martes, 4 de noviembre de 2025

Mi padre. Ernest Hemingway.

Ahora, al mirarlo, creo que mi padre nació para ser un tipo gordo, uno de esos gordinflones corrientes que se ven por todos lados. Claro está que nunca estuvo así, excepto al final, y entonces no tuvo la culpa, pues solo efectuaba carreras de obstáculos y le convenía pesar más. Recuerdo el tiempo en que se ponía la chaqueta encima de un par de suéteres, y luego otro enorme suéter, antes de salir a correr conmigo bajo el fuerte sol de la mañana. A veces, en las primeras horas del día, ensayaba con uno de los animales de Razzo, después de llegar de Turín a las cuatro de la madrugada y llevarlo en coche a los establos. Cuando el rocío lo cubría todo y el sol empezaba a salir, yo lo ayudaba a quitarse las botas y él se ponía un par de zapatos de goma y todos aquellos suéteres, y entonces nos íbamos.
—Vamos, muchacho —me decía, paseándose de un lado a otro frente al vestuario de los jockeys—; ya es hora.
Solíamos ir al trote por el terreno cercado hasta la puerta. De allí nos dirigíamos a uno de esos caminos que salen de San Siro con árboles a los lados. Yo le pasaba al llegar al camino, pues corría bastante bien. De vez en cuando miraba hacia atrás y lo veía siguiéndome al trote. Después de un rato miraba otra vez y veía que empezaba a sudar. Sin embargo, el sudor no le impedía continuar la carrera con los ojos fijos en mi espalda, y cuando yo lo miraba sonreía diciéndome: “¿Mucho sudor?” Mi padre tenía una sonrisa contagiosa. Corríamos a toda velocidad hacia las montañas, hasta que mi padre gritaba: “¡Eh, Joe!”, y yo lo veía sentado bajo un árbol, con la toalla que llevaba en la cintura atada al cuello.
Entonces retrocedía y me sentaba a su lado. Él sacaba una cuerda de su bolsillo y comenzaba a saltar con ella, mientras el sudor le llenaba el rostro. Continuaba saltando con la cuerda entre el polvo y bajo el sol. La soga hacía “clop, clop, clop”, y el sol calentaba cada vez más, y él recorría parte del camino efectuando sus ejercicios. ¡Ah! Era un placer ver saltar a mi padre con la cuerda. Podía manejarla con rapidez o con lentitud. ¡Vaya! Y había que ver a los italianos que nos observaban al pasar rumbo a la ciudad caminando al lado de los grandes bueyes que arrastraban el carro. No hay duda de que al mirar al viejo pensaban que estaba chiflado. Saltaba con tanta velocidad que se detenían a contemplarlo, y después de un instante empujaban a los bueyes con la garrocha, azuzándolos con gritos, y se ponían de nuevo en marcha.
Le quería aún más cuando me sentaba a contemplar sus ejercicios. Los llevaba a cabo de un modo rítmico y terminaba con un salto regular que le llenaba la cara de sudor como si fuese agua. Después colgaba la cuerda de un árbol y venía a sentarse conmigo. Se recostaba contra el árbol y se envolvía el cuello con la toalla y uno de los suéteres.
—Te aseguro que no hay cosa peor que quemar grasas, Joe —decía mientras cerraba los ojos y respiraba larga y profundamente—; no es lo mismo hacer estos ejercicios a mi edad que cuando uno es joven.
Luego se levantaba y antes de enfriarse volvíamos al trote a los establos. De ese modo evitaba la obesidad, que le había preocupado siempre. Era una obsesión. Casi todos los jockeys pueden montar cualquier caballo. El jinete pierde más o menos un kilo cada vez que corre, pero eso no le hacía ningún efecto a mi padre, que para rebajar peso debía realizar muchos más ejercicios.
Recuerdo que una vez, en San Siro, un pequeño italiano llamado Rogeli, que montaba los caballos de Buzoni, atravesó el potrero rumbo al bar con el propósito de tomar algo fresco. Al caminar se golpeaba ligeramente las botas con el látigo. Acababa de pesarse. Mi padre hizo lo mismo y salió tras él con la silla bajo el brazo. Daba la impresión de estar cansado y que las prendas de seda le estaban pequeñas. Se detuvo para mirar al joven Rogeli, que estaba junto al bar al aire libre, fresco y con su cara de inocente. Yo le dije: “¿Qué pasa, papá?”; porque pensé que, a lo mejor, Rogeli lo había golpeado o algo por el estilo. Sin apartar la vista de Rogeli, él me contestó: “¡Oh! ¡Que se vaya al diablo!”, y continuó su camino hacia el vestuario.
