miércoles, 8 de abril de 2020
El paraíso imperfecto. Augusto Monterroro.
La oveja negra y otras fábulas, 1969.
martes, 7 de abril de 2020
La biblioteca de Babel. Jorge Luis Borges.
The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable.
Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los
lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la
de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto
zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a
todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes
minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma
y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que
fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese
espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a
qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz
procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas.
Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es
insuficiente, incesante.
Como todos los
hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que
mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir
a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán
manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el
aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y
disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo
afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que
las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o,
por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es
inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos
pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran
libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las
paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese
libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen
clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es
cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los
muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones;
cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay
letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran
lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez,
pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el
hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La
Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo
colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente
razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede
ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su
elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de
infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir
la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la
tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales,
delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El
número de símbolos ortográficos es veinticinco (1). Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la
Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna
conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi
todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito
quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente
repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la
página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe:
por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas
cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una
región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana
costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de
buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano…
Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco
símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y
que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es
del todo falaz.)
Durante mucho tiempo
se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que
hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es
dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo
eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por
dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra
podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera
línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en
otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó.
Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha
sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus
inventores.
Hace quinientos
años, el jefe de un hexágono superior (2) dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que
estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish.
Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis
combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio
descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador
observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós
letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros
han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros
idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la
Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles
combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número,
aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar:
en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de
la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el
comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada
libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos
los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre
la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó
que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión
fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores
de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial
cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El
universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló
mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que
para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y
guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos
abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos
peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras
maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los
libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por
los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las
Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del
porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó
entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de
los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma
inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos…
Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el
desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más
cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente,
nadie espera descubrir nada.
A la desaforada
esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba
libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles,
pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran
las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos,
hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes
severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres
viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos
de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino
desorden.
Otros, inversamente,
creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían
los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban
con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de
libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros»
que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la
Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta
infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero
(como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles
de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una
letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer
que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los
Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos
provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del
Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales;
omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de
otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún
anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un
libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás:
algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el
lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un
siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar
el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un
método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente
un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B,
consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En
aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece
inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total (3);
ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea,
hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la
sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que
el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme
Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos
que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun
la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes
corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo
afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».
Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo
ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su
desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las
estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los
veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate
absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos
hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El
calambre de yeso y otro Axaxaxas mlo. Esas proposiciones,
a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es
verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo
combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina
Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas
no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba
que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de
esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en
tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de
los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n
de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca
es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete
palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura
metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo
conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y
besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola
letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones
que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la
población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que
la especie humana -la única- está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente
inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta.
Acabo de escribir
infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo
juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y
escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es
absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el
número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del
antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un
eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al
cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza. (4)
Mar del Plata, 1941.
(1) El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)
(2) Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
(3) Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demustran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
(4) Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
lunes, 6 de abril de 2020
Motivos. Fernando León de Aranoa.
1. Un recuerdo de la adolescencia.
2. Una llamada de teléfono largamente esperada.
3. Un diagnóstico.
4. El hallazgo inesperado de una fotografía en el transcurso de una mudanza.
Por el contrario, el mismo estudio establece que los motivos por los que el hombre siente tristeza y llora con más frecuencia en esa misma franja de edad, son:
1. Un recuerdo de la adolescencia.
2. Una llamada de teléfono largamente esperada.
3. Un diagnóstico.
4. El hallazgo inesperado de una fotografía en el transcurso de una mudanza.
Aquí yacen dragones, 2013.
domingo, 5 de abril de 2020
El receptor. Iban Zaldua.
Durante las primeras semanas funcionó a la perfección: si Maddi suspiraba, la oíamos varias veces amplificada, aunque estuviésemos en la otra punta de la casa. Al mes de tener el aparato en casa, sin embargo, empezamos a oír ruidos a través del receptor, siempre alrededor de las once de la noche: una especie de chirridos o, según mi mujer, de quejidos. Las primeras veces, por descontado, fuimos corriendo a ver qué le pasaba a la niña, pero siempre la encontrábamos dormida como un tronco. Se nos ocurrió que podía ser la pila -el aparato usaba una de esas pilas cuadradas, grandes, que ya no son tan fáciles de encontrar-, pero, aunque la cambiamos, fue inútil: esa misma noche, a partir de las once, el receptor empezó a emitir aquellos molestos gemidos, y no hizo otra cosa durante los siguientes minutos. «Será una interferencia -afirmó Arantza-. Seguro. Le preguntaré a los vecinos, ya sabes, a los que han tenido gemelos». Así era: los de al lado poseían un aparato similar, que encendían hacia las once de la noche, cuando se acostaban. Les explicamos nuestro problema, pero ellos no podían hacer mucho: nuestro aparato, al menos, no le causaba interferencias al suyo.
No volvimos a preocuparnos del tema en una temporada: los ruidos eran engorrosos, sí, pero no nos impedían oír a Maddi si lloraba o gritaba. Puede decirse que nos acostumbramos.
Durante un fin de semana, sin embargo, nuestros vecinos se marcharon a visitar a los abuelos, al pueblo, y las interferencias continuaron. Entonces empezamos a fijarnos más en aquellos sonidos: subimos el volumen al máximo y tratamos de averiguar qué podía ser aquello. Parecían llantos y, de vez en cuando, se oían algunas palabras que no entendíamos. Como si procedieran de un antiguo disco de 78 r.p.m.
Al final grabamos aquellos sonidos, aquellas supuestas voces, y decidimos llevarle la cinta a Iñigo, un filólogo amigo nuestro que conoce una considerable cantidad de lenguas. Mi petición le sorprendió -no le di demasiadas explicaciones-, pero me prometió que escucharía la grabación. Me llamó a la mañana siguiente: «No se oye muy bien, pero yo diría que es alemán. Pero un alemán un poco raro. Probablemente yiddish: ya sabes, el dialecto de los judíos del Este. Aunque lo cierto es que no he entendido gran cosa».
Recordé entonces que Jabi nos había entregado el aparato dentro de su caja original, y corrí a buscar el cuaderno de instrucciones. Allí estaba: “Made in Poland”. Y, debajo, el nombre y la ubicación de la fábrica: “Oswiecim”.
Oswiecim, en alemán, es Auschwitz.
sábado, 4 de abril de 2020
Concatenación. Ana María Shua.
Temporada de fantasmas, 2004.
viernes, 3 de abril de 2020
Sredni Vashtar. Saki.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.
La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.
Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora.
-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.
-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.
-A veces -dijo Conradín.
Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.
-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:
Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte. Sredni Vashtar el hermoso.
De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.
La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?
-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.
Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.
-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.
Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.
Las crónicas de Clovis, 1911.
miércoles, 1 de abril de 2020
Tu futuro de tus padres. Gabriel de Biurrun.
De pequeño dormía sobre el taburete dispuesto ante el Steinberg del salón y lloraba siempre en la menor. Sus dedos, con el tiempo, acabaron por ser capaces de medir una octava en vez de un palmo; y nunca -ni desnudo- abandonó el gesto al sentarse, ese apartar hacia atrás la cola del chaqué. Ni siquiera ahora pierden sus dedos ese brillante sincopado; ahora que su cuerpo pende de la segunda cuerda más gruesa del piano; si bemol, creo.