lunes, 31 de julio de 2017

El diablo es rojo. Eduardo Galeano.

Melilla, verano de 1936: estalla el golpe de estado contra la república española.
El trasfondo ideológico será explicado, tiempo después, por el ministro de Información, Gabriel Arias Salgado:
-El Diablo vive en un pozo de petróleo, en Bakú, y desde allí da instrucciones a los comunistas.
El incienso contra el azufre, el Bien contra el Mal, los cruzados de la Cristiandad contra los nietos de Caín. Hay que acabar con los rojos, antes de que los rojos acaben con España: los presos se dan la gran vida, los maestros desalojan a los curas de las escuelas, las mujeres votan como si fueran varones, el divorcio profana el sagrado matrimonio, la reforma agraria amenaza el señorío de la Iglesia sobre las tierras…
El golpe nace matando, y desde el principio es muy expresivo.
Generalísimo Francisco Franco:
-Salvaré a España del marxismo al precio que sea.
-¿Y si eso significa fusilar a media España?
-Cueste lo que cueste.
General José Millán-Astray:
-¡Viva la muerte!
General Emilio Mola:
-Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular, debe ser fusilado.
General Gonzalo Queipo de Llano:
-¡Id preparando sepulturas!
Guerra Civil es el nombre del baño de sangre que el golpe de estado desata. El lenguaje pone, así, el signo de la igualdad entre la democracia que se defiende y el cuartelazo que la ataca, entre los milicianos y los militares, entre el gobierno elegido por el voto popular y el caudillo elegido por la gracia de Dios.

Espejos. Una historia casi universal. Eduardo Galeano, 2008.
 

domingo, 30 de julio de 2017

Las panteras y el templo. Abelardo Castillo.

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara. 

Las panteras y el templo. Abelardo Castillo, 1976.

sábado, 29 de julio de 2017

Historias mínimas VIII. Javier Tomeo.

Campo de batalla y cinco mil combatientes muertos. Los primeros buitres planean ya en las alturas, pero todavía no se atreven a descender. En primer plano, dos guerreros cubiertos de sangre.
GUERRERO A. Oye.
GUERRERO B. Qué.
GUERRERO A. ¿Estás muerto?
GUERRERO B. Sí.
GUERRERO A. Por un momento, al verte sonreír, pensé que estabas vivo.
GUERRERO B. Pues estoy muerto.
GUERRERO A. Yo también estoy muerto.
GUERRERO B. Entonces, ¿cómo pudiste verme sonreír, si estás muerto?
GUERRERO A. ¿Y tú? ¿Cómo pudiste sonreír, si no estabas vivo?
GUERRERO B. No sé. A lo mejor la muerte es sólo una media sonrisa.
GUERRERO A. (Dándose por satisfecho con esa respuesta.) Sí, a lo mejor.
Silencio. En lontananza un anciano busca a su hijo entre los muertos, y a los que están caídos de bruces les gira amorosamente la cabeza.

viernes, 28 de julio de 2017

Perfecto mundo imperfecto. Isabel González.

Un niño tenía un perro con tres patas que jugaba al fútbol y atrapaba moscas como cualquiera. Niño y perro dormían juntos, veían la tele bajo la misma manta y todas las mañanas, a las nueve quince, se despedían llorando frente a las puertas del colegio. Allí, el muchacho aprendió a contar. Un tobogán en el parque, dos naranjas en el frutero, tres bombillas en la lámpara. Hasta tres no hubo problemas. Sin embargo, la tarde que contó cuatro, su madre lo encontró meditabundo en el sofá. El perro quería subirse a su regazo y el niño lo espantaba con la mano.
Ha perdido una pata —gruñó enfurruñado.
Y se lanzó a buscarla bajo los muebles. Abrió los armarios, vació las estanterías y derribó los arcones en busca de la extremidad. La madre, arrepentida de no habérselo explicado nunca, lo detuvo, lo abrazó y le aseguró que ella lo arreglaría.
Esa tarde, cuando el niño regresó de la escuela, la mesa estaba amputada, la silla tullida, la cama coja y sobre ella, como siempre, el perro perfecto.


jueves, 27 de julio de 2017

Primera historia. Giovannino Guareschi.

Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
– ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
– ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Don Camilo: un mundo pequeño. Giovannino Guareschi, 1948.
 

miércoles, 26 de julio de 2017

Lo que se esconde bajo los lotos. Eva Sánchez Palomo.

Es la imagen difusa de una mujer, vestida de tul o gasa, un blanco destacándose violentamente en la oscuridad del bosque. Penetra por entre los árboles, pero el movimiento de sus brazos y su cuerpo entero me llaman, me urgen a que la siga a perdernos dentro del bosque. Al caminar noto que el cuerpo me pesa, que estoy cansado porque llevo mucho tiempo, quizá toda la vida, persiguiendo a esa sombra luminosa. Camino tras ella aunque al entrar en el bosque noto un escalofrío, como un miedo y un presentimiento que me atenazan. Pero allá voy, impotente, hacia el rastro que va dejando la mujer, una estela blanca que queda flotando en el aire, no sé si el vestido o esa niebla que ahora acaba de aparecer, que va difuminando el camino y me impide ver por dónde voy. Pero llego a un claro del bosque y hay un estanque en el centro y veo que ella está recostada en la orilla, esperándome con una brazo metido en el agua y el otro llamándome, invitándome a que me acerque, y claro, yo me acerco. Muy despacio. Y ya estoy a punto de llegar a ese brazo, a tocar el ensueño, a descubrir el misterio de esos ojos profundos. Veo los lotos, cubriendo la superficie del estanque, flotando como ojos verdes abiertos en la oscuridad. Entonces sucede. Toda ella cayendo dentro del estanque, el cabello ondeando entre los lotos, y sus ojos hundiéndose más y más, como suplicando ¿o tal vez sonriendo? Y es entonces yo lanzándome hacia delante, hundiendo los brazos entre los lotos, intentando arrebatarle al agua una sombra blanca. Y, de repente, un dolor inmenso, un grito desde lo más hondo de mi cuerpo, y entonces mirar espantado los muñones sangrando donde antes estaban mis brazos y gritar, gritar y gritar en el bosque solitario y oscuro. La luna y los lotos testigos inmóviles del horror.
Es ahí cuando me despierto, sofocada y sudorosa. Y luego las horas de insomnio y pensar qué tengo yo que ver con un caballero, si será que una película, o quizá un cuento. A saber, el subconsciente, incomprensible. Tú te giras en la cama, murmuras algo que no entiendo y me pasas la mano por el pelo. Te susurro que es otra vez la maldita pesadilla y te ofreces a ir a por un vaso de agua. Pero te digo que no te molestes, que sigas durmiendo, ya voy yo.
En la cocina me deslumbra la luz del fluorescente, me preparo un vaso de leche caliente y me siento en la mesa. La luz blanca me recuerda a la pesadilla, la mujer también me hacía daño a los ojos, brillaba también fluorescente. Y los lotos, quizá nunca haya visto lotos realmente, solo alguna película o quizá sí, algún cuadro en el museo, pero no de verdad. Me hace gracia pensar que un caballero, algo tan lejos de mí, además ni siquiera me gusta el tema, porque claro, la dama del lago, los ojos verdes, creo que era de Bécquer, hace años, en el instituto, pero la mente es un laberinto extraño, imprevisible.
Ya la leche caliente me está haciendo efecto y me voy a la cama. En silencio, no quiero despertarte, pero te mueves, aunque creo que no, no te he despertado, y me quedo quieta suplicando que por favor, no más caballeros, ni damas, ni lagos, ni lotos, ni muñones.
Y pasan los días, rápidos, y las noches, muy lentas, y siempre la misma pesadilla. Tú sigues igual, tan extraño, lo noto en esa manera de mirarme, huyen tus ojos de la cara cada vez que me miras. No duermo, estoy arisca, quizá es eso, y te quitas las gafas con ese gesto tuyo, y tus ojos parece que vuelven, y me abrazas, se pasará, ya lo verás, no te preocupes, es el calor, habrás visto alguna película, un sueño tonto. Pero otra vez, ahí, lo he notado, es tu mano, que no me ha pasado por el pelo, todo lo demás sí, pero ha faltado la mano, así que el gesto está incompleto, desganado, como cuando falta la última pieza del puzzle, no es la imagen completa lo que ves, le falta, le falta todo.
Te estás cansando de mi sueño. Lo noto en tus ojos que huyen, en tus manos de gestos incompletos y está ahí también, en tu voz, ese tono impostado, nunca antes ese tono en estos cinco años.