Bueno; quizá todo hubiera ido muy bien si nos hubiésemos quedado en Milán para correr allí y en Turín, pues aunque no había nunca carreras fáciles, por lo menos eran dos sitios para tentar suerte.
—Pianola, Joe —dijo mi padre cuando desmontó en el establo del ganado después de la carrera de obstáculos que, según los italianos, era una carrera del demonio—. Es una cosa fácil. Lo que hace peligrosas las carreras de obstáculos, Joe, es el modo de correr. Aquí eso no cuenta y los obstáculos tampoco son difíciles. Pero el inconveniente reside siempre en el modo de correr, nada más.
San Siro era el mejor hipódromo que había visto en mi vida, pero mi padre decía que hacía una vida de perro, yendo y viniendo de Mirafiore a San Siro y cabalgando casi todos los días de la semana, además del viaje en tren cada dos noches.
Yo también estaba loco por las carreras. Se experimenta una rara sensación cuando los caballos aparecen en la pista y se dirigen a la raya de largada, y los jockeys van bien firmes en sus monturas, a veces soltando un poco los frenos para que los animales corran un rato. Después, cuando llegaban a la barrera, yo me encontraba peor que nunca. De un modo especial en San Siro, por las características del terreno y el panorama de las montañas que se levantaba a lo lejos. Además del gordo starter italiano con su enorme látigo, y los jinetes que buscaban donde colocarse. Y después, al sonar la campana, la barrera se levantaba de golpe y todos salían en tropel, distanciándose después poco a poco. Todo el mundo sabe cómo salen los competidores, ¿verdad? Si uno está arriba, en la tribuna, con un par de gemelos, lo único que ve son los animales hocicando, hasta que se oye la campana, que parece sonar por mil años, y en seguida los vuelve a ver doblando la curva. Para mí no había nada que se pudiese comparar con aquello.
Pero mi padre dijo un día, en los vestuarios, mientras se ponía la ropa de calle:
—A esos no se les puede llamar caballos, Joe. En París los liquidarían por el precio del cuero y sus cascos.
Aquel fue el día en que ganó el premio “Commercio” con Lontorna, logrando destacarse del resto en los últimos cien metros igual que si estuviera sacando el corcho de una botella.
Casi inmediatamente después del premio “Commercio” abandonamos Italia. Mi padre, Holbrook y un italiano gordo con sombrero de paja, que se secaba continuamente la cara con el pañuelo, discutían en francés en una mesa de la Gallería. Ambos protestaban por algo contra mi padre, hasta que, al final, él se calló la boca y permaneció sentado mirando a Holbrook.
Los otros prosiguieron reclamando. Primero hablaba uno y después el otro y el italiano gordo interrumpía siempre a Holbrook.
— ¿Quieres salir y comprarme el Sportsman, Joe? —dijo mi padre, dándome un par de soldi sin dejar de mirar a Holbrook.
Entonces salí de la Gallería y compré el periódico frente al Scala. Luego regresé y me detuve a cierta distancia, porque no quería entrometerme. Mi padre se encontraba recostado en la silla, mirando la taza de café y jugueteando con la cuchara. Holbrook y su corpulento acompañante estaban de pie. El italiano se secaba el rostro y sacudía la cabeza. Yo me acerqué, y mi padre procedió entonces como si estuviese solo, como si los otros no hubiesen estado junto a la mesa, preguntándome:
—¿Quieres tomar un helado, Joe?
Holbrook lo miró y pronunció con lentitud y cierto énfasis:
—¡Hijo de perra! —y él y el italiano gordo se alejaron entre las mesas.
Mi padre se quedó sentado y ensayó una sonrisa, pero su cara palideció con un gesto del demonio. Yo tuve miedo y experimenté una desagradable situación porque advertí que algo había ocurrido y me resultaba imposible comprender que alguien llamara hijo de perra a mi padre y se fuera tan tranquilamente. Mi padre abrió el Sportsman y estudió los hándicaps durante un momento. Finalmente, dijo:
—Hay que aguantar muchas cosas en este mundo, Joe.
Tres días después nos fuimos de Milán para siempre, en el tren de Turín a París. Con anterioridad, realizamos frente a la caballeriza de Turner el remate de todo lo que no pudimos llevar en el baúl y en la valija.
