domingo, 30 de marzo de 2025

Juegos de ciudad. Pía Barros.

Mientras la lluvia arrecia sobre Santiago, nosotras vamos al supermercado y llenamos el carro con todo aquello que necesitamos. En los pasillos atestados, tú preguntas si puedes poner galletas de chocolate y tres postres de yogurt. Te digo que sí, hija, que puedes, y ponemos también suntuarios y hasta aquellas medias calientitas que tanto te hacen falta.
Luego, subrepticias, dejamos el carro en el pasillo apartado y salimos tomadas de las manos a la calle.
—¿Te gustó el paseo y el juego, hija?
—Sí mamá, me gustaría que fuera de verdad.
—La próxima vez, hija —miento enronquecida bajo la lluvia.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Homero. Enrique Anderson Imbert.

Generaciones de griegos cantaron episodios heroicos de una civilización perdida. Los creían verdaderos porque verdaderas eran las ruinas de Troya y de Micenas que veían. Cuando él también se puso a cantar repitió lo que había oído. Una que otra vez se permitió inventar algo, para juntar retazos de leyendas y hacer mover a los héroes en una continua aventura. En cierta ocasión inventó un barco. Fue, de toda la ficción homérica, el único objeto que se materializó y una mañana una niña pudo verlo, antiguo, real, concreto, indudable, surcando el mar. Cuando dijo lo que había visto nadie quiso creerla y la niña acabó por olvidarse. El mar, en cambio, recordaría siempre la estela de ese barco; solo que, en su memoria de agua, dudaba de si el barco lo había surcado de veras por arriba o si era que él, el mar, lo había soñado.

El gato de Cheshire, 1965.

lunes, 24 de marzo de 2025

Mono no aware. Ken Liu.

El mundo tiene la misma forma que el kanji para «paraguas», solo que tan mal escrito, como con mi propia caligrafía, que las diferentes partes no guardan proporción.

 


Mi padre se habría avergonzado enormemente de la forma tan infantil que sigo teniendo de escribir los caracteres. De hecho, hay muchos que ya casi ni sé escribir siquiera. Mi educación formal en Japón se interrumpió cuando solo tenía ocho años.
Sin embargo, para lo que lo necesito ahora, me vale con este carácter mal escrito.
El palio de arriba es la vela solar. Incluso un kanji distorsionado como este tan solo alcanza a dar una ligerísima idea de su inmenso tamaño. En su intento por atrapar hasta el último de los fotones con los que se cruza, el disco rotatorio, cien veces más fino que el papel de arroz, se despliega a lo largo de mil kilómetros en el espacio igual que una cometa gigante. Y literalmente oculta el cielo.
Debajo de él cuelga un largo cable de nanotubos de carbono de cien kilómetros de largo: fuerte, ligero y flexible. En el extremo del cable está el corazón de la Esperanzada, el módulo habitacional, un cilindro de quinientos metros de alto en el que se apiñan los mil veintiún habitantes del mundo.
La luz del Sol empuja la vela y nos impele hacia una órbita en espiral cada vez más amplia, cada vez con mayor aceleración, que nos aleja de él. La aceleración nos fija a las cubiertas y proporciona peso a todo.
Nuestra trayectoria nos lleva hacia una estrella llamada 61 Virginis. Ahora no se la ve porque está detrás del palio que forma la vela solar. La Esperanzada llegará a ella dentro de unos trescientos años, más o menos. Con suerte, mi tataratataratatara —una vez calculé cuántos «tataras» necesitaba, pero ahora mismo no me acuerdo— nieto la verá.
En el módulo habitacional no hay ventanas que permitan disfrutar de las vistas de las estrellas que vamos dejando atrás. A la mayor parte de la gente no le importa, ya que hace mucho tiempo que se aburrieron de ver las estrellas. Sin embargo, a mí me gusta mirar por las cámaras montadas en la parte de abajo de la nave y contemplar el brillo rojizo cada vez más lejano de nuestro sol, de nuestro pasado.
 
