domingo, 21 de septiembre de 2025

Como tú. León Felipe.

Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una Lonja,
ni piedra de una Audiencia,
ni piedra de un Palacio,
ni piedra de una Iglesia…
como tú, piedra aventurera…
como tú,
que, tal vez, estás hecha
sólo para una honda…
piedra pequeña
y
ligera…

Versos y oraciones del caminante, 1920.

lunes, 15 de septiembre de 2025

El cura que vivía en el piso de arriba. Jose Luis Coll. El hermano bastardo de Dios, (fragmento).

El cura que vivía en el piso de arriba era el capellán de las “Hermanitas de los Pobres”, unas monjas de manos sabañonadas y sonrisa de escayola, que iban gastando sus vidas en aliviar la poca que les iba quedando a un centenar de ancianos de ambos sexos, en un arcaico caserón monacal, junto al seminario.
Don Enrique -tal era el nombre del capellán- me llevó de monaguillo, a ruegos de mi abuela, que nunca me negaba nada. En poco tiempo aprendí el oficio, en lo teórico y en lo práctico: cuándo había de cambiar el misal, cómo ayudar a vestir al ministro, y la difícil destreza en el manejo de la campanilla, para obtener un sonido puro y no redundante. Y las equilibradas cantidades de agua y vino sobre el cáliz en las que, parece ser, sin mala intención por mi parte, siempre ponía menos vino que agua, por más vino que pusiera.
Los ancianos estaban separados de las ancianas, sin duda para evitar tentaciones, por largos corredores, que más parecían carreteras que pasillos, en cuyos techos, muy de cuando en cuando, se adivinaba la presencia de una bombilla anémica y ahorradora.
Las monjas trataban a los inquilinos con amor, pero un amor seco y disciplinario. Los manejaban como a objetos transeúntes, confundiendo valor y precio, ensordadas o ensordecidas ante la constante cantinela de “¿Cuándo vienen mis hijos por aquí?” o “¿Por qué no puedo estar en la misma sala de mi marido?”
Una mañana, o una tarde -pues allí dentro no había color de fuera-, don Enrique me dijo que le acompañara a la sala de los enfermos, donde había de impartir varias extremaunciones, ese óleo sagrado que se impregna en los pies del moribundo, acaso para hacer más amable su pisada en la nueva vida. 
Unidos, casi pegados, los de corto plazo y los inminentes. Las miradas aleladas y semejantes, mitad aquí, mitad allí. Las bocas sucias y feas, desdentadas, bajo unos ojos llenos de posos y telarañas. Los pelos, los pocos pelos, prendidos con alfileres de cabeza negra, en una anarquía del “ya da igual”. Las voces, con filtros de carraca, salían más del vientre que de la garganta. Una garganta cubierta por unas cuerdas de pellejo amojamado. Y las manos violetas, adornadas por tubos de venas gordas, sobre cinco tiras de huesos que un día tuvieron carne.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-¿Es que me voy a morir, don Enrique?
-No, pero por si acaso. Hay que estar prevenido.
-¿No puede esperar unos días, hasta que lleguen mis hijos?
-La muerte no espera a nadie.
-¡Chorra, entonces es que me voy a morir!
-No hables mal, hijo. A Dios no le gustan esas cosas.
-¡Mira tú si la leche! ¡Póngase usté en mi lugar!
-Vamos, vamos, cálmate y saca los pies.
-¡Que no me sale…! ¡A mí ni me acerque el botecillo, que le sacudo una patá que lo estampo!
Don Enrique me miró:
-¿Y tú de qué te ríes?
-Equm spiritu tuo -contesté como un idiota.
Y fuimos ante otra cama.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-Ya se me hace a mí raro que los curas den algo.
-Debes estar preparado, por si acaso el Señor te llama a su lado.
-¡Ojalá, porque aquí no cabe ni Dios!
-Debes tener más respeto por las cosas divinas.
-Pero bueno, don Enrique, ¿a que todo esto de la religión no son más que filfas? O sea, que yo he podío ser el mismísimo demonio toa mi vida, y ahora me pone usté una miaja de aceitillo en las plantas de los pies, y a correr con los angelitos, ¿no? Ande, ande…
-Debes tener fe. No querrás presentarte ante el Señor con el alma sucia, ¿verdad?
-Yo no quiero presentarme de ninguna de las maneras. ¡Que se presente Él, que ya va siendo hora! ¡Nos ha jodío mayo con no llover a tiempo! ¡Ustés tó lo arreglan con rezos y leches!
-Este mundo no es nada, hijo. Lo que importa es alcanzar el Cielo.
-Pues le voy a decir lo que decía mi tía Gerarda, don Enrique, que “muy bien se estará en el Cielo, pero como en casa de uno…”
No pude evitar otro golpe de risa, esta vez adornado por un moco que casi me apaga la palmatoria
-¡Jodío niño! ¡Te voy a sacudir con el brevario!
-¡Esa boca, don Enrique, que está usté de uniforme…!