Llegamos a París en las primeras horas de la mañana. Entramos en una estación larga y sucia que era la Gare de Lyon, según me dijo mi padre. París era una ciudad enorme comparada con Milán. En Milán parecía que todo el mundo y todos los tranvías llevasen rumbo fijo y que existiese un orden completo, pero en París era una confusión constante que nunca se solucionaba. Sin embargo, empezó a gustarme. Sin olvidar que tiene los mejores hipódromos del mundo. Parece como si esa fuera la razón de todo el movimiento y toda la agitación, y lo único que uno puede imaginarse es que no hay día en que los autobuses no vayan a alguno de los hipódromos en actividad, a veces desde los lugares más distantes. En realidad, nunca llegué a conocer bien la capital, ya que solo la recorría con mi padre dos o tres veces por semana, y él se detenía siempre en el “Café de la Paix”, al lado de la Ópera, con el resto de la pandilla de Maisons, y creo que aquel es uno de los sectores más bulliciosos de París. Pero me pregunto: Es raro que una ciudad grande como París no tenga una Gallería, ¿verdad?
Fuimos a vivir a la pensión que una tal señora Mayers tenía en Maisons-Lafitte, donde residían casi todos, excepto la gavilla. Esta prefirió hacerlo en Chantilly. Maisons es el sitio más agradable para vivir que he visto en mi vida. La ciudad no vale mucho, pero hay un lago y un hermoso bosque donde pasaba casi todo el día con otro muchacho. Mi padre fabricó una honda que nos sirvió para cazar muchas cosas, la mejor de las cuales fue una urraca. Una vez, el joven Dick Atkinson tuvo buena puntería con un conejo. Lo pusimos bajo un árbol y nos sentamos junto al animal. Dick había llevado algunos cigarrillos. Pero, de repente, el conejo dio un salto y se escapó entre la maleza, y por más que lo buscamos no pudimos encontrarlo. Bueno, nos divertíamos mucho en Maisons. La señora Meyers me daba de comer por la mañana y yo permanecía fuera de casa el resto del día. Pronto aprendí a hablar francés. Es un idioma fácil.
Apenas llegamos a Maisons, mi padre escribió a Milán pidiendo su licencia, y este asunto lo trajo muy preocupado. A menudo se encontraba con sus amigos en el “Café de París” de Maisons. Iban muchos tipos que conoció cuando corría en París, antes de la guerra, y que ahora vivían en Maisons. Además, hay tiempo de sobra para visitar el café, pues el trabajo de una caballeriza, es decir el de los jockeys, termina por completo a las nueve de la mañana. Sacan a galopar la primera manada de caballos a las cinco y media y el segundo grupo a las ocho. Eso significa que tienen que acostarse y levantarse muy temprano. Y si un jinete está a cargo de los caballos de una persona determinada, entonces no puede salir a emborracharse, pues el cuidador lo vigila siempre si es muy joven, y si no es un muchacho él mismo se fijará en lo que hace. En general, cuando un jockey no tiene que trabajar pasa el tiempo en el “Café de París” con la otra gente. Se sientan dos o tres horas frente a algo de beber, como vermut o agua de Seltz, charlando, contando cuentos y jugando al billar, casi igual que en un club o en la Gallería de Milán. Solo que, en realidad, no es como en la Gallería, porque allí todos entran y salen sin cesar y las mesas siempre están ocupadas.
Mi padre consiguió por fin la licencia. Se la mandaron sin decir nada y pudo correr un par de veces. Fue a Amiens, en el Norte, y a sitios semejantes, pero no consiguió ningún contrato. Todos le tenían simpatía. Cada vez que yo entraba en el café por la mañana lo encontraba bebiendo con alguien, pues mi padre no era tacaño como la mayor parte de jinetes que ganaron el primer dólar corriendo en la Feria Mundial de Saint-Louis, en 1904. Eso es lo que decía siempre mi padre cuando bromeaba con George Burns. Pero parecía que todo el mundo evitaba darle caballos para correr.
Todos los días íbamos con el auto desde Maisons a cualquier parte en donde hubiese carreras, y eso era lo más divertido. Me gustaba cuando veía los caballos que regresaban de Deauville, y también en verano. Sin embargo, eso significó el fin de mis paseos por el bosque, ya que entonces nos dirigíamos a Enghien, o a Tremblay, o a Saint-Cloud, y los observábamos desde la tribuna de los cuidadores y jockeys. No hay duda que aprendí mucho de carreras de tanto salir con esa gente, y cada vez me gustaba más.
Recuerdo lo que ocurrió un día en Saint-Cloud. Iba a efectuarse una carrera de doscientos mil francos de premio, con siete anotados. Kzar era el gran favorito. Yo fui al potrero a ver los caballos y nunca me quedé tan asombrado como en aquella ocasión. Este Kzar era un gran bayo hecho a medida para correr. Nunca vi un caballo que se le pareciera. Desfilaba por los potreros con la cabeza gacha, y cuando pasó a mi lado experimenté una sensación de vacío, de tan hermoso que era. No hubo nunca caballo más favorecido por la naturaleza. Resultaba el perfecto modelo del caballo de carreras. Marchaba por el potrero con calma y cuidado y se movía con soltura como si supiera lo que tenía que hacer, sin saltar ni encabritarse como esos caballos que van a disputar el premio “drogados” y levantan protestas en los espectadores. Había tanta gente que solo pude ver de nuevo las patas amarillentas. Mi padre se abrió camino, y yo tras él, hacia el vestuario de los jinetes, situado entre los árboles. Allí también había gran cantidad de público, pero el hombre del sombrero hongo que cuidaba la entrada nos dejó pasar en seguida.
