domingo, 15 de junio de 2025

Novel. Susana Revuelta Sagastizábal.

Todo le hacía gracia al puñetero, la verdad es que lo pasábamos genial. En cuanto me veía acercarme a su cuna se olvidaba de que le estaban saliendo los dientes y se echaba a reír. Noche tras noche, procuraba cerrar la puerta de su cuarto para no despertar al resto de la casa con sus carcajadas.
Tenía una risa contagiosa. Yo me tapaba la nariz y apretaba fuerte los labios hasta casi ahogarme, no fuera que alguien me oyese. Si lo sacaba del edredón para volar por el techo chillaba y pataleaba como un condenado, era lo que más le divertía; si me daba por girar la cabeza hacia atrás se partía de la risa; y palmoteaba y hacía gorgoritos cuando me ponía bizco y sacaba la lengua. Después, agotado de tanto jolgorio, solía quedarse dormido y yo regresaba a esconderme dentro del armario.
«A ver cuándo te dejas de memeces y empiezas a trabajar en serio» me reprochaba a mí mismo algunas noches, mientras recogía la víscera del suelo y volvía a ponérmela en la boca. Esas noches, evitaba mirar el reflejo en la ventana de una cara peluda y unas orejas gachas.

domingo, 8 de junio de 2025

Sing along to songs you don’t know. Victor Balcells Matas.

Podrías utilizar las escaleras mecánicas, verdad, pero por algún motivo prefieres el mármol, las barandillas y que los zapatos se te queden pegados a los chicles que la gente tira al suelo, que te detienen y que duelen de esa manera, tan rara, que tiene de hacer daño lo sucio.
En el andén un mendigo se ha bajado los pantalones y defeca en una esquina. Le faltan tres dientes y hace diez años que dejó de crecer, por qué, sin dejar de envejecer, paso a paso, y da tragos a un brik de vino, su calefactor particular desde mil novecientos setenta y cinco. Lo rozas y procuras ignorarle y te quedas contemplando el mapa del metro de Madrid. Porque el metro te parece un país de cúpulas locas y bóvedas y túneles petrificados y tristes donde el otoño no se acaba ni empieza. 
En el vagón intentas descubrir qué coño lee la otra gente, giras la cabeza, la bajas y la inclinas, pareces gilipollas, a veces, pero tu vida es así de insignificante desde que se fue Marcela; además no sabes qué estás haciendo allí, en el metro. Y es difícil saber lo que uno está haciendo allí, en ese Madrid tan titánico, con dos millones de escobas barriendo al mismo tiempo y total, para qué.
Pero por fin encuentras el hilo, la trama: una anciana está junto a la ventanilla y mira hacia lo oscuro. Sostiene las bolsas de la compra como si formaran parte de su falda, a pesar de que podría dejarlas en el suelo -porque no es ella la que se mueve: es el metro el que la transporta-. Esa señora tiene la frente arrugada como una tabla de limpieza y mueve los labios y dice algo para sí misma. Te acercas, sigiloso, para escuchar o espiarla. Te tapas con la gabardina, como si tuvieras frío, pero el sudor en las mejillas te traiciona. Qué dice esa señora, y por qué mira tanto por la ventanilla, si no hay nada allí fuera. Aguzas el oído, en el vagón se anuncia la próxima parada, no oyes; empezáis a frenar, todos, no oyes, entráis en la estación y su luz no os hace más bellos. Se abren las puertas y como no tienes destino ni entiendes lo que dice la anciana, te apeas del vagón. En el andén te giras. El metro arranca y se marcha. Y qué raro, el mismo mendigo de antes también está allí, pero ya no defeca, ahora te mira y te reconoce y se acerca a ti y al cruzarse contigo pronuncia, tres palabras: La dolce vita, el título de tu canción favorita, y se sienta en un banco y bebe un trago de vino, como quien espera. Tú también te sientas, como quien espera. Los dos estáis sentados, como quien espera, y cualquiera puede comprender que ninguno de los dos espera nada en concreto, así que podríais acercaros, hablar, hacer que las palabras “espera” o “lentitud” tuvieran un sentido cerrado y lógico parecido al de las palabras “final” o “muerte”.
Llega el segundo tren y se marcha. Llega el tercer tren. Te miras las manos que una vez combatieron en la guerra, que mataron mosquitos en las largas noches de verano con Marcela, te las miras. Y de pronto te das cuenta de que este tren, el tercero, no cierra sus puertas ni arranca. Que la gente desde el vagón te mira hastiada. Pasa algún minuto y no hay cambios. Entonces por la megafonía se anuncia a los señores pasajeros -quizá tú no estés incluido ya en la palabra señores ni en la palabra pasajeros- que por una incidencia técnica, el servicio de la línea 6 circular queda suspendido temporalmente.
Y por algún motivo piensas que lo que ha fallado no han sido los trenes, ni sus raíles. Se te ocurre pensar un momento en la anciana de las bolsas. Se te ocurre pensar que la incidencia técnica ha sido por ella, que en la siguiente estación se ha apeado del vagón y se ha arrojado a las vías. Que el segundo metro la ha aplastado. Pero tampoco puedes comprobarlo y nadie va a confirmártelo -el borracho te mira, comprendiéndote-. Quizá sólo estés haciendo literatura. Y además, sólo lo piensas un momento.
La gente te mira desde el vagón. Tú estás sentado. No hay ningún espectáculo en ti, pero te miran. Ahora podrías levantarte y entrar en el vagón o podrías no levantarte. Al final decides quedarte sentado. A ver qué pasa. Y es como si hubiera corazones que ya sólo laten por hábito, como el tuyo, día tras día, porque no saben hacer otra cosa, y porque pueden.

Yo mataré monstuos por ti. 2010.

sábado, 7 de junio de 2025

Un cuento. Fernando Pessoa.

Al niño, que nació y se crió a la sombra del ruido de las fábricas, se lo llevan al campo y allí sufre y muere en el exilio nostálgico del ruido de los grandes motores, del correr de las correas de transmisión, de los grandes palacios de hierros iluminados con grandes y blancas lámparas eléctricas.
—Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?
—¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?
—¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?
—A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran.
Cuánto enfado ponían en su alma el horror de la noria, ¡tan de madera!, y los bueyes tirando del carro. Sólo a lo lejos el tren... el tren. Esta era la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio. El tren avanzó sobre él y todo su miedo le supo a orgullo. Esperó temblando, temblando, amándolo, amando la llegada férrea y tremenda desde lejos. Súbitamente, el tren sorteó la curva y se fue haciendo enorme. De pronto, se echó sobre él, siendo ya del tamaño del universo entero.
De esta forma, murió el niño superior que fue fiel a su origen urbano y prefirió la muerte al exilio de las máquinas y de las calles estrechas y de los grandes salones de las iluminadas fábricas con lámparas blancas, eléctricas, cuadrantes de luces por la negrura.
Le habrían asesinado el alma, poco a poco, con el sol y el paisaje. ¡La abominación de los faroles de petróleo en las noches odiosas de tanto silencio!
Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lámpara eléctrica, acaso lo hubiera amado. Pero es que nadie comprende a los niños.