martes, 31 de diciembre de 2024

El regreso. Fernando Sorrentino.

En 1965 yo tenía veintidós años y cursaba el profesorado en letras. Corría la naciente primavera de septiembre; cierta mañana, muy temprano —acababa de amanecer—, me hallaba estudiando en mi cuarto. Vivíamos en un quinto piso, en el único edificio de departamentos que había en esa cuadra de la calle Costa Rica.
Sentía algo de pereza: cada tanto, dejaba vagar mi vista a través de la ventana. Desde allí veía la calle y, en la vereda de enfrente, el trabajado jardín del viejo don Cesáreo, cuya casa ocupaba el lote esquinero, el de la ochava, que, por lo tanto, constituía un pentágono irregular.
Junto a la de don Cesáreo estaba la antigua y enorme casa de los Bernasconi, bella gente que hacía cosas lindas y buenas. Tenían tres hijas, y yo estaba enamorado de la mayor, Adriana. Por eso, echaba cada tanto alguna mirada hacia la acera de enfrente, más por hábito del corazón que porque esperase verla, a tan temprana hora.
Como de costumbre, el viejo don Cesáreo se hallaba cuidando y regando su adorado jardín, al que separaban de la vereda una verja baja y tres escalones de piedra.
La calle estaba desierta, de manera que forzosamente me llamó la atención un hombre que surgió en la cuadra anterior y que avanzaba en dirección a la nuestra por la misma acera donde tenían sus casas don Cesáreo y los Bernasconi. ¿Cómo no iba a llamarme la atención ese hombre, si era un mendigo o vagabundo, un abanico de andrajos oscuros?
Barbado y flaco, un deforme sombrero de paja amarillenta le cubría la cabeza. Pese al calor, se envolvía con un rotoso sobretodo grisáceo. Llevaba además una bolsa enorme y sucia, donde guardaría las limosnas o los restos de comidas que obtuviese.
Continué observando.
El vagabundo se detuvo frente a la casa de don Cesáreo y, a través de las rejas, le pidió algo. El viejo era hombre de mal carácter: sin contestar nada, hizo con la mano un ademán como de echarlo. Pero el mendigo pareció insistir, en voz muy baja, y entonces sí oí claramente que el viejo gritó:
—¡Váyase de una vez, che, y no me moleste!
Sin embargo, volvió a porfiar el vagabundo y ahora hasta subió los tres peldaños de piedra y forcejeó un poco con la puerta de hierro. Entonces don Cesáreo, perdiendo del todo su poca paciencia, lo apartó de un empellón. El mendigo resbaló en la piedra mojada, intentó sin éxito asirse de una reja y cayó violentamente al piso. En el mismo relámpago instantáneo, vi sus piernas extendidas hacia arriba y oí el nítido ruido del cráneo al golpear en el primer escalón.
El viejo don Cesáreo salió a la calle, se inclinó sobre él y le palpó el pecho. En seguida lo tomó de los pies y lo arrastró hasta el cordón de la vereda. Luego entró en su casa y cerró la puerta, en la seguridad de que no había testigos de su involuntario crimen.
El único testigo era yo.
Al rato largo pasó un hombre y se detuvo junto al mendigo muerto. Después se juntaron otras personas, y llegó la policía. Metieron al pordiosero en una ambulancia y se lo llevaron.
Eso fue todo, y nunca más se habló del asunto.
Yo, por mi parte, me guardé muy bien de abrir la boca. Probablemente procedí mal, pero ¿por qué iba yo a acusar a aquel viejo que nunca me había hecho ningún daño? Por otro lado, ya que no había sido su intención dar muerte al pordiosero, no me pareció justo que un proceso judicial le amargara los últimos años de su vida. Pensé que lo mejor sería dejarlo a solas con su conciencia.
Poco a poco fui olvidando el episodio; sin embargo, cada vez que veía a don Cesáreo, experimentaba una extraña sensación. Pensaba: “El viejo ignora que yo soy, en todo el mundo, el único conocedor de su secreto”. Desde entonces, no sé por qué, eludía su presencia y jamás me atreví a volver a hablarle.
• • •
En 1969 yo tenía veintiséis años y el título de profesor de castellano y literatura. Adriana Bernasconi no se había casado conmigo sino con cierto individuo que quién sabe si la quería y la merecía tanto como yo.
Por esos días, Adriana, cada vez más hermosa, se hallaba embarazada y muy próxima al parto. Seguía viviendo en la misma enorme casa antigua de siempre, ya que su marido —quise creer— fue incapaz de comprar vivienda propia. Esa agobiante mañana de diciembre, antes de las ocho, yo me encontraba dando clases particulares de gramática a unos muchachitos del secundario que debían rendir examen; como solía hacerlo, echaba cada tanto alguna melancólica mirada hacia enfrente.
De pronto, mi corazón dio —literalmente— un vuelco, y creí ser víctima de una alucinación.
Por el mismo exacto camino de antes, se acercaba el mendigo a quien don Cesáreo había matado cuatro años atrás: las mismas ropas harapientas, el sobretodo grisáceo, el deforme sombrero de paja, la bolsa infame.
Olvidando a mis alumnos, me precipité a la ventana. El pordiosero iba disminuyendo su paso, como si ya se encontrase cerca de su destino.
“Ha resucitado”, pensé, “y viene a vengarse de don Cesáreo”.
