Un día las hormigas, pueblo
progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a
hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los
hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno,
de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que
tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo
tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se
entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la
dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son
tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado
los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo
con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos
corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y
descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón
palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un
jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa
amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las
plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después,
relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus
hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:
"Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas
no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la
hormiga ha enloquecido y la matan.
miércoles, 25 de febrero de 2015
sábado, 21 de febrero de 2015
Las líneas de la mano. Julio Cortázar. Microrrelato.
De una carta tirada sobre la mesa sale una
línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien
para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro,
entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de
una mujer reclinada en un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo
y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla
a causa del tránsito pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús
estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de
nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las
aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor, y allí (pero es
difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de
turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase,
salva con dificultad la escotilla mayor, y en una cabina donde un hombre triste
bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón,
por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo, y con un último esfuerzo se
guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse
sobre la culata de una pistola.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)