lunes, 20 de noviembre de 2017

La calavera. Enrique Jardiel Poncela.

El hombre es un hueso.
(Afirmación mía.)


PREÁMBULO


¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Tendré el eficiente valor para contar esta historia? ¿Podré ejercer sobre mis nervios un dominio bastante a fin de no caer desvanecido antes de concluir?
¡Oh! Cuando vuelvo la vista atrás todo yo me estremezco y el insomnio me hace tiras y mis ojos se abren hasta el desorbiten.
¡Dios mío, dame valor y algún dinero! Voy a empezar.


EMPIEZA EL CUENTO


Hace quince años yo era más joven de lo que soy ahora. Tenía buenas ideas de todas las cosas y gastaba un hermoso peluquín que me había costado cuarenta y seis pesetas y regañar con mi prima Eloísa, a la que no le gustaban los postizos. Andando los años, este peluquín lo perdí en Montecarlo. Se equivocará quien piense que me lo jugué a la ruleta. Lo que me sucedió es —más claramente— que se me extravió yendo en el tranvía de Mónaco, un día de viento.
Vivíamos —mi prima Eloísa, mi abuela (que era una señora que en su juventud había obtenido el primer premio en un concurso de idiotas con paraguas), mi tía Marta, dos ancianos criados y yo— en una vieja casona, situada en la Montaña. (Cuando los escritores hablamos de la Montaña, el público está en la obligación de darse cuenta de que nos referimos a Santander, un poco hacia la izquierda.)
Los dos ancianos criados eran mujer y hombre, campesinos, tristes, cabizbajos, humildes y supersticiosos. Ella lloraba con mucha frecuencia y él no había usado botines nunca.
Mi tía Marta era todo lo joven que le permitía el hecho de haber asistido a los veinte años al nacimiento de Isabel II.
En cuanto a mi prima Eloísa, no la describo porque me duele un poco la cabeza.
Los seis vivíamos en la antigua casona igual que sepultados en vida y de noche todos nos reuníamos alrededor del fuego de la chimenea para rezar el rosario y mascar altramuces.


CONTINUA EL CUENTO


Una de estas noches —aquello y jugar al marro no se me olvidará jamás— el anciano criado entró en el salón de la chimenea con rostro espantado. Venía temblando, hiperestesiado y con las mejillas a medio afeitar. ¿Qué le ocurría?
Le preguntamos, le apremiamos. Él nos enseñó con un dedo rígido el contiguo pasillo.
¡Allí! ¡Allí! —decía el desgraciado Gorgonio Pérez.
Miré en la dirección indicada y todos vimos perfectamente, en el suelo, destacándose en el fondo oscuro del pasillo, una calavera humana. Las cuencas vacías, de las cuales una aparecía manchada de negro, habrían aterrado a Narváez, y la doble hilera de dientes hacía un gesto parecido al que se ejecuta para silbar La calesera. Todos sabéis cómo se silba La calesera, aunque no asistierais al estreno.
Mi abuela, mi prima, mi tía y yo lanzamos un grito de terror.
La primera interrogóme (¡qué bonito es esto de «gome»!) mientras me apretaba su brazo:
¿Por qué esa cuenca aparece negra?
Pero yo no le contesté porque en tal momento me daba igual Cuenca que Guadalajara. Iba a huir precipitadamente por una ventana, cuando mi prima Eloísa comenzó a hacer encaje de bolillos. ¡Estaba loca!


TERMINA EL CUENTO


La calavera desapareció. ¿Había sido una visión? ¿Había sido un ensueño, uno de esos ensueños, producto de la fremostasia glandulosa tan frecuente en los organismos necopáticos, o había sido un deroma vascular de los que padecen los temperamentos neuroegemónicos cuando las variaciones termométricas se invierten en un sentido verídico? No lo sé. Sin embargo, había desaparecido la calavera que todos viéramos en el pasillo.
Pero, ¡ay!, la razón no volvió ya a la mente de mi prima Eloísa.
Alguien lanzó la terrible especie de que mi prima había enloquecido de remordimientos, pues todos recordaban en el pueblo vecino que el hijo del veterinario Salomón Cateto, del que mi prima estaba enamorada hasta el sujetador de corbata sin que él consintiera en corresponder a aquel amor, había muerto misteriosamente dos años antes.
Un día, Salomón salió al campo, se echó a dormir apoyado en un tronco de encina y se lo encontró muerto, con la cabeza separada del tronco.
Y más tarde, el sepulturero de la localidad había jurado que la calavera de Salomón no estaba en la sepultura del joven ni había podido encontrarse, aunque se pusieron anuncios en los periódicos.