Dentro todos estaban vistiéndose, unos poniéndose las chaquetillas y otros las botas, en medio de gran olor a sudor y a embrocación. Afuera, la muchedumbre seguía observando.
Mi padre fue a sentarse junto a George Gardner, que se estaba poniendo los pantalones de montar, y le preguntó:
—¿Qué se sabe, George? —empleando un tono de voz normal como si no hubiera necesidad de hacerlo en secreto y ninguno de los dos poseyera información alguna.
—No va a ganar —contestó el jinete en voz muy baja al agacharse para abrocharse los pantalones.
—¿Quién, entonces? —preguntó mi padre, inclinándose más con objeto de que nadie lo pudiera oír.
—Kiscubbin —respondió George—; y si así ocurre, guárdame un par de boletos.
Mi padre dijo algo con tono normal y George le contestó:
—Nunca se te ocurra apostar al que yo te aconseje —bromeando.
Después salimos, abriéndonos paso entre la multitud que nos miraba, y fuimos a la machine mutuel de 100 francos. Pero me di cuenta de que se trataba de algo importante, pues George era el jinete de Kzar. En el trayecto, observamos uno de los tableros amarillos con las cotizaciones iniciales. Kzar pagaba solo 5 por 10; seguía Cefisidote con 3 a 1, y Kircübbin ocupaba el quinto lugar en la nómina con 8 a 1. Mi padre apostó cinco mil ganadores a favor de Kircübbin y agregó mil a place. Después nos dirigimos a la tribuna para ver la carrera desde una buena localidad.
Estábamos apretados entre la muchedumbre. Primero apareció un hombre que vestía levita y sombrero de copa gris, con el látigo doblado en la mano, y después llegaron, uno tras otro, los caballos, con el jinete encima y un peón de la caballeriza al lado, llevándolos de la brida. El primero en salir fue el gran bayo Kzar. A primera vista no parecía tan grande, pero uno se convencía al observar la longitud de sus patas, el tamaño del cuerpo y el modo de andar. ¡Ah!, nunca vi un caballo semejante. Lo montaba George Gardner y ambos pasaron lentamente, detrás del tipo viejo de sombrero de copa, remedo del dueño de un circo que presentaba los números en la pista. Después de Kzar, que avanzaba con los reflejos del sol en su pelo suave y amarillento, seguía un animal negro de buen aspecto y cabeza muy bonita, montado por Tommy Archibald. Después venía un grupo de cinco caballos más, todos en lenta procesión junto a la tribuna y las básculas. Mi padre dijo que el negro era Kircúbbin y entonces lo miré con atención. Verdaderamente, era un hermoso ejemplar, pero no tenía nada que hacer al lado de Kzar.
Todo el mundo aplaudió cuando pasó Kzar. Era, sin duda, un caballo maravilloso. El desfile continuó hasta el otro lado y pasó por la pelouse, dirigiéndose luego al extremo más próximo del hipódromo. El dueño del circo fue soltando en forma sucesiva a los corredores para que pudiesen ir al galope hasta el poste de llegada y dejaran libre la visual a los espectadores. Pero la campana sonó antes y vimos que los contrincantes salían en tropel y alcanzaban en seguida la primera curva como si se tratara de caballitos de juguete. Yo observaba el desarrollo de la prueba con los gemelos. Kzar corría atrasado. Uno de los bayos marchaba delante. Dieron la primera vuelta a todo galope, y cuando pasaron por donde estábamos, Kzar continuaba lejos del primero, que se imponía con facilidad. Era Kircúbbin. ¡Caramba! Es terrible verlos pasar frente a uno y después observar cómo se alejan y se hacen cada vez más pequeños, hasta que en la curva se agrupan de nuevo y vuelven a enfilar la recta. A uno le dan ganas de gritar y maldecir, y el malestar sigue aumentando. Finalmente, doblaron la última curva y tomaron la recta. Kircubbin se mantenía bastante distanciado del resto. Todo el mundo estaba sorprendido y repetía Kzar en voz baja y con disgusto. Los caballos se acercaban a toda velocidad. Una cabeza amarilla se destacó como un rayo del pelotón, casi en mis gemelos, y la gente empezó a gritar Kzar como si hubiera enloquecido. Kzar se acercaba ligerísimo. Nunca vi correr así a ningún caballo. Kircubbin, por su parte, corría de un modo normal, y su jinete lo castigaba sin cesar. Por último, quedaron juntos en cabeza, y Kzar pareció duplicar la velocidad con sus grandes saltos y la cabeza que se estiraba… pero pasaron frente al poste de llegada juntos y el primer número que colocaron en el tablero fue el 2, lo cual significó que Kircubbin había ganado.
