lunes, 20 de noviembre de 2017

La calavera. Enrique Jardiel Poncela.

El hombre es un hueso.
(Afirmación mía.)


PREÁMBULO


¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Tendré el eficiente valor para contar esta historia? ¿Podré ejercer sobre mis nervios un dominio bastante a fin de no caer desvanecido antes de concluir?
¡Oh! Cuando vuelvo la vista atrás todo yo me estremezco y el insomnio me hace tiras y mis ojos se abren hasta el desorbiten.
¡Dios mío, dame valor y algún dinero! Voy a empezar.


EMPIEZA EL CUENTO


Hace quince años yo era más joven de lo que soy ahora. Tenía buenas ideas de todas las cosas y gastaba un hermoso peluquín que me había costado cuarenta y seis pesetas y regañar con mi prima Eloísa, a la que no le gustaban los postizos. Andando los años, este peluquín lo perdí en Montecarlo. Se equivocará quien piense que me lo jugué a la ruleta. Lo que me sucedió es —más claramente— que se me extravió yendo en el tranvía de Mónaco, un día de viento.
Vivíamos —mi prima Eloísa, mi abuela (que era una señora que en su juventud había obtenido el primer premio en un concurso de idiotas con paraguas), mi tía Marta, dos ancianos criados y yo— en una vieja casona, situada en la Montaña. (Cuando los escritores hablamos de la Montaña, el público está en la obligación de darse cuenta de que nos referimos a Santander, un poco hacia la izquierda.)
Los dos ancianos criados eran mujer y hombre, campesinos, tristes, cabizbajos, humildes y supersticiosos. Ella lloraba con mucha frecuencia y él no había usado botines nunca.
Mi tía Marta era todo lo joven que le permitía el hecho de haber asistido a los veinte años al nacimiento de Isabel II.
En cuanto a mi prima Eloísa, no la describo porque me duele un poco la cabeza.
Los seis vivíamos en la antigua casona igual que sepultados en vida y de noche todos nos reuníamos alrededor del fuego de la chimenea para rezar el rosario y mascar altramuces.


CONTINUA EL CUENTO


Una de estas noches —aquello y jugar al marro no se me olvidará jamás— el anciano criado entró en el salón de la chimenea con rostro espantado. Venía temblando, hiperestesiado y con las mejillas a medio afeitar. ¿Qué le ocurría?
Le preguntamos, le apremiamos. Él nos enseñó con un dedo rígido el contiguo pasillo.
¡Allí! ¡Allí! —decía el desgraciado Gorgonio Pérez.
Miré en la dirección indicada y todos vimos perfectamente, en el suelo, destacándose en el fondo oscuro del pasillo, una calavera humana. Las cuencas vacías, de las cuales una aparecía manchada de negro, habrían aterrado a Narváez, y la doble hilera de dientes hacía un gesto parecido al que se ejecuta para silbar La calesera. Todos sabéis cómo se silba La calesera, aunque no asistierais al estreno.
Mi abuela, mi prima, mi tía y yo lanzamos un grito de terror.
La primera interrogóme (¡qué bonito es esto de «gome»!) mientras me apretaba su brazo:
¿Por qué esa cuenca aparece negra?
Pero yo no le contesté porque en tal momento me daba igual Cuenca que Guadalajara. Iba a huir precipitadamente por una ventana, cuando mi prima Eloísa comenzó a hacer encaje de bolillos. ¡Estaba loca!


TERMINA EL CUENTO


La calavera desapareció. ¿Había sido una visión? ¿Había sido un ensueño, uno de esos ensueños, producto de la fremostasia glandulosa tan frecuente en los organismos necopáticos, o había sido un deroma vascular de los que padecen los temperamentos neuroegemónicos cuando las variaciones termométricas se invierten en un sentido verídico? No lo sé. Sin embargo, había desaparecido la calavera que todos viéramos en el pasillo.
Pero, ¡ay!, la razón no volvió ya a la mente de mi prima Eloísa.
Alguien lanzó la terrible especie de que mi prima había enloquecido de remordimientos, pues todos recordaban en el pueblo vecino que el hijo del veterinario Salomón Cateto, del que mi prima estaba enamorada hasta el sujetador de corbata sin que él consintiera en corresponder a aquel amor, había muerto misteriosamente dos años antes.
Un día, Salomón salió al campo, se echó a dormir apoyado en un tronco de encina y se lo encontró muerto, con la cabeza separada del tronco.
Y más tarde, el sepulturero de la localidad había jurado que la calavera de Salomón no estaba en la sepultura del joven ni había podido encontrarse, aunque se pusieron anuncios en los periódicos.


EPÍLOGO


Voy con frecuencia a visitar a mi prima.
¡Pobre Eloísa! Ahora le ha dado por jugar a las muñecas con una caja de cerillas y les ha hecho vestiditos y sombreritos a todos los fósforos.
Cuando la visito, rezo, pienso en Dios Nuestro Señor, y suspiro.
¡Qué amarga es la vida!
Odio los gramófonos.

El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos. Enrique Jardiel Poncela, 2017.
 

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