EPÍLOGO


Voy con frecuencia a visitar a mi prima.
¡Pobre Eloísa! Ahora le ha dado por jugar a las muñecas con una caja de cerillas y les ha hecho vestiditos y sombreritos a todos los fósforos.
Cuando la visito, rezo, pienso en Dios Nuestro Señor, y suspiro.
¡Qué amarga es la vida!
Odio los gramófonos.

El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos. Enrique Jardiel Poncela, 2017.
 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Quinientas lunas grises. Arantza Portabales.

Voy a contaros una historia”, dice el viajero.
Se comunica con ellos a través del pensamiento. Resulta más fácil de lo que había imaginado durante el aprendizaje. El viajero tiene miedo. El jefe de los hombres grises lo mira con su único ojo.
¿Qué es una historia, viajero?”
El viajero había sido el número uno de su promoción en Yale. Es experto en física cuántica y astrofísica. Ha resultado elegido por la NASA entre más de cinco mil aspirantes para su misión. Y sin embargo, no sabe contestar esa pregunta.
Los habitantes lo rodean. El círculo que forman a su alrededor se va estrechando. Siente su aliento. Intuye el peligro.
Llamadme Ismael”, grita el viajero. Y les ofrece imágenes de océanos profundos. Muestra la lucha de un hombre contra un ser gigante, como nunca han visto en ese planeta gris. Sabe que está salvado cuando el jefe hace un gesto con su extremidad derecha, un tentáculo largo y filamentoso. Cuando acaba la historia, todos quedan en silencio.
Eso sucedió hace tres días. Ahora está en su poblado. Según lo planeado. Quedan muchos meses para ganarse su confianza. El poblado también es gris. Los habitantes son seres cenicientos y solo su ojo amarillo rompe la monocromía del planeta. Hasta su luna despide una luz plomiza que se confunde con la línea del horizonte.
Viajero, cuéntanos otra historia”, le piden cada día. Y él abre su mente, como si fuese un gran libro. Les habla de Huck y del joven Jim. Les explica lo que es la libertad. Y a ese día le siguen otros días. Otras historias. Como la del hombre que confundía molinos de viento con gigantes. No alcanzan a entender la angustia de Gregorio Samsa. El viajero, explica que así se siente él. Distinto. Y lo comprenden. Les habla del amor. Heathcliff y Catherine. Viajan por el planeta azul del viajero subidos en globo.
Se suceden los días. Las historias. Hasta que un día se acaban.
Viajero, cuéntanos una historia”.
El viajero calcula que faltan tres meses para que vuelva el equipo de rescate.
Viajero”, claman los habitantes.
Y el viajero, que ha sido el primero de su promoción en Yale, y es capaz de descifrar una pizarra llena de ecuaciones, no recuerda más relatos.
El jefe se impacienta. Aparece en su ojo amarillo un destello de furia.
