jueves, 12 de octubre de 2017

Aceite de perro. Ambrose Bierce.

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.


Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Dibujo: María Octavia Russo.
 

martes, 10 de octubre de 2017

Reconciliación. Ángel Olgoso.

A Antonia Pertíñez.

La anciana, que había sobrevivido a sus hijos y a su esposo, se sumergía a diario en el parque como en un baño balsámico, lejos del pisito vacío, de su caja de resonancia donde aún latía vivamente el dolor y la soledad. Siempre ocupaba el mismo asiento. Semienterrada junto al respaldo del banco, una piedra rugosa, gris y salpicada de cardenillo era toda su compañía. La mujer la miraba con atención y dulzura, como a algo cuya simplicidad enternece, y le invadía entonces un sentimiento de gran sosiego, una especial ligereza de corazón, de miel que cicatriza adversidades y sella destinos comunes.
Una mañana, sin saber muy bien por qué, posó su mano sobre la piedra y, concentrando en aquel roce toda la inocencia y dignidad que llevaba, pese a todo, dentro de sí, la acarició con extrema delicadeza. Igual que la semilla no muere bajo la tierra invernal, bastó ese gesto espontáneo para que por primera vez, tras millones de años de aparente inercia, de mutismo inhumano, de naturaleza obstinada y refractaria al trato social, la piedra diera los buenos días.

 La máquina de languidecer. Ángel Olgoso, 2009.

lunes, 9 de octubre de 2017

Artistas del trapecio. Ana María Shua.

No tengas miedo, volará, heredó nuestros genes, dice el artista del trapecio. Y desde el punto más alto lanza a su hija, un bebé todavía, por el aire, hacia los brazos de la madre aterrada e infiel. No debería temer: por las artes de su verdadero padre, el mago, la niña realmente vuela. O les hace creer que vuela.

domingo, 8 de octubre de 2017

Abelardo y el radio. Félix Luis Viera.

En El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto. Aprender la técnica de canalla en El Barrio es muy fácil, sobran opciones, fuentes donde nutrirse, ejemplos a flor de vista. Por eso hay que tener los ojos bien abiertos con los muchachos, dice mi viejo.


Abelardo Cofia puede convertirse en un canalla, de continuar así.


Aberlardo Cofia es el príncipe de la trampa, creo que de nacimiento; es también avaricioso como un pobre que no se resigna. Por eso digo que, cuando sea grande, puede resultar un hombre canalla, porque tiene dos condiciones especiales: el deseo -inagotable- y la habilidad para engañar y el deseo -inagotable- de tenerlo todo para él, de tener, quiero decir, todo lo poco nuestro que aquí en El Barrio pudiera juntar, para él.


Yo, como casi todos, me desvivo odiándolo; pero sólo a veces, cuando me clava una de sus jugadas. Después lo olvido, o se me olvida, que es más exacto, y sigo de amigo. O sea, que yo no lo odio a cadena perpetua como muchos otros del piquete; y eso me alegra porque odiando se empieza también a ser un hombre canalla, dice el viejo.


Abelardo Cofia también me tiene roña a mí, o no sé si siempre o cuando le hago morder la tierra después que me ha trampeado y reventamos la pelea. Pero sí sé que me tiene porque lo ha dicho al grupo y alguno me lo dice diariamente. Además, él y yo sabemos lo que uno guarda para el otro: un buen tramo de rabia. Eso lo sabemos, lo comprobamos en la gesticulación cuando nos contamos una película, en las discusiones más leves, en las palabras que uno atraviesa, como si no quisiera, en la conversación del otro, cuando os reunimos, noche por noche, junto al poste. Por eso Abelardo Cofia -yo lo he visto- ha sonreído cuando a mí me ocurre algo como caerme de cabeza rastrillando la tierra con el pellejo de la cara o recibir un chapazo en un ojo; y yo, aunque no he sonreído, no he despreciado mirarlo cuando le ha ocurrido algo parecido.


Como Abelardo Cofia es un egoísta, es decir, que todo lo quiere para él, es además el príncipe de la trampa de nacimiento, tiene en estos momentos casi cincuenta tapas de Leche Pasterizada La Vaquita, que son billetes de cien jugando a la baraja, y tiene además cinco bolsas de bolas, hinchadas a todo lo que dan, bajo la mesita que en la sala de su casa aguanta al radio inmenso, casi del tamaño de nosotros y tan pesado como un hombre gordo, que según dicen es el orgullo -no sé por qué- del padre de Abelardo.


Cuando yo he perseguido a Abelardo Cofia -suelta toda mi furia después que él me ha encajado una trampa- y se ha tirado corriendo en la sala de su casa, atravesándola conmigo detrás, yo he querido (¿he pensado como un canalla?) que al correr junto al radio, que está dos o tres pulgadas del paso para el cuarto, lo roce duro, con el hombro, y se vayan los dos al suelo, él abajo.