Un extraño temblor recorrió todo mi cuerpo y al mismo tiempo experimenté una sensación muy rara. Después nos encontramos apretujados entre la gente que bajaba para colocarse frente al tablero en donde indicarían cuánto ganaba Kircubbin. Debo decir con franqueza que durante la carrera me olvidé de lo que había apostado mi padre a favor de Kircubbin. ¡Maldición! Quería con todas mis ansias que ganase Kzar. Pero después que hubo pasado todo me alegré al saber que habíamos acertado.
—Ha sido una carrera magnífica, ¿no es cierto, papá? —le pregunté.
Él me miró con sorpresa. Tenía el sombrero casi en la nuca.
—Este George Gardner es extraordinario —dijo—. Hacía falta un gran jinete para evitar que ganase Kzar.
Yo sabía, por supuesto, que el resultado había asombrado a toda la concurrencia. Pero mi padre dijo aquello con placer, aunque yo no le vi la gracia, ni siquiera cuando colocaron los números en el tablero y sonó la campana de pago de apuestas. Entonces vimos que Kircübbin daba 67,50 por 10. Por todas partes la gente decía:
—¡Pobre Kzar ¡Qué lástima! ¡Pobre Kzar!
Y yo pensé: “Me gustaría ser jockey y haberlo montado yo en vez de ese hijo de perra.” Y me causó gracia pensar que George Gardner era un hijo de perra, porque siempre me había resultado simpático, y, además, nos dijo quién iba a ganar, pero de cualquier modo creo que era un verdadero hijo de perra.
Mi padre ganó mucho dinero aquel día y empezó a visitar París con más frecuencia. Cuando había carreras en Tremblay, se hacía dejar en la ciudad al regresar a Maisons Lafitte, y él y yo nos sentábamos en la terraza del “Café de la Paix” y observábamos a los transeúntes. Era un lugar delicioso. Pasaba mucha gente y gran cantidad de vendedores ambulantes nos ofrecían sus productos. Me gustaba con locura sentarme allí con él. Mi padre bromeaba con los muchachos que vendían graciosos conejos que saltaban cuando se les apretaba una protuberancia. Hablaba en francés con la misma facilidad que en inglés, y todos aquellos individuos lo conocían porque resultaba fácil conocer a un jinete. Siempre nos sentábamos a la misma mesa y se habían acostumbrados a vernos. Algunos hombres vendían libretas de matrimonio. Pasaban mujeres ofreciendo huevos de goma que al apretarlos dejaban salir un gallo. Un viejo harapiento recorría las mesas mostrando tarjetas postales de París que nadie le compraba, por supuesto. Entonces volvía a pasar enseñando el revés de las mismas, con escenas pornográficas, y muchas personas metían la mano en el bolsillo y reservadamente sacaban dinero para comprarlas.
¡Ah! Me acuerdo de la gente rara que solía pasar por allí. Las mujeres que a la hora de la cena buscaban a alguien que las invitase, hablaban siempre con mi padre, que les hacía bromas en francés. Después me acariciaban la cabeza y proseguían su camino. Una vez, una mujer norteamericana se sentó con su hija a la mesa contigua a la que ocupábamos. Tomaban helados. Yo no aparté la vista de la chica, que era muy bonita. En una ocasión le sonreí y ella me respondió del mismo modo, pero no ocurrió nada más. Cada día buscaba a las dos mujeres, pero no las volví a ver. Quisiera saber si la madre me habría permitido que llevase a su hija a Auteuil o Tremblay. La verdad es que estaba decidido a hablar con ella. Aunque, de cualquier manera, creo que no hubiese valido la pena, pues ahora, al pensar en aquello, recuerdo haber resuelto hablarle más o menos así: “Perdóneme, pero ¿no le gustaría que yo le recomendara una apuesta para las carreras de hoy en Enghien?”; y, después de todo, tal vez me hubiese tomado por un espía de caballeriza en vez de un admirador con el deseo de ofrecerle un dato valioso.