Se llamaba Mary Jane”, improvisa el viajero. “Era la chica más bonita del instituto. Y yo un jodido empollón. No sabéis lo difícil que es para un cuatro ojos, presidente del club de ciencia del instituto de Ohio, salir con la chica más popular del instituto. Pero a Mary Jane le gustaba mirar el firmamento. Un día me pidió que le explicase qué era una lluvia de estrellas. Que la acompañase a ver una. Le enseñé a dibujar constelaciones con su dedo índice. Casiopea. Andrómeda. Y nos hicimos amigos. Como lo somos nosotros ahora. Un día la besé. No entenderéis, ni en cien lunas grises, lo que se siente”.
Y el viajero sigue hablando. Día tras día. Luna gris tras luna gris. Les cuenta otras historias. Las suyas. La beca en Yale. La muerte de su madre por un cáncer de páncreas. La boda con Mary Jane. Su primer empleo en el Instituto de Ciencias de Ohio. La llamada de la Academia Nacional de Ciencias. El nacimiento de Rose.
Intercala esos grandes acontecimientos de su vida con historias comunes. El sabor de la hamburguesa con pepinillos en el bar de Al. La primera función de Rose, en la que lloró tanto que no quiso subirse al escenario. También les cuenta que añora la tarta de arándanos de su madre. Todos juntos saborean la cremosidad del queso fresco que contrasta con la acidez de los frutos rojos.
Y un día les habla del accidente que sufrió Mary Jane en Arlington Street. Y ve el horror en sus caras cuando desvela que ella falleció en el acto. No así la pequeña Rose. Rose aguantó casi setenta horas. Porque era una pequeña luchadora. Y les muestra el rostro de aquel conductor borracho.
Él es tu Moby Dick”, sentencia el jefe.
También les habla de la tristeza. “¿Qué es la tristeza, viajero?”. “La tristeza es una lluvia de estrellas sin Rose ni Mary Jane”, responde. Confiesa que es la tristeza la que lo llevó a presentarse voluntario para esa misión.
Y finalmente explica su misión. Faltan apenas diez lunas para que sus compañeros vuelvan. Esperan que él se haya ganado su confianza. Les cuenta que los viajeros que vienen no lo harán en son de paz. Que ambicionan ese planeta gris. Que no se conformarán con contar historias.
Todos moriréis”, grita. Y mil imágenes de destrucción se desploman sobre ellos.
Los habitantes lo miran con horror. Los mismos ojos que habían llorado la muerte de Mary Jane y de la pequeña Rose, se fijan al unísono sobre el viajero.
Viajero, dinos que eso es también una historia”.
Y el viajero niega con la cabeza. Les dice que deben sacrificarlo a él. Dejar su cadáver en el centro de la llanura. Luchar contra los humanos. Y el jefe responde que no puede. Que son amigos. Como Huck y Jim.
Pero el viajero explica que es necesario.
Los habitantes grises lloran con su único ojo amarillo, por el viajero que llegó del cielo, repleto de historias.
Todos lo acompañan a la gran llanura. Está a punto de anochecer. El gran jefe, enrosca su largo tentáculo alrededor del cuello del viajero y aprieta fuerte. “Te echaremos de menos, viajero”.
El viajero extiende el dedo índice. Con ese dedo dibuja el perfil de una imaginaria Osa Mayor. Y siente que el corazón se ralentiza a medida que el jefe presiona más y más fuerte. Aunque sabe que da igual. Que ya se paró hace cuatro años en Arlington Street. Fija sus ojos en la luna gris que emerge en el horizonte.
Y sonríe.