—Hiroto —dijo mi padre mientras me sacudía para despertarme—, prepara tu equipaje. Ya ha llegado la hora.
Mi pequeña maleta ya estaba preparada. Tan solo me faltaba meter mi juego de go. Mi padre me lo había regalado cuando tenía cinco años y las mejores horas del día eran las que pasábamos jugando.
El sol todavía no se había levantado cuando mis padres y yo salimos de casa. Todos los vecinos estaban también fuera de su casa con su equipaje, y nos saludamos educadamente bajo las estrellas estivales. Como de costumbre, busqué el Martillo. Fue fácil. Desde que alcanzo a recordar, el asteroide ha sido el objeto más brillante del cielo después de la Luna, y cada año se ha ido haciendo más brillante.
Un camión con altavoces acoplados encima avanzaba lentamente por el centro de la calle.
«Atención, habitantes de Kurume. Por favor, diríjanse de manera ordenada hacia la parada de autobús. Habrá suficientes autobuses para llevarlos a todos a la estación de ferrocarril, donde podrán coger un tren para Kagoshima. No utilicen sus propios vehículos. Las calles deben permanecer despejadas para los autobuses de evacuación y los vehículos oficiales».
Todas las familias fueron caminando lentamente por la acera.
—Señora Maeda, ¿quiere que le lleve el equipaje? —le ofreció mi padre a nuestra vecina.
—Se lo agradezco mucho —respondió la anciana.
Cuando llevábamos diez minutos andando, la señora Maeda se detuvo y se apoyó en una farola.
—Ya queda muy poco, abuela —le dije. Ella movió la cabeza afirmativamente. Pero le faltaba el aliento y no pudo hablar. Intenté animarla—: ¿Tiene ganas de ver a su nieto en Kagoshima? Yo también echo de menos a Michi. En la nave espacial podrá sentarse con él y descansar. Dicen que habrá asientos para todos.
Mi madre me sonrió en señal de aprobación.
—Tenemos mucha suerte de estar aquí —comentó mi padre señalando las filas ordenadas de gente avanzando hacia la parada del autobús, los solemnes jóvenes con camisas y zapatos limpios, las mujeres de mediana edad que ayudaban a sus ancianos progenitores, las calles limpias y vacías, el silencio… porque, a pesar de la muchedumbre, nadie elevaba el tono de voz por encima del de un murmullo. El aire parecía fluctuar por las conexiones entre todas esas personas —familias, vecinos, amigos, colegas—, tan invisibles y fuertes como hebras de seda.
Yo había visto en la televisión lo que estaba sucediendo en otros lugares del mundo: saqueadores gritando, brincando por las calles; soldados y policías disparando al aire y a veces al gentío; edificios en llamas; pilas tambaleantes de cadáveres; generales vociferando delante de multitudes desenfrenadas, jurando venganza por antiguos agravios incluso cuando el mundo estaba llegando a su fin.
—Hiroto, quiero que recuerdes esto —dijo mi padre, mirando a su alrededor sobrecogido por la emoción—. Ante los desastres es cuando demostramos nuestra fortaleza como pueblo. Tienes que entender que lo que nos define no es nuestra soledad individual, sino la red de relaciones en la que estamos inmersos. Las personas deben estar por encima de sus necesidades egoístas para que todos podamos vivir en armonía. Los individuos son pequeños y débiles, pero cuando nos aunamos, todos juntos, la nación japonesa es invencible.
 
—Señor Shimizu —dice Bobby a sus ocho años—, no me gusta este juego.
La escuela está situada en el centro exacto del módulo habitacional cilíndrico, donde disfruta de la máxima protección frente a las radiaciones. En la parte de delante de la clase hay colgada una bandera estadounidense a la que los niños juran lealtad todas las mañanas. Flanqueando la misma hay dos hileras de banderas más pequeñas del resto de países con supervivientes en la Esperanzada. Al final de la fila de la izquierda hay un dibujo infantil del Hinomaru, con las esquinas del papel blanco dobladas y el sol naciente que en su día fue rojo brillante descolorido hasta el naranja del ocaso. Lo dibujé yo el día que llegué a la Esperanzada.
Acerco una silla a la mesa en la que Bobby y su amigo Eric están sentados.
—¿Por qué no te gusta?
Entre los dos niños hay una cuadrícula de diecinueve por diecinueve líneas rectas. Unas cuantas piedras negras y blancas han sido colocadas en las intersecciones.
Cuando cada dos semanas tengo un día libre en mis tareas habituales de monitorización del estado de la vela solar, vengo a la escuela a enseñar a los niños alguna cosa sobre Japón. Aunque a veces me siento como un tonto. ¿Cómo voy a poder enseñarles algo sobre Japón si solo cuento con unos vagos recuerdos infantiles?
Pero no me queda otra opción. Al resto de técnicos que tampoco son estadounidenses les parece como a mí que nuestra obligación es participar en el programa escolar de enriquecimiento cultural y transmitir lo que podamos.
—Todas las piedras son iguales —dice Bobby—, y no se mueven. Son un rollo.
—¿Qué juego te gusta? —le pregunto.
—¡Asteroides! —interviene Eric—. Ese sí que es bueno. Tienes que salvar el mundo.
—Me refiero a un juego que no sea de ordenador.
—Supongo que el ajedrez —dice Bobby con un encogimiento de hombros—. Me gusta la reina. Es fuerte y distinta de todos los demás. Es una heroína.
—El ajedrez es un juego de escaramuzas —les explico—. La perspectiva del go es más general. Abarca batallas enteras.
—En el go no hay héroes —replica tercamente Bobby.
A eso no sé qué responder.
 
