnie apresuró el paso, dando nerviosas chupadas al cigarrillo. Tenía que ver a Joe y a los otros chicos y darles una explicación. Sí. ahora mismo. Si se lo contaban a alguien...
Estaba muy oscuro. La luz de la esquina no ardía, y los Ogden no estaban en casa. Y la casita de Mrs. Mingle siempre estaba a oscuras.
Mrs. Mingle. Iba a pasar por delante de su casita. Sería mejor que cruzara la calle.
¿Qué le sucedía? ¿Se estaba volviendo un gallina? ¡Sentir miedo de aquella vieja, de aquella bruja! Abombó el pecho. Que intentara algo... Ella y su maldito gato ¡sabrían quién era Ronnie!
No cruzó la calle. Pasó por delante de la casita envuelta en sombras, silbando retadoramente, y subrayó su actitud de desafío disparando la colilla de su cigarrillo a través de la verja. Volaron unas chispas, para ser tragadas inmediatamente por la boca de la noche.
Ronnie se detuvo a mirar por encima de la verja. Todo estaba oscuro e inmóvil. No había nada que temer. Todo estaba oscuro...
Todo, excepto aquel brillante parpadeo. Junto al camino, debajo del porche. Ahora podía ver el porche, porque había una luz. No era una luz fija: oscilaba. Como un fuego. Un fuego..., donde había caído la colilla de su cigarrillo. ¡La casita empezaba a arder!
Ronnie se agarró a la verja. Si, se estaba prendiendo fuego; Mrs. Mingle saldría, vendrían los bomberos, encontrarían la colilla y...
Ronnie echó a correr calle abajo. El viento maullaba detrás de él, el viento que avivaba las llamas que incendiarían la casita...
Mamá estaba acostada. Ronnie entró en la casa cautelosamente y se deslizó escaleras arriba sin hacer ruido. Se desvistió a oscuras y se metió en la cama. Se tapó la cabeza con las sábanas y se quedó muy quieto, temblando; sin atreverse a mirar a través de la ventana para ver el esplandor procedente del otro lado de la manzana. Sus dientes castañetearon. Sabía lo que iba a suceder dentro de unos instantes.
Luego oyó el silbido de las sirenas. Los bomberos. Alguien les había avisado. Ahora no tenía por qué preocuparse. ¿Por qué le asustaba aquel sonido? No era más que una sirena, y no los gritos de Mrs. Mingle. Mrs. Mingle estaba perfectamente. Él estaba perfectamente. Nadie sabía...
Ronnie se quedó dormido con el rumor del viento y el grito de las sirenas en sus oídos. Durmió profundamente, con una sola interrupción. Fue hacia la madrugada, cuando creyó oír un ruido en la ventana. Como si alguien la estuviera arañando. El viento, desde luego. El viento que sollozaba, y gemía, y maullaba debajo de la ventana, al amanecer. Aunque la imaginación de Ronnie, la conciencia de Ronnie, transformó aquellos sonidos en los maullidos de un gato...
IV
-¡Ronnie!
No era el viento, no era un gato. Su madre le estaba llamando.
-¡Ronnie! ¡Oh, Ronnie!
Abrió los ojos y volvió a cerrarlos inmediatamente, cegado por el sol.
-¿Por qué no contestas?
Oyó refunfuñar a su madre, abajo. Luego volvió a llamarle.
-¡Ronnie!
-¡Ya voy, mamá!
Saltó de la cama y se vistió. Su madre estaba esperándole en la cocina.
-Esta noche has dormido como un tronco. ¿No has oído las sirenas?
Ronnie dejó caer una tostada.
-¿Qué sirenas?
-Las de los bomberos. Ha sido algo terrible. La casita de Mrs. Mingle ha quedado destruida por el fuego.
-¿Sí?
No se acordó de recoger la tostada.
-¡Pobre anciana! Imagínate..., atrapada allí...
Tenía que impedir que continuara. No podría soportar lo que iba a decir a continuación. Pero, ¿cómo podía impedirlo?
-Murió abrasada. Cuando llegaron los bomberos, la casa ardía como una tea. Los Ogden vieron el fuego al regresar a su casa, y Mr. Ogden avisó a los bomberos, pero era demasiado tarde. Cuando pienso en aquella pobre anciana tan...
Sin pronunciar una sola palabra, Ronnie se levantó de la mesa y salió de la cocina. No esperó su desayuno. No se entretuvo contemplándose al espejo. Salió a la calle, convencido de que si continuaba allí se echaría a gritar o a llorar.
Estaba esperándole en la acera, al lado de la puerta. Un bulto negro con unos ojos de ágata.
El gato.
El gato de Mrs. Mingle, esperando que saliera.
Ronnie respiró profundamente antes de abrir el portillo de la verja. El gato no hizo el menor sonido. Se limitó a volver la cabeza hacia él y le miró fijamente.
Ronnie se paró un momento antes de cruzar la verja. En el suelo había un guijarro. Lo cogió y lo blandió en su mano.
-¡Fuera! -gritó.
El gato retrocedió. Ronnie cruzó el portillo. El gato echó a andar detrás de él. Ronnie dio media vuelta blandiendo el guijarro.
-¡Fuera, he dicho!
El gato se quedó quieto.
¿Por qué no habría ardido también aquel maldito bicho en el incendio? ¿Qué estaba haciendo aquí?
Apretó fuertemente el guijarro entre sus dedos. Si aquel maldito gato intentaba algo...
Reemprendió la marcha sin mirar atrás. ¿Qué le sucedía? Supongamos que el gato le estuviera siguiendo. ¿Y qué? No podía hacerle ningún daño. Ni podía hacérselo la vieja Mingle. Estaba muerta. La bruja asquerosa. Decir que haría que le cortaran la lengua... Bueno, la vieja ya había recibido lo suyo. Lástima que el gato hubiese quedado con vida. Pero ya le daría lo suyo también si se ponía tonto.
Nadie iba a descubrir lo de aquel cigarrillo. Mrs. Mingle estaba muerta. De modo que no tenía por qué preocuparse.
La sombra le seguía, calle abajo.
-¡Fuera de aquí!
Ronnie dio media vuelta y disparó el guijarro contra el gato. El gato siseó. Ronnie oyó sisear al viento, oyó sisear la colilla de su cigarrillo, oyó sisear a Mrs. Mingle.
Echó a correr. El gato corrió detrás de él.
-¡Eh, Ronnie!
Marvin Ogden le estaba llamando. No podía detenerse ahora, ni siquiera para propínarle un pescozón a aquel mocoso. Continuó corriendo. El gato se mantuvo a la misma distancia, siempre detrás de él.
Luego le faltó el resuello, y acortó el paso. Muy a tiempo. Delante de él había un grupo de muchachos, de pie, en la acera, frente a un montón de restos humeantes.
Estaban contemplando lo que había sido la casita de la vieja Mrs. Mingle.
Ronnie cerró los ojos y cruzó la calle. El gato le siguió.
Tenía que deshacerse de él antes de llegar a la escuela. ¿Qué diría la gente si le veían con el gato de la vieja? Quién sabe lo que podrían pensar... Tenía que deshacerse de él.
Ronnie echó a correr hacia la Sinclair Street. El gato le siguió. Al llegar a la esquina cogió una piedra y la lanzó contra el gato. El animal dio un salto de costado. Luego se sentó en la acera y contempló fijamente a Ronnie. No hizo más que eso: contemplarle.
Ronnie no pudo apartar sus ojos del gato. El animal le miraba con fijeza, del mismo modo que había mirado Mrs. Mingle. Pero Mrs. Mingle estaba muerta. Y esto no era más que un gato. Un gato del que tenía que deshacerse, y pronto.
Se acercaba el autobús. Ronnie encontró una moneda de diez centavos en su bolsillo y subió al vehículo. El gato no se movió. Ronnie se quedó en pie en la plataforma, mirando hacia atrás mientras el autobús reemprendía la marcha. El gato continuó sentado en la acera.
Dos paradas más lejos, Ronnie se apeó y cogió el autobús de la Hollis Avenue. Le llevó hasta la escuela, diez minutos tarde. Ronnie se apeó y cruzó la calle apresuradamente.
Una sombra cruzó la entrada del edificio.
Ronnie vio al gato. Estaba allí esperándole.
Echó a correr.
Fue lo único que Ronnie recordaba del resto de la mañana. Correr. Correr, y el gato detrás de él. No pudo ir a la escuela, no pudo estar allí para la elección, no pudo deshacerse del gato. Corrió.
De calle en calle, por toda la vecindad; deteniéndose a tirar piedras, maldiciendo, jadeando y sudando. Corriendo siempre, y siempre con el gato a sus alcances. Sin darse cuenta, se encontró delante de las ruinas de la casita de Mrs. Mingle, con sus restos calcinados y humeantes. El gato le había empujado hacia allí, quería que viera...
Ronnie empezó a llorar. Lloró mientras corría a su casa. El gato no producía el menor sonido. Se limitaba a seguirle. Bueno, ya le ajustaría las cuentas. Se lo diría a su madre. Su madre se encargaría de él. Su madre.
-¡Mamá! -aulló mientras corría hacia la puerta.
Silencio. Su madre había salido. De compras.
Y el gato acababa de cruzar el portillo de la verja.
Ronnie cerró la puerta. Su madre tenía llave para abrir. Ahora estaba a salvo. A salvo en su casa. A salvo en la cama: deseaba irse a la cama, y taparse la cabeza con las mantas; hasta que llegara su madre y lo arreglara todo.
Alguien arañó la puerta.
-¡Mamá!
Su grito despertó los ecos de la casa vacía.
Echó a correr escaleras arriba. Todo quedó en silencio. Luego oyó girar el pomo de la puerta. Era la vieja Mingle, salida de la tumba. Era la bruja, que venia en su busca. Era...
-¡Mamá!
-¡Ronnie! ¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo en casa? ¿No has ido a la escuela?
Era su madre. Ronnie cerró la boca a tiempo. No podía contarle lo del gato. Ni ahora ni nunca. Saldrían a relucir otras cosas, y... cuidado. Debía tener mucho cuidado con lo que decía.
-Me dolía el estómago -dijo-. Miss Sanders me dijo que viniera a casa y me acostara.
Su madre subió apresuradamente, le ayudó a desvestirse, dijo que avisaría al médico y le arropó cariñosamente. Y Ronnie pudo llorar, y su madre no supo que no lloraba porque le doliera el estómago. ¿Por qué tenía que saberlo? Ahora todo había pasado.
Sí, ahora había pasado, y él estaba en la cama. A la hora del almuerzo, su madre le subió un poco de sopa. Ronnie deseaba preguntarle por el gato, pero no se atrevió. Además, ya no le oía arañar. Debió marcharse cuando su madre llegó a casa.
Ronnie permaneció tendido en la cama, dormitando, mientras las sombras de la tarde corrían en largas cintas negras a través del suelo de la habitación. Sonrió para sí. ¡Qué tonto había sido! Asustarse de un gato... Un gato que, a lo mejor, sólo existía en su imaginación. ¿Por qué no?
-¡Ronnie! ¿Estás bien? -preguntó su madre desde el pie de la escalera.
-Sí, mamá. Me encuentro mucho mejor.
Desde luego, se encontraba mucho mejor. Podía levantarse y bajar a cenar, si quería.
Empezó a apartar las mantas. La habitación estaba a oscuras. Era casi la hora de la cena...
En aquel momento, Ronnie oyó el sonido. Alguien que arañaba una puerta, que se deslizaba... ¿Abajo en el vestíbulo? No. No podía ser en el vestíbulo. ¿Dónde entonces?
La ventana. Estaba abierta. Y el sonido procedía de la ventana. Tenía que cerrarla inmediatamente. Se levantó de un salto, golpeándose la barbilla con una silla mientras avanzaba en la oscuridad. Cerró la ventana.
Inmediatamente volvió a oír el sonido.
¡Y procedía del interior de la habitación!
Ronnie volvió a meterse en la cama de un salto, subiendo el embozo hasta su barbilla. Sus ojos intentaron taladrar la oscuridad.
¿Dónde estaba?
Sólo vio sombras. ¿Cuál de las sombras se movía?
¿Dónde estaba?
¿Por qué no maullaba, de modo que pudiera localizarlo? ¿Por qué no hacía algún ruido? Sí, ¿y por qué estaba aquí? ¿Por qué le seguía? ¿Qué trataba de hacerle?
Ronnie lo ignoraba. Lo único que sabía era que estaba en la cama esperando, pensando en Mrs. Mingle y en su gato, y en que ella era una bruja y había muerto porque él la había asesinado. ¿La había asesinado realmente? Las ideas de Ronnie se confundían, no podía recordar, ni siquiera sabía ya lo que era real y lo que no era real. No podía saber cuál de las sombras se movería a continuación.
Y luego lo supo.
La sombra redonda estaba moviéndose. La redonda bola negra avanzaba lentamente, pulgada a pulgada, a través de la habitación. La sombra que un momento antes permanecía agazapada al pie de la ventana.
Debía de ser el gato, desde luego, ya que las sombras no tienen zarpas que arañen el suelo al avanzar. Las sombras no saltan de repente, para quedarse colgadas de los barrotes de la cama y mirarle a uno con unos ojos amarillos y unos dientes amarillos...
Con aquella mirada fija que recordaba la mirada de Mrs. Mingle.
El gato era enorme. Sus ojos eran enormes. Y sus dientes eran enormes también.
Ronnie abrió la boca para gritar.
Entonces la sombra voló por el aire en dirección a su rostro, a su boca abierta. Las zarpas se aferraron a sus mejillas, manteniendo sus mandíbulas separadas, y la cabeza se introdujo en la boca...
En medio de su dolor, desde muy lejos, Ronnie oyó que alguien le llamaba.
-¡Ronnie! ¡Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa?
Una especie de nube roja velaba sus ojos. Ronnie echó la cabeza hacia atrás y experimentó un vivísimo dolor. Repentinamente, la sombra se alejó y Ronnie se encontró sentado en la cama. Movía la boca, pero de ella no salía ningún sonido. No salía nada de ella, excepto aquella borboteante humedad rojiza.
Su madre insistió.
-¡Ronnie! ¿Por qué no contestas?
De las profundidades de la garganta de Ronnie surgió un sonido gutural, pero ninguna palabra. Nunca más surgirían palabras de ella.
-¡Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato...?
Weird Tales, 1948
-¡Ronnie! ¡Date prisa o llegarás tarde!
Mamá salió de la cocina con el desayuno de Ronnie. Este se miró al espejo por última vez. Mamá se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con sus brazos.
-Estás muy guapo, querido. Ojalá pudiera verte tu padre...
Ronnie se soltó del abrazo maternal.
-Oye, mamá... -dijo.
-¿Sí?
-¿No podrías darme algún dinero? Tengo que comprar varias cosas.
-Bueno, creo que sí. Pero, procura hacerlo durar. Ya sabes que la escuela cuesta mucho dinero.
-Algún día te lo devolveré.
Ronnie contempló a su madre mientras ésta hurgaba en el bolsillo de su delantal y sacaba un arrugado billete de un dólar.