 

El hermano bastardo de Dios, 1984.

sábado, 13 de septiembre de 2025

Discreción unilateral. Mónica Brasca.

El traductor guardó en su maletín, bajo llave, la palabra que había omitido y se marchó de la reunión cumbre, seguro de haber puesto fin al eterno conflicto entre aquellos dos países.


 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Asamblea Divina. Felipe Parejas.

Después de varios siglos de debate celestial, se terminó de redactar el último artículo de la constitución divina: el castigo para los suicidas sería, simplemente, la vida eterna. 


 

viernes, 29 de agosto de 2025

Los detectives salvajes. (Fragmento). Roberto Bolaño.

Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, abril de 1979. 
 
A finales de 1977 ingresaron en un hospital a Ernesto San Epifanio para trepanarle la cabeza y extirparle un aneurisma del cerebro. Al cabo de una semana, sin embargo, tuvieron que volver a abrir pues al parecer se les olvidó algo en el interior de su cabeza. Las esperanzas de los médicos en esta segunda operación eran mínimas. Si no se le operaba moriría, si se lo operaba, también, pero un poco menos. Eso fue lo que yo entendí y yo fui la única persona que estuvo con él todo el tiempo. Yo y su madre, aunque su madre de alguna manera no cuenta pues sus visitas diarias al hospital la transformaron en la mujer invisible: cuando aparecía su quietud era tan grande que aunque la verdad es que entraba a la habitación e incluso se sentaba junto a la cama, en el fondo parecía no traspasar el umbral, o no acabar de traspasar nunca el umbral, una figura diminuta enmarcada por el hueco blanco de la puerta.
También vino en un par de ocasiones mi hermana María. Y Juanito Dávila, alias el Johnny, el último amor de Ernesto. El resto fueron hermanos, tías, personas que yo no conocía y que estaban unidas con mi amigo por los más extraños lazos de parentesco.
No vino ningún escritor, ningún poeta, ningún ex amante.
La segunda operación duró más de cinco horas. Yo me quedé dormida en la sala de espera y soñé con Laura Damián. Laura venía a buscar a Ernesto y luego los dos salían a pasear por un bosque de eucaliptos. Yo no sé si existen los bosques de eucaliptos, quiero decir yo nunca he estado en un bosque de eucaliptos, pero el de mi sueño era espantoso. Las hojas eran plateadas y cuando me rozaban los brazos dejaban una marca oscura y pegajosa. El suelo era blando, como ese suelo de agujas de los bosques de pino, aunque el bosque de mi sueño era un bosque de eucaliptos. Los troncos de todos los árboles, sin excepción, estaban podridos y su hedor era insoportable.
Cuando desperté en la sala de espera no había nadie y me puse a llorar. ¿Cómo era posible que Ernesto San Epifanio se estuviera muriendo solo en un hospital del DF? ¿Cómo era posible que yo fuera la única persona que estaba allí, esperando que alguien me dijera si había muerto o sobrevivido a una operación espantosa? Creo que después de llorar me volví a dormir. Cuando desperté la madre de Ernesto estaba a mi lado murmurando algo ininteligible. Tardé en comprender que sólo estaba rezando. Después vino una enfermera y dijo que todo había ido bien. La operación fue un éxito, explicó.
Unos días después a Ernesto lo dieron de alta y se fue a su casa. Yo nunca antes había estado allí, siempre nos veíamos en mi casa o en las de otros amigos. Pero a partir de entonces comencé a visitarlo en su casa.
Los primeros días ni siquiera hablaba. Miraba y parpadeaba, pero no hablaba. Tampoco parecía escuchar. El médico, sin embargo, nos recomendó que le habláramos, que lo tratáramos como si nada hubiera ocurrido. Eso hice. El primer día busqué en el estante de sus libros uno que supiera a ciencia cierta que le gustaba y comencé a leérselo en voz alta. Fue El cementerio marino de Valéry y no percibí el más mínimo gesto de su parte que demostrara que lo reconocía. Yo leía y él miraba el techo o las paredes o mi rostro, y su alma no estaba allí. Después le leí una antología de poemas de Salvador Novo y pasó lo mismo. Su madre entró en la habitación y me tocó el hombro. No se canse, señorita, dijo.
Poco a poco, sin embargo, fue distinguiendo los ruidos, los cuerpos. Una tarde me reconoció. Angélica, dijo, y sonrió. Nunca había visto una sonrisa tan horrible, tan patética, tan desfigurada. Me puse a llorar. Pero él no se dio cuenta que yo estaba llorando y siguió sonriendo. Parecía una calavera. Las cicatrices de la trepanación aún no las ocultaba el pelo, que empezaba a crecerle con una lentitud exasperante.
Poco después empezó a hablar. Tenía un hilo de voz muy aguda, como de flauta, que paulatinamente fue haciéndose más timbrada pero no menos aguda, en cualquier caso no era la voz de Ernesto, de eso estaba segura, parecía la voz de un adolescente subnormal, de un adolescente moribundo e ignorante. Su vocabulario era limitado. Le costaba nombrar algunas cosas.
 