Sin embargo, ahora dudo. Hace no sé si 15 o 30 segundos que dudo; desde que ocurrió aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido. Abelardo Cofia tiene el radio, inmenso, como un hombre gordo, encima, sobre su hombro izquierdo. Abelardo Cofia tiene una disyuntiva cerrada: si quita el hombro del radio irá al suelo por su propio peso porque no tendría tiempo, partiendo de esa posición, para hacer un giro y abarcarlo ni tendría fuerzas para retenerlo él solo; y entonces el padre le haría comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; y si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo.


Abelardo Cofia entró corriendo a la sala, conmigo detrás. Veníamos a esa velocidad ciega que produce la furia, en mi caso, y el temor, en el de él; el temor a que yo lo agarrara por el cuello y lo hiciera mascar la tierra. Cuando fue a girar para meterse en el cuarto y seguir hacia el fondo de la casa, resbaló, se fue de pecho, y en pleno despliegue trató de dar una vuelta para evitar la mesa, pero no logró realizar el gesto íntegramente y la enfiló de espalda, de manera que sólo tuvo tiempo -cuando trató de incorporarse, en pleno movimiento, con un gesto que no pudo afinar del todo, si no más bien intuitivo- para esquivarle el rostro al radio que venía hacia abajo y meter el hombro izquierdo; y quedar así, encorvado, casi agachado, como si fuera a volcarse en cualquier momento hacia el lado que lo empuja el gran cajón barnizado macizo.


¿Por qué venía persiguiéndolo?


Dos o tres minutos antes había descubierto su última trampa fabricada para mí, hasta ahora. De la manera siguiente:


Abelardo Cofia puso el quilo por la cara del escudo, lo puso un poco más cerca de lo que está en nuestro mercado actualmente. Esto me llamó la atención pero desde la posición de tiro, encima de la acera, me fijé bien y vi que no había truco: el quilo estaba suelto, recostado sobre una piedrita, como marca el reglamento; y comencé a tirarle. Y enseguida afiné la puntería y empecé a darle, a darle y el quilo volaba constantemente cuando una bola lo martillaba, pero caía, lamentablemente, otra vez por la cara del escudo. Y él volvía a ponerlo reclinado sobre la piedrita, sabroso para encentrarlo y volvían las bolas cada vez más precisas a morderlo por los bordes -por donde se les da para que salten mejor- y el quilo a volar, volteándose en el aire, infinitamente, y caía escudo. Y Abelardo a ponerlo y a ponerlo y yo metía la mano en mi bolsita y ya tocaba fondo. De modo que mis bolas se acababan y el quilo no caía por la cara de la estrella y el piquete comenzó a exaltarse porque yo soy el mejor, el de más puntería, en el juego del “virao” y en cualquier juego de bolas. Y el piquete se puso detrás de Abelardo Cofia, se fue cerrando detrás de él, para disfrutar mejor mi quiebra; y fue entonces cuando me llevé la primera señal de que algo andaba mal, que algo sucedía más allá de lo previsto, fue entonces cuando olfateé que Abelardo Cofia tenía una jugada escondida, porque uno, cuyo nombre no voy a hacer público porque así podría conseguir para él el inagotable manantial de trampas de Abelardo Cofia, me hizo una mueca, no una mueca franca y abierta, sino a media cara y casi mirando a otra parte, pero suficiente para sospechar y correr hacia él, convencido de que me había trampeado; correr hacia él por lo tanto con un buen golpe preparado, agarrarlo por la mano que había apresurado a recoger el quilo y comprobar que tenía escudo por las dos caras.


¿Cómo consiguió un quilo con escudo por las dos caras?