-Gracias. Hasta luego.
Ronnie cogió su desayuno y echó a correr hacia la calle. Se alejó de la casa, sonriendo y silbando, sabiendo que su madre le estaba contemplando desde la ventana. Siempre le estaba contemplando, y era un verdadero fastidio.
Luego volvió la esquina, se detuvo debajo de un árbol y encendió un cigarrillo. Reemprendió la marcha lentamente, con el cigarrillo en los labios. Con el rabillo del ojo observaba la casa de los Ogden, al otro lado de la calle.
En aquel momento se abrió la puerta principal y salió Marvin Ogden. Marvin tenía quince años, uno más que Ronnie, pero era más bajo y más delgado. Llevaba gafas y tartamudeaba cuando estaba excitado, pero era el alumno que pronunciaba el discurso de despedida de fin de curso.
Ronnie se acercó a él por detrás, andando rápidamente.
-¡Hola, mocoso!
Marvin se sobresaltó. Continuó andando, con la mirada clavada en el suelo.
-He dicho hola mocoso. ¿Qué te pasa? ¿No conoces tu propio nombre?
-Hola..., Ronnie.
-¿Cómo se encuentra hoy el mocoso?
-Bueno, Ronnie, ¿por qué hablas de ese modo? Yo no te hablo nunca así.
Ronnie escupió en dirección a los zapatos de Marvin.
-Me gustaría que lo intentaras, cuatro ojos.
Marvin apresuró el paso, pero Ronnie se mantuvo a su altura.
-No corras tanto, mocoso. Tengo que hablar contigo.
-¿Con... migo, Ronnie? No quiero llegar tarde...
-Cierra el pico.
-Pero...
-Escucha. ¿Cómo se te ocurrió apartar tus apuntes en el examen de Historia de ayer?
-Ya sabes que no pueden copiarse las respuestas de los demás, Ronnie.
-¿Estás tratando de decirme lo que tengo que hacer, mequetrefe?
-No, no. Lo hice para evitarte un disgusto. Si miss Sanders descubriera que copias las respuestas, no creo que te eligieran presidente de la clase. Si alguien se enterara...
Ronnie colocó su mano sobre el hombro de Marvin. Sonrió.
-Tú no vas a decírselo a miss Sanders, ¿verdad, mocoso? -murmuro.
-¡Desde luego que no! ¡Lo juro!
Ronnie continuó sonriendo. Hundió sus dedos en el hombro de Marvin. Con la otra mano tiró los libros de Marvin al suelo. Cuando Marvin se inclinó a recogerlos, le dio un puntapié con todas sus fuerzas. Marvin cayó cuan largo era. Empezó a llorar. Ronnie le contempló mientras se levantaba.
-Eso es sólo una muestra de lo que haré contigo si te vas de la lengua -dijo, pisando los dedos de la mano izquierda de Marvin. -¡Hasta luego!
El lloriqueo de Marvin se apagó en sus oídos cuando volvió la esquina, al final de la manzana. Mary June estaba esperándole debajo de los árboles. Se acercó a ella por detrás y la golpeó rudamente.
-¡Hola, chica! -dijo.
Mary June dio un salto, con los rizos brincando sobre sus hombros. Luego se volvió y reconoció a su agresor.
-¡Oh, Ronnie! No quiero que...
-Cállate, tengo prisa. No puedo llegar tarde el día antes de la elección. ¿Has hablado con las chicas?
-Desde luego, Ronnie. Te dije que lo haría. Ellen y Vicky estuvieron anoche en mi casa y dijeron que votarían por ti. Todas las chicas van a votar por ti.
-Bueno. les conviene hacerlo.
Ronnie tiró la colilla de su cigarrillo contra uno de los rosales del jardín de los Elsner.
-Ronnie..., ten cuidado... ¿Quieres provocar un incendio?
-Deja de fastidiarme -gruñó Ronnie.
-No trato de fastidiarte, Ronnie. Pero...
-¡Cierra el pico de una vez! ¡Me pones enfermo!
Apresuró el paso, y la muchacha se mordió el labio mientras trataba de mantenerse a su altura.
-¡Espérame, Ronnie!
-¡Espérame, Ronnie! -la remedó Ronnie burlonamente-. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo a perderte?
-No es eso. Ya sabes que no es eso. No me gusta pasar por delante de la casa de Mrs. Mingle. Siempre me mira fijamente y me hace muecas.
-¡Es una vieja chiflada!
-A mí me da miedo, Ronnie. ¿A ti, no?
-¿Miedo, aquel viejo murciélago? ¿Estás loca?
-No hables tan alto. Puede oírte.
-¿Y qué?
Ronnie avanzó jactanciosamente hacia la verja de hierro, más allá de la cual se encontraba la casita sombreada por los árboles. Miró con aire insolente a la muchacha, y ésta apartó los ojos del destartalado edificio. Ronnie acortó deliberadamente el paso mientras cruzaban por delante de la casita, con sus cerradas ventanas, su porche cerrado a las miradas indiscretas y su aire general de apartamiento del mundo.
Mrs. Mingle no estaba a la vista en aquel momento. Normalmente podía vérsela en el jardín, invadido por las malas hierbas, al lado de la casita; una anciana menuda, delgada, inclinada sobre sus plantas, hablando incesantemente consigo misma o con el gato negro que la acompañaba siempre.
-La vieja cara de ciruela no está por aquí -observó Ronnie, en voz alta-. Habrá salido de viaje, montada en su escoba.
-¡Ronnie! ¡Por favor!
-¿Qué pasa? -Ronnie tiró de los rizos a Mary June-. Las mujeres os asustáis de todo...
La mirada de Ronnie se deslizó de nuevo por la silenciosa casa, envuelta en sombras. Un trozo de aquellas sombras parecía moverse al lado de la vivienda. Al extremo del porche se destacó una forma negra. Ronnie reconoció al gato de Mrs. Mingle. Avanzaba lentamente hacia la verja.
Rápidamente, Ronnie se inclinó y cogió una piedra. Apuntó cuidadosamente y lanzó el proyectil.
El gato emitió un bufido y luego maulló de dolor, mientras la piedra chocaba contra sus costillas.
-¡Oh, Ronnie!
-¡Vamos, antes de que salga la vieja!
Echaron a correr calle abajo. La campana de la escuela ahogó los maullidos del gato.
-Ya hemos llegado -dijo Ronnie-. ¿Hiciste mis deberes? Bien. Dámelos.
Arrancó los papeles de la mano de Mary June y salió corriendo. La muchacha se quedó mirándole, con los ojos iluminados por una sonrisa de admiración.
Desde detrás de la verja el gato le miró también, relamiéndose los hocicos.
II
Sucedió aquella tarde, después de la escuela. Ronnie, Joe Gordan y Seymour Higgins habían salido juntos, y Ronnie hablaba del equipo de base-ball que su madre había prometido comprarle aquel verano, si sus notas eran buenas. Desde luego, sus amigos podrían utilizar la máscara y el mitón... Con las elecciones a la vista, Ronnie tenía que mostrarse amable.
Sabía que si se quedaba mucho rato en el patio de la escuela, Mary June saldría y querría que la acompañara a casa. Estaba harto de ella. ¡Oh, sí! Era buena para hacerle los deberes y otras minucias por el estilo, pero sus compañeros se reirían de él si le veían con una muchacha.
¿Qué opinaban de ir a la calle donde estaba la piscina y darse una vuelta por allí? Podrían fumar...
Ronnie sabía que aquellos chicos no fumaban, pero el fumar le daba importancia a sus ojos y esto era lo que él quería. Le siguieron, calle abajo, taconeando sobre la acera. Hacían mucho ruido, porque todo estaba en silencio.
Lo único que Ronnie pudo oír fue el gato. Pasaban por delante de la casa de Mrs. Mingle, y allí estaba el gato, en el jardín, rodando sobre su lomo y sobre su estómago, jugando con algo. Ronroneaba, maullaba y gruñía.
-¡Mirad! -exclamó Joe Gordan-. El gato parece que ha cazado algo.
-Un ratón -dijo Ronnie-. Esa casa está llena de ratones, de moscas y de bichos. Esta mañana le he dado bien al gato.
-¿De veras?
-Sí, con una piedra. Así de grande.
Dibujó una sandía con las manos.
-¿No tuviste miedo de la vieja Mingle?
-¿Miedo? ¿De esa...?
-Hierba gatera -dijo Symour Higgins-. Está jugando con una bola de hierba gatera. La vieja Mingle se la compra. Mi padre dice que se lo compra todo, comida especial y sardinas, Lo trata como a un hijo. ¿No habéis visto cuando andan juntos por la calle?
-Hierba gatera, ¿eh? -Joe fisgó a través de la verja-. Me pregunto por qué les gustará tanto. Los pone como locos, ¿verdad? Los gatos harían cualquier cosa por la hierba gatera.
El gato seguía jugando con la bola. Ronnie escupió despectivamente.
-Odio a los gatos. Alguien tendría que ahogar a ese maldito bicho.
-Será mejor que Mrs. Mingle no te oiga hablar de ese modo -dijo Seymour-, Te echaría el mal de ojo.
-¡Tontadas!
-Bueno, cuece hierbas y cosas, y mi madre dice...
-¡Tontadas!
-De acuerdo. Pero yo no iría dando vueltas alrededor de ella ni de su gato.
-Ahora vais a ver.
Ronnie abrió el portillo de la verja. Avanzó hacia el gato negro, mientras sus compañeros se quedaban con la boca abierta.
El gato se agachó sobre la hierba gatera, y Ronnie vaciló un instante al ver el brillo de las uñas y el de los ojos color de ágata. Pero sus compañeros le estaban mirando...
-¡Fuera! -gritó.
Avanzó agitando los brazos. El gato retrocedió, andando de lado. Ronnie se agachó rápidamente y cogió la bola de hierba gatera.
-¿Lo veis? Ya la tengo, muchachos. Voy a...
-¡Suelta eso!
No había visto abrirse la puerta. No había visto salir a la vieja. Pero, repentinamente, estuvo allí. Apoyada en su bastón, con un vestido negro muy ajustado, apenas parecía mayor que el gato agachado junto a ella. Su pelo era gris, y arrugado y muerto; su rostro era gris, y arrugado y muerto; pero sus ojos...
Eran unos ojos color de ágata, como los del gato negro. Llameaban. Y cuando habló, escupió como escupen los gatos.
-¡Suelta eso, jovencito!
Ronnie empezó a temblar. Fue sólo un escalofrío. Todo el mundo tiene un escalofrío de cuando en cuando. Temblaba tanto, que no pudo evitar que la bola de hierba gatera cayera de su mano. Por puro accidente...
No estaba asustado. Tenía que demostrarles a sus compañeros que no estaba asustado de la vieja. Era difícil respirar, continuaba temblando, pero lo consiguió. Llenó sus pulmones de aire y abrió la boca.
-¡Vieja bruja! -aulló.
Los ojos color de ágata se ensancharon, hasta que su tamaño superó al de la propia vieja. Lo único que Ronnie podía ver eran los ojos. Ojos de bruja. Ahora que lo había dicho, sabía que era cierto. Bruja. Era una bruja.
-¡Desvergonzado mocoso! ¡Haré que te corten tu mentirosa lengua!
¡Cielos, hablaba en serio!
Ahora se estaba acercando, y el gato avanzaba a su lado, y luego la vieja levantó su bastón para golpearle. La bruja iba a golpearle... ¡No! ¡Oh, mamá, no!
Ronnie echó a correr.
III
No pudo evitarlo. Sus compañeros también habían echado a correr, antes que él, incluso. Tuvo que hacerlo, la vieja estaba loca, cualquiera podía verlo. Además, si se hubiera quedado, la vieja hubiese tratado de pegarle y, al defenderse, él podría haberla lastimado. De modo que echó a correr para evitarse complicaciones. Simplemente por eso.
Ronnie se lo repitió a sí mismo una y otra vez durante la cena. Pero, al decírselo a sí mismo, no solucionaba nada.
Tenía que decirselo a los muchachos, y pronto. Tenía que explicárselo antes de la elección de mañana...
-¡Ronnie! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
-No, mamá.
-Entonces, ¿por qué no contestas cuando te preguntan? No has pronunciado media docena de palabras desde que has llegado a casa. Y tienes toda la comida en el plato.
-No tengo hambre.
-¿Te ocurre algo, hijo mío?
-No. Déjame en paz.
-¿Es esa elección de mañana, verdad?
-Déjame en paz. -Ronnie se levantó de la mesa-. Voy a salir.
-¡Ronnie!
-Tengo que ver a Joe. Es muy importante.
-Recuerda que a las nueve tienes que estar en casa.
-Sí. Desde luego.
Salió a la calle. La noche era fría. Demasiado viento para aquella época del año. Ronnie se estremeció ligeramente mientras andaba. Tal vez un cigarrillo...
Encendió un fósforo y una lluvia de chispas ascendió en espiral hacia el cielo. Ronnie apresuró el paso, dando nerviosas chupadas al cigarrillo. Tenía que ver a Joe y a los otros chicos y darles una explicación. Sí. ahora mismo. Si se lo contaban a alguien...
Estaba muy oscuro. La luz de la esquina no ardía, y los Ogden no estaban en casa. Y la casita de Mrs. Mingle siempre estaba a oscuras.
Mrs. Mingle. Iba a pasar por delante de su casita. Sería mejor que cruzara la calle.
¿Qué le sucedía? ¿Se estaba volviendo un gallina? ¡Sentir miedo de aquella vieja, de aquella bruja! Abombó el pecho. Que intentara algo... Ella y su maldito gato ¡sabrían quién era Ronnie!
No cruzó la calle. Pasó por delante de la casita envuelta en sombras, silbando retadoramente, y subrayó su actitud de desafío disparando la colilla de su cigarrillo a través de la verja. Volaron unas chispas, para ser tragadas inmediatamente por la boca de la noche.
Ronnie se detuvo a mirar por encima de la verja. Todo estaba oscuro e inmóvil. No había nada que temer. Todo estaba oscuro...
Todo, excepto aquel brillante parpadeo. Junto al camino, debajo del porche. Ahora podía ver el porche, porque había una luz. No era una luz fija: oscilaba. Como un fuego. Un fuego..., donde había caído la colilla de su cigarrillo. ¡La casita empezaba a arder!
Ronnie se agarró a la verja. Si, se estaba prendiendo fuego; Mrs. Mingle saldría, vendrían los bomberos, encontrarían la colilla y...
Ronnie echó a correr calle abajo. El viento maullaba detrás de él, el viento que avivaba las llamas que incendiarían la casita...
Mamá estaba acostada. Ronnie entró en la casa cautelosamente y se deslizó escaleras arriba sin hacer ruido. Se desvistió a oscuras y se metió en la cama. Se tapó la cabeza con las sábanas y se quedó muy quieto, temblando; sin atreverse a mirar a través de la ventana para ver el esplandor procedente del otro lado de la manzana. Sus dientes castañetearon. Sabía lo que iba a suceder dentro de unos instantes.