Sin embargo, el mendigo pisó la vereda del viejo, pasó frente a la verja y continuó su camino. Luego se detuvo ante la puerta de Adriana Bernasconi, oprimió el picaporte y entró.
—En seguida vuelvo —les dije a los alumnos.
Enloquecido de ansiedad, no quise esperar el ascensor, bajé por la escalera, salí a la calle, crucé corriendo y, como una tromba, entré en la casa de Adriana (en aquella época y en aquel barrio no se estilaba echar llave durante el día).
—¡Hola! —me dijo su madre, que estaba tras la puerta del zaguán, como a punto de salir—. Qué milagro, vos por acá.
Nunca me había mirado con malos ojos. Me abrazó y me besó, y yo no entendía bien qué pasaba. Luego comprendí que Adriana acababa de ser madre, y que todos estaban muy contentos y emocionados. No pude menos que estrechar la mano de mi victorioso rival, que sonreía con su cara de estúpido.
No sabía cómo preguntarlo y consideraba si sería mejor callar o no. Después llegué a una solución intermedia. Con fingida indiferencia, dije:
—En realidad, me permití entrar sin tocar el timbre porque me pareció ver meterse a un pordiosero, con una bolsa sucia, grande, y tuve miedo de que entrara a robar.
Me miraron con sorpresa: ¿pordiosero?, ¿bolsa?, ¿robar? Bueno, ellos habían permanecido todo el tiempo en la sala y no sabían a qué me refería.
—Seguramente me habré equivocado —dije.
Luego me invitaron a pasar a la habitación donde estaban Adriana y su bebé. En casos así, nunca sé qué decir. La felicité, la besé, miré al bebito y pregunté qué nombre iban a ponerle. Me dijeron que Gustavo, como el padre; a mí me hubiera gustado más el nombre Fernando, pero no dije nada.
Ya en casa, pensé: “Ése era el pordiosero a quien mató el viejo don Cesáreo, no tengo duda. Pero no ha regresado a tomar venganza, sino a reencarnarse en el hijo de Adriana”.
Pero, dos o tres días después, me pareció que la hipótesis era ridícula, y fui olvidándola.
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Y la habría olvidado del todo, si no fuera que, en 1979, cierto episodio la trajo de nuevo a mi memoria.
Con más años encima y sintiéndome cada día capaz de menos cosas, tenía que redactar, para cierto suplemento literario, la reseña de una novela muy aburridora. Por eso, aquella mañana mi atención se posaba sólo por momentos en el libro que estaba leyendo junto a la ventana; luego, distraído y perezoso, dejaba vagar la mirada por aquí y por allá.
Gustavo, el hijo de Adriana, jugaba en la azotea de su casa. Por cierto, era aquél un juego bastante elemental para su edad; pensé que el chico había heredado la escasa inteligencia de su padre y que, si hubiera sido hijo mío, sin duda habría hallado una manera menos burda de divertirse.
Sobre la pared medianera había colocado una hilera de latas vacías e intentaba ahora derribarlas mediante piedras que arrojaba desde tres o cuatro metros. Como no podía ser de otro modo, casi todos los cascotes caían en el jardín de don Cesáreo. Pensé que el viejo, a la sazón ausente, iba a sufrir una rabieta cuando encontrase destrozadas muchas de sus flores.
Y, justamente en ese momento, don Cesáreo salió de la casa al jardín. Era, en verdad, muy viejo y caminaba con extrema vacilación, apoyando con cautela uno y otro pie. Se dirigió con temerosa lentitud hasta la puerta del jardín y se dispuso a bajar los tres peldaños que daban a la vereda.
Al mismo tiempo, Gustavo —que no veía al viejo— le acertó por fin a una de las latas, que, al rebotar en dos o tres saledizos de las paredes, cayó con gran estrépito en el sendero de baldosas que atravesaba el jardín de don Cesáreo. Éste, que estaba en mitad de la breve escalera, se sobresaltó al oír el ruido, hizo un movimiento brusco, resbaló con violencia y, las piernas hacia arriba, dio sonoramente con el cráneo contra el primer escalón.
Todo esto lo veía yo, y ni el niño había visto al viejo, ni el viejo al niño. Por alguna razón, Gustavo abandonó entonces la azotea. En pocos segundos, ya mucha gente había rodeado el cadáver de don Cesáreo, y era obvio que una caída accidental había sido la causa de su muerte.
Al otro día, con la decisión de concluir la lectura de la novela que debía reseñar, me levanté muy temprano y de inmediato me instalé con el libro junto a la ventana. En la casa pentagonal se cumplía el velorio de don Cesáreo: en la vereda había algunas personas que fumaban y conversaban.
Esas personas se apartaron con asco y aprensión cuando, poco después, de la casa de Adriana Bernasconi salió el pordiosero, con sus andrajos, su sobretodo, su sombrero de paja y su bolsa de siempre. Atravesó el grupo de hombres y mujeres, y fue perdiéndose lentamente a lo lejos, hacia el mismo rumbo desde el cual había venido dos veces.
Al mediodía supe, con pena pero sin sorpresa, que Gustavo no había amanecido en su cama. Sus padres iniciaron una desolada búsqueda, que, con obstinada esperanza, continúa hasta hoy. Yo nunca tuve fuerzas para decirles que desistieran de ella.