Nos sentábamos en el “Café de la Paix”, mi padre y yo, y casi siempre discutíamos con el camarero porque mi padre tomaba whisky, que costaba cinco francos, y aquello significaba una buena propina cuando contaba los platillos. Mi padre bebía más que nunca, pero había dejado de correr y decía que el whisky evitaba el aumento de peso. Sin embargo, yo advertía que engordaba lo mismo. Se alejó de sus viejos amigotes de Maisons y, al parecer, lo único que le gustaba era sentarse conmigo en el bulevar. Pero todos los días perdía dinero en el hipódromo. Cuando le iba mal, lo invadía cierta tristeza después de la última carrera, hasta que llegábamos a nuestra mesa y tomaba su primer whisky. Entonces mejoraba su estado de ánimo.
A veces interrumpía la lectura del Paris-Sport para decirme:
—¿Dónde está tu novia, Joe? —refiriéndose en broma a lo que yo le había contado acerca de la muchacha que había visto aquel día en la mesa contigua. Me ruborizaba, pero me gustaban esas bromas. Experimentaba una sensación agradable al pensar en ella.
—No dejes de estar alerta, Joe —me decía—. Ya volverá.
Me preguntaba cosas y algunas de mis respuestas le hacían reír. Después empezó a hablarme de cuando corría en Egipto, o en Saint Moritz, en el hielo, antes de la muerte de mi madre, y de las carreras realizadas en el sur de Francia durante la guerra, con el solo objeto de conservar la raza, y en las que no había premios, ni apuestas, ni público, ni nada. Eran carreras como las de ahora. Podía pasar horas escuchando a mi padre, especialmente cuando él tomaba un par de copas. Me habló de su infancia, en Kentucky, cuando iba a cazar coatíes, y de la buena época en los Estados Unidos, antes de la crisis, y agregó:
—Joe, cuando ganemos una apuesta más o menos decente volverás a los Estados Unidos para ir a la escuela.
—¿Y qué necesidad tengo de ir a la escuela allá si hay crisis? —le pregunté.
—Eso es diferente —concluyó. Después llamó al camarero, pagó el montón de platillos, tomamos un taxi hasta la Gare St. Lazare y regresamos a Maisons-Lafitte en tren.
Un día, en Auteuil, después de una carrera de obstáculos de venta, mi padre compró el ganador por 30.000 francos. Tuvo que ofrecer un poco para conseguirlo, pero al final la caballeriza accedió y mi padre recibió su permiso y sus colores en una semana. ¡Cáspita! Sentí un gran orgullo cuando mi padre se convirtió en propietario. Arregló con Charles Drake todo lo referente al establo y dejó de viajar a París. Empezó a correr y sudar de nuevo. Él y yo constituíamos todo el personal del caballo, que se llamaba Gilford. Era producto irlandés y buen saltador. A mi padre le pareció una buena inversión, y él mismo lo adiestraba y lo montaba. Yo estaba orgulloso de todo y hasta comparé a Gilford con Kzar, era un fuerte bayo saltador, con mucha velocidad en el llano, si lo exigían; de excelente aspecto.
¡Ah! ¡Cómo me gustaba verlo! La primera vez que corrió con mi padre, llegó tercero en una carrera de vallas de 2500 metros, y después que el jinete hubo desmontado, bañado en sudor y muy contento, y fue a pasearse, yo me sentí tan orgulloso del animal como si se hubiese tratado de la primera carrera en que obtenía buena colocación final. En realidad, cuando un tipo deja las pistas por mucho tiempo, a uno le parece que en su vida ha corrido. Todo era distinto ahora. En Milán, mi padre no se emocionaba nunca, ni siquiera al ganar carreras de mucha importancia, pero la situación fue distinta cuando se convirtió en propietario. La víspera de cada carrera yo no podía dormir y advertí que él también estaba excitado, aunque no lo demostraba. Hay gran diferencia entre ser jockey de los caballos que uno mismo posee o de los que pertenecen a otro. Es tan grande como la que existe entre el día y la noche.