Luego oyó el silbido de las sirenas. Los bomberos. Alguien les había avisado. Ahora no tenía por qué preocuparse. ¿Por qué le asustaba aquel sonido? No era más que una sirena, y no los gritos de Mrs. Mingle. Mrs. Mingle estaba perfectamente. Él estaba perfectamente. Nadie sabía...
Ronnie se quedó dormido con el rumor del viento y el grito de las sirenas en sus oídos. Durmió profundamente, con una sola interrupción. Fue hacia la madrugada, cuando creyó oír un ruido en la ventana. Como si alguien la estuviera arañando. El viento, desde luego. El viento que sollozaba, y gemía, y maullaba debajo de la ventana, al amanecer. Aunque la imaginación de Ronnie, la conciencia de Ronnie, transformó aquellos sonidos en los maullidos de un gato...
IV
-¡Ronnie!
No era el viento, no era un gato. Su madre le estaba llamando.
-¡Ronnie! ¡Oh, Ronnie!
Abrió los ojos y volvió a cerrarlos inmediatamente, cegado por el sol.
-¿Por qué no contestas?
Oyó refunfuñar a su madre, abajo. Luego volvió a llamarle.
-¡Ronnie!
-¡Ya voy, mamá!
Saltó de la cama y se vistió. Su madre estaba esperándole en la cocina.
-Esta noche has dormido como un tronco. ¿No has oído las sirenas?
Ronnie dejó caer una tostada.
-¿Qué sirenas?
-Las de los bomberos. Ha sido algo terrible. La casita de Mrs. Mingle ha quedado destruida por el fuego.
-¿Sí?
No se acordó de recoger la tostada.
-¡Pobre anciana! Imagínate..., atrapada allí...
Tenía que impedir que continuara. No podría soportar lo que iba a decir a continuación. Pero, ¿cómo podía impedirlo?
-Murió abrasada. Cuando llegaron los bomberos, la casa ardía como una tea. Los Ogden vieron el fuego al regresar a su casa, y Mr. Ogden avisó a los bomberos, pero era demasiado tarde. Cuando pienso en aquella pobre anciana tan...
Sin pronunciar una sola palabra, Ronnie se levantó de la mesa y salió de la cocina. No esperó su desayuno. No se entretuvo contemplándose al espejo. Salió a la calle, convencido de que si continuaba allí se echaría a gritar o a llorar.
Estaba esperándole en la acera, al lado de la puerta. Un bulto negro con unos ojos de ágata.
El gato.
El gato de Mrs. Mingle, esperando que saliera.
Ronnie respiró profundamente antes de abrir el portillo de la verja. El gato no hizo el menor sonido. Se limitó a volver la cabeza hacia él y le miró fijamente.
Ronnie se paró un momento antes de cruzar la verja. En el suelo había un guijarro. Lo cogió y lo blandió en su mano.
-¡Fuera! -gritó.
El gato retrocedió. Ronnie cruzó el portillo. El gato echó a andar detrás de él. Ronnie dio media vuelta blandiendo el guijarro.
-¡Fuera, he dicho!
El gato se quedó quieto.
¿Por qué no habría ardido también aquel maldito bicho en el incendio? ¿Qué estaba haciendo aquí?
Apretó fuertemente el guijarro entre sus dedos. Si aquel maldito gato intentaba algo...
Reemprendió la marcha sin mirar atrás. ¿Qué le sucedía? Supongamos que el gato le estuviera siguiendo. ¿Y qué? No podía hacerle ningún daño. Ni podía hacérselo la vieja Mingle. Estaba muerta. La bruja asquerosa. Decir que haría que le cortaran la lengua... Bueno, la vieja ya había recibido lo suyo. Lástima que el gato hubiese quedado con vida. Pero ya le daría lo suyo también si se ponía tonto.
Nadie iba a descubrir lo de aquel cigarrillo. Mrs. Mingle estaba muerta. De modo que no tenía por qué preocuparse.
La sombra le seguía, calle abajo.
-¡Fuera de aquí!
Ronnie dio media vuelta y disparó el guijarro contra el gato. El gato siseó. Ronnie oyó sisear al viento, oyó sisear la colilla de su cigarrillo, oyó sisear a Mrs. Mingle.
Echó a correr. El gato corrió detrás de él.
-¡Eh, Ronnie!
Marvin Ogden le estaba llamando. No podía detenerse ahora, ni siquiera para propínarle un pescozón a aquel mocoso. Continuó corriendo. El gato se mantuvo a la misma distancia, siempre detrás de él.
Luego le faltó el resuello, y acortó el paso. Muy a tiempo. Delante de él había un grupo de muchachos, de pie, en la acera, frente a un montón de restos humeantes.
Estaban contemplando lo que había sido la casita de la vieja Mrs. Mingle.
Ronnie cerró los ojos y cruzó la calle. El gato le siguió.
Tenía que deshacerse de él antes de llegar a la escuela. ¿Qué diría la gente si le veían con el gato de la vieja? Quién sabe lo que podrían pensar... Tenía que deshacerse de él.
Ronnie echó a correr hacia la Sinclair Street. El gato le siguió. Al llegar a la esquina cogió una piedra y la lanzó contra el gato. El animal dio un salto de costado. Luego se sentó en la acera y contempló fijamente a Ronnie. No hizo más que eso: contemplarle.
Ronnie no pudo apartar sus ojos del gato. El animal le miraba con fijeza, del mismo modo que había mirado Mrs. Mingle. Pero Mrs. Mingle estaba muerta. Y esto no era más que un gato. Un gato del que tenía que deshacerse, y pronto.
Se acercaba el autobús. Ronnie encontró una moneda de diez centavos en su bolsillo y subió al vehículo. El gato no se movió. Ronnie se quedó en pie en la plataforma, mirando hacia atrás mientras el autobús reemprendía la marcha. El gato continuó sentado en la acera.
Dos paradas más lejos, Ronnie se apeó y cogió el autobús de la Hollis Avenue. Le llevó hasta la escuela, diez minutos tarde. Ronnie se apeó y cruzó la calle apresuradamente.
Una sombra cruzó la entrada del edificio.
Ronnie vio al gato. Estaba allí esperándole.
Echó a correr.
Fue lo único que Ronnie recordaba del resto de la mañana. Correr. Correr, y el gato detrás de él. No pudo ir a la escuela, no pudo estar allí para la elección, no pudo deshacerse del gato. Corrió.
De calle en calle, por toda la vecindad; deteniéndose a tirar piedras, maldiciendo, jadeando y sudando. Corriendo siempre, y siempre con el gato a sus alcances. Sin darse cuenta, se encontró delante de las ruinas de la casita de Mrs. Mingle, con sus restos calcinados y humeantes. El gato le había empujado hacia allí, quería que viera...
Ronnie empezó a llorar. Lloró mientras corría a su casa. El gato no producía el menor sonido. Se limitaba a seguirle. Bueno, ya le ajustaría las cuentas. Se lo diría a su madre. Su madre se encargaría de él. Su madre.
-¡Mamá! -aulló mientras corría hacia la puerta.
Silencio. Su madre había salido. De compras.
Y el gato acababa de cruzar el portillo de la verja.
Ronnie cerró la puerta. Su madre tenía llave para abrir. Ahora estaba a salvo. A salvo en su casa. A salvo en la cama: deseaba irse a la cama, y taparse la cabeza con las mantas; hasta que llegara su madre y lo arreglara todo.
Alguien arañó la puerta.
-¡Mamá!
Su grito despertó los ecos de la casa vacía.
Echó a correr escaleras arriba. Todo quedó en silencio. Luego oyó girar el pomo de la puerta. Era la vieja Mingle, salida de la tumba. Era la bruja, que venia en su busca. Era...
-¡Mamá!
-¡Ronnie! ¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo en casa? ¿No has ido a la escuela?
Era su madre. Ronnie cerró la boca a tiempo. No podía contarle lo del gato. Ni ahora ni nunca. Saldrían a relucir otras cosas, y... cuidado. Debía tener mucho cuidado con lo que decía.
-Me dolía el estómago -dijo-. Miss Sanders me dijo que viniera a casa y me acostara.
Su madre subió apresuradamente, le ayudó a desvestirse, dijo que avisaría al médico y le arropó cariñosamente. Y Ronnie pudo llorar, y su madre no supo que no lloraba porque le doliera el estómago. ¿Por qué tenía que saberlo? Ahora todo había pasado.
Sí, ahora había pasado, y él estaba en la cama. A la hora del almuerzo, su madre le subió un poco de sopa. Ronnie deseaba preguntarle por el gato, pero no se atrevió. Además, ya no le oía arañar. Debió marcharse cuando su madre llegó a casa.
Ronnie permaneció tendido en la cama, dormitando, mientras las sombras de la tarde corrían en largas cintas negras a través del suelo de la habitación. Sonrió para sí. ¡Qué tonto había sido! Asustarse de un gato... Un gato que, a lo mejor, sólo existía en su imaginación. ¿Por qué no?
-¡Ronnie! ¿Estás bien? -preguntó su madre desde el pie de la escalera.
-Sí, mamá. Me encuentro mucho mejor.
Desde luego, se encontraba mucho mejor. Podía levantarse y bajar a cenar, si quería.
Empezó a apartar las mantas. La habitación estaba a oscuras. Era casi la hora de la cena...
En aquel momento, Ronnie oyó el sonido. Alguien que arañaba una puerta, que se deslizaba... ¿Abajo en el vestíbulo? No. No podía ser en el vestíbulo. ¿Dónde entonces?
La ventana. Estaba abierta. Y el sonido procedía de la ventana. Tenía que cerrarla inmediatamente. Se levantó de un salto, golpeándose la barbilla con una silla mientras avanzaba en la oscuridad. Cerró la ventana.
Inmediatamente volvió a oír el sonido.
¡Y procedía del interior de la habitación!
Ronnie volvió a meterse en la cama de un salto, subiendo el embozo hasta su barbilla. Sus ojos intentaron taladrar la oscuridad.
¿Dónde estaba?
Sólo vio sombras. ¿Cuál de las sombras se movía?
¿Dónde estaba?
¿Por qué no maullaba, de modo que pudiera localizarlo? ¿Por qué no hacía algún ruido? Sí, ¿y por qué estaba aquí? ¿Por qué le seguía? ¿Qué trataba de hacerle?
Ronnie lo ignoraba. Lo único que sabía era que estaba en la cama esperando, pensando en Mrs. Mingle y en su gato, y en que ella era una bruja y había muerto porque él la había asesinado. ¿La había asesinado realmente? Las ideas de Ronnie se confundían, no podía recordar, ni siquiera sabía ya lo que era real y lo que no era real. No podía saber cuál de las sombras se movería a continuación.
Y luego lo supo.
La sombra redonda estaba moviéndose. La redonda bola negra avanzaba lentamente, pulgada a pulgada, a través de la habitación. La sombra que un momento antes permanecía agazapada al pie de la ventana.
Debía de ser el gato, desde luego, ya que las sombras no tienen zarpas que arañen el suelo al avanzar. Las sombras no saltan de repente, para quedarse colgadas de los barrotes de la cama y mirarle a uno con unos ojos amarillos y unos dientes amarillos...
Con aquella mirada fija que recordaba la mirada de Mrs. Mingle.
El gato era enorme. Sus ojos eran enormes. Y sus dientes eran enormes también.
Ronnie abrió la boca para gritar.
Entonces la sombra voló por el aire en dirección a su rostro, a su boca abierta. Las zarpas se aferraron a sus mejillas, manteniendo sus mandíbulas separadas, y la cabeza se introdujo en la boca...
En medio de su dolor, desde muy lejos, Ronnie oyó que alguien le llamaba.
-¡Ronnie! ¡Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa?
Una especie de nube roja velaba sus ojos. Ronnie echó la cabeza hacia atrás y experimentó un vivísimo dolor. Repentinamente, la sombra se alejó y Ronnie se encontró sentado en la cama. Movía la boca, pero de ella no salía ningún sonido. No salía nada de ella, excepto aquella borboteante humedad rojiza.
Su madre insistió.
-¡Ronnie! ¿Por qué no contestas?
De las profundidades de la garganta de Ronnie surgió un sonido gutural, pero ninguna palabra. Nunca más surgirían palabras de ella.
-¡Ronnie! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato...?
Weird Tales, 1948
martes, 18 de agosto de 2020
¡Viva la muerte! Manuel Chaves Nogales.
Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y
espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un
pelotón de soldados apoyados en los fusiles. En la oficina de
telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del
comandante. Afuera, en el cuenco negro de la noche, unas sombras que
cruzaban las vías sigilosamente y se juntaban en la penumbra para
preguntarse: ¿Qué pasa?
A la entrada de la estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los obligaban a regresar a sus casas diciéndoles:
—El tráfico está interrumpido.
—¿Por qué? —inquirían.
—Orden superior —era su única respuesta.
Llegó un viajero importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el jefe de la fuerza.
—¿Qué sucede, mi comandante? —le preguntó.
—Que en Asturias los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército, por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.
El viajero aquel era un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose de la diligencia del gobierno y del celo del ejército.
Entró un tren en agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a la locomotora y se encaró con el maquinista.
—¡Saluda como es debido! —le dijeron.
El maquinista, sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación alzó el puño tiznado y gritó:
—¡Viva el Frente Popular!
Un balazo en el pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén. Allí quedó boca abajo con la mejilla pegada al suelo. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le echaron por encima una arpillera.
Los militares dieron órdenes para que fuesen tomadas las portezuelas de los vagones y a los viajeros se les hizo descender, se les alineó en el andén con los brazos en alto y luego se les internó en la ciudad. La estación volvió a quedar desierta, el comandante yendo ansiosamente al telégrafo, el capitán y los tenientes yendo y viniendo silenciosos y altivos por los andenes, los soldados bostezando sobre los fusiles.
Afuera, crecían rápidamente a favor de la oscuridad los grupos de obreros ferroviarios. En una casetilla de entrevías un aparato de radio gritaba:
—¡A las armas, ciudadano! ¡A las armas! ¡El ejército se ha sublevado contra el poder legítimo de la República!
Cada vez eran más nutridos los grupos de obreros que acudían a conocer las noticias que transmitían por radio desde Madrid el gobierno y los líderes del Frente Popular. Cuando los centinelas apostados en las vías denunciaron aquellas sospechosas concentraciones, los oficiales pusieron en movimiento a la tropa y la hicieron avanzar en dirección a los talleres y depósitos de material donde se iban juntando los obreros. Al divisar el primer grupo ordenó el capitán sin una vacilación:
—¡Fuego!
Había comenzado la guerra civil.
* * *
En el hotel había tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, que desde el amanecer hasta que anochecía andaban trajinando por las alcobas, la cocina, el jardín y el corral. Ellas tres y un mozo con aire rudo de pastor, que se embutía en un esmoquin grotesco para servir la mesa, eran toda la servidumbre de aquel hotelito aislado en el corazón de la sierra, donde veraneaban ocho o diez familias de la clase media acomodada de Madrid y de las provincias de Castilla la Vieja.