lunes, 30 de diciembre de 2024

"La pena hace silbar..." Miguel Hernández.

La pena hace silbar, lo he comprobado,
cuando el que pena, pena malherido,
pena de desamparo desabrido,
pena de soledad de enamorado.
 
¿Qué ruy-señor amante no ha lanzado
pálido, fervoroso y afligido,
desde la ilustre soledad del nido
el amoroso silbo vulnerado?
 
¿Qué tórtola exquisita se resiste
ante el silencio crudo y favorable
a expresar su quebranto de viuda?
 
Silbo en mi soledad, pájaro triste,
con una devoción inagotable,
y me atiende la sierra siempre muda.

El silbo vulnerado, 1934.

domingo, 29 de diciembre de 2024

Propiedades de un sillón. Julio Cortázar.

En casa del Jacinto hay un sillón para morirse.
Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón, que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere.
Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas, pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente. Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entre tanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer-su-pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse. Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor.


sábado, 21 de diciembre de 2024

El viudo Turmore. Ambrose Bierce.

Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
 
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.


martes, 17 de diciembre de 2024

Contra un juez avaro. Fray Luis de León.

Aunque en ricos montones
levantes el cautivo inútil oro;
y aunque tus posesiones
mejores con ajeno daño y lloro;
 
y aunque cruel tirano
oprimas la verdad, y tu avaricia,
vestida en nombre vano,
convierta en compra y venta la justicia;
 
aunque engañes los ojos
del mundo a quien adoras: no por tanto
no nacerán abrojos
agudos en tu alma; ni el espanto
 
no velará en tu lecho;
ni huirás la cúita y agonía,
el último despecho;
ni la esperanza buena en compañía
 
del gozo tus umbrales
penetrará jamás; ni la Meguera,
con llamas infernales,
con serpentino azote la alta y fiera
 
y diestra mano armada,
saldrá de tu aposento sola una hora;
y ni tendrás clavada
la rueda, aunque más puedas, voladora
 
del Tiempo hambriento y crudo,
que viene, con la muerte conjurado,
a dejarte desnudo
del oro y cuanto tienes más amado;
y quedarás sumido
en males no finibles y en olvido. 

domingo, 15 de diciembre de 2024

Sangre en los jardines. Hernando Téllez.