En Kagoshima no había ningún sitio donde alojarse, así que todo el mundo durmió a la intemperie junto a la carretera que llevaba al puerto espacial. En el horizonte se veían las grandes naves de salvamento plateadas que refulgían bajo la luz del sol.
Mi padre me había explicado que algunos fragmentos que se habían desgajado del Martillo se dirigían hacia Marte y la Luna, así que las naves nos tendrían que llevar más lejos, al espacio profundo, si queríamos estar a salvo.
—Quiero asiento de ventanilla —dije, imaginándome las estrellas cruzándose con nosotros a toda velocidad.
—Deberías ceder el asiento de ventanilla a los que son más pequeños que tú —me sugirió mi padre—. No olvides que todos tenemos que hacer sacrificios para poder vivir juntos.
Amontonamos nuestras maletas para formar muros, que cubrimos con sábanas, y así construimos refugios que nos protegían del viento y el sol. Todos los días, inspectores gubernamentales venían a repartir provisiones y a asegurarse de que todo iba bien.
—¡Tengan paciencia! —nos decían—. Sabemos que las cosas están yendo despacio, pero estamos haciendo todo lo que podemos. Habrá sitio para todo el mundo.
Nosotros teníamos paciencia. Algunas madres organizaron clases para los niños durante el día, y los padres establecieron un sistema de prioridades para que las familias con ancianos y bebés pudieran ser las primeras en embarcar cuando las naves estuvieran finalmente preparadas.
Tras cuatro días de espera, las palabras tranquilizadoras de los inspectores ya no sonaban tan tranquilizadoras. Empezaron a propagarse rumores.
«Son las naves. Tienen algún problema».
«Los fabricantes mintieron al gobierno y le dijeron que estaban preparadas cuando en realidad no lo estaban, y ahora al primer ministro le da vergüenza reconocer la verdad».
«He oído que solo hay una nave y únicamente unos cuantos cientos de personas de entre las más importantes tendrán sitio. El resto de naves no son más que caparazones huecos, para despistar».
«Confían en que los estadounidenses cambien de idea y construyan más naves para los países aliados como el nuestro».
Mi madre se acercó a mi padre y le susurró algo al oído. Mi padre movió la cabeza negativamente y la interrumpió.
—No repitas esas cosas.
—Pero es por el bien de Hiroto…
—¡No! —Nunca había oído a mi padre sonar tan enfadado. Hizo una pausa, tragó y añadió—: Debemos confiar los unos en los otros, y confiar en el primer ministro y en las Fuerzas de Autodefensa.
A mi madre se la veía preocupada. La cogí de la mano.
—No tengo miedo —le aseguré.
—Eso está bien —dijo mi padre sonando aliviado—. No hay motivo alguno para tener miedo.
Me cogió en brazos —lo que me resultó un tanto embarazoso, porque era algo que no había hecho desde que yo era muy pequeño— y señaló hacia la compacta multitud de miles y miles de personas que se extendía a nuestro alrededor hasta donde alcanzaba la vista.
—Mira cuánta gente estamos aquí: abuelas, padres jóvenes, hermanas mayores, hermanitos pequeños… Con una muchedumbre así, si alguien se dejara llevar por el pánico y empezara a hacer correr rumores, estaría actuando mal y de manera egoísta, y mucha gente podría resultar herida. Debemos comportarnos como nos corresponde y no perder de vista en ningún momento la visión global de la situación.
 
Mindy y yo hacemos el amor pausadamente. Me gusta inhalar el aroma de su pelo moreno y rizado, exuberante, cálido, que me hace cosquillas en la nariz igual que el mar con su olor a sal.
Después nos quedamos tumbados juntos, mirando mi monitor del techo. Lo tengo programado para que reproduzca una y otra vez la imagen del campo de estrellas que se va perdiendo en la distancia. Mindy trabaja en navegación y me graba las imágenes en alta resolución que se registran en la cabina.
Me gusta fingir que es una gran claraboya y que yacemos bajo las estrellas. Sé que hay a quien le gusta tener el monitor reproduciendo fotografías y vídeos de la vieja Tierra, pero a mí eso me entristece demasiado.
—¿Cómo se dice «estrella» en japonés? —pregunta Mindy.
—Hoshi.
—¿Y cómo se dice «invitado»?
—Okyakusan.
—¿Así que nosotros somos hoshi okyakusan?, invitados de las estrellas.
—El japonés no funciona así.
Mindy es cantante y le gusta el sonido de los idiomas que no son el inglés. «Resulta difícil oír la música que hay tras las palabras cuando se interpone el significado», me dijo en una ocasión.
La lengua materna de Mindy es el español, pero todavía recuerda menos de lo que yo recuerdo del japonés. A menudo me pregunta por palabras japonesas y las entreteje en sus canciones.
Intento expresarlo de manera poética, pero no estoy seguro de conseguirlo. «Wareware ha, hoshi no aida ni kyaku ni kite»: hemos venido para ser invitados de las estrellas.
«Hay miles de maneras de expresar cualquier cosa —solía decir mi padre—, cada una apropiada para una determinada ocasión». Él me enseñó que nuestro idioma está lleno de matices y de una fina gracia, que cada frase es un poema. El idioma se pliega sobre sí mismo, las palabras tácitas tan significativas como las dichas, un contexto dentro de otro contexto, una capa sobre otra capa, como el acero en las espadas de los samuráis.
Me gustaría que mi padre estuviera aquí para poder preguntarle la manera adecuada de decir «te echo de menos» cuando estás celebrando tu veinticinco cumpleaños y eres el único superviviente de tu raza.
—A mi hermana le gustaban mucho los cómics japoneses. El manga.
Al igual que yo, Mindy es huérfana, y eso es parte de lo que nos une.
—¿Te acuerdas de muchas cosas de ella?
—No, de pocas. Solo tenía unos cinco años cuando embarqué en la nave. De antes lo único que recuerdo son montones de disparos, y todos nosotros escondidos en la oscuridad, y carreras y gritos, y cómo robábamos comida. Ella siempre estaba allí y me leía los mangas para que me estuviera callada. Y entonces…
Solo había visto el vídeo una vez. Desde nuestra lejana órbita, la canica blanca y azul que era la Tierra pareció tambalearse un instante cuando el asteroide la golpeó y, a continuación, olas turbulentas y silenciosas de destrucción que se propagaron lentamente engullendo el globo.
La atraigo hacia mí y la beso en la frente, suavemente, un beso de consuelo.
—No hablemos de cosas tristes.
Mindy me estrecha entre sus brazos con fuerza, como si nunca me fuera a soltar.
—¿Te acuerdas de algo de los mangas? —pregunto.
—Me acuerdo de que estaban llenos de robots gigantes. Y de que pensé, «¡Qué poderoso es Japón!».
Intento imaginármelo: Japón lleno de gigantescos y heroicos robots luchando desesperadamente por salvar a la gente.
 