Abelardo Cofia confesó, sin soltarle la muñeca: había recortado un quilo exactamente igual, con dimensiones y color semejantes al verdadero, retratado como anuncio en una revista lo había pegado al quilo sonante por la cara de la estrella, había emparejado ambas cara pasándolo por churre, por tierra, le había dado, en fin, mundo suficiente para que pareciera un verdadero quilo por la cara falsa. Y así supe que casi todas mis bolas habían pasado para la bolsa de Abelardo Cofia jugando contra un quilo que jamás caería estrella; y apenas terminó de relatar, sin soltarle la muñeca que le fui apretando mientras hablaba, le envié el golpe que le traía preparado y que fue creciendo y fui estudiando durante su confesión, pero él con la exactitud que lo representan en el mundo, lo esquivó y me fui con el puño al aire, y el cuerpo al suelo mientras él soplaba rumbo a su casa; pero ahora -debo ser honesto para no adentrarme por uno de los quince mil caminos por los que se llega a ser un canalla-, Abelardo Cofia: no se rinde, se mantiene sereno con el radio (que lo va llevando hacia bajo milímetro a milímetro) sobre el hombro izquierdo; y trata con una mano, con la otra, con las dos, pero no puede abarcar la gran caja desde esa posición, no puede, ni tiene espacio suficiente entre su cuerpo y el suelo para realizar un viraje rápido y agarrarlo contra el pecho, de rodillas,ni tendría fuerzas para recibirlo así e incorporarse con él. Abelardo Cofia sigue frente a su disyuntiva: si quita el hombro el radio irá al suelo y entonces el padre seguramente le hará comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo. Pero, para serle justo al tramposo, no dice nada, no se queja. Lo miro de espaldas: charquitos de sudor en la camisa. Él trata de mirarme, lo sé porque a veces intenta mover el cuello hacia atrás, hacia donde sabe que estoy. Pero no me pide ayuda, no habla, no se queja. Sólo resopla a cada rato y sigue tratando de mantener la fuerza y el equilibrio que, lentamente, van aflojando, porque el radio tiembla a veces más, a veces menos, y Abelardo Cofia así agachado, lucha por retenerlo firme en el hombro izquierdo; cimbra levemente al compás de las intenciones del radio; tiemblan los dos. La camisa de Abelardo Cofia almacena más y más sudor, el radio tendría ganas de resbalar por la tela húmeda; al fin doy un paso, pero no sé qué hacer, desde que estamos así, hace quizá tres, cuatro minutos, dudo, aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido: tampoco Abelardo Cofia sabe qué hará: si quita el hombro, o no; repaso con la visa, punto por punto, su espalda, que se va doblando, que continúa aflojando, lentamente; él Abelardo Cofia, el príncipe de la trampa, el insaciable, el avaricioso, visto así tan mansito, tan sudado, tan imposibilitado para un gesto, para una carrera, para una mentira, y me acuerdo del viejo: en El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto, ¿qué hago? 

 
Abelardo y el radio. Félix Luis Viera. La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (Compilador). 1996.

sábado, 7 de octubre de 2017

Alegoría del amor senil. Marco Denevi.

Enamorado de ella hasta los hígados, Apolo le prometió acceder a todo lo que le pidiese.
-¿De veras? -palmoteó Deófilis, una joven bellísima recién admitida de la mano (es un decir, de la mano) del dios en la ciencia amatoria-. Entonces te pido que jamás se apague en mis venas el fuego que tú encendiste.
-Está bien. Concedido.
-¿Puedo pedirte una cosa más?
-¿Qué cosa?
-Vivir tantos años como granos de arena caben en mi puño.
-De acuerdo. Pero no te hagas ilusiones conmigo: pasado un tiempo, tendrás que buscar otros amantes.
-Comprendo. Por suerte, no faltan hombres. Y ahora, un último favor.
Apolo se encolerizó:
-Todas las mujeres son iguales. Cuanto más generoso se es con ellas, más pedigüeñas se ponen. Basta, se acabó. Adiós.
Y se fue volando por los aires.
Se presume que la tercera gracia que Deófilis quería pedirle era la de mantenerse siempre joven.
Setecientos años después Eneas se topó con esta vieja inmunda, que vagaba por los caminos de Italia mendigando el amor de los hombres. Como todos la rechazaban, asqueados, el horrible esqueleto vomitaba injurias atroces, y enseguida vertía lágrimas de un fuego inextinguible.
Varias veces se intentó matarla. Pero aquel espantajo sobrevivía a las lapidaciones, a las horcas, a las hogueras, a los puñales, a los venenos, a la crucifixión, a las dentelladas de los lobos, a las temperaturas hiperbóreas, sobrevivió a un ahogo de tres días bajo el mar.
Como se ignora cuántos granos de arena caben en el puño de una muchacha, tampoco se sabe cuántos años vivió Deófilis.
Un rumor que corría por las tabernas y por los lupanares de Roma sostiene que Eneas, el más misericordioso de los héroes troyanos, se compadeció de ella y satisfizo, por una sola vez, sus apetitos.
De esa unión habrían nacido las moscas.

El jardín de las delicias. Mitos eróticos. Marco Denevi, 1992.
 

viernes, 6 de octubre de 2017

El zorro y el tigre. Fábula China.

Andando de cacería, el tigre cazó al astuto zorro.
-A mí no puedes devorarme -arguyó el zorro- porque el Emperador del Cielo me ha nombrado rey de los animales. Si no me lo crees, acompáñame; pronto verás cómo todos los demás animales huyen en cuanto me ven.
El tigre accedió y confirmó lo que auguraba el zorro; en cuanto los demás animales los veían aparecer, huían despavoridos. 

 

miércoles, 4 de octubre de 2017

¿Cuánta tierra necesita un hombre? León Tolstói.

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
“Qué te parece -pensó Pahom-. Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”
Así que decidió hablar con su esposa.
-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
“¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
“Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo-. Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
“Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.
-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
“No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
“Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
“Bien -pensó-, debo descansar.”
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
“¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
“No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.
“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
“Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.