Cuando los guardias rurales llegaron a la granja de mamá Rosa, hacía ya una semana que Pedrillo estaba tirado en la cama, hecho una miseria de dolor y de ira. Las heridas del brazo habían tomado una escandalosa coloración de tomate maduro y el brazo abultaba hasta reventar. La infección y la fiebre devoraban a Pedrillo. Esos malditos hombres de la guardia, si lo encontraban, no lo dejarían con vida. Esto era lo de menos. ¡Si sólo lo mataran! Pero Pedrillo sabía que antes de que con él acabaran como un perro, de un disparo o de un machetazo en la nuca, bien medido, para que los huesos se quebraran y la cabeza quedara bamboleándose y fuera fácil desprenderla y ensartarla luego en un palo para llevarla a la alcaldía del pueblo como trofeo, antes de que eso ocurriera, Pedrillo sabía que ocurrirían otras cosas con él, pues ya estaban ocurriendo con los otros. Sabía que lo torturarían en la cárcel. Y también lo sabía mamá Rosa, su mamá. Esto lo atormentaba más que todo y se le aparecía como una anticipación de las torturas que, de seguro, iban a ensayar otra vez esos bárbaros si lograban pillarlo. Primero le cortarían los dedos de los pies, como a Saulo Gómez, y luego lo pondrían a caminar sobre las piedras del patio; y después, quién sabe, lo colgarían de las manos para azotarlo desnudo, mientras con las puntas de las bayonetas esos salvajes se divertirían abriéndole surcos en la carne. Y, Dios santo, pobre mamá Rosa si la obligaban a la fuerza, a puntapiés, a presenciar el espectáculo, como a la desgraciada María del Carmen Vargas, quien se había vuelto loca ahí mismo, y tuvieron que sacarla del pueblo para el manicomio. No. Él no se dejaría pillar. Él era una presa difícil.
Pero los guardias llegaron. Mamá Rosa los divisó desde la pequeña colina que daba sombra, en la tarde, a uno de los costados de la casa. Bajó corriendo para avisar a Pedrillo. El rostro de la mujer se había vuelto de ceniza, del color de ese polvillo volandero que deja el carbón de palo, ya apagado y a medio quemar, sobre los ladrillos del fogón. “Ahí vienen, ahí vienen”, dijo. Pedrillo tambaleó para levantarse de la cama. La fiebre, como un mal enemigo, trataba de doblegarlo. Pero él era un mocetón de veinticinco años, lo que se llama un mocetón, bronco y fuerte, a quien le decían Pedrillo por puro chiste, por pura gracia del contraste entre su vigor campesino y el diminutivo con que, desde siempre, lo nombraba su madre. El sucio trozo de tela que le servía de cabestrillo para el brazo herido cayó al suelo, y el brazo, al perder ese apoyo, se convirtió en una masa de dolor, inverosímilmente pesada. La cara se le contrajo en una expresión de martirio. Soltó una espantosa grosería, y mamá Rosa, con las manos temblorosas, ató de nuevo el trapo por detrás del cuello. “Aprisa, mamá, dame uno de los fusiles”. Había dos, cargados, debajo de la cama. Ella extrajo uno, lo colgó al hombre del brazo bueno de su hijo, y abrió la puerta. Entró, sin obstáculos, la claridad de la tarde y con ella, traído en el viento, el delicioso olor de los cañaverales, pues esa era una tierra de caña —dulce y de cafetos, de naranjos y de jazmines, de los cándidos jazmines que mamá Rosa cultivaba.