Saldrás tarde, te juntarás con los muchachos para preparar la presentación, yo saldré de la oficina al mediodía, la tarde entera para mí, quizá descansar, leer un libro. Me quedo dormida sobre la mesa de la cocina con el libro abierto entre las manos y otra vez el bosque, la mujer de blanco, los lotos, los muñones. Grito al despertar, como siempre, y un dolor en el cuello que me atenaza. La postura imposible y el terror metido dentro.
Tengo que hacer algo, quizá buscar los lotos, mirarlos de verdad, tenerlos frente a frente. Pero dónde lotos en Madrid. Busco en Internet, lotos y Madrid, pues sí, aquí al lado, Jardín tropical de la estación de Atocha: cocoteros, palmas, palmeras, helioconias, costilla de Adán y lotos, muchos lotos…
La luz que entra por los ventanales y el agua que llueve a cada poco desde el techo forman un microclima tropical aquí, tan lejos del trópico. Camino entre los estanques y me paro en el más alejado del bullicio, al fondo, el estanque de los lotos, el más oscuro. Se ven pinceladas naranjas de peces dibujando garabatos por todas partes. Es algo hipnótico, miro a los lotos, ellos me miran y su quietud me provoca un desasosiego inexplicable. Están ahí parados, pero diciendo algo a gritos verdes, como en el sueño, eran los lotos los ojos que me pedían que hundiera mis brazos. Me dan ganas de hacerlo ahora. Es una locura. Me alejo de la barandilla con un poco de temor, y me siento en un banco frente al estanque, no sé cuánto tiempo, horas. Ya no entra luz de fuera y la zona está iluminada por unas débiles farolas. Salgo a la noche. Es muy tarde, pero tú aun no has llegado, me meto en la cama y quiero esperar a que llegues, me da miedo quedarme dormida y soñar.
Me acerco a los lotos siguiendo a la sombra blanca, me arrastra la luz, no puedo evitar seguirla, la veo caer, hundirse entre los lotos y el pelo flotando, como algas y los ojos y los lotos llamándome con gritos mudos. Mis brazos bajan muy hondo y el dolor, y el grito. Me despiertan tus manos zarandeándome, me arrancan del dolor de la pesadilla y me arrojan a la realidad. No noté cuando llegaste. Te pregunto qué tal ha ido. Tu respuesta es escueta, insuficiente, quieres dormir, te ha sobresaltado mi grito, aunque ya deberías estar acostumbrado.
Vuelvo a la estación, al mismo banco, durante días y días. A veces me preguntas qué hago por las tardes, dónde estoy cuando desaparezco. No quiero decírtelo, me da miedo pensar que creas que estoy enloqueciendo. Voy a mirar los lotos, a intentar responder su enigmática pregunta.
Hoy llevo los ojos llenos de verde, de destellos naranjas, y se encienden las farolas que me indican que se ha hecho tarde, que debo arrastrar el recuerdo y el miedo a dormir hacia las calles fuera de la estación, lejos del estanque y los lotos.
Camino hacia la salida y entonces te veo, sí, es tu pelo crespo, tus ojos que están sonriendo, muy vivos, tras las gafas, la camisa morada que yo te regalé, y tus manos que acarician el pelo de una desconocida alta y delgada, y tu boca que la besa y los cuerpos muy pegados en un abrazo que me estremece y me fulmina.
Desando mis pasos y regreso al banco, los lotos siguen estáticos mostrando fieles su certeza, ahora comprendo qué dicen sus gritos mudos y verdes, he descifrado el sueño y sonrío porque sé que esta noche por fin no habrá una sombra blanca que me insinúa la verdad, ni agua que la cubra, sí corazón a sangre viva, pero no gritos, ni lotos que me lloren de noche en un estanque. 


martes, 25 de julio de 2017

Entre el cielo y el infierno. Albert Sánchez Piñol.

¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Mediterráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivido treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido succionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona, Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos topan con las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. («Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordinario. La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista:
«Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de principio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es el protagonista de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonésima de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo podemos descubrir que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vien­tre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.

 Trece tristes trances. Albert Sánchez Piñol, 2009.