Una tarde llegué a su casa y su madre me recibió en la puerta y luego me llevó a su habitación presa de una agitación que en principio achaqué a un agravamiento de la salud de mi amigo. Pero el revuelo materno era de felicidad. Se ha curado, me dijo. No entendí qué quería decir, pensé que se refería a la voz o a que Ernesto ahora pensaba con mayor claridad. ¿De qué se ha curado?, dije intentando que me soltara los brazos. Tardó en decirme lo que quería, pero al final no le quedó más remedio. Ernesto ya no es joto, señorita, dijo. ¿Que Ernesto ya no es qué?, dije yo. En ese momento entró en la habitación su padre y tras preguntarnos qué hacíamos metidas allí dentro, declaro que su hijo por fin se había curado de la homosexualidad. No lo dijo con estas palabras y yo preferí no contestar ni hacer más preguntas y salí de inmediato de aquella habitación horrible. Sin embargo, antes de entrar en la habitación de Ernesto escuché que la madre decía: no hay mal que por bien no venga.
Por supuesto, Ernesto siguió siendo homosexual aunque a veces no recordaba muy bien en qué consistía eso. La sexualidad, para él, se había transformado en algo lejano, que sabía dulce o emocionante, pero lejano. Un día Juanito Dávila me llamó por teléfono y me dijo que se iba al norte, a trabajar, y que lo despidiera de Ernesto pues él no tenía corazón para decirle adiós. A partir de entonces ya no hubo más amantes en su vida. La voz le cambió un poco, no lo suficiente: no hablaba, ululaba, gemía, y en esas ocasiones, salvo su madre y yo, todos los demás, su padre y los vecinos que efectuaban las interminables visitas de rigor, huían de su lado, lo que en el fondo constituía un alivio, a tal grado que en una ocasión llegué a pensar que Ernesto ululaba adrede, para espantar tanta atroz cortesía.
Yo también, al paso de los meses, empecé a espaciar mis visitas. Si al salir del hospital iba cada día a su casa, desde que comenzó a hablar y a dar paseos por el pasillo, éstas fueron haciéndose menos frecuentes. Cada noche, sin embargo, estuviera donde estuviera, lo llamaba por teléfono. Manteníamos conversaciones bastante locas, a veces era yo la que hablaba sin parar, la que contaba historias verdaderas pero que en el fondo apenas me traspasaban la piel, la vida sofisticada mexicana (una manera de olvidar que vivíamos en México) que por entonces empezaba a conocer, las fiestas y las drogas que tomaba, los hombres con los que me acostaba, y otras veces era él el que hablaba, el que me leía por teléfono las noticias que aquel día había recortado (una afición nueva, probablemente sugerida por los terapeutas que lo trataban, quién sabe), la comida que había comido, la gente que lo había visitado, alguna cosa que le había dicho su madre y que dejaba para el final. Una tarde le conté que Ismael Humberto Zarco había escogido uno de sus poemas para su antología que acababa de salir publicada. ¿Qué poema?, dijo esa voz de pajarito y de hoja gillette que me rasgaba el alma. Tenía el libro al lado. Se lo dije. ¿Y ese poema lo escribí yo?, dijo. Creí, no sé por qué, tal vez por el tono, inusualmente más grave, que estaba bromeando, sus bromas solían ser así, inocentes, casi