Pedrillo salió apoyándose en el muro de tapia pisada. Hizo un violento esfuerzo para enderezar el torso y, poco a poco, fue apresurando el paso. Mamá Rosa se quedó parada a la puerta. El sol le daba sobre los ojos de pupilas dilatadas. Parecía un personaje de cuadro al óleo, con su negra mata de pelo, partida en dos, el busto alto y palpitante bajo la tosca blusa, las manos sobre las anchas caderas, y el miedo y la amargura distribuidos sobre el rostro. Lo vio desaparecer más allá de las cañas, más allá de los cafetos, más allá de la última mancha de hierba.
Pero los guardias llegaron. Del punto en donde los vio mamá Rosa a la casa, había que contar entre cinco y ocho minutos de tiempo. Pasaron probablemente diez antes de que los tuviera a la vista, a un metro de distancia entre la puerta y la boca de los tres fusiles tendidos contra ella. Mamá Rosa alcanzó, pues, a poner todo en orden: la cama y la cocina. No movió el fusil que le había dejado Pedrillo. Apenas hizo caer un poco más contra el suelo, para disimular el arma, la descolorida manta del lecho. Lo hizo sin saber por qué, pues ella no pensaba oponer ninguna resistencia. “Si me matan, que me maten. Dios sabrá”. Tantas otras mamás Rosas habían muerto así en los últimos meses que ella no iba a ser ciertamente una novedad. Muertas estaban Carmen y la niña Luisa y la anciana Rosario, su comadre, la madrina de Pedrillo. ¿Qué importaba, pues? Y otra ventaja: mientras la mataban, los guardias le darían un poco más de tiempo a Pedrillo para huir. La muerte andaba ahora por toda la comarca con uniforme del gobierno, unas veces, y otras sin uniforme. Se mataban los unos a los otros desde hacía meses y meses. Pedrillo, como los demás, había entrado a la fiesta. Y de seguro que Pedrillo debía también unas cuantas vidas de esas con uniforme color de tierra pardusca y cinturón con balas y machete al cinto. Aquello parecía a mamá Rosa una maldición del cielo. Pero, qué diablos, nada se sacaba con lamentaciones. Ella no sabía nada de la política y cuando Pedrillo quiso explicárselo, Mamá Rosa le dijo que él anduviera bien con Dios y no se metiera en nada. Pero Pedrillo ya estaba en la danza. “Si uno no se apresura a matar, lo matan”. Algo así le dijo él. Y mamá Rosa se resignó.
Ahora ya no había nada que hacer. Ahí estaban los guardias. “¿Pedrillo podría seguir caminando?”. “¿El dolor no terminaría por echarlo a tierra?”. “¿Y estos hombres darían con él?”. Mamá Rosa los miraba y sentía que empezaba a desfallecer. “¿Por qué no disparan?”. “Yo debía estar ya muerta”. “¡Santo Dios! ¡Santo Dios!”. Nada. Ella seguía extrañamente viva frente a las bocas de los fusiles y frente a esas tres caras nada siniestras. “Son como Pedrillo”. “Tan jóvenes como Pedrillo”. Avanzaron. “Ahora dispararán”. “Perdóname, Dios bendito”. Uno de ellos le gritó: “Vieja inmunda”, y enderezando el fusil que tomó en una mano, con la otra le golpeó el rostro. Mamá Rosa se llevó las manos a la cara y las retiró manchadas de sangre. Después sintió que sobre el costado caía, de plano, la culata del fusil. Rodó sobre el suelo y ahí contra el piso de greda, que le pareció tibio y húmedo, se le clavó, al lado del seno, la punta de una bota, una, dos, tres veces. ¡Pobre Mamá Rosa! El prodigioso dolor que se apoderó de todo su cuerpo no le impidió recordar que así había visto maltratar muchas veces por los gañanes de la comarca, a los cerdos y a los perros. Ella no era ahora más ni mejor que los cerdos o los perros.