Las tres muchachas y el mozo eran «rojos», es decir, estaban sindicados, pertenecían a la casa del pueblo de Miradores y tenían su carné de socialistas. Esto hubiera sido intolerable a los ojos de aquella clientela reaccionaria de esposas de comandantes, abogadillos de grandes propietarios, pequeños rentistas y burócratas, si ellos no se lo hubieran hecho perdonar a fuerza de esmerarse en el servicio. La misma señora de Tirón, prestigioso abogado de Valladolid y significado hombre de derechas, lo reconocía:
—En ningún otro hotel de la Sierra el servicio es tan bueno y tan barato.
Por esto, y porque las tres muchachas no llegaban al extremo de negarse a ir a misa de vez en cuando, se toleraba semejante atrevimiento a unos domésticos.
Aquella noche de un domingo de julio, Pascual, el mozo, llegó a servir la mesa un poco más tarde que de costumbre y anduvo más sofocado que nunca dentro de su esmoquin estrecho. Venía de la casa del pueblo, donde había pasado la tarde, y alertó a las muchachas:
—No acostaros. Ésta noche habrá acontecimientos.
La cena fue agitada. La radio transmitía vagas referencias de una sublevación militar del ejército de África y apremiantes llamadas de los partidos políticos y los sindicatos a sus afiliados. Los huéspedes del hotel, soliviantados por las noticias de la rebelión militar, celebraban jubilosos lo que iba a ocurrir en España.
—¡Ya era hora de meter en cintura a esta canalla roja! —decía triunfante la señora de Tirón, mirando de reojo al mozo de comedor, como si aquel rudo doméstico afiliado a un sindicato fuese la imagen viva de la anarquía.
El señor Tirón, entusiasta filofascista, comprometido con los elementos de extrema derecha de Valladolid, quiso marcharse aquella misma noche, pero no encontró chófer que lo llevase y tuvo que demorar la partida hasta el amanecer del día siguiente. Se acostó inquieto. España lo necesitaba. Se quedó dormido pensando en el porvenir glorioso que para la patria y para él se abría en aquellos instantes merced al ademán gallardo de los militares.
Mientras él y los demás huéspedes del hotel dormían soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza, el criado Pascual y las tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, salieron sigilosos y se encaminaron a la casa del pueblo de Miradores, donde se habían concentrado los hombres de izquierda del pueblo. Ya de madrugada llegó en automóvil un directivo socialista que recorría los pueblecitos serranos con instrucciones concretas. El cabo comandante del puesto de la guardia civil consultó por teléfono a Madrid y recibió la orden terminante de continuar a disposición de las autoridades locales, republicanos y socialistas. No pudo impedir que antes de que amaneciese el pueblo estuviese armado con cuantas armas se hallaron.
A las siete de la mañana el criado Pascual, con una vieja escopeta y un brazal rojo, estaba mano a mano con otro camarada vigilando la carretera a la entrada del jardín del hotelito. Cuando el señor Tirón quiso salir se encontró con que se atravesaba en su camino la escopeta de Pascual, y éste, muy ufano, le decía con gran énfasis:
—¡Atrás, ciudadano! No se puede salir.
—¿Quién eres tú para detenerme? ¿Quién ha dado esa orden? —rugió.
—¡El comité! Atrás, he dicho.
Tirón hizo un gesto de desdén e intentó avanzar. El camarada que acompañaba a Pascual se echó la escopeta a la cara.
—¿Le tiro? —preguntó fríamente.
—No; espera —respondió Pascual.
Ciego de ira y de miedo, Tirón volvió la espalda precipitadamente y se metió de nuevo en el hotel mordiéndose los puños de rabia. Aquellos bárbaros eran capaces de matarlo.
Esta escena produjo un gran revuelo entre los huéspedes del hotel. Reunidos en el comedor, armaron una gran algarabía de protestas, amenazas, chillidos histéricos de las señoras y llantinas infantiles. Intentaron telefonear pidiendo auxilio, pero la comunicación estaba interrumpida. Quisieron salir y no los dejaron. Cuando se convencieron de que estaban «a merced de la canalla», como ellos decían, fueron resignándose y aplacándose. El tiempo pasaba, y las noticias que llegaban por radio les aconsejaban prudencia. En Madrid, el cuartel de la Montaña había sido asaltado por el pueblo, que fusiló inmediatamente a los oficiales rebeldes. A media tarde, la convicción de la derrota, por una parte, y el hambre que sentían, por otra, les hicieron deponer su hostilidad. Había que transigir. Las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que habían estado toda la mañana en el pueblo, aparecieron al fin. Venían jubilosas, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, unos pañuelos de seda roja al cuello y unas insignias socialistas en el pecho; la más joven, Adela, se había encasquetado el gorrillo de cuartel de un guardia civil. Entraron en el comedor levantando el puño y gritando:
—¡Salud, camaradas!
Esto les hacía felices. Los huéspedes las rodearon pidiéndoles ansiosamente noticias. El pueblo triunfaba. Después de vencer a los rebeldes en Madrid, los obreros, que se habían provisto de armas en los cuarteles asaltados, salían en camiones para apoderarse de Getafe, Cuatro Vientos, Alcalá y Guadalajara. Aquella misma noche llegaría a la Sierra una columna que iba de paso para Ávila, donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Las señoras quedaron abatidas por estas noticias. Desfallecían de hambre, además. Rosario, Carmen y Adela, triunfantes, se brindaron a darles de comer. Pero ellas, las señoras, tenían que ayudar, ¿eh? La revolución social triunfaba y todos tenían el deber de trabajar. ¿Conformes?
Pusieron a la esposa del comandante a pelar patatas, la señora de Tirón ayudó a encender la lumbre, y el propio señor Tirón, bromeando condescendiente, estuvo poniendo la mesa bajo la dirección de Adelita, que se reía de su torpeza, muy divertida al ver tan amable y dócil a un señor de tantas campanillas.
Después de la cena, ya de noche, volvieron el pesimismo y la indignación. Las tres muchachas se marcharon otra vez a la casa del pueblo, y los huéspedes, furiosos y humillados, estuvieron discurriendo la manera de verse libres de aquella tiranía. El señor Tirón tenía un plan. Si conseguía salir del hotel, tal vez pudiera ponerse en contacto con elementos derechistas de Miradores y de los pueblos próximos que, según sus noticias, estaban preparados a todo evento y habrían conseguido seguramente establecer contacto con los rebeldes. Se aventuró a salir por la puerta del corral burlando la vigilancia de los milicianos.
Entre tanto llegaron a Miradores los primeros camiones con obreros, guardias de asalto, guardias civiles y milicianos que venían de Madrid después de haber derrotado a los rebeldes. Iban hacia Ávila. Cantando La Internacional a coro y levantando el puño con frenético entusiasmo, arrastraban tras ellos a los mozos de los pueblos por donde pasaban. Los guardias de asalto abrazados a los obreros y, sobre todo, los viejos guardias civiles con la guerrera por primera vez desabrochada y el tricornio nunca hasta entonces ladeado, provocaban un júbilo indescriptible en las masas populares. Ya de madrugada, salieron los camiones por la carretera de Ávila. Iban unos veinte o treinta, y en ellos se amontonaban soldados, guardias, obreros, estudiantes, campesinos e incluso algunas muchachas de los arrabales madrileños. En Miradores se unió a la expedición un camión más con quince o veinte mozos del pueblo, y entre ellos Pascual con las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que se lanzaron alegremente a la aventura.
El pueblo quedó al parecer desierto. El vecindario se encerró atemorizado en sus casas. Durante toda la noche, sin embargo, unas sombras estuvieron yendo y viniendo sigilosamente por los alrededores. En los hoteles de los veraneantes acomodados y en las fincas de los ricos del pueblo algo se tramaba.
Pasó en silencio toda la madrugada. A media mañana empezó a oírse distante el zumbido de la artillería. La batalla entre los milicianos que vinieron de Madrid y las tropas rebeldes que avanzaban desde Ávila debía de haberse entablado en la carretera misma a quince o veinte kilómetros de Miradores.
Primero llegó un auto ligero que siguió en dirección a Madrid a toda marcha. A la salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles agresores. Luego vino un camión con heridos. Cuando estaban descargándolo en la plaza del pueblo fue también tiroteado.
Al atardecer empezaron a recibirse noticias concretas de la batalla. Los militares rebeldes, sólidamente atrincherados en formidables posiciones estratégicas de la sierra, desde hacía largo tiempo estudiadas y preparadas, habían ametrallado a placer a los bisoños combatientes del pueblo, que avanzaron insensatamente por el centro de la carretera amontonados en las bateas de los camiones. Les habían hecho una carnicería espantosa. Los rojos, después de unas horas de resistencia desesperada, tuvieron que batirse en retirada.
Pero cuando regresaban derrotados a Miradores, unos facciosos apostados en las casas del pueblo les hicieron un fuego mortífero. Hubo un momento angustioso. Los camiones que volvían del frente abarrotados de muertos y heridos se amontonaban en la plaza, donde eran acribillados por los fascistas del pueblo y de los contornos, que se habían parapetado en las ventanas y los tejados de las casas próximas. Suponiendo que el ejército vencedor vendría pisando los talones a los vencidos, aprovechaban el desconcierto de la derrota para aniquilarlos a mansalva. Los que volvían de la batalla ilesos se dispersaban abandonando en los camiones a los muertos y heridos. Rosario, Carmen y Adela, que venían indemnes, pero con el terror pintado en los ojos, estuvieron bregando desesperadamente bajo el fuego de los facciosos emboscados para arrastrar el cuerpo inerte de Pascual, herido de un balazo en el pecho. Cruzaron la zona batida sin abandonar a su infortunado camarada y, sosteniéndolo entre las tres, lo llevaron hasta el hotel. Cuando llegó estaba muerto.
El tiroteo seguía en las calles del pueblo y en todo el contorno. A favor de la confusión y la oscuridad, se presentaron a prima noche en la puerta del hotel unos automóviles con los faros apagados en los que huyeron camino de Ávila los huéspedes más decididos, la señora de Tirón entre ellos. Los otros se quedaron esperando la llegada de las tropas, que consideraban inminente. Rosario, Carmen y Adela, horrorizadas, velaban el cadáver del mozo, que habían depositado en el suelo de la cocina. Los huéspedes, molestos por la presencia en el hotel de aquel muerto rojo, amenazaban a las muchachas para que se lo llevaran de allí antes de que llegasen las tropas.
—¡Tenéis que llevaros «eso» de aquí! ¡Pues no faltaba más! Vendrán los militares y creerán que este hotel ha sido un nido de marxistas. ¡Echarlo a la carretera! —decían irritados.
Pero los militares no llegaron. Después de derrotar a los republicanos se quedaron sólidamente instalados en sus posiciones estratégicas de la montaña. En cambio, dos horas más tarde llegó de Madrid otra columna de milicianos del pueblo. Los primeros camiones fueron recibidos a tiros por los fascistas emboscados, pero la avalancha de combatientes republicanos era tal, que pronto estuvo cercado el pueblo por muchos centenares de hombres armados. Madrid se despoblaba para ir a la sierra a defender la República. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, armados con fusiles que cogieron en los cuarteles, llegaban constantemente en decenas y decenas de camiones. La presión formidable de esta gran masa humana hizo saltar de sus parapetos y escondites a los facciosos. Fueron perseguidos como alimañas y muertos allí donde se les cogía. El cura del pueblo estuvo hasta el último momento haciendo fuego con su carabina desde una tronera del campanario. Cuando, ya de día, los milicianos consiguieron subir a la torre se apoderaron de él, le voltearon y le lanzaron al espacio. Su sotana negra revoloteó un instante en el cielo blanquecino del amanecer como un pajarraco disparatado.
El señor Tirón, que estuvo primero organizando la agresión junto con los caciques de los contornos y que luego tomó parte activa en la lucha haciendo fuego con un rifle sobre los camiones que llegaban cargados de milicianos, al ver perdida la partida, intentó huir por la carretera de Ávila. Le cortaron el paso las patrullas rojas y tuvo que refugiarse en las calles del pueblo, pero, temiendo que de un instante a otro le descubriesen y le matasen como iban haciendo los milicianos con cuantos fascistas fugitivos encontraban, se encaminó al hotel, en el que entró sigilosamente por la puerta del corral que daba a la cocina. Al ver allí a Rosario, Carmen y Adela, se dirigió a ellas con ademán suplicante:
—¡Por lo que más quieran en el mundo, no me delaten!
Ellas le miraron con odio.
—¡No me delaten! ¡Me asesinarían! ¡Digan ustedes que no he salido del hotel en toda la noche! ¡Díganlo! ¡Por sus madres!
Y les cogía las manos y quería besárselas, enloquecido de pánico.
Rosario le apartó violentamente y señalándole con ojos de loca el cadáver de Pascual tendido en el suelo le dijo:
—¡Mira!
Tirón vio la silueta rígida del mozo y dobló la cabeza sobre el pecho, convencido de que desde aquel instante estaba irremisiblemente perdido.
Rosario abrió la puerta con un ademán resuelto.
—¿Adónde vas? —gritó Tirón, angustiado.
—¡A denunciarte! ¡A hacerte pagar tus crímenes! ¡Asesino!
Corrió desalentada hacia la oficina del comité. Al cruzar una de las callejuelas del pueblo que daban al campo oyó un grito espantado y casi simultáneamente una descarga cerrada. Se detuvo aturdida y vio cómo delante de la misma tapia por la que ella iba a pasar alzaba los brazos súbitamente un hombrecillo que acto seguido se desplomaba atravesado por los balazos de un pelotón de milicianos que estaban apostados en la esquina.
—¡Uno menos! ¡Vamos por otro! —gritaban jubilosos los ejecutores.
Rosario, espantada, los vio marchar y se quedó inmóvil al pie del cadáver. Le miró. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con un traje negro decente. ¿Qué tenía en la mano crispada? ¿Un papel? Se acercó más y lo vio. Al hombrecillo aquel las balas le habían alcanzado cuando echaba la última mirada a un retratito descolorido que debió de sacar de su cartera en el que se veían dos niños vestidos de blanco. Rosario cerró los ojos y tuvo que apoyarse en la tapia para no caer.
Cuando, pasado el tiempo, hizo un esfuerzo desesperado y consiguió arrancarse de aquel lugar volvió con pasos lentos y vacilantes al hotel. Entró en la cocina. Tirón seguía anonadado mirando estúpidamente el cadáver de Pascual.
Rosario cruzó ante Tirón sin mirarle siquiera, se acercó al muerto, se agachó y estuvo registrándole en los bolsillos. Luego se incorporó y dirigiéndose a Tirón le alargó una carterilla de piel mugrienta.
—Tome esto. Es el carné socialista de Pascual. Póngase una blusa de obrero para que no le conozcan y huya si no quiere que le maten.
Tirón, con los ojos brillantes, tomó ansiosamente el carné y quiso besar las manos que se lo tendían. Rosario lo rechazó.
—¡Váyase! ¡Váyase!
Y se echó a llorar como una chiquilla.