El discurso de disculpa del primer ministro fue difundido por los altavoces. Algunos también lo vieron en su teléfono.
Recuerdo poca cosa del mismo, tan solo que la voz era débil y que el primer ministro parecía un endeble anciano. Y que daba la impresión de sentirlo sinceramente. «He defraudado al pueblo», dijo.
Los rumores resultaron ser verdad. Los fabricantes de las naves habían cobrado el dinero del gobierno, pero las naves que habían construido ni eran lo suficientemente resistentes ni tan potentes como habían prometido. Mantuvieron la farsa hasta el ultimísimo momento y descubrimos la verdad cuando ya era demasiado tarde.
Japón no fue el único país que falló a su pueblo. Cuando se descubrió el Martillo en rumbo de colisión con la Tierra, los otros países habían discutido sobre a quién correspondía contribuir, y en qué medida, a un plan conjunto de evacuación. Y cuando el plan se vino abajo, la mayoría había decidido que era mejor apostar a que el Martillo no chocaba contra nosotros y dedicarse a gastar dinero y vidas en pelear entre ellos.
Cuando el primer ministro terminó de hablar, la muchedumbre se quedó en silencio. Se oyeron algunos gritos airados, pero se acallaron enseguida. De manera gradual y ordenada, la gente empezó a recoger sus bártulos y a abandonar los campamentos temporales.
 
—¿Que la gente se fue a casa sin más? —me pregunta Mindy incrédula.
—Sí.
—¿Que no hubo ni saqueos ni gente corriendo aterrorizada ni soldados amotinándose en las calles?
—Era Japón —digo, y noto el orgullo en mi voz, un eco del de mi padre.
—Supongo que la gente se había resignado —dice Mindy—. Que se había rendido. A lo mejor es algo cultural.
—¡No! —Intento no sonar acalorado. Sus palabras me molestan, igual que el comentario de Bobby de que el go es aburrido—. No fue por eso.
 
—¿Con quién está hablando papá? —pregunté.
—Con el doctor Hamilton —me contestó mi madre—. Nosotros —tu padre, él y yo— fuimos juntos a la universidad, en Estados Unidos.
Observé a mi padre hablando por teléfono en inglés. Parecía una persona totalmente distinta; no era únicamente la cadencia y el tono de la voz, tenía el rostro más animado y hacía gestos con la mano a diestro y siniestro. Parecía un extranjero.
Mi padre gritó al aparato.
—¿Qué dice papá?
Mi madre me mandó callar. Estaba mirando a mi padre de hito en hito, pendiente de cada palabra.
—No —le dijo mi padre al aparato—. ¡No!
De eso no necesité traducción.
Más tarde, mi madre dijo:
—Está intentando hacer lo que él considera correcto.
—Está siendo tan egoísta como siempre —replicó con brusquedad mi padre.
—No eres justo —dijo mi madre—. No me llamó en secreto. En lugar de eso te llamó a ti porque pensaba que, si vuestras posiciones se invirtieran, él le ofrecería gustosamente a la mujer amada una oportunidad para sobrevivir, incluso aunque fuera con otro hombre.
Mi padre la miró. Yo nunca había oído a mis padres decirse «te quiero», pero hay palabras que no necesitan decirse para ser verdad.
—Yo nunca le hubiera dicho que sí —añadió mi madre con una sonrisa.
Y entonces se fue a la cocina para preparar algo de comer. Él la siguió con la mirada.
—Hace buen día —me dijo entonces mi padre—. Vamos a dar un paseo.
En la calle, mi padre y yo nos cruzamos con otros vecinos. Nos saludamos y nos interesamos mutuamente por nuestro estado de salud. Todo parecía normal. A la luz del atardecer, el Martillo brillaba incluso con más fuerza.
—Debes de estar muy asustado, Hiroto —dijo mi padre.
—¿No van a intentar construir más naves para que escapemos?
Mi padre no respondió. El viento de finales de verano nos trajo el sonido de las cigarras: cri, cri, criii. Y entonces mi padre dijo:
Nada indica
en el canto de las cigarras
que pronto morirán.
—¿Papá…?
—Es un poema de Bashō. ¿Lo entiendes?
Moví negativamente la cabeza. Las poesías no me gustaban demasiado.
Mi padre suspiró y me sonrió. Miró la puesta de sol y volvió a hablar:
La luz del sol poniente encierra una belleza infinita
aunque tenga tan cercano el final del día.
Recité los versos para mí mismo. Tenían algo que me conmovió. Intenté expresar el sentimiento con palabras.
—Es como si un delicado gatito me estuviera lamiendo el interior del corazón.
En lugar de reírse de mí, mi padre asintió con solemnidad.
—Es un poema de un poeta clásico, Li Shangyin, de la dinastía Tang. Aunque era chino, el sentimiento es muy japonés.
Continuamos caminando y yo me detuve junto a la flor amarilla de un diente de león cuyo ángulo de inclinación me pareció hermoso. Volví a notar la sensación de que un gatito me hacía cosquillas con la lengua en el corazón.
—La flor… —titubeé, sin conseguir encontrar las palabras adecuadas.
Entonces mi padre dijo:
La flor mustia
amarilla como un fino rayo
de la luna esta noche.
Asentí con la cabeza. La imagen me pareció efímera y permanente al mismo tiempo, tal como yo experimentaba el tiempo de niño. Me hizo sentir a la vez una cierta tristeza y una cierta alegría.
—Todo pasa, Hiroto —dijo mi padre—. Ese sentimiento está en tu corazón: se llama mono no aware. Es la sensación de la fugacidad de todas las cosas en la vida. El sol, el diente de león, la cigarra, el Martillo y todos nosotros: todos estamos sometidos a las ecuaciones de James Clerk Maxwell y todos somos especímenes efímeros destinados a terminar por desvanecernos, ya sea en un segundo o en un eón.
Observé a mi alrededor las calles limpias, la gente que se movía lentamente, la hierba, la luz vespertina, y supe que todo tenía su lugar; todo estaba bien. Mi padre y yo continuamos paseando, con nuestras sombras rozándose.
E incluso aunque el Martillo estaba allá en lo alto, no sentí miedo.
 