Los tres hombres se detuvieron en el marco de la puerta. Uno de ellos gritó: “So hijo e perra, entréguese o lo matamos”. Tenían miedo de penetrar a la habitación. Pasaron unos segundos y luego se oyó una descarga. “No hay nadie, no hay nadie”, les gritó Mamá Rosa, “mátenme, mátenme”. Los hombres entraron. Y Mamá Rosa arrastrándose, los siguió. Se volvieron para mirarla. Y el que parecía más enardecido apuntó al cuerpo de Mamá Rosa. “Cuidado con la vieja. Ella sabe para dónde se ha ido”, dijo otro. Y entonces, se oyó, afuera, a la distancia, un tiro de fusil. Los tres guardas se precipitaron fuera de la habitación, con el arma al brazo. Mamá Rosa empezaba a desvanecerse, pero entre la niebla de la conciencia le pareció que una nueva detonación sonaba, más próxima, menos distante. “Es Pedrillo”, pensó. Y la cabeza, con su negra mata de pelo partida en dos y ahora ensangrentada, se doblegó sobre el suelo.
Pero los guardias volvieron. Cuando Mamá Rosa recuperó el sentido y pudo otra vez incorporarse, le pareció que Dios no era completamente justo con ella, pues le permitía vivir para ver lo que estaba viendo: Pedrillo había sido cazado por los guardias —él debía haber disparado al aire para llamarles la atención y salvarla a ella— y ahí, en el naranjo que adornaba la minúscula huerta, fronteriza a la puerta de entrada, estaba colgado de las manos, como un cuero de res, las espaldas desnudas, desgarradas y sanguinolentas. El grito de Mamá Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. “Esto era lo que se merecía el hijo e perra. Y todavía falta, vieja p…”, aulló el que estaba restregando contra la rala hierba el cinturón manchado de rojo. Mamá Rosa veía brillar al sol de media tarde, como una llaga, esa dura espalda maciza del gigante Pedrillo que de su vientre había salido una noche, frágil y pequeñito. Ahí estaba Pedrillo, peor que un perro apaleado. “Y que Dios me perdone: como Cristo”. Sus propios dolores se le olvidaron a Mamá Rosa. Ya no sentía su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como si esa espalda fuera su propia carne. No, no eran sus dolores sino los dolores de Pedrillo que en ella resonaban, repercutían y desollaban la carne y el alma. Pobre Mamá Rosa con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza bíblica de madre campesina donde ahora se hundían unas manos desesperadas y trágicas. “Y todavía falta vieja p…”, volvió a aullar la voz del guardia, quien, al mismo tiempo, arranco al aire una queja con el látigo antes de dejarlo caer una y otra vez sobre la espalda. Se oyó un quejido como de animal a punto de morir, un lamento sordo y elemental que parecía llegar desde el fondo último de la Vida, desde el abismo visceral de la existencia. “Y todavía falta…”, rugió de nuevo la voz.
Mamá Rosa comprendió que ella también, como Pedrillo, estaba muriéndose. Y que iba a caer de nuevo, sobre el suelo. “Virgen de los Dolores, ayúdame”. El pecho se le rompió en sollozos. Otra vez sonaban los latigazos. “Miserables, miserables, debían matarlo más bien”. Y Mamá Rosa recordó entonces que allí, debajo de la cama, estaba el otro fusil de Pedrillo. Sí. La Virgen de los Dolores la había oído.
El primer disparo hizo un impacto imperfecto y levantó un trozo de corteza del árbol. Pero el segundo penetró en la carne martirizada y sangrante de la espalda, ahuyentando para siempre el dolor y la vida. Mamá Rosa se desplomó sobre el piso con el fusil entre las manos. Ahí quedaba con la cabeza sobre la tierra. Una cabeza como para un cuadro, con su mata de pelo negro, partida en dos.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Libro del desasosiego. (Fragmento 237). Fernando Pessoa.