imposibles de discernir del resto de su discurso, pero no bromeaba. Esa semana saqué tiempo de donde no lo había y fui a verlo. Un amigo, un nuevo amigo, me llevó hasta su casa, pero no quise que entrara, espérame aquí, le dije, este barrio es peligroso y al volver podemos encontrarnos sin coche. Le pareció raro, sin embargo no dijo nada, por entonces yo ya me había ganado una bien merecida fama de rara en los círculos por donde me movía. Y además tenía razón: el barrio de Ernesto se había degradado en los últimos tiempos. Como si las secuelas de su operación se traslucieran en las calles, en la gente sin trabajo, en los ladrones de poca monta que solían tomar el sol a las siete de la tarde como zombis (o como mensajeros sin mensaje o con un mensaje intraducible) dispuestos automáticamente a apurar otro atardecer más en el DF.
Por supuesto, Ernesto apenas le prestó atención al libro. Buscó su poema, dijo ah, no sé si reconociéndolo de golpe o hundiéndose de golpe en la extrañeza, y luego empezó a contarme las mismas cosas que me contaba por teléfono.
Al salir encontré a mi amigo fuera del coche fumándose un cigarrillo. Le pregunté si había ocurrido algo durante mi ausencia. Nada, dijo, esto es más tranquilo que un cementerio. Pero tan tranquilo no debía de ser porque estaba despeinado y le temblaban las manos.
A Ernesto no lo volví a ver.
Una noche me llamó por teléfono y me recitó un poema de Richard Belfer. Una noche lo llamé yo, desde Los Ángeles, y le dije que estaba acostándome con el director de teatro Francisco Segura, alias La Vieja Segura, que por lo menos era veinte años mayor que yo. Qué emocionante, dijo Ernesto. La Vieja debe de ser muy inteligente. Es talentoso, no inteligente, dije yo. ¿Qué diferencia hay?, dijo él. Me quedé pensando en la respuesta y él se quedó esperándola y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Me gustaría estar contigo, le dije antes de despedirme. A mí también, dijo su voz de pájaro de otra dimensión. Pocos días después su madre me llamó y me dijo que se había muerto. Una muerte cómoda, dijo, mientras tomaba el sol sentado en un sillón de la casa. Se quedó dormido como un angelito. ¿A qué hora murió?, pregunté. A eso de las cinco, después de comer.
De sus antiguos amigos, yo fui la única que fue a su entierro en uno de los abigarrados cementerios de la zona norte. No vi a ningún poeta, a ningún ex amante, a ningún director de revistas literarias. Muchos familiares y amigos de la familia y posiblemente todos los vecinos. Antes de salir del cementerio se me acercaron dos adolescentes y trataron de llevarme a otra parte. Pensé que me iban a violar. Sólo entonces sentí rabia y dolor por la muerte de Ernesto. Saqué de mi bolso una navaja automática y les dije: los voy a matar, pinches bueyes. Los tipos salieron huyendo y yo los perseguí durante un rato por dos o tres calles del cementerio. Cuando por fin me detuve apareció otra comitiva fúnebre. Guardé la navaja en el bolso y estuve mirando cómo subían, con qué diligencia, el ataúd al nicho. Creo que era un niño. Pero no lo podría asegurar. Después salí del cementerio y me fui a tomar unas copas con un amigo en un bar del centro.