Mi trabajo me obliga a estar mirando el panel con las luces indicadoras que tengo frente a mí y que se asemeja un tanto a un tablero gigante de go.
La mayor parte del tiempo es muy aburrido. Las luces, que indican la tensión en distintos puntos de la vela solar, van cambiando siguiendo la misma secuencia cada pocos minutos, a medida que la vela se va curvando suavemente bajo la luz cada vez más débil del lejano sol. La secuencia cíclica de las luces me resulta tan familiar como la respiración de Mindy cuando está dormida.
Ya estamos viajando a una fracción importante de la velocidad de la luz. Dentro de unos años, cuando nos movamos lo suficientemente deprisa, cambiaremos nuestro rumbo para dirigirnos hacia 61 Virginis y sus prístinos planetas, y dejaremos atrás el sol que nos vio nacer, igual que un recuerdo olvidado.
Sin embargo, hoy hay algo raro en la secuencia. Una de las luces de la esquina suroeste parece estar parpadeando una fracción de segundo demasiado deprisa.
—Navegación —digo dirigiéndome al micrófono—, aquí la estación alfa de monitorización de la vela, ¿me podéis confirmar que no nos hemos desviado del rumbo?
Instantes después, la voz de Mindy me llega a través del auricular, con un ligero dejo de sorpresa.
—No me había dado cuenta, pero sí que ha habido una leve desviación del curso. ¿Qué ha sucedido?
—No estoy seguro todavía.
Clavo la mirada en el panel que tengo delante de mí, en esa luz que se obstina en no estar en sintonía, en no estar en armonía.
 