* * *
Gran desfile fascista en la plaza Mayor de Valladolid. Media mañana, sol y repique de campanas. Bajo los portales, una muchedumbre silenciosa encuadrada por milicianos fascistas. En las primeras filas, niñas que agitan banderitas con los colores de la monarquía y señoras entusiastas con velo o mantilla que periódicamente se exaltan y vitorean con voces delgadas y quebradizas a los salvadores de España. Detrás, mucha gente borrosa, y entre la gente, unos hombres que aprietan los puños crispados contra el forro de sus bolsillos.
En el cuadrilátero despejado de la vieja plaza castellana comienza la gran parada. Desfilan primero los pedritos y luego los flechas, niños uniformados a la manera de Roma y de Berlín que juegan a ser soldados. Las fanfarrias hacen sonar el Giovinezza y el Horsts Wessel. Estallan los vivas a España y al Ejército Nacional. Vienen luego las centurias de la Falange Española cuidadosamente uniformadas y divididas en escuadras que evolucionan con matemática precisión a la voz de mando de viejos sargentos del ejército. Desde una tribuna que ha sido erigida en el centro de la plaza, un grupo de militares contempla con desdeñosa benevolencia la pintoresca bizarría de los jóvenes falangistas, pobres diablos civiles que en el fondo de sus covachuelas, detrás de sus mostradores o en la penumbra de sus almacenes habían soñado con ser militares y se hacen al fin la ilusión de serlo.
Unos toques de corneta, la muchedumbre queda inmóvil y silenciosa, presentan armas las escuadras fascistas, y el general, uno de los beneméritos salvadores de España, avanza hasta al centro de la plaza rodeado de sus ayudantes y de los jefes de la Falange. Un speaker anuncia por el micrófono instalado en la tribuna que, contra lo que se deseaba, el general no hablará porque está ronco. Se va a rendir homenaje a la memoria de los héroes nacionales asesinados por los bandidos rojos. Tiene la palabra el excelentísimo señor don Cayetano Tirón.
Erguido, bombeado el torso, las insignias de la Falange bordadas en el pecho, la pistola en el cinto, el señor Tirón evoca con arrebatadora elocuencia una de las más gloriosas hazañas del fascismo vallisoletano: la muerte heroica del jefe territorial de la Falange, vilmente asesinado por las hordas marxistas en el pueblecito de Sanbrian.
* * *
Ésta mujer que a esta misma hora y bajo esta misma luz clara de la media mañana de agosto en Castilla se halla inmóvil e insensible a cuanto le rodea a la puerta de una casa en la calle desierta de Sanbrian, sabe también la historia de aquel terrible episodio que con vibrantes y encendidas palabras está narrando en la plaza de Valladolid el excelentísimo señor don Cayetano Tirón, jefe provincial de la Falange Española. Esta mujer que se ha quedado sola en esta casa, sola en esta calle y en este pueblo, lo cuenta con más sencillas palabras, pero con no menor patetismo.
—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquéllos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.
»A partir de entonces soy el único ser humano que habita este pueblo. Alguna vez, durante la noche, ha venido escondiéndose tal o cual madre o esposa fugitiva anhelando saber la suerte de los suyos. Cuando recorren estas calles y estas casas vacías y en silencio, cuando comprueban espantadas que no queda alma viviente, huyen otra vez aterradas. Sólo yo estoy aquí para llorar y rezar por todos.
* * *
Una clamorosa ovación subrayó las últimas palabras del excelentísimo señor don Cayetano Tirón, encargado de rendir homenaje a la memoria del jefe territorial de la Falange Española, vilmente asesinado en Sanbrian, y de cantar la gloriosa acción del Ejército Nacional que liberó al fin al país de la tiranía de los bandidos rojos.
Aplausos, felicitaciones, saludos, taconazos, vítores, música de charangas y brillante desfile. Los falangistas recorrían después las calles de Valladolid formando grupos que se enardecían repitiendo triunfalmente su grito de guerra:
—¡Viva la muerte!
—¡Viva la muerte!
La gente circulaba pacíficamente por calles y plazas. Los cafés y las cervecerías estaban repletos. En el salón de una de ellas, donde tenía su tertulia la plana mayor del fascismo, iban reuniéndose los jefes de la Falange una vez terminada la patriótica ceremonia. Allí llegó Tirón, triunfante después de pronunciar su elocuente discurso.
—¡Así se habla! —le dijo Paco Citroen, un señorito madrileño achulapado y gracioso, típico espécimen de la casta que se vanagloriaba de haberse batido como un jabato en la Sierra durante los primeros días de la rebelión, y de eso vivía.
Era Paco Citroen un curioso producto de Celtiberia, que cifraba todo su orgullo en ser más cerril e incomprensivo de lo que en realidad era. Su gran devoción era el casticismo. Estaba con los fascistas porque eran unos tíos castizos, y su grito de guerra era: «¡Los extranjeros son muy brutos! ¡Viva España!». Un curioso complejo de inferioridad nacional le hacía reaccionar salvajemente contra todo lo que no fuese típicamente español con una delirante xenofobia que le llevaba cuando estaba un poco borracho a dar gritos incongruentes de: «¡Viva el cocido y muera el Foreign Office!». «¡Muera la gimnasia sueca y vivan los toros!». «¡Abajo los cuartos de baño y las piscinas!». «¡Viva el olor a sobaco!». «¡Me gustan gordas y abajo el masaje!».
—Éste Paco Citroen es un bárbaro. ¡Pero muy buen patriota! —comentaban oyéndole unos intelectuales escapados de Madrid, profesores y periodistas que se habían puesto al servicio del fascismo y se reunían tímidamente junto a los jefes de la Falange.
Otro de los personajes de la tertulia era un jefe de centuria, antiguo camarero de café apodado el Cabezota, muy popular en Valladolid por sus viejas luchas contra los sindicatos, quien, comentando con aire socarrón el discurso de la plaza, decía:
—Lo de Sanbrian fue tal y como usted, señor Tirón, lo ha contado. Yo estuve allá. Y si no fue así, tendrá que venir algún vecino del pueblo a rectificarnos. Pero esté usted tranquilo, señor Tirón. Para eso nos tomamos nosotros el trabajo de que no quedase ni uno solo que pudiese contarlo.
Tirón, que sabía a qué atenerse respecto de la verdad histórica y la verdad verdadera, sofisticaba:
—El hecho en sí poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido, la significación histórica que pueda tener, y ésa no se la dan nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después de ellos nos afanamos por interpretarlo.
—Es decir: ¿qué me va usted a contar a mí, que estuve allí, lo que pasó en Sanbrian? —saltó Paco Citroen.
—Y tú, Paco, reconocerás que aquello fue tal y como yo lo cuento y no como tú, aturdidamente, hubieras creído. Tú estuviste allí, pero para enterarte de lo que pasó te faltaba perspectiva histórica.
Paco iba a decir una grosería. Pero se calló.
* * *
Aquella misma tarde llegaban a Valladolid los restos de una bandera del Tercio que llevaba ya varias semanas luchando en los alrededores de Madrid y venía relevada a descansar y a cubrir bajas. Los legionarios hicieron su entrada en la capital castellana con uno de sus bizarros e impresionantes desfiles. Atravesaron las calles marcando el paso con mucho braceo y pidiendo palmas como los toreros. Traían los cuellos desabrochados y los brazos remangados. Sobre la camisa llevaban algunos con mucha ostentación los grandes escapularios que con la inscripción de «¡Detente!» les habían regalado las damas piadosas de Castilla. Uno de ellos, más espectacular aún, llevaba la camisa desgarrada y sobre la piel desnuda del pecho se había pegado el milagroso «¡Detente!». La gente pacífica y cobarde de la ciudad veía pasar con embeleso a los famosos guerreros de la Legión, cuya legendaria ferocidad provocaba una extraña sensación de miedo y seguridad. Para acentuar esta impresión terrorífica, los legionarios, entre otras pueriles demostraciones, habían sustituido el asta de su bandera por una hecha con tibias de seres humanos engarzadas y aquel airón macabro escalofriaba a los tenderos, los oficinistas, las muchachitas y los niños. Éstos, sobre todo, seguían con los ojos muy abiertos al imponente abanderado de la Legión, con el anhelo de que los dejase ver de cerca y tocar aquellos huesos humanos que debían de suscitar en sus imaginaciones infantiles quién sabe qué lucubraciones.
Terminado el desfile, los legionarios se repartieron por las calles, los cafés y las tabernas de la vieja ciudad castellana, por la que iban difundiendo vanidosamente sus hazañas. Un grupo de oficiales de la Legión fraternizaba con los jefes fascistas en la tertulia de la cervecería. Los recién llegados relataban los últimos triunfos del Ejército Nacional. En la Sierra se habían hecho considerables progresos. El día anterior los legionarios habían entrado por fin a la bayoneta en uno de los pueblecitos serranos que más encarnizada resistencia había ofrecido: Miradores.
Tirón, cuando oyó este nombre, Miradores, bajó la cabeza y sintió un súbito malestar. Su tez amarillenta de hepático se oscureció y un mal sabor angustioso le subió a la boca pastosa. El oficial que relataba los pormenores de la operación aludía constantemente a personas y lugares que Tirón, en silencio y con los ojos cerrados, veía alzarse ante él con patética corporeidad. Mientras el oficial hablaba con su verbo expedito de militar, Tirón, sobrecogido, esperaba oír de un momento a otro algo que temía no le fuese posible soportar. Tres nombres martilleaban su conciencia. Tres figuras de mujer se alzaban acusadoras ante él. El oficial seguía entre burlas y horrores su relato. La toma de Miradores había sido uno de los episodios más duros y accidentados de la campaña. Los casos aislados de heroísmo y desesperación por parte de los defensores del pueblo brotaban uno tras otro de los labios del oficial. Pero no surgieron aquellos tres nombres, aquellas tres figuras de mujer que a él le atormentaban.
No se atrevió a preguntar. Prefirió la incertidumbre a la enojosa certeza. Su fondo nietzscheano de fascista le decía que la duda es una buena almohada. Supo que los vecinos rebeldes de Miradores que no habían perecido en la batalla habían sido capturados, conducidos a Valladolid y encarcelados. Probablemente se les fusilaría aquella misma madrugada.
Salió ya tarde de la cervecería sin haberse atrevido a preguntar por aquellas tres muchachas que lo salvaron y que probablemente habían pagado con sus vidas el triunfo de la causa que él defendía. ¿Habrían escapado a tiempo? ¡Bah! Su conciencia se aquietaba pensando que, aun en el peor supuesto, no había estado en su mano impedir que pereciesen.
¿Y si estuviesen entre los prisioneros que habían sido conducidos a Valladolid? La idea era demasiado desagradable. Intentó desecharla. Se encaminó a su casa dispuesto heroicamente a no salir de dudas. Pero en el umbral mismo cayó en la tentación de dar un sensual reposo a su conciencia y, volviendo sobre sus pasos, se encaminó a la prisión central, donde se reunía el cónclave de falangistas que a aquellas horas debían de estar decidiendo la suerte de los prisioneros.
—¡Buena redada la del Tercio en Miradores! —le dijeron apenas entró—. Ésta madrugada caen once de esos bandidos rojos que durante dos meses nos han tenido en jaque a las puertas del pueblo.
—¿Tenéis ahí la lista? —preguntó con afectada displicencia.
Le alargaron un papel. Apenas clavó en él los ojos leyó los tres nombres temidos: Rosario, Carmen y Adela. Permaneció exteriormente impasible como si repasara por mera curiosidad unos nombres que nada le decían. Sintió que pasaba el tiempo, que dentro de sí mismo algo se rebelaba y pugnaba por salir, que sus insensibles compañeros seguían entre tanto charlando y fumando indiferentes y que él angustiosamente sacudido por aquella repulsión interior permanecía estúpidamente inmóvil con aquel papel que ya nada podía decirle ante los ojos. Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco hombre para tan gran empeño. La voz se le quebró en la garganta, se le heló la sangre en las venas y aquel ímpetu vital naciente quedó pronto aniquilado. En vez de lanzarse bravamente a la lucha para arrancar de la muerte a aquellas tres mujeres a las que debía su propia vida, se limitó a preguntar con tímido acento:
—¿Y estas tres mujeres?
—Las peores. Con cien vidas no pagaban —le contestaron.
—No será tanto… —aventuró.
—¿Cómo? Han hecho horrores. Asesinaban por su mano a los prisioneros y sacaban los ojos a los hijos de las personas de orden.
Se sublevó a pesar suyo.
—¡Eso no es verdad! A mí me consta…
Uno de los jefes que estaban allí le miró con dureza y acercándole su cara lívida, cuidadosamente rasurada, le interrumpió:
—A usted no le consta nada. ¿Se ha olvidado de que es jefe de la Falange Española? Ésas mujeres han cometido crímenes horrendos que van a pagar con sus vidas. Así lo ha decretado la superioridad. ¿Tiene usted algo que añadir?
Tirón se cuadró militarmente.
—Nada. Estoy a las órdenes de vuecencia.
—Puede usted retirarse.
Salió hecho un guiñapo. En las calles, solitarias y oscuras, no había ya un alma. Al pasar junto a una taberna oyó el estrépito de unos legionarios borrachos. Ya cerca de su casa se cruzó con una patrulla de falangistas que iban cantando su himno de guerra.
—¡Viva la muerte! —gritaban.
Aquel grito absurdo rodaba pavorosamente por las calles desiertas de la muerta ciudad castellana.
Entró en su casa dando diente con diente y se encerró en su alcoba. Cuando se desnudaba, al quitarse el correaje, sacó la pistola de su funda, estuvo un momento considerándola y se apoyó el cañón en la sien. Cerró los ojos. Contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…
Luego abrió los ojos y se sonrió a sí mismo. ¡Qué gran farsante era!
Guardó la pistola en la mesilla de noche y se echó a dormir. Lo hizo instantáneamente con un sueño pesado y hondo. Dormía como un bendito.
Pasó el tiempo.
De súbito despertó despavorido. Daba vueltas por la cama como una alimaña presa en un cepo. Se despabiló y encendió la luz.
—¡Bah! —pensó—. Bromas pesadas del subconsciente. Voy a necesitar bromuro.
Cerró los ojos y, como la voluntad obra prodigios, volvió a quedarse profundamente dormido. Pero apenas el resorte de la voluntad se relajaba con el sueño, volvía a sacudirle aquel prurito angustioso.
Se levantó al fin, desesperado, y maquinalmente se puso a vestirse. Cuando se hubo vestido abrió la puerta sigilosamente y salió como un autómata. Se encaminó sin vacilar hacia la cárcel. Al llegar frente a la puerta se quedó perplejo. ¿A qué había ido allí? Dio la vuelta alrededor del edificio pegándose a los paredones siniestros y se encontró otra vez en el mismo sitio. ¿Qué hora sería? En aquel momento llegaban a la puerta de la cárcel unos camiones de los que descendieron diez o doce falangistas. Se quedó anonadado. Todo había terminado ya.
Los falangistas le reconocieron y le preguntaron extrañados qué hacía allí. Dio una disculpa cualquiera.
