jueves, 19 de septiembre de 2024

No me lo pidan. Pablo Neruda.

Piden algunos que este asunto humano
con nombres, apellidos y lamentos
no lo trate en las hojas de mis libros,
no le dé la escritura de mis versos:
dicen que aquí murió la poesía,
dicen algunos que no debo hacerlo:
la verdad es que siento no agradarles,
los saludo y les saco el sombrero
y los dejo viajando en el Parnaso
como ratas alegres en el queso.
Yo pertenezco a otra categoría
y sólo un hombre soy de carne y hueso,
por eso si apalean a mi hermano
con lo que tengo a mano lo defiendo
y cada una de mis líneas lleva
un peligro de pólvora o de hierro,
que caerá sobre los inhumanos,
sobre los crueles, sobre los soberbios.
Pero el castigo de mi paz furiosa
no amenaza ni a los pobres ni a los buenos:
con mi lámpara busco a los que caen,
alivio sus heridas y las cierro:
y éstos son los oficios del poeta,
del aliviador y del picapedrero:
debemos hacer algo en esta tierra
porque en este planeta nos parieron
y hay que arreglar las cosas de los hombres
porque no somos pájaros ni perros.
Y bien, si cuando ataco lo que odio
o cuando canto a todos los que quiero
la poesía quiere abandonar
las esperanzas de mi manifiesto
yo sigo con las tablas de mi ley
acumulando estrellas y armamentos
y en el duro deber americano
no me importa una rosa más o menos:
tengo un pacto de amor con la hermosura:
tengo un pacto de sangre con mi pueblo.

Canción de gesta, 1960.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Episodio del enemigo. Jorge Luis Borges.

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
—Es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
—Puedo hacer una cosa —le contesté.
—¿Cuál? —me preguntó.
—Despertarme.
Y así lo hice.

martes, 17 de septiembre de 2024

Papá, mamá y el pequeño. Herta Müller.

Muchos saludos desde la soleada costa del mar Negro. Hemos llegado bien. Hace buen tiempo. La comida es buena. El restaurante está en los bajos del hotel, y la playa queda al lado mismo.
Y mamá tiene que cargar siempre con sus bigudís, y su bata de casa, y sus chinelas con borlas de seda, y el pijama de papá.
Papá es el único comensal con traje y corbata en el restaurante. Y es que mamá lo quiere así.
La comida ya está sobre la mesa y humea y humea, y la camarera es otra vez demasiado amable con papá; por algo será. Y a mamá se le ensombrece la cara y la nariz empieza a destilarle, y a mamá se le hincha una vena en el cuello y un mechón de pelo le cae sobre los ojos y le empieza a temblar la boca, y mamá hunde su cuchara en la sopa hasta el fondo.
Papá se encoge de hombros, sigue mirando a la camarera y derrama la cucharada de sopa en el camino a su boca, pese a lo cual frunce los labios ante la cuchara vacía y sorbe y se mete la cuchara en la boca hasta el mango. La frente le suda a papá.
Pero el pequeño ya ha volcado el vaso y el agua gotea al suelo por el vestido de mamá, y él se ha metido la cuchara en el zapato y ya ha sacado las flores del florero y las ha desparramado sobre la ensalada de lechuga.
A papá se le agota la paciencia y los ojos se le ponen fríos y lechosos, y a mamá los ojos se le hinchan y enrojecen. Oye, que al fin y al cabo es tan hijo tuyo como mío. Y mamá, papá y el pequeño pasan, al salir, junto al puesto de cerveza.
Papá aminora el paso, pero mamá le dice que tomarse una cerveza ahora ni hablar, no, eso sí que ni hablar.
Y papá aborrece a ese niño que ya el primer día se pone rojo como un cangrejo por efecto del sol, y oye a sus espaldas el paso cansino de mamá, y sabe, sin volverse, que esos zapatos también le aprietan, que la carne también se le desborda de ese par como de todos los demás pares, que no hay en el mundo zapatos lo suficientemente anchos para sus pies, para su dedo pequeño, siempre encorvado, escoriado y vendado.
Mamá tira con fuerza del pequeño hacia ella y murmura una frase tan larga como el camino, que las camareras son todas unas putas, gente de lo peor, pobres diablas que nunca llegan a nada en este mundo. El pequeño rompe a llorar y se cuelga de ella y se deja caer al suelo, y las huellas de los dedos de mamá en sus mejillas tienen un brillo aún más rojo que el de la erisipela.
Mama no encuentra las llaves de la habitación y vacía su bolso, y papá hace una mueca de asco al ver el monedero pringoso, los billetes siempre arrugados, el peine viscoso, los pañuelos eternamente humedecidos.
Por fin aparecen las llaves en el bolsillo de la americana de papá, y a mamá se le humedecen los ojos, y se agacha y rompe a llorar.
Y la luz tiembla, y la puerta no cierra bien, y el ascensor se para. Papá olvida al niño en el ascensor. Mamá martillea la puerta de la habitación con ambas manos.
Luego viene la siestecita.
Papá suda y ronca, papá se echa boca abajo, papá entierra la cara en la almohada y la mancha con saliva mientras sueña. El pequeño tira de su manta, agita los pies, frunce el entrecejo y recita en sueños el poema de la ceremonia de clausura en el parvulario. Mamá yace despierta e inmóvil entre las sábanas mal lavadas, bajo el cielo raso mal blanqueado, tras los cristales mal lavados de las ventanas. Sobre la silla reposan sus labores de punto.
Mamá teje un brazo. Mamá teje la espalda. Mamá teje el cuello, mamá teje un ojal en el cuello.
Mamá escribe una postal: aquí se ve el hotel donde estamos alojados. He marcado nuestra ventana con una crucecita. La otra cruz, más abajo, sobre la arena, señala el sitio donde siempre tomamos el sol.
Bajamos cada mañana muy temprano para ser los primeros y que nadie nos quite el sitio.