Mi madre me llevó a Fukuoka, sin mi padre. «Vamos a hacer compras navideñas —le dijo—. Queremos darte una sorpresa». Él sonrió y sacudió la cabeza.
Nos abrimos paso por las concurridas calles. Como esta podía ser la última Navidad en la Tierra, en el ambiente se notaba una alegría especial.
En el metro eché un vistazo al periódico que sujetaba el hombre sentado a nuestro lado. «¡Estados Unidos contraataca!», decía el titular. Una gran fotografía mostraba al presidente norteamericano sonriendo triunfalmente. Debajo había una serie de imágenes, algunas de las cuales ya había visto con anterioridad: la explosión de la primera nave experimental de evacuación estadounidense unos años atrás durante el vuelo de prueba; el líder de un estado delincuente reivindicando el atentado en televisión; soldados norteamericanos entrando en una capital extranjera.
Debajo del pliegue había un artículo más pequeño. «Los científicos estadounidenses, escépticos ante el catastrófico escenario». Según mi padre, había gente que prefería creer que un desastre era ilusorio antes que aceptar que no había nada que hacer.
Me apetecía elegir un regalo para mi padre. Sin embargo, en lugar de ir al barrio de las tiendas de electrónica, donde yo había contado con que mi madre me iba a llevar a comprar el regalo, fuimos a una zona de la ciudad en la que nunca antes había estado. Mi madre sacó el móvil e hizo una breve llamada, hablando en inglés. Yo levanté la mirada hacia ella, sorprendido.
Poco después, estábamos delante de un edificio en el que ondeaba una gran bandera estadounidense. Entramos y nos sentamos en un despacho. Al rato llegó un norteamericano. Tenía el rostro triste, pero hacía todo lo posible para que no se le notara.
—Rin.
El hombre se detuvo tras decir el nombre de mi madre. En esa única sílaba yo percibí arrepentimiento, nostalgia y una historia complicada.
—Este es el doctor Hamilton —me dijo mi madre.
Lo saludé con la cabeza y alargué la mano para que me la estrechara, tal como había visto hacer a los estadounidenses en la televisión.
El doctor Hamilton y mi madre conversaron un rato. Ella empezó a llorar, y él se quedó de pie sin moverse, incómodo, como si quisiera abrazarla pero no se atreviera.
—Te vas a quedar con el doctor Hamilton —me dijo mi madre.
—¿Qué?
Mi madre me agarró de los hombros, se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.
—Los norteamericanos tienen una nave secreta en órbita. Es la única que consiguieron lanzar al espacio antes de entrar en esta guerra. La nave fue diseñada por el doctor Hamilton. Él es… un viejo amigo mío, y puede llevar un acompañante a bordo. Es tu única oportunidad.
—No, no voy a marcharme.
Mi madre por fin abrió la puerta para irse. El doctor Hamilton me sujetó con fuerza mientras yo pataleaba y gritaba.
Todos nos quedamos sorprendidos al ver a mi padre plantado en la puerta.
Mi madre rompió a llorar. Mi padre la abrazó, algo que nunca le había visto hacer. Me pareció un gesto de lo más occidental.
—Lo siento —dijo mi madre. Y siguió repitiendo que lo sentía mientras lloraba.
—Tranquila —repuso mi padre—. Lo entiendo.
El doctor Hamilton me soltó, y yo corrí hasta mis padres y los abracé a ambos con fuerza.
Mi madre miró a mi padre, y con esa mirada no dijo nada y lo dijo todo. El rostro de mi padre se ablandó igual que el de una figura de cera cobrando vida. Suspiró y me miró.
—No tienes miedo, ¿verdad? —me preguntó.
Moví la cabeza negativamente.
—Entonces está bien que te vayas —dijo. Miró al doctor Hamilton a los ojos y añadió—: Gracias por hacerse cargo de mi hijo.
Mi madre y yo lo miramos, sorprendidos, y él añadió:
Un diente de león
la brisa del fin del otoño
esparce sus semillas.
Asentí con la cabeza, fingiendo entender. Mi padre me dio un abrazo fuerte y breve.
—Recuerda que eres japonés.
Y se marcharon.
 
—Algo ha perforado la vela —dice el doctor Hamilton.
En el interior de la diminuta habitación únicamente están presentes los miembros de la plana mayor, además de Mindy y de mí mismo, que ya estamos enterados. No es necesario sembrar el pánico entre la gente.
—El agujero está haciendo que la nave se escore y se desvíe de su rumbo. Si no se arregla, la desgarradura se irá haciendo mayor, la vela no tardará en desplomarse y la Esperanzada quedará a la deriva en el espacio.
—¿Hay algún modo de arreglarlo? —pregunta el capitán.
El doctor Hamilton, que ha sido como un padre para mí, niega con su canosa cabeza. Nunca antes lo he visto tan abatido.
—La desgarradura está a varios cientos de kilómetros del centro de la vela. Nos llevará muchos días conseguir que alguien llegue hasta ese punto, porque por la superficie de la vela no es posible moverse muy deprisa: el riesgo de otro desgarramiento es demasiado elevado. Y para cuando alguien llegue allí, el desgarrón ya será tan grande que no podrá repararse.
Y así son las cosas. Todo pasa.
Cierro los ojos y me imagino la vela. El material es tan fino que si se lo toca sin el debido cuidado se puede agujerear. Sin embargo, la membrana se apoya en un complejo sistema de pliegues y puntales que proporciona a la vela rigidez y tensión. De niño, vi cómo se desplegaban en el espacio igual que una de las creaciones de origami de mi madre.
Me imagino enganchando y desenganchando un cable de seguridad al andamiaje de puntales mientras me deslizo por la superficie de la vela, igual que una libélula tentando la superficie de un estanque.
—Yo puedo llegar allí en setenta y dos horas —digo. Todo el mundo se gira para mirarme, así que les explico mi idea—: Conozco bien la disposición de los puntales porque los he estado monitorizando a distancia la mayor parte de mi vida. Así que puedo encontrar el camino más rápido.
El doctor Hamilton parece indeciso.
—Esos puntales no fueron diseñados para una maniobra así. Nunca había previsto este escenario.
—Entonces improvisaremos —interviene Mindy—. ¡Maldita sea!, somos estadounidenses. Nunca nos rendimos.
—Gracias, Mindy —le dice el doctor Hamilton levantando la mirada hacia ella.
Lo planeamos, discutimos, nos gritamos los unos a los otros, trabajamos toda la noche.
La escalada cable arriba desde el módulo habitacional hasta la vela solar es larga y ardua, y me lleva casi doce horas.
 
