Cuando era niño recogía los carretes. Los amaba con amor doloroso –qué bien lo recuerdo- porque por no ser reales sentía por ellos una inmensa compasión…
¡Qué alegría la mía cuando un día conseguí tener en mis manos unas piezas de ajedrez! Les puse enseguida nombre a las figuras y pasaron a pertenecer a mi mundo de sueños.
Esas figuras se definían nítidamente. Tenían vidas distintas.
Uno -cuyo carácter yo había decretado violento y sportsman- vivía en una caja que estaba encima de mi cómoda, por donde paseaba por la tarde cuando yo, y después él, regresábamos del colegio, un tranvía de interiores de cajas de cerillas de madera ligadas entre sí por no sé qué sistema de alambre. Él saltaba siempre con el tranvía en marcha. ¡Ay, infancia mía muerta! ¡Su cadáver siempre vivo en mi pecho! Cuando recuerdo estos juguetes míos de niño ya crecido, una sensación de lágrimas me enciende los ojos y una saudade aguda e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó hirsuto y visible, visualizable en mi pasado, en mi perpetua idea de mi cuarto de entonces, en torno a mi persona invisualizable de niño, vista desde dentro, que iba de la cómoda al tocador, y del tocador a la cama, conduciendo por el aire, imaginándolo parte de una línea de transportes, el tranvía rudimentario que llevaba a casa a mis escolares de madera ridículos.
A unos les atribuía vicios -tabaco, robo-, pero no soy de índole sexual y no les atribuía actos, salvo, creo, una predilección, que me parecía cosa de broma, de besar a las chicas y mirarles las piernas. Les hacía fumar papel enrollado detrás de una caja grande que había encima de una maleta. A veces aparecía por allí un profesor. Y con toda la emoción suya, y que yo me veía obligado a sentir, colocaba enseguida el falso cigarrillo y ponía al fumador mirándolo con curiosidad tirado allá en la esquina, esperando al profesor y saludándolo, no recuero bien cómo, a su inevitable paso… A veces estaban lejos el uno del otro, y yo no podía maniobrar con un brazo a uno y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar alternativamente. Aquello me dolía como hoy me duele no poder dar expresión a una vida… ¿Pero por qué recuerdo esto? ¿Por qué no seguí siendo siempre un niño? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de las astucias de mis escolares y de la llegada como que inesperada de mis profesores? Hoy no puedo hacer eso… Hoy sólo tengo la realidad, con la que no puedo jugar… ¡Pobre niño exiliado en su virilidad! ¿Por qué razón tuve que crecer?
Hoy, cuando me acuerdo de todo eso, me inundan saudades de más cosas que todo eso. Murió en mí mucho más que mi pasado.
Libro del desasosiego, 1982.
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