No tuvo que preguntar nada. Uno de los falangistas se puso a contarle las ejecuciones. Aquella noche la cosa había sido dura. Entre los sentenciados había tenido tres muchachas, tres milicianas rojas.
—No es lo mismo fusilar mujeres que hombres, jefe —decía cabeceando un falangista.
—¡Bandidos rojos, todos, hombres y mujeres! Hay que acabar con ellos —gruñó otro.
—¿Qué tal han muerto? —preguntó con tono indiferente. Lo que su conciencia cobarde pordioseaba hipócritamente era la tranquilidad de que al menos las víctimas no habían sufrido mucho.
—¡Pse! —le contestaron—. No debían de tener ninguna gana de morir. Eran jóvenes y guapas… Una de ellas, la más jovencilla…
—¿Adela?
—Adela creo que se llamaba. ¿La conocía usted, jefe?
—Sí.
—Pues esa Adela, aunque era muy poquita cosa, iba muy firme. Hasta se sonreía. Luego se nos derrumbó y hubo que llevarla junto a la pared a puñados. A lo último todavía tuvo fuerza para levantarnos el puño. No le dimos tiempo a gritar.
—Otra fue como una cordera.
—A mí la que más me ha impresionado fue la más mujer, una morena fuerte y guapa…
—Rosario.
—Sí, Rosario. No protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba!
Y el falangista obsesivo repetía:
—¡Cómo lloraba! Lloraba como una chiquilla.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. 1937.
A la entrada de la estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los obligaban a regresar a sus casas diciéndoles:
—El tráfico está interrumpido.
—¿Por qué? —inquirían.
—Orden superior —era su única respuesta.
Llegó un viajero importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el jefe de la fuerza.
—¿Qué sucede, mi comandante? —le preguntó.
—Que en Asturias los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército, por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.
El viajero aquel era un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose de la diligencia del gobierno y del celo del ejército.
Entró un tren en agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a la locomotora y se encaró con el maquinista.
—¡Saluda como es debido! —le dijeron.
El maquinista, sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación alzó el puño tiznado y gritó:
—¡Viva el Frente Popular!
Un balazo en el pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén. Allí quedó boca abajo con la mejilla pegada al suelo. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le echaron por encima una arpillera.
Los militares dieron órdenes para que fuesen tomadas las portezuelas de los vagones y a los viajeros se les hizo descender, se les alineó en el andén con los brazos en alto y luego se les internó en la ciudad. La estación volvió a quedar desierta, el comandante yendo ansiosamente al telégrafo, el capitán y los tenientes yendo y viniendo silenciosos y altivos por los andenes, los soldados bostezando sobre los fusiles.
Afuera, crecían rápidamente a favor de la oscuridad los grupos de obreros ferroviarios. En una casetilla de entrevías un aparato de radio gritaba:
—¡A las armas, ciudadano! ¡A las armas! ¡El ejército se ha sublevado contra el poder legítimo de la República!
Cada vez eran más nutridos los grupos de obreros que acudían a conocer las noticias que transmitían por radio desde Madrid el gobierno y los líderes del Frente Popular. Cuando los centinelas apostados en las vías denunciaron aquellas sospechosas concentraciones, los oficiales pusieron en movimiento a la tropa y la hicieron avanzar en dirección a los talleres y depósitos de material donde se iban juntando los obreros. Al divisar el primer grupo ordenó el capitán sin una vacilación:
—¡Fuego!
Había comenzado la guerra civil.
* * *
En el hotel había tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, que desde el amanecer hasta que anochecía andaban trajinando por las alcobas, la cocina, el jardín y el corral. Ellas tres y un mozo con aire rudo de pastor, que se embutía en un esmoquin grotesco para servir la mesa, eran toda la servidumbre de aquel hotelito aislado en el corazón de la sierra, donde veraneaban ocho o diez familias de la clase media acomodada de Madrid y de las provincias de Castilla la Vieja.
Las tres muchachas y el mozo eran «rojos», es decir, estaban sindicados, pertenecían a la casa del pueblo de Miradores y tenían su carné de socialistas. Esto hubiera sido intolerable a los ojos de aquella clientela reaccionaria de esposas de comandantes, abogadillos de grandes propietarios, pequeños rentistas y burócratas, si ellos no se lo hubieran hecho perdonar a fuerza de esmerarse en el servicio. La misma señora de Tirón, prestigioso abogado de Valladolid y significado hombre de derechas, lo reconocía:
—En ningún otro hotel de la Sierra el servicio es tan bueno y tan barato.
Por esto, y porque las tres muchachas no llegaban al extremo de negarse a ir a misa de vez en cuando, se toleraba semejante atrevimiento a unos domésticos.
Aquella noche de un domingo de julio, Pascual, el mozo, llegó a servir la mesa un poco más tarde que de costumbre y anduvo más sofocado que nunca dentro de su esmoquin estrecho. Venía de la casa del pueblo, donde había pasado la tarde, y alertó a las muchachas:
—No acostaros. Ésta noche habrá acontecimientos.
La cena fue agitada. La radio transmitía vagas referencias de una sublevación militar del ejército de África y apremiantes llamadas de los partidos políticos y los sindicatos a sus afiliados. Los huéspedes del hotel, soliviantados por las noticias de la rebelión militar, celebraban jubilosos lo que iba a ocurrir en España.
—¡Ya era hora de meter en cintura a esta canalla roja! —decía triunfante la señora de Tirón, mirando de reojo al mozo de comedor, como si aquel rudo doméstico afiliado a un sindicato fuese la imagen viva de la anarquía.
El señor Tirón, entusiasta filofascista, comprometido con los elementos de extrema derecha de Valladolid, quiso marcharse aquella misma noche, pero no encontró chófer que lo llevase y tuvo que demorar la partida hasta el amanecer del día siguiente. Se acostó inquieto. España lo necesitaba. Se quedó dormido pensando en el porvenir glorioso que para la patria y para él se abría en aquellos instantes merced al ademán gallardo de los militares.
Mientras él y los demás huéspedes del hotel dormían soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza, el criado Pascual y las tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, salieron sigilosos y se encaminaron a la casa del pueblo de Miradores, donde se habían concentrado los hombres de izquierda del pueblo. Ya de madrugada llegó en automóvil un directivo socialista que recorría los pueblecitos serranos con instrucciones concretas. El cabo comandante del puesto de la guardia civil consultó por teléfono a Madrid y recibió la orden terminante de continuar a disposición de las autoridades locales, republicanos y socialistas. No pudo impedir que antes de que amaneciese el pueblo estuviese armado con cuantas armas se hallaron.
A las siete de la mañana el criado Pascual, con una vieja escopeta y un brazal rojo, estaba mano a mano con otro camarada vigilando la carretera a la entrada del jardín del hotelito. Cuando el señor Tirón quiso salir se encontró con que se atravesaba en su camino la escopeta de Pascual, y éste, muy ufano, le decía con gran énfasis:
—¡Atrás, ciudadano! No se puede salir.
—¿Quién eres tú para detenerme? ¿Quién ha dado esa orden? —rugió.
—¡El comité! Atrás, he dicho.
Tirón hizo un gesto de desdén e intentó avanzar. El camarada que acompañaba a Pascual se echó la escopeta a la cara.
—¿Le tiro? —preguntó fríamente.
—No; espera —respondió Pascual.
Ciego de ira y de miedo, Tirón volvió la espalda precipitadamente y se metió de nuevo en el hotel mordiéndose los puños de rabia. Aquellos bárbaros eran capaces de matarlo.
Esta escena produjo un gran revuelo entre los huéspedes del hotel. Reunidos en el comedor, armaron una gran algarabía de protestas, amenazas, chillidos histéricos de las señoras y llantinas infantiles. Intentaron telefonear pidiendo auxilio, pero la comunicación estaba interrumpida. Quisieron salir y no los dejaron. Cuando se convencieron de que estaban «a merced de la canalla», como ellos decían, fueron resignándose y aplacándose. El tiempo pasaba, y las noticias que llegaban por radio les aconsejaban prudencia. En Madrid, el cuartel de la Montaña había sido asaltado por el pueblo, que fusiló inmediatamente a los oficiales rebeldes. A media tarde, la convicción de la derrota, por una parte, y el hambre que sentían, por otra, les hicieron deponer su hostilidad. Había que transigir. Las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que habían estado toda la mañana en el pueblo, aparecieron al fin. Venían jubilosas, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, unos pañuelos de seda roja al cuello y unas insignias socialistas en el pecho; la más joven, Adela, se había encasquetado el gorrillo de cuartel de un guardia civil. Entraron en el comedor levantando el puño y gritando:
—¡Salud, camaradas!
Esto les hacía felices. Los huéspedes las rodearon pidiéndoles ansiosamente noticias. El pueblo triunfaba. Después de vencer a los rebeldes en Madrid, los obreros, que se habían provisto de armas en los cuarteles asaltados, salían en camiones para apoderarse de Getafe, Cuatro Vientos, Alcalá y Guadalajara. Aquella misma noche llegaría a la Sierra una columna que iba de paso para Ávila, donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Las señoras quedaron abatidas por estas noticias. Desfallecían de hambre, además. Rosario, Carmen y Adela, triunfantes, se brindaron a darles de comer. Pero ellas, las señoras, tenían que ayudar, ¿eh? La revolución social triunfaba y todos tenían el deber de trabajar. ¿Conformes?
Pusieron a la esposa del comandante a pelar patatas, la señora de Tirón ayudó a encender la lumbre, y el propio señor Tirón, bromeando condescendiente, estuvo poniendo la mesa bajo la dirección de Adelita, que se reía de su torpeza, muy divertida al ver tan amable y dócil a un señor de tantas campanillas.
Después de la cena, ya de noche, volvieron el pesimismo y la indignación. Las tres muchachas se marcharon otra vez a la casa del pueblo, y los huéspedes, furiosos y humillados, estuvieron discurriendo la manera de verse libres de aquella tiranía. El señor Tirón tenía un plan. Si conseguía salir del hotel, tal vez pudiera ponerse en contacto con elementos derechistas de Miradores y de los pueblos próximos que, según sus noticias, estaban preparados a todo evento y habrían conseguido seguramente establecer contacto con los rebeldes. Se aventuró a salir por la puerta del corral burlando la vigilancia de los milicianos.
Entre tanto llegaron a Miradores los primeros camiones con obreros, guardias de asalto, guardias civiles y milicianos que venían de Madrid después de haber derrotado a los rebeldes. Iban hacia Ávila. Cantando La Internacional a coro y levantando el puño con frenético entusiasmo, arrastraban tras ellos a los mozos de los pueblos por donde pasaban. Los guardias de asalto abrazados a los obreros y, sobre todo, los viejos guardias civiles con la guerrera por primera vez desabrochada y el tricornio nunca hasta entonces ladeado, provocaban un júbilo indescriptible en las masas populares. Ya de madrugada, salieron los camiones por la carretera de Ávila. Iban unos veinte o treinta, y en ellos se amontonaban soldados, guardias, obreros, estudiantes, campesinos e incluso algunas muchachas de los arrabales madrileños. En Miradores se unió a la expedición un camión más con quince o veinte mozos del pueblo, y entre ellos Pascual con las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que se lanzaron alegremente a la aventura.
El pueblo quedó al parecer desierto. El vecindario se encerró atemorizado en sus casas. Durante toda la noche, sin embargo, unas sombras estuvieron yendo y viniendo sigilosamente por los alrededores. En los hoteles de los veraneantes acomodados y en las fincas de los ricos del pueblo algo se tramaba.
Pasó en silencio toda la madrugada. A media mañana empezó a oírse distante el zumbido de la artillería. La batalla entre los milicianos que vinieron de Madrid y las tropas rebeldes que avanzaban desde Ávila debía de haberse entablado en la carretera misma a quince o veinte kilómetros de Miradores.
Primero llegó un auto ligero que siguió en dirección a Madrid a toda marcha. A la salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles agresores. Luego vino un camión con heridos. Cuando estaban descargándolo en la plaza del pueblo fue también tiroteado.
Al atardecer empezaron a recibirse noticias concretas de la batalla. Los militares rebeldes, sólidamente atrincherados en formidables posiciones estratégicas de la sierra, desde hacía largo tiempo estudiadas y preparadas, habían ametrallado a placer a los bisoños combatientes del pueblo, que avanzaron insensatamente por el centro de la carretera amontonados en las bateas de los camiones. Les habían hecho una carnicería espantosa. Los rojos, después de unas horas de resistencia desesperada, tuvieron que batirse en retirada.
Pero cuando regresaban derrotados a Miradores, unos facciosos apostados en las casas del pueblo les hicieron un fuego mortífero. Hubo un momento angustioso. Los camiones que volvían del frente abarrotados de muertos y heridos se amontonaban en la plaza, donde eran acribillados por los fascistas del pueblo y de los contornos, que se habían parapetado en las ventanas y los tejados de las casas próximas. Suponiendo que el ejército vencedor vendría pisando los talones a los vencidos, aprovechaban el desconcierto de la derrota para aniquilarlos a mansalva. Los que volvían de la batalla ilesos se dispersaban abandonando en los camiones a los muertos y heridos. Rosario, Carmen y Adela, que venían indemnes, pero con el terror pintado en los ojos, estuvieron bregando desesperadamente bajo el fuego de los facciosos emboscados para arrastrar el cuerpo inerte de Pascual, herido de un balazo en el pecho. Cruzaron la zona batida sin abandonar a su infortunado camarada y, sosteniéndolo entre las tres, lo llevaron hasta el hotel. Cuando llegó estaba muerto.
El tiroteo seguía en las calles del pueblo y en todo el contorno. A favor de la confusión y la oscuridad, se presentaron a prima noche en la puerta del hotel unos automóviles con los faros apagados en los que huyeron camino de Ávila los huéspedes más decididos, la señora de Tirón entre ellos. Los otros se quedaron esperando la llegada de las tropas, que consideraban inminente. Rosario, Carmen y Adela, horrorizadas, velaban el cadáver del mozo, que habían depositado en el suelo de la cocina. Los huéspedes, molestos por la presencia en el hotel de aquel muerto rojo, amenazaban a las muchachas para que se lo llevaran de allí antes de que llegasen las tropas.
—¡Tenéis que llevaros «eso» de aquí! ¡Pues no faltaba más! Vendrán los militares y creerán que este hotel ha sido un nido de marxistas. ¡Echarlo a la carretera! —decían irritados.
Pero los militares no llegaron. Después de derrotar a los republicanos se quedaron sólidamente instalados en sus posiciones estratégicas de la montaña. En cambio, dos horas más tarde llegó de Madrid otra columna de milicianos del pueblo. Los primeros camiones fueron recibidos a tiros por los fascistas emboscados, pero la avalancha de combatientes republicanos era tal, que pronto estuvo cercado el pueblo por muchos centenares de hombres armados. Madrid se despoblaba para ir a la sierra a defender la República. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, armados con fusiles que cogieron en los cuarteles, llegaban constantemente en decenas y decenas de camiones. La presión formidable de esta gran masa humana hizo saltar de sus parapetos y escondites a los facciosos. Fueron perseguidos como alimañas y muertos allí donde se les cogía. El cura del pueblo estuvo hasta el último momento haciendo fuego con su carabina desde una tronera del campanario. Cuando, ya de día, los milicianos consiguieron subir a la torre se apoderaron de él, le voltearon y le lanzaron al espacio. Su sotana negra revoloteó un instante en el cielo blanquecino del amanecer como un pajarraco disparatado.