Permitidme que utilice el segundo carácter de mi nombre para describir el aspecto que tengo:






 
Significa «ascender». ¿Veis el radical de la izquierda? Ese soy yo, atado al cable y con un par de antenas saliendo del casco. En la espalda están las alas o, en este caso, los cohetes propulsores y los tanques de repuesto de ese combustible que me impulsa cada vez más arriba, hacia la enorme cúpula reflectante que bloquea la totalidad del cielo: el vaporoso espejo de la vela solar.
Mindy charla conmigo por la conexión de radio. Nos contamos chistes, compartimos secretos, hablamos de las cosas que queremos hacer en el futuro. Cuando ya no tenemos nada más que contarnos, ella canta. El objetivo es mantenerme despierto.
Wareware ha, hoshi no aida ni kyaku ni kite.
Sin embargo, la escalada es en realidad la parte fácil. El periplo sobre la vela siguiendo la red de puntales hasta el punto del desgarrón es mucho más dificultoso.
Ya han transcurrido treinta y seis horas desde que abandoné la nave. La voz de Mindy suena cansada, sin fuerzas. Mindy bosteza.
—Vete a dormir, cielo —susurro al micrófono.
Estoy tan cansado que quiero cerrar los ojos durante un instante.
 
Y de pronto estoy paseando por un camino una tarde de verano, con mi padre.
Hiroto, vivimos en una tierra de volcanes y terremotos, tifones y tsunamis. Siempre hemos tenido que afrontar nuestra existencia en condiciones precarias, sobre una estrecha franja de la superficie de este planeta, con el fuego debajo y el gélido vacío encima.
Y de nuevo estoy de vuelta en el interior de mi traje espacial, solo. Mi pérdida de concentración momentánea me hace golpear con la mochila uno de los puntales de la vela, y a punto está de soltárseme uno de los tanques de combustible. Lo sujeto justo a tiempo. La masa de mi equipo ha sido aligerada hasta el último gramo posible para que pueda moverme deprisa, así que no queda margen para el error. No puedo permitirme perder nada.
Sacudo la cabeza intentando espabilarme y continúo moviéndome.
Pero es esta conciencia de la cercanía de la muerte, de la belleza inherente a cada momento, lo que nos permite sobreponernos. Mono no aware, hijo mío, es una empatía con el universo. Es el alma de nuestra nación. Nos ha permitido sobreponernos a Hiroshima, sobreponernos a la ocupación, sobreponernos a las penurias y a la perspectiva de la aniquilación sin caer en la desesperanza.
 
—¡Hiroto, despierta! —La voz de Mindy suena desesperada, suplicante.
Me despierto con un sobresalto. ¿Hace cuánto que no he podido dormir? ¿Dos días?, ¿tres?, ¿cuatro?
Para los cincuenta últimos kilómetros del recorrido aproximadamente, debo soltarme de los puntales y confiar solo en mis cohetes para viajar sin amarres, deslizándome sobre la superficie de la vela mientras todo se mueve a una fracción de la velocidad de la luz. Solo de pensarlo me siento mareado.
 
Y de pronto mi padre vuelve a estar a mi lado, flotando en el espacio debajo de la vela. Estamos jugando una partida de go.
«Fíjate en la esquina suroeste. ¿Ves cómo tu ejército ha sido dividido en dos? Mis piedras blancas enseguida van a rodear y capturar todo este grupo».
Miro hacia donde me está señalando y advierto el problema. Hay una brecha que se me ha pasado por alto. Mi ejército, que pensaba que era uno solo, está en realidad dividido por la mitad en dos grupos. Así que tengo que tapar la brecha con mi siguiente piedra.
Sacudo la cabeza para apartar la alucinación. Tengo que terminar con esto y entonces podré dormir.
 
Hay un desgarrón en la vela delante de mí. A la velocidad a la que estamos viajando, incluso una diminuta mota de polvo que se les haya escapado a los escudos de iones puede causar estragos. El irregular borde del agujero se agita suavemente en el espacio, zarandeado por el viento solar y la presión de la radiación. Mientras que un fotón individual es algo diminuto, insignificante, sin masa siquiera, todos juntos pueden impulsar una vela grande como el cielo y hacer avanzar a un millar de personas.
El universo es maravilloso.
Cojo una piedra negra y me dispongo a tapar la brecha, a unir mis dos ejércitos para que sean solo uno.
La piedra se convierte en el kit de parcheo de mi mochila. Maniobro con los propulsores hasta que quedo flotando justo encima del desgarrón de la vela. A través del agujero veo las estrellas que hay más allá, estrellas que nadie en esta nave ha visto desde hace muchos años. Las miro y me imagino que en las proximidades de una de ellas, un día, la raza humana, refundida en una nueva nación, se recuperará tras haber estado tan cerca de la extinción, empezará desde cero y volverá a prosperar.
Aplico con cuidado el parche encima del desgarrón y enciendo el soplete. Lo paso por encima de la rasgadura y noto cómo el parche se derrite para extenderse y fundirse con las cadenas de hidrocarburo del material de la vela. Cuando termine, vaporizaré y esparciré átomos de plata por encima para crear una brillante capa reflectante.
—Está yendo bien —le digo al micrófono, y de fondo oigo amortiguados sonidos de celebración.
—Eres un héroe —dice Mindy.
Me imagino a mí mismo como un robot japonés gigante en un manga y sonrío.
El soplete chisporrotea y se apaga.
 