Cuando era niño recogía los carretes. Los amaba con amor doloroso –qué bien lo recuerdo- porque por no ser reales sentía por ellos una inmensa compasión…
¡Qué alegría la mía cuando un día conseguí tener en mis manos unas piezas de ajedrez! Les puse enseguida nombre a las figuras y pasaron a pertenecer a mi mundo de sueños.
Esas figuras se definían nítidamente. Tenían vidas distintas.
Uno -cuyo carácter yo había decretado violento y sportsman- vivía en una caja que estaba encima de mi cómoda, por donde paseaba por la tarde cuando yo, y después él, regresábamos del colegio, un tranvía de interiores de cajas de cerillas de madera ligadas entre sí por no sé qué sistema de alambre. Él saltaba siempre con el tranvía en marcha. ¡Ay, infancia mía muerta! ¡Su cadáver siempre vivo en mi pecho! Cuando recuerdo estos juguetes míos de niño ya crecido, una sensación de lágrimas me enciende los ojos y una saudade aguda e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó hirsuto y visible, visualizable en mi pasado, en mi perpetua idea de mi cuarto de entonces, en torno a mi persona invisualizable de niño, vista desde dentro, que iba de la cómoda al tocador, y del tocador a la cama, conduciendo por el aire, imaginándolo parte de una línea de transportes, el tranvía rudimentario que llevaba a casa a mis escolares de madera ridículos.
A unos les atribuía vicios -tabaco, robo-, pero no soy de índole sexual y no les atribuía actos, salvo, creo, una predilección, que me parecía cosa de broma, de besar a las chicas y mirarles las piernas. Les hacía fumar papel enrollado detrás de una caja grande que había encima de una maleta. A veces aparecía por allí un profesor. Y con toda la emoción suya, y que yo me veía obligado a sentir, colocaba enseguida el falso cigarrillo y ponía al fumador mirándolo con curiosidad tirado allá en la esquina, esperando al profesor y saludándolo, no recuero bien cómo, a su inevitable paso… A veces estaban lejos el uno del otro, y yo no podía maniobrar con un brazo a uno y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar alternativamente. Aquello me dolía como hoy me duele no poder dar expresión a una vida… ¿Pero por qué recuerdo esto? ¿Por qué no seguí siendo siempre un niño? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de las astucias de mis escolares y de la llegada como que inesperada de mis profesores? Hoy no puedo hacer eso… Hoy sólo tengo la realidad, con la que no puedo jugar… ¡Pobre niño exiliado en su virilidad! ¿Por qué razón tuve que crecer?
Hoy, cuando me acuerdo de todo eso, me inundan saudades de más cosas que todo eso. Murió en mí mucho más que mi pasado.

Libro del desasosiego, 1982.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Documento de muerte. Gabriel Jiménez Emán.

Recuerdo muy bien el día de mi muerte. Todos estaban tristes por lo trágico del accidente: mi automóvil pierde los frenos y da de lleno contra un camión.
Yo fui a verme en la urna. Era algo realmente horrendo observarse ahí dentro sin poder hacer nada para escapar. Créanme que sentí náuseas y el estómago se me anudó. Desde entonces no he podido dormir y cada día me siento peor.
Prometo firmemente que la próxima vez que me muera no iré a verme, pues se termina por no saber nada acerca de la muerte; y si se está muerto, por lo menos tiene uno el derecho de saberlo.