El señor Tirón, que estuvo primero organizando la agresión junto con los caciques de los contornos y que luego tomó parte activa en la lucha haciendo fuego con un rifle sobre los camiones que llegaban cargados de milicianos, al ver perdida la partida, intentó huir por la carretera de Ávila. Le cortaron el paso las patrullas rojas y tuvo que refugiarse en las calles del pueblo, pero, temiendo que de un instante a otro le descubriesen y le matasen como iban haciendo los milicianos con cuantos fascistas fugitivos encontraban, se encaminó al hotel, en el que entró sigilosamente por la puerta del corral que daba a la cocina. Al ver allí a Rosario, Carmen y Adela, se dirigió a ellas con ademán suplicante:
—¡Por lo que más quieran en el mundo, no me delaten!
Ellas le miraron con odio.
—¡No me delaten! ¡Me asesinarían! ¡Digan ustedes que no he salido del hotel en toda la noche! ¡Díganlo! ¡Por sus madres!
Y les cogía las manos y quería besárselas, enloquecido de pánico.
Rosario le apartó violentamente y señalándole con ojos de loca el cadáver de Pascual tendido en el suelo le dijo:
—¡Mira!
Tirón vio la silueta rígida del mozo y dobló la cabeza sobre el pecho, convencido de que desde aquel instante estaba irremisiblemente perdido.
Rosario abrió la puerta con un ademán resuelto.
—¿Adónde vas? —gritó Tirón, angustiado.
—¡A denunciarte! ¡A hacerte pagar tus crímenes! ¡Asesino!
Corrió desalentada hacia la oficina del comité. Al cruzar una de las callejuelas del pueblo que daban al campo oyó un grito espantado y casi simultáneamente una descarga cerrada. Se detuvo aturdida y vio cómo delante de la misma tapia por la que ella iba a pasar alzaba los brazos súbitamente un hombrecillo que acto seguido se desplomaba atravesado por los balazos de un pelotón de milicianos que estaban apostados en la esquina.
—¡Uno menos! ¡Vamos por otro! —gritaban jubilosos los ejecutores.
Rosario, espantada, los vio marchar y se quedó inmóvil al pie del cadáver. Le miró. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con un traje negro decente. ¿Qué tenía en la mano crispada? ¿Un papel? Se acercó más y lo vio. Al hombrecillo aquel las balas le habían alcanzado cuando echaba la última mirada a un retratito descolorido que debió de sacar de su cartera en el que se veían dos niños vestidos de blanco. Rosario cerró los ojos y tuvo que apoyarse en la tapia para no caer.
Cuando, pasado el tiempo, hizo un esfuerzo desesperado y consiguió arrancarse de aquel lugar volvió con pasos lentos y vacilantes al hotel. Entró en la cocina. Tirón seguía anonadado mirando estúpidamente el cadáver de Pascual.
Rosario cruzó ante Tirón sin mirarle siquiera, se acercó al muerto, se agachó y estuvo registrándole en los bolsillos. Luego se incorporó y dirigiéndose a Tirón le alargó una carterilla de piel mugrienta.
—Tome esto. Es el carné socialista de Pascual. Póngase una blusa de obrero para que no le conozcan y huya si no quiere que le maten.
Tirón, con los ojos brillantes, tomó ansiosamente el carné y quiso besar las manos que se lo tendían. Rosario lo rechazó.
—¡Váyase! ¡Váyase!
Y se echó a llorar como una chiquilla.
* * *
Gran desfile fascista en la plaza Mayor de Valladolid. Media mañana, sol y repique de campanas. Bajo los portales, una muchedumbre silenciosa encuadrada por milicianos fascistas. En las primeras filas, niñas que agitan banderitas con los colores de la monarquía y señoras entusiastas con velo o mantilla que periódicamente se exaltan y vitorean con voces delgadas y quebradizas a los salvadores de España. Detrás, mucha gente borrosa, y entre la gente, unos hombres que aprietan los puños crispados contra el forro de sus bolsillos.
En el cuadrilátero despejado de la vieja plaza castellana comienza la gran parada. Desfilan primero los pedritos y luego los flechas, niños uniformados a la manera de Roma y de Berlín que juegan a ser soldados. Las fanfarrias hacen sonar el Giovinezza y el Horsts Wessel. Estallan los vivas a España y al Ejército Nacional. Vienen luego las centurias de la Falange Española cuidadosamente uniformadas y divididas en escuadras que evolucionan con matemática precisión a la voz de mando de viejos sargentos del ejército. Desde una tribuna que ha sido erigida en el centro de la plaza, un grupo de militares contempla con desdeñosa benevolencia la pintoresca bizarría de los jóvenes falangistas, pobres diablos civiles que en el fondo de sus covachuelas, detrás de sus mostradores o en la penumbra de sus almacenes habían soñado con ser militares y se hacen al fin la ilusión de serlo.
Unos toques de corneta, la muchedumbre queda inmóvil y silenciosa, presentan armas las escuadras fascistas, y el general, uno de los beneméritos salvadores de España, avanza hasta al centro de la plaza rodeado de sus ayudantes y de los jefes de la Falange. Un speaker anuncia por el micrófono instalado en la tribuna que, contra lo que se deseaba, el general no hablará porque está ronco. Se va a rendir homenaje a la memoria de los héroes nacionales asesinados por los bandidos rojos. Tiene la palabra el excelentísimo señor don Cayetano Tirón.
Erguido, bombeado el torso, las insignias de la Falange bordadas en el pecho, la pistola en el cinto, el señor Tirón evoca con arrebatadora elocuencia una de las más gloriosas hazañas del fascismo vallisoletano: la muerte heroica del jefe territorial de la Falange, vilmente asesinado por las hordas marxistas en el pueblecito de Sanbrian.
* * *
Ésta mujer que a esta misma hora y bajo esta misma luz clara de la media mañana de agosto en Castilla se halla inmóvil e insensible a cuanto le rodea a la puerta de una casa en la calle desierta de Sanbrian, sabe también la historia de aquel terrible episodio que con vibrantes y encendidas palabras está narrando en la plaza de Valladolid el excelentísimo señor don Cayetano Tirón, jefe provincial de la Falange Española. Esta mujer que se ha quedado sola en esta casa, sola en esta calle y en este pueblo, lo cuenta con más sencillas palabras, pero con no menor patetismo.
—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquéllos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.
»A partir de entonces soy el único ser humano que habita este pueblo. Alguna vez, durante la noche, ha venido escondiéndose tal o cual madre o esposa fugitiva anhelando saber la suerte de los suyos. Cuando recorren estas calles y estas casas vacías y en silencio, cuando comprueban espantadas que no queda alma viviente, huyen otra vez aterradas. Sólo yo estoy aquí para llorar y rezar por todos.
* * *
Una clamorosa ovación subrayó las últimas palabras del excelentísimo señor don Cayetano Tirón, encargado de rendir homenaje a la memoria del jefe territorial de la Falange Española, vilmente asesinado en Sanbrian, y de cantar la gloriosa acción del Ejército Nacional que liberó al fin al país de la tiranía de los bandidos rojos.
Aplausos, felicitaciones, saludos, taconazos, vítores, música de charangas y brillante desfile. Los falangistas recorrían después las calles de Valladolid formando grupos que se enardecían repitiendo triunfalmente su grito de guerra:
—¡Viva la muerte!
—¡Viva la muerte!
La gente circulaba pacíficamente por calles y plazas. Los cafés y las cervecerías estaban repletos. En el salón de una de ellas, donde tenía su tertulia la plana mayor del fascismo, iban reuniéndose los jefes de la Falange una vez terminada la patriótica ceremonia. Allí llegó Tirón, triunfante después de pronunciar su elocuente discurso.
—¡Así se habla! —le dijo Paco Citroen, un señorito madrileño achulapado y gracioso, típico espécimen de la casta que se vanagloriaba de haberse batido como un jabato en la Sierra durante los primeros días de la rebelión, y de eso vivía.
Era Paco Citroen un curioso producto de Celtiberia, que cifraba todo su orgullo en ser más cerril e incomprensivo de lo que en realidad era. Su gran devoción era el casticismo. Estaba con los fascistas porque eran unos tíos castizos, y su grito de guerra era: «¡Los extranjeros son muy brutos! ¡Viva España!». Un curioso complejo de inferioridad nacional le hacía reaccionar salvajemente contra todo lo que no fuese típicamente español con una delirante xenofobia que le llevaba cuando estaba un poco borracho a dar gritos incongruentes de: «¡Viva el cocido y muera el Foreign Office!». «¡Muera la gimnasia sueca y vivan los toros!». «¡Abajo los cuartos de baño y las piscinas!». «¡Viva el olor a sobaco!». «¡Me gustan gordas y abajo el masaje!».
—Éste Paco Citroen es un bárbaro. ¡Pero muy buen patriota! —comentaban oyéndole unos intelectuales escapados de Madrid, profesores y periodistas que se habían puesto al servicio del fascismo y se reunían tímidamente junto a los jefes de la Falange.
Otro de los personajes de la tertulia era un jefe de centuria, antiguo camarero de café apodado el Cabezota, muy popular en Valladolid por sus viejas luchas contra los sindicatos, quien, comentando con aire socarrón el discurso de la plaza, decía:
—Lo de Sanbrian fue tal y como usted, señor Tirón, lo ha contado. Yo estuve allá. Y si no fue así, tendrá que venir algún vecino del pueblo a rectificarnos. Pero esté usted tranquilo, señor Tirón. Para eso nos tomamos nosotros el trabajo de que no quedase ni uno solo que pudiese contarlo.
Tirón, que sabía a qué atenerse respecto de la verdad histórica y la verdad verdadera, sofisticaba:
—El hecho en sí poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido, la significación histórica que pueda tener, y ésa no se la dan nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después de ellos nos afanamos por interpretarlo.
—Es decir: ¿qué me va usted a contar a mí, que estuve allí, lo que pasó en Sanbrian? —saltó Paco Citroen.
—Y tú, Paco, reconocerás que aquello fue tal y como yo lo cuento y no como tú, aturdidamente, hubieras creído. Tú estuviste allí, pero para enterarte de lo que pasó te faltaba perspectiva histórica.
Paco iba a decir una grosería. Pero se calló.
* * *
Aquella misma tarde llegaban a Valladolid los restos de una bandera del Tercio que llevaba ya varias semanas luchando en los alrededores de Madrid y venía relevada a descansar y a cubrir bajas. Los legionarios hicieron su entrada en la capital castellana con uno de sus bizarros e impresionantes desfiles. Atravesaron las calles marcando el paso con mucho braceo y pidiendo palmas como los toreros. Traían los cuellos desabrochados y los brazos remangados. Sobre la camisa llevaban algunos con mucha ostentación los grandes escapularios que con la inscripción de «¡Detente!» les habían regalado las damas piadosas de Castilla. Uno de ellos, más espectacular aún, llevaba la camisa desgarrada y sobre la piel desnuda del pecho se había pegado el milagroso «¡Detente!». La gente pacífica y cobarde de la ciudad veía pasar con embeleso a los famosos guerreros de la Legión, cuya legendaria ferocidad provocaba una extraña sensación de miedo y seguridad. Para acentuar esta impresión terrorífica, los legionarios, entre otras pueriles demostraciones, habían sustituido el asta de su bandera por una hecha con tibias de seres humanos engarzadas y aquel airón macabro escalofriaba a los tenderos, los oficinistas, las muchachitas y los niños. Éstos, sobre todo, seguían con los ojos muy abiertos al imponente abanderado de la Legión, con el anhelo de que los dejase ver de cerca y tocar aquellos huesos humanos que debían de suscitar en sus imaginaciones infantiles quién sabe qué lucubraciones.
Terminado el desfile, los legionarios se repartieron por las calles, los cafés y las tabernas de la vieja ciudad castellana, por la que iban difundiendo vanidosamente sus hazañas. Un grupo de oficiales de la Legión fraternizaba con los jefes fascistas en la tertulia de la cervecería. Los recién llegados relataban los últimos triunfos del Ejército Nacional. En la Sierra se habían hecho considerables progresos. El día anterior los legionarios habían entrado por fin a la bayoneta en uno de los pueblecitos serranos que más encarnizada resistencia había ofrecido: Miradores.
Tirón, cuando oyó este nombre, Miradores, bajó la cabeza y sintió un súbito malestar. Su tez amarillenta de hepático se oscureció y un mal sabor angustioso le subió a la boca pastosa. El oficial que relataba los pormenores de la operación aludía constantemente a personas y lugares que Tirón, en silencio y con los ojos cerrados, veía alzarse ante él con patética corporeidad. Mientras el oficial hablaba con su verbo expedito de militar, Tirón, sobrecogido, esperaba oír de un momento a otro algo que temía no le fuese posible soportar. Tres nombres martilleaban su conciencia. Tres figuras de mujer se alzaban acusadoras ante él. El oficial seguía entre burlas y horrores su relato. La toma de Miradores había sido uno de los episodios más duros y accidentados de la campaña. Los casos aislados de heroísmo y desesperación por parte de los defensores del pueblo brotaban uno tras otro de los labios del oficial. Pero no surgieron aquellos tres nombres, aquellas tres figuras de mujer que a él le atormentaban.
No se atrevió a preguntar. Prefirió la incertidumbre a la enojosa certeza. Su fondo nietzscheano de fascista le decía que la duda es una buena almohada. Supo que los vecinos rebeldes de Miradores que no habían perecido en la batalla habían sido capturados, conducidos a Valladolid y encarcelados. Probablemente se les fusilaría aquella misma madrugada.
Salió ya tarde de la cervecería sin haberse atrevido a preguntar por aquellas tres muchachas que lo salvaron y que probablemente habían pagado con sus vidas el triunfo de la causa que él defendía. ¿Habrían escapado a tiempo? ¡Bah! Su conciencia se aquietaba pensando que, aun en el peor supuesto, no había estado en su mano impedir que pereciesen.
¿Y si estuviesen entre los prisioneros que habían sido conducidos a Valladolid? La idea era demasiado desagradable. Intentó desecharla. Se encaminó a su casa dispuesto heroicamente a no salir de dudas. Pero en el umbral mismo cayó en la tentación de dar un sensual reposo a su conciencia y, volviendo sobre sus pasos, se encaminó a la prisión central, donde se reunía el cónclave de falangistas que a aquellas horas debían de estar decidiendo la suerte de los prisioneros.
—¡Buena redada la del Tercio en Miradores! —le dijeron apenas entró—. Ésta madrugada caen once de esos bandidos rojos que durante dos meses nos han tenido en jaque a las puertas del pueblo.