«Fíjate bien —dice mi padre—. Quieres poner tu próxima piedra ahí para tapar esa brecha, pero ¿es eso lo que realmente quieres?».
Sacudo el depósito de combustible al que está acoplado el soplete. Vacío. Es el que he golpeado contra uno de los puntales de la vela. El golpe debe de haberlo agujereado y no queda suficiente combustible para que termine el arreglo. El parche se agita suavemente, medio pegado al desgarrón.
—Vuelve ya —dice el doctor Hamilton—. Rellenaremos los depósitos y lo volveremos a intentar.
Estoy agotado. Aunque me impulse con todas mis fuerzas no seré capaz de llegar de nuevo hasta aquí tan deprisa como esta vez. Y para entonces, cualquiera sabe qué tamaño tendrá ya el desgarrón. El doctor Hamilton lo sabe tan bien como yo; lo único que quiere es que vuelva a la cálida seguridad de la nave.
Todavía me queda combustible en el tanque, el destinado a mi recorrido de vuelta.
 
El rostro de mi padre está expectante.
—Ya veo —digo pausadamente—. Si en mi próximo movimiento coloco la piedra en esta brecha, no tendré oportunidad de volver a reunirme con el pequeño grupo del noreste y tú lo capturarás.
—Una piedra no puede estar en dos lugares. Tienes que elegir, hijo.
—Dime qué hago.
Escudriño la cara de mi padre en busca de una respuesta.
—Mira a tu alrededor —me dice.
Y veo a mi madre, a la señora Maeda, al primer ministro, a todos nuestros vecinos de Kurume y a toda la gente que estuvo esperando con nosotros en Kagoshima, en Kyushu, en las cuatro islas del territorio japonés, en toda la tierra y en la Esperanzada. Todos me miran expectantes, confiando en que haga algo.
La voz de mi padre suena tranquila:
Las estrellas brillan y parpadean
somos huéspedes de paso,
una sonrisa y un nombre.
 
—Tengo una solución —le digo al doctor Hamilton por la radio.
—Sabía que se te ocurriría algo —dice Mindy, su voz orgullosa y feliz.
El doctor Hamilton permanece en silencio unos instantes. Sabe lo que estoy pensando. Y luego dice:
—Hiroto, gracias.
Desengancho el soplete del depósito inutilizado y lo conecto al tanque que tengo en la espalda. Lo enciendo. La llama es brillante, afilada, una cuchilla de luz. Los fotones y átomos se alinean frente a mí, y los transformo en una trama de fuerza y luz.
Las estrellas del otro lado han vuelto a quedar enclaustradas. La superficie especular de la vela está perfecta.
—Corregid el rumbo —le digo al micrófono—. Ya está listo.
—Recibido —responde el doctor Hamilton. Su voz es la de un hombre triste intentando que no se le note.
—Primero tienes que volver —interviene Mindy—. Si corregimos el rumbo ahora, no tendrás donde engancharte.
—No pasa nada, nena —susurro al micrófono—. No voy a volver. No me queda suficiente combustible.
—¡Iremos a buscarte!
—No podéis avanzar por los puntales tan rápido como lo he hecho yo —le explico con dulzura—. Nadie conoce su disposición igual de bien que yo. Para cuando lleguéis aquí, me habré quedado sin aire. —Espero hasta que se queda en silencio—. Pero no hablemos de cosas tristes. Te quiero.
Entonces apago la radio y me empujo hacia el espacio para que no sientan la tentación de organizar una inútil partida de rescate. Y caigo, alejándome cada vez más y más del palio que forma la vela.
Observo cómo, al separarme de ella, las estrellas van descubriéndose en todo su esplendor. El Sol, ahora tan débil, es ya solo una estrella entre tantas, que ni se alza ni se pone. Yo voy a la deriva entre ellas, solo, y al mismo tiempo en armonía con ellas.
La lengua de un gatito me hace cosquillas en el corazón.
 
En mi siguiente jugada coloco la piedra en la brecha.
Mi padre juega tal como esperaba que lo hiciera, y mis piedras de la esquina noreste se pierden, quedan a la deriva.
No obstante, el grupo principal está a salvo, e incluso es posible que prospere en el futuro.
«A lo mejor en el go sí que hay héroes», dice la voz de Bobby.
Mindy dijo que yo era un héroe, pero yo solo fui un hombre que estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado. El doctor Hamilton también es un héroe porque diseñó la Esperanzada. Y también lo es Mindy, porque me mantuvo despierto. Y mi madre, que estuvo dispuesta a renunciar a mí para que pudiera sobrevivir. Y mi padre es un héroe porque me enseñó qué era lo correcto.
El lugar que ocupamos en la red de las vidas de los demás es lo que nos define.
Voy alejando la mirada del tablero de go hasta que las piedras se funden en figuras de mayor tamaño, vivas, mudables y de rítmico aliento. «Las piedras individuales no son héroes, pero todas las piedras juntas son heroicas».
 
«Hace un día estupendo para dar un paseo, ¿no crees?», dice mi padre.
Y paseamos juntos calle abajo, para así recordar cada brizna de hierba, cada gota de rocío, cada débil rayo del sol moribundo, con su infinita belleza.

El zoo de papel y otros relatos, 2011.