viernes, 28 de julio de 2017

Perfecto mundo imperfecto. Isabel González.

Un niño tenía un perro con tres patas que jugaba al fútbol y atrapaba moscas como cualquiera. Niño y perro dormían juntos, veían la tele bajo la misma manta y todas las mañanas, a las nueve quince, se despedían llorando frente a las puertas del colegio. Allí, el muchacho aprendió a contar. Un tobogán en el parque, dos naranjas en el frutero, tres bombillas en la lámpara. Hasta tres no hubo problemas. Sin embargo, la tarde que contó cuatro, su madre lo encontró meditabundo en el sofá. El perro quería subirse a su regazo y el niño lo espantaba con la mano.
Ha perdido una pata —gruñó enfurruñado.
Y se lanzó a buscarla bajo los muebles. Abrió los armarios, vació las estanterías y derribó los arcones en busca de la extremidad. La madre, arrepentida de no habérselo explicado nunca, lo detuvo, lo abrazó y le aseguró que ella lo arreglaría.
Esa tarde, cuando el niño regresó de la escuela, la mesa estaba amputada, la silla tullida, la cama coja y sobre ella, como siempre, el perro perfecto.


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