En tierras bajas, Herta Müller, 1982.

domingo, 15 de septiembre de 2024

A un olmo seco. Antonio Machado.

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas, 
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Campos de Castilla, 1912.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Papillas. Fernando Iwasaki.

Detesto los fantasmas de los niños. Asustados, insomnes, hambrientos. El de casa llora desconsolado y se da de porrazos contra las paredes. De repente me vino a la memoria el canto undécimo de La Ilíada y le dejé su platito lleno de sangre.No le gustó nada y por la mañana encontré todo desparramado. Volví a dejarle algo de sangre por la noche, aunque mezclada con leche y unas cucharaditas de miel: le encantó. Desde entonces le preparo unas papillas riquísimas con sangre, cereales, leche y galletas molidas. Sigue desparramándome las cosas, pero ya no se da porrazos y a veces siento cómo corre curioso detrás de mí. Quizás me haya cogido cariño. Tal vez ya no me tenga miedo. ¡Angelito!, si hubiera comido así desde el principio nunca lo hubiera estrangulado.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

La historia de una hora. Kate Chopin.

Sabiendo que la señora Mallard padecía de problemas del corazón, se tomaron muchas precauciones para trasmitirle, de la forma más suave posible, la noticia de que su marido había muerto.
Se lo dijo su hermana Josephine con frases entrecortadas e insinuaciones opacas que revelaban y ocultaban a medias. Richards, el amigo de su marido, también se encontraba allí, junto a ella. Fue él quien había estado en la redacción del periódico cuando llegó la noticia del accidente ferroviario, cuya lista de “víctimas” encabezaba Brently Mallard. Esperó tan solo a que la veracidad de esta fuera corroborada por un segundo telegrama y se apresuró para evitar que otro amigo menos cuidadoso y cariñoso fuera el portador de tan triste mensaje.
Ella no escuchó la historia como lo han hecho muchas otras mujeres, con una incapacidad paralizante para aceptar su significado. Rompió a llorar de inmediato en los brazos de su hermana, con un repentino y salvaje abandono. Cuando