 Blog: Una nube de historias, Arantza Portabales, 17 abril 2017.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Exilio. Edmond Hamilton.

¡Lo que daría por no haber hablado de Ciencia Ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podría ser comprobada ni refutada.
Pero tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inició una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Más tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía. No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escoces de más, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro éramos personas comunes y corrientes.
-Camuflaje protector, eso es -anuncié-. ¡Cuánto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!
Brazell me miró, un poco molesto por la abrupta interrupción.
-¿De que estas hablando?
-De nosotros cuatro -Respondí-. ¡Qué espléndida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso… Ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando uno tras otro, mundos imaginarios.
-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell escéptico.
-Claro que sí-admití-. Pero todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola línea, ¿verdad? incluso desde nuestra infancia, ¿no? por eso no estamos a gusto aquí.
-Nos sentiríamos mucho peor en alguno de los mundos que describimos -replicó Madison.
En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio como de costumbre, copa en la mano, meditabundo, sin prestarnos atención. Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de él, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.
-Lo mismo me ocurrió a mí en una ocasión- dijo a Madison.
-¿Que? -pregunto Madison.
-Lo que acabas de sugerir… Una vez escribí uno sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en él –contesto Carrick.
Madison soltó una carcajada.
-Espero que haya sido un sitio más habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.
Carrick ni siquiera sonrío.
-De haber sabido que viviría en él, lo habría creado muy distinto -murmuro.
Brazell, tras dirigir una mirada significativa a la copa vacía de Carrick, nos guiñó un ojo y pidió con voz melosa:
-Cuéntanos cómo fue, Carrick.
Carrick no apartó la mirada de la copa mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía entre una frase y otra.
Sucedió inmediatamente después de que me mudara junto a la Gran Central de Energía. A primera vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias. Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo y del universo que lo contenía. Pasé todo el día concentrado en ello. Y cuando terminé, ¡algo en mi mente hizo clic!
Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quedé allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta en alguna parte. Por supuesto, ignoré esa extraña idea, salí de casa y me olvidé del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dediqué la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama. Así pues había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imaginé todas sus crueldades y supersticiones. Erguí sus bárbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando terminé aquel clic resonó de nuevo en mi mente.
Entonces sí me asusté de verdad pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad sólida. Sabía que era una locura; sin embargo, en mi mente tenía la increíble certeza. No podía abandonar esa idea. Traté de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con solo imaginarlos, ¿dónde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos…, completamente distintos el uno del otro. Pero, ¿y si ese mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía? ¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que no había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado? Medité esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por qué los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y solo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Vivía cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza súper amplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmocionó la masa informe y la hizo apropiarse de las formas que yo soñaba.
¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabía. Hay una diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: ‘Todos los hombres saben que algún día morirán y ninguno cree que llegara ese día’. Pues conmigo ocurrió lo mismo. Me daba cuenta de que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenía la extraña convicción de que así era. Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a mí mismo en ese otro mundo? ¿También sería yo real en él? Lo intenté. Me senté en mi escritorio y me imaginé a mí mismo como uno más entre los millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mí en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!
Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos. Madison le incitó a continuar:
-Y seguro despertaste allí y una hermosa muchacha se acercó a ti y preguntaste: “¿Dónde estoy?”.
-No sucedió así -respondió Carrick, sombrío-. No fue así en absoluto, desperté en ese otro mundo, sí. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.
Seguía siendo yo, pero era el yo imaginado por mí para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí…., del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo. Y mi otro yo era tan real en el mundo imaginario creado por mí como lo había sido en el mío propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad.
Hizo una pausa.
Al principio, me resultó extraño. Caminé por las calles de aquellas bárbaras ciudades y miré los rostros de las personas con un imperioso deseo de gritar en voz alta: ¡Yo los imaginé a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que yo los soñé!
Sin embargo, no lo hice. No me habrían creído. Para ellos, yo no era más que un miembro insignificante de su raza. ¿Cómo podían creer que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación? Cuando cesó mi turbación inicial, me desagradó el lugar. Lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para una historia, eran aberrantes y repulsivas en mi propia carne. Solo deseaba volver a mi mundo. ¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve la vaga sensación de que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en la dirección contraria.
La pasé bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y yo me acoplé lo mejor que pude al mundo creado por mí.
-¿Qué hiciste allí? Quiero decir: ¿Que función cumpliste? -pregunto Brazell
Carrick encogió de hombros.
-No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Solo poseía mi propio oficio… el de contar historias.
Empecé a reír.
-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?
Él asintió, sombrío.
-No me quedó más remedio. Era lo único que podía hacer. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante… y les gustaron.
Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio. Madison llevó la broma hasta sus últimas consecuencias.
-¿Y cómo te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?
-¡Nunca regresé a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.

 

jueves, 16 de noviembre de 2017

Blanco y negro, Ernesto Ortega.