—¿Tenéis ahí la lista? —preguntó con afectada displicencia.
Le alargaron un papel. Apenas clavó en él los ojos leyó los tres nombres temidos: Rosario, Carmen y Adela. Permaneció exteriormente impasible como si repasara por mera curiosidad unos nombres que nada le decían. Sintió que pasaba el tiempo, que dentro de sí mismo algo se rebelaba y pugnaba por salir, que sus insensibles compañeros seguían entre tanto charlando y fumando indiferentes y que él angustiosamente sacudido por aquella repulsión interior permanecía estúpidamente inmóvil con aquel papel que ya nada podía decirle ante los ojos. Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco hombre para tan gran empeño. La voz se le quebró en la garganta, se le heló la sangre en las venas y aquel ímpetu vital naciente quedó pronto aniquilado. En vez de lanzarse bravamente a la lucha para arrancar de la muerte a aquellas tres mujeres a las que debía su propia vida, se limitó a preguntar con tímido acento:
—¿Y estas tres mujeres?
—Las peores. Con cien vidas no pagaban —le contestaron.
—No será tanto… —aventuró.
—¿Cómo? Han hecho horrores. Asesinaban por su mano a los prisioneros y sacaban los ojos a los hijos de las personas de orden.
Se sublevó a pesar suyo.
—¡Eso no es verdad! A mí me consta…
Uno de los jefes que estaban allí le miró con dureza y acercándole su cara lívida, cuidadosamente rasurada, le interrumpió:
—A usted no le consta nada. ¿Se ha olvidado de que es jefe de la Falange Española? Ésas mujeres han cometido crímenes horrendos que van a pagar con sus vidas. Así lo ha decretado la superioridad. ¿Tiene usted algo que añadir?
Tirón se cuadró militarmente.
—Nada. Estoy a las órdenes de vuecencia.
—Puede usted retirarse.
Salió hecho un guiñapo. En las calles, solitarias y oscuras, no había ya un alma. Al pasar junto a una taberna oyó el estrépito de unos legionarios borrachos. Ya cerca de su casa se cruzó con una patrulla de falangistas que iban cantando su himno de guerra.
—¡Viva la muerte! —gritaban.
Aquel grito absurdo rodaba pavorosamente por las calles desiertas de la muerta ciudad castellana.
Entró en su casa dando diente con diente y se encerró en su alcoba. Cuando se desnudaba, al quitarse el correaje, sacó la pistola de su funda, estuvo un momento considerándola y se apoyó el cañón en la sien. Cerró los ojos. Contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…
Luego abrió los ojos y se sonrió a sí mismo. ¡Qué gran farsante era!
Guardó la pistola en la mesilla de noche y se echó a dormir. Lo hizo instantáneamente con un sueño pesado y hondo. Dormía como un bendito.
Pasó el tiempo.
De súbito despertó despavorido. Daba vueltas por la cama como una alimaña presa en un cepo. Se despabiló y encendió la luz.
—¡Bah! —pensó—. Bromas pesadas del subconsciente. Voy a necesitar bromuro.
Cerró los ojos y, como la voluntad obra prodigios, volvió a quedarse profundamente dormido. Pero apenas el resorte de la voluntad se relajaba con el sueño, volvía a sacudirle aquel prurito angustioso.
Se levantó al fin, desesperado, y maquinalmente se puso a vestirse. Cuando se hubo vestido abrió la puerta sigilosamente y salió como un autómata. Se encaminó sin vacilar hacia la cárcel. Al llegar frente a la puerta se quedó perplejo. ¿A qué había ido allí? Dio la vuelta alrededor del edificio pegándose a los paredones siniestros y se encontró otra vez en el mismo sitio. ¿Qué hora sería? En aquel momento llegaban a la puerta de la cárcel unos camiones de los que descendieron diez o doce falangistas. Se quedó anonadado. Todo había terminado ya.
Los falangistas le reconocieron y le preguntaron extrañados qué hacía allí. Dio una disculpa cualquiera.
No tuvo que preguntar nada. Uno de los falangistas se puso a contarle las ejecuciones. Aquella noche la cosa había sido dura. Entre los sentenciados había tenido tres muchachas, tres milicianas rojas.
—No es lo mismo fusilar mujeres que hombres, jefe —decía cabeceando un falangista.
—¡Bandidos rojos, todos, hombres y mujeres! Hay que acabar con ellos —gruñó otro.
—¿Qué tal han muerto? —preguntó con tono indiferente. Lo que su conciencia cobarde pordioseaba hipócritamente era la tranquilidad de que al menos las víctimas no habían sufrido mucho.
—¡Pse! —le contestaron—. No debían de tener ninguna gana de morir. Eran jóvenes y guapas… Una de ellas, la más jovencilla…
—¿Adela?
—Adela creo que se llamaba. ¿La conocía usted, jefe?
—Sí.
—Pues esa Adela, aunque era muy poquita cosa, iba muy firme. Hasta se sonreía. Luego se nos derrumbó y hubo que llevarla junto a la pared a puñados. A lo último todavía tuvo fuerza para levantarnos el puño. No le dimos tiempo a gritar.
—Otra fue como una cordera.
—A mí la que más me ha impresionado fue la más mujer, una morena fuerte y guapa…
—Rosario.
—Sí, Rosario. No protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba!
Y el falangista obsesivo repetía:
—¡Cómo lloraba! Lloraba como una chiquilla.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. 1937.
lunes, 17 de agosto de 2020
El juego de la guerra. Carlos Casares.
Lo echaron a suertes y me tocó a mí. Creo que hicieron trampa, pero
me callé. Me dijo el Rata: «Vete». Yo no quería ir, digo la
verdad. El Rata estaba loco, según decía mi madre, pero yo pienso
que no estaba loco, que era atravesado y de mala ley. Por segunda vez
me dijo que fuera y fui. La casa de don Domingo quedaba lejos, a unos
dos kilómetros aproximadamente. Tuve que dar un rodeo para no pasar
por delante de la zapatería de mi padre. Al principio pensé: «Me
voy para casa y ya está». Pero tuve miedo. Además hacía calor y
en casa en verano no se aguantan las moscas.
Llegué al chalet de don Domingo y llamé a gritos:
-¡Zalo!
Ladraron los perros, esperé un poco y volví a llamar:
-¡Zalo!
Cuando apareció, enseguida me di cuenta de que venía de dormir la siesta. Me dijo: «¿Qué pasa?». Yo le dije: «El Rata te espera en el río. Cogió una mariposa muy bonita y dice que vayas pronto, que te la da para la colección». Zalo era un loco de las mariposas, y el Rata, qué cabrón, cómo sabía darle con el gusto a la gente.
-¿Dónde está el Rata?
-En el Campo del Pombal.
Salimos corriendo. Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el río. Al vernos, salió a toda prisa, miró a Zalo con cara de atravesado y le dijo: «Hola, ¿quieres la mariposa?». Por el tono en que le hablaba, Zalo se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería. El Rata silbó y entre todos se lanzaron a él. Lo desnudaron y lo ataron a un árbol. Zalo lloraba y a mí me dieron también ganas de llorar. Eso no se le hace a nadie, y menos a traición. El Rata le escupió allí, en aquel sitio, y le llamó cagado. «¡No se llora!», le dijo. Después cogió una vara de mimbre y se la pasó por las piernas y por la barriga, pero sin darle. Echamos a suertes y me tocó a mí. Quise escapar, pero el Rata me miró así, como mira él, y cogí la vara. Me dijo: «Empiezas tú». Le dije que no. Él volvió a decir:
«Mira, Rafael, que te tocó a ti». Yo le repetí que no. Y él vuelta con que me había tocado y que si no, me ataban a mí también. Por último me dijo: «Mira, Rafael…». Por el tono de voz ya me di cuenta de que me iba a decir aquello. Agarré la vara y me fui hacia Zalo. Yo no quería, bien lo sabe Dios. Primero le di en el cuello. Los otros gritaron: «¡Más!». Apreté los dientes y sentí que me saltaban las lágrimas y que no veía. Entonces le pegué en las piernas, en los hombros, en la cara, en el pecho. Sangraba y daba unos gritos horribles. Y los otros decían: «¡Más!». Y yo no veía y notaba el sol dentro de la cabeza y los gritos de Zalo que se me clavaban en los oídos. Y le seguía pegando. Y los otros seguían diciendo: «¡Más!». Cuando miré para Zalo, tuve miedo. Estaba todo ensangrentado, como muerto, y no hablaba. El Rata y los otros escaparon. Yo también escapé.
Yo no quería, digo la verdad. Se lo dije al señor aquel, pero no me hicieron caso. También le dije que había sido por sorteo, que me había tocado a mí, pero no quiso escucharme. Me habló del infierno y entonces me callé.
Ahora estoy en este colegio desde hace un año. Es primavera y no puedo salir. A lo mejor me dejan marchar en julio, pero todavía no lo sé. Ayer me llevaron a la sala de castigos. Dicen que en el recreo no puede andar uno solo paseando por el patio, que hay que jugar. Tampoco se puede andar de dos en dos. ¡La puta que los parió a todos! Yo quiero andar solo. A mí no me gusta jugar al fútbol ni al frontón ni al baloncesto. Me gusta jugar en el lavabo. Tampoco se puede, porque está también prohibido. Pero por las noches, cuando todos duermen, me levanto y voy a los lavabos y juego a la guerra. Durante el día cojo moscas, les arranco las alas y las guardo en una caja de cerillas. Por la noche meto las moscas en la pileta y abro el grifo, poquito a poco, muy despacito. Las moscas suben, huyen por la pileta arriba, pero yo las empujo para abajo con una pajita y se ahogan. Es la guerra. Se ahogan poco a poco. Un día me cazaron y me llevaron a la sala de castigos. Me llamaron marrano por andar tocando las moscas. ¿Y qué? Si no fuese por la guerra, me pudría de asco. Durante el invierno, como no había moscas, jugaba con trocitos de papel, pero no es tan bonito.
En julio dicen que salgo. El Rata, a lo mejor, piensa que me olvidé. Seguro que piensa que seguimos siendo amigos. Entonces le voy a decir: «¿Vienes al río?». Él viene, que le gusta mucho. Y después le pregunto: «Jugamos a los submarinos?». Él juega, que le gusta mucho jugar a los submarinos. Primero paso yo. Paso dos o tres veces. Después que pase él. Abro bien las piernas y él pasa por el medio, debajo del agua. Y así dos o tres veces. Y entonces, hala, cuando pase, cierro las piernas y queda enganchado por el pescuezo. Poco a poco, despacito, como las moscas de la pileta.
Llegué al chalet de don Domingo y llamé a gritos:
-¡Zalo!
Ladraron los perros, esperé un poco y volví a llamar:
-¡Zalo!
Cuando apareció, enseguida me di cuenta de que venía de dormir la siesta. Me dijo: «¿Qué pasa?». Yo le dije: «El Rata te espera en el río. Cogió una mariposa muy bonita y dice que vayas pronto, que te la da para la colección». Zalo era un loco de las mariposas, y el Rata, qué cabrón, cómo sabía darle con el gusto a la gente.
-¿Dónde está el Rata?
-En el Campo del Pombal.
Salimos corriendo. Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el río. Al vernos, salió a toda prisa, miró a Zalo con cara de atravesado y le dijo: «Hola, ¿quieres la mariposa?». Por el tono en que le hablaba, Zalo se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería. El Rata silbó y entre todos se lanzaron a él. Lo desnudaron y lo ataron a un árbol. Zalo lloraba y a mí me dieron también ganas de llorar. Eso no se le hace a nadie, y menos a traición. El Rata le escupió allí, en aquel sitio, y le llamó cagado. «¡No se llora!», le dijo. Después cogió una vara de mimbre y se la pasó por las piernas y por la barriga, pero sin darle. Echamos a suertes y me tocó a mí. Quise escapar, pero el Rata me miró así, como mira él, y cogí la vara. Me dijo: «Empiezas tú». Le dije que no. Él volvió a decir:
«Mira, Rafael, que te tocó a ti». Yo le repetí que no. Y él vuelta con que me había tocado y que si no, me ataban a mí también. Por último me dijo: «Mira, Rafael…». Por el tono de voz ya me di cuenta de que me iba a decir aquello. Agarré la vara y me fui hacia Zalo. Yo no quería, bien lo sabe Dios. Primero le di en el cuello. Los otros gritaron: «¡Más!». Apreté los dientes y sentí que me saltaban las lágrimas y que no veía. Entonces le pegué en las piernas, en los hombros, en la cara, en el pecho. Sangraba y daba unos gritos horribles. Y los otros decían: «¡Más!». Y yo no veía y notaba el sol dentro de la cabeza y los gritos de Zalo que se me clavaban en los oídos. Y le seguía pegando. Y los otros seguían diciendo: «¡Más!». Cuando miré para Zalo, tuve miedo. Estaba todo ensangrentado, como muerto, y no hablaba. El Rata y los otros escaparon. Yo también escapé.
Yo no quería, digo la verdad. Se lo dije al señor aquel, pero no me hicieron caso. También le dije que había sido por sorteo, que me había tocado a mí, pero no quiso escucharme. Me habló del infierno y entonces me callé.
Ahora estoy en este colegio desde hace un año. Es primavera y no puedo salir. A lo mejor me dejan marchar en julio, pero todavía no lo sé. Ayer me llevaron a la sala de castigos. Dicen que en el recreo no puede andar uno solo paseando por el patio, que hay que jugar. Tampoco se puede andar de dos en dos. ¡La puta que los parió a todos! Yo quiero andar solo. A mí no me gusta jugar al fútbol ni al frontón ni al baloncesto. Me gusta jugar en el lavabo. Tampoco se puede, porque está también prohibido. Pero por las noches, cuando todos duermen, me levanto y voy a los lavabos y juego a la guerra. Durante el día cojo moscas, les arranco las alas y las guardo en una caja de cerillas. Por la noche meto las moscas en la pileta y abro el grifo, poquito a poco, muy despacito. Las moscas suben, huyen por la pileta arriba, pero yo las empujo para abajo con una pajita y se ahogan. Es la guerra. Se ahogan poco a poco. Un día me cazaron y me llevaron a la sala de castigos. Me llamaron marrano por andar tocando las moscas. ¿Y qué? Si no fuese por la guerra, me pudría de asco. Durante el invierno, como no había moscas, jugaba con trocitos de papel, pero no es tan bonito.
En julio dicen que salgo. El Rata, a lo mejor, piensa que me olvidé. Seguro que piensa que seguimos siendo amigos. Entonces le voy a decir: «¿Vienes al río?». Él viene, que le gusta mucho. Y después le pregunto: «Jugamos a los submarinos?». Él juega, que le gusta mucho jugar a los submarinos. Primero paso yo. Paso dos o tres veces. Después que pase él. Abro bien las piernas y él pasa por el medio, debajo del agua. Y así dos o tres veces. Y entonces, hala, cuando pase, cierro las piernas y queda enganchado por el pescuezo. Poco a poco, despacito, como las moscas de la pileta.
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