Los detectives salvajes, 1998.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Libro del desasosiego. Fragmento 373. Fernando Pessoa.

La vida es un viaje experimental, realizado sin querer. Es un viaje del espíritu a través de la materia, y como es el espíritu el que viaja, es dentro de él donde se vive.
Hay por eso almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa y más tumultuosamente que otras que han vivido en el exterior. El resultado lo es todo. Lo que se sintió fue lo que se vivió. Se retira uno tan cansado de un sueño como de un trabajo visible.
Nunca se vivió tanto como cuando se pensó mucho.
Quien está en un rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo, y por verlo todo, lo vive todo. Como todo, en resumidas cuentas, es al final una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión, e incluso hasta su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando estoy viendo bailar. Digo, como el poeta inglés, cuando contaba que estaba viendo, tumbado a lo lejos en la hierba, tres segadores: «Hay un cuarto segando, y ese soy yo».
Viene todo esto, dicho tal como lo he sentido, a propósito del gran cansancio, aparentemente injustificado, que hoy se apoderó súbitamente de mí. No sólo estoy cansado, estoy amargado también, y esa amargura no tiene razón de ser. De tan angustiado como estoy, me siento al borde de las lágrimas —no de las lágrimas que se lloran, sino de las que se reprimen, lágrimas de una enfermedad del alma y no de un dolor sensible.
¡He vivido tanto sin haber vivido! ¡He pensado tanto sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias en suspenso, de aventuras vividas sin dar un solo paso. Me siento colmado de lo que nunca tuve ni tendré, hastiado de dioses que no han existido todavía.
Arrastro conmigo las heridas de todas las batallas que evité. Siento mi cuerpo muscular molido por el esfuerzo que ni llegué a pensar hacer.
Bazo, mudo, nulo… El alto cielo está de un verano muerto, imperfecto. Lo contemplo como si no estuviera allí. Duermo lo que pienso, estoy acostado caminando, sufro sin sentir.
Mi nostalgia mayor es una nostalgia de nada, y ella misma no es nada, como el alto cielo que no veo y que estoy observando de una manera impersonal.

Libro del desasosiego, 1982.

martes, 26 de agosto de 2025

Al filo. Susana Revuelta Sagastizábal.

Llevábamos cerca de tres años ahorrando para aquella expedición y tenía que torcerse un tobillo justo a mitad de escalada. No paraba de quejarse y sollozar, y que no le moviéramos, decía, que le dolía horrores. O sea, que ni para adelante ni para atrás. Entonces ¿qué hacíamos? Dejarle allí, a veinte bajo cero, habría sido condenarle a una lenta agonía. Se le habían helado las lágrimas y la punta de la nariz la tenía renegrida, claramente principio de congelación. Y lo peor: más que hablar, farfullaba. Eso significaba que estaba empezando a delirar.
Entre los dos le sujetamos de los brazos y le ayudamos a levantarse. Al moverle, un pedrusco cayó al vacío. Me quedé mirando el abismo bajo nuestros pies y me dio por calcular cuánto tardaría en llegar al fondo.