Un lluvioso domingo, Gilford y mi padre actuaron por segunda vez en Auteuil, en el Prix du Marat, carrera de obstáculos de 4500 metros. Apenas salió, subí a la tribuna con los gemelos nuevos que él me había comprado con este fin. Los contrincantes se dirigieron al extremo opuesto del hipódromo. En la barrera hubo cierta dificultad, ya que un animal provocó un alboroto al encabritarse y embestirla. Sin embargo, distinguí la chaquetilla negra con una cruz blanca y la gorra oscura de mi padre, sentado sobre Gilford y acariciándolo con la mano. Después salieron en un salto, perdiéndose de vista entre los árboles. La campana empezó a sonar como loca y los postigos de las oficinas del pari mutuel se sacudieron igual que matracas. ¡Demonio, qué excitado estaba! Me dio miedo mirarlos, pero dirigí los gemelos hacia el otro lado de la arboleda. Salieron por allí, con la vieja chaquetilla negra en tercer término, y al saltar parecían pájaros flotando en el aire. Volvieron a desaparecer antes de bajar por la colina, con rapidez y sin esfuerzo aparente, y pasaron la valla en pelotón, alejándose de nosotros sin perder la unidad. Sus lomos muy juntos daban la impresión de formar un puente a través de la pista. Luego saltaron la doble zanja y uno cayó. No vi quién, pero el caballo se levantó en seguida y siguió galopando solo, mientras el resto, sin deshacer el pelotón, dobló la larga curva izquierda y entró en la recta. Pasaron la pared de piedra y continuaron en tropel hacia el enorme charco, justo frente a las tribunas. Los vi venir y alenté a mi padre cuando pasó llevando casi un largo de ventaja, ágil como un mono. Al llegar al tupido seto que ocultaba el charco, se oyó un estrépito. Dos caballos salieron por mi lado y siguieron corriendo. Otros tres quedaron amontonados allí. Mi padre no apareció por ningún lado. Uno de los animales se arrodilló, y como no había soltado la brida, el jockey pudo montar de nuevo y continuar la prueba. El segundo caballo se incorporó por sus propios medios, sacudiendo la cabeza y galopando con las riendas sueltas, mientras su jinete se apoyaba en la baranda haciendo eses. En cuanto a Gilford, se levantó después de zafarse de su jockey y empezó a correr a tres patas, con la derecha delantera encogida. Mi padre quedó tendido boca arriba en el césped, con la cabeza cubierta de sangre. Al bajar de la tribuna corriendo atropellé a un montón de gente. Llegué por fin a la baranda, pero un policía me impidió seguir. Dos grandes camilleros pasaron en busca de mi padre. Al otro lado de la pista, vi tres caballos que salían de la arboleda y saltaban la valla.
Mi padre había muerto cuando lo trajeron. Mientras el médico le auscultaba el corazón con un aparato colocado en sus oídos, escuché el disparo del arma de fuego que mató a Gilford en la pista. Cuando llevaron el cadáver de mi padre a la enfermería me colgué de la camilla y empecé a llorar desconsoladamente. ¡Estaba tan pálido! ¡Tan muerto! ¡Oh! ¡Qué horrible! Y no pude dejar de pensar en la inutilidad del sacrificio de Gilford. Tal vez no fuera grave la herida de la pata. No sé. ¡Quería tanto a mi padre!
Entraron dos tipos. Uno me dio una palmada en el hombro, a modo de pésame, y después fue a ver a mi padre, tapándolo con una de las sábanas de la camilla. El otro habló por teléfono, en francés, pidiendo una ambulancia para trasladar el difunto a Maisons. No pude contener las lágrimas y lloré hasta sofocarme. George Gardner se sentó a mi lado y me abrazó, diciéndome:
—Vamos, Joe, muchacho. Levántate y salgamos a esperar la ambulancia.
Me levanté del suelo y salí con George, tratando de evitar los sollozos. Él me secó la cara con su pañuelo. Mientras esperábamos que pasase toda la gente, dos tipos se detuvieron cerca de nosotros. Cuando acabó de contar un montón de boletos de mutuel, uno de ellos dijo:
—Bueno; le llegó la hora a Butler.
—Me importa un comino —respondió su compañero—. ¡Maldición! Cayó vencido por sus propias armas, el sinvergüenza.
—Ya lo creo —asintió el primero antes de hacer pedazos los boletos.
George Gardner me miró para saber si yo había oído algo y al comprobarlo dijo:
—No hagas caso de lo que dicen esos vagos, Joe. Tu padre era un tipo estupendo.
Pero no sé. Creo que cuando empiezan a hablar no dejan títere con cabeza.

Tres historias y diez poemas, 1923.
 

lunes, 3 de noviembre de 2025

Libro del desasosiego. Fragmento 381. Fernando Pessoa.

Nadie ha definido todavía, en un lenguaje comprensible para quien no lo haya experimentado, lo que es el tedio. Unos llaman tedio a lo que no es más que aburrimiento; otros, a lo que sólo es malestar; otros aún dicen tedio queriendo decir cansancio. Pero el tedio, aunque participe del cansancio, del malestar y del aburrimiento, participa de ellos como el agua participa del hidrógeno y del oxígeno de que está compuesta. Los incluye sin parecerse a ellos.