El día que repusieron “Casablanca” en el cine de verano hacía tanto viento que a Humphrey Bogart se le voló el sombrero y fue a parar a la fila siete, justo en mis rodillas. No pude evitar ponérmelo. Cuando terminó la película el cielo se había vuelto gris. Un hombre que se ocultaba entre las sombras me sonrió. Llovía y por alguna ventana se escapaban las notas de un piano. Una chica me pidió fuego. Yo no fumaba, pero me entraron unas ganas irresistibles de encenderme un pitillo y llamarla muñeca. Desapareció en un Austin blanco. Paré un taxi y dije: “Rápido. ¡Siga a ese coche!”, pero la perdí. Al llegar a casa una mujer me esperaba sentada en el sofá con un vestido negro. Me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa. Cuando iba a besarla, me dijo: “Venga, cámbiate, que llegamos tarde a la cena”, y todo recuperó su aburrido color original.

 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Paraíso al revés. Rogelio Guedea.

Picando una cebolla la otra tarde me rebané un dedo, prácticamente me corté la yema. Entonces lo que hice fue pegarla otra vez. La dejé ahí creyendo que se adheriría de nuevo a la carne y sus fibras recobrarían la entereza de antes, fundiéndose y confundiéndose con sus fibras hermanas, brevemente ausentes. Pero no fue así. El trozo de piel quedó mal, pegado como por encima, endeble de uno a otro borde. Entonces pensé que eso pasaba un poco como cuando una mujer que amamos nos deja un buen día y, al siguiente, intentamos recuperarla, algo así de su carne ya no termina de adherirse bien a la nuestra, ni sus ojos nos miran como antes en el desayuno, ni sus manos nos acarician la espalda de la misma manera tierna al regresar del trabajo, y su alma como su amor queda colgando de un hilo, en las orillas del viento, a la deriva, y entrada la noche uno, quebrado en dos pedazos, termina andando por las calles peor que un fantasma.



martes, 14 de noviembre de 2017

Los merengues. Julio Ramón Ribeyro.

Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

 Cuentos circunstanciales. Julio Ramón Ribeyro, 1958.

lunes, 13 de noviembre de 2017

El cangrejo. Mireia Manzano.

Y me acosté pronto, y hojeé sin interés la novela, y me cepillé los dientes, y cené salchichas con un poco de la lasaña que sobró de ayer, y leí el periódico poniendo los pies encima del sillón, y me aburrí con los errores garrafales de los concursantes de Pasapalabra, y me desabroché la corbata con un suspiro de alivio, qué día de perros, y llegué a casa de mal humor porque no quedaba tabaco en el quiosco, y perdí los estribos en un atasco brutal, y tuve que quedarme hasta las seis porque a mi secretaria no se le había ocurrido nada mejor que no avisarme de la reunión hasta diez minutos antes, y estuve debatiendo sobre el nuevo fichaje del Barça con el nuevo de la oficina, que tiene pinta de ser un madridista rematado, y me distraje mirando por la ventana ahora que mi jefe ya apenas pasa por el despacho a revisar el trabajo que hacemos, y salí a comer un sándwich vegetal porque, definitivamente, desde que hablé con el doctor, estoy a dieta, y estuve ansioso esperando a que llegara la hora del almuerzo, abrasándome de calor ahora que nos han quitado el aire acondicionado a los que estamos en la primera planta, y mandé unos correos un tanto desagradables a un par de clientes morosos, y le pedí a mi secretaria un café, bien caliente y con dos de azúcar por favor, Charo, y telefoneé a mi exmujer para saber si podría encargarse ella esta tarde de ir a buscar a la niña al colegio, ya está bien, siempre me haces lo mismo y hoy te tocaba a ti, yo esta noche pensaba ir al cine con Sergi y no puedo hacerme cargo, se lo diré a mi madre y vamos a ver qué hacemos, y llegué a la oficina enfadado por culpa de una maldita moto que se saltó el ámbar en un cruce, y me vestí a toda prisa, y desayuné un cruasán reseco y un poco de café frío del día anterior, y me desperté con la almohada pegada a la mejilla porque seguramente anoche lloré un poco antes de acostarme, y me di cuenta de que necesitaba volver a empezar porque, desde hacía días, mi vida parecía estar funcionando al revés.

 
Ganadora del VI premio de Microrrelatos “El Basar”