Así, si unos dan al tedio un sentido restringido e incompleto, algunos hay que le dan un significado que en cierto modo lo transciende —como cuando se llama tedio al disgusto íntimo y espiritual causado por la variedad e incerteza del mundo. Lo que hace abrir la boca, esto es, el aburrimiento; lo que hace cambiar de postura, o sea, el malestar; lo que hace que no podamos movernos, es decir, el cansancio —ninguna de esas cosas es el tedio; pero tampoco lo es el sentimiento profundo de la vaciedad de las cosas que hace que la aspiración frustrada se libere, el ansia desilusionada se levante y en el alma se forme la semilla de la que ha de nacer el místico o el santo.
El tedio es, en efecto, el aburrimiento del mundo, el malestar de estar viviendo, el cansancio de haber vivido; el tedio es, realmente, la sensación carnal de la múltiple vaciedad de las cosas. Pero el tedio, más que eso, es el aburrimiento de otros mundos, tanto si existen como si no; el malestar de tener que vivir, aunque sea como otro, aunque sea de otro modo, aunque sea en otro mundo; el cansancio, no sólo del ayer y del hoy, sino también del mañana, de la eternidad, si es que existe, y de la nada, si es que en ello consiste la eternidad. Y tampoco es sólo la vaciedad de las cosas y de los seres la que duele en el alma cuando se halla en estado de tedio: es también la vaciedad de alguna otra cosa que no son las cosas y los seres, la vaciedad de la propia alma que siente el vacío, que se siente ella misma vacío, y que en ese vacío se enoja y se repudia.
El tedio es la sensación física del caos y de que el caos lo es todo. El aburrido, el que siente malestar, el cansado se sienten presos en una celda estrecha. El que está a disgusto con la estrechez de la vida se siente encadenado en una celda amplia. Pero el que sufre de tedio se siente preso en libertad frustrada dentro de una celda infinita. Sobre aquel que se aburre, o siente malestar o fatiga, pueden abatirse las paredes de la celda y dejarlo enterrado debajo. Al que siente disgusto por la pequeñez del mundo pueden soltársele las cadenas y huir, o dolerse por no poder arrancárselas, y él así, sintiendo ese dolor, revivirse ya sin aquel disgusto. Pero las paredes de la celda infinita no pueden enterrarnos, porque no existen; ni siquiera pueden hacernos vivir por el dolor las cadenas que nadie nos puso.
Y es esto lo que siento ante la belleza plácida de esta tarde que se despide imperecederamente. Miro al cielo alto y claro, donde unas cosas vagas, rosáceas, como sombras de nubes, son la pelusilla impalpable de una vida alada y lejana. Bajo los ojos hacia el río, donde el agua, sólo ligeramente trémula, es de un azul que parece espejeado de un cielo más profundo. Alzo otra vez los ojos hacia el cielo, hay ya, entre lo que de vagamente colorido se deshace en jirones en el aire invisible, un tono algenado [sic] de un blanco deslucido, como si alguna cosa de entre las propias cosas, allí donde son más altas y frustradas, experimentara un tedio material propio, una imposibilidad de ser lo que es, un cuerpo imponderable de angustia y de desolación.
¿Y qué? ¿Qué hay en el aire más que el propio aire, que no es nada? ¿Qué hay en el cielo salvo un color que no es el suyo? ¿Qué hay en esos jirones de algo menos que nubes de las que ya hasta dudo, sino unos reflejos de luz incidiendo materialmente desde un sol ya sumiso? ¿Qué hay en esto todo sino yo? Ah, pero el tedio es eso, es sólo eso. ¡Es que en todo esto —cielo, tierra, mundo—, lo que hay en todo esto no es otra cosa que yo mismo!

Libro del desasosiego, 1982.
 

domingo, 2 de noviembre de 2025

Adrenalina. Elena Bethencourt Rodríguez.

Las imágenes se suceden a toda velocidad. En el balcón de la cuarta planta sus cinco amigos beben alcohol. En la tercera cuatro niños saltan sobre el sofá. En la segunda tres turistas hacen las maletas. En la primera dos amantes caen rendidos. En el vestíbulo la belleza de la camarera impacta al recepcionista. En la piscina no hay nadie. El agua está fría, quizás, pero por veinte centímetros ya no importa. 



sábado, 1 de noviembre de 2025

Hernán. Abelardo Castillo.

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta —lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima—, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos «pueden sentarse», nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
—Yo —dijo pausadamente— soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. «Me parece que la vieja…», le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
—Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
—Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor —esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco—, lo que es peor, con el corazón vacío.
—A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería —como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón—, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
—A que no.
—Qué apostamos —dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón—. Para que aprenda a no ser vieja loca —dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
—Delante de todos, en el pizarrón —dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles («hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta») pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
—Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:
—Hernán.
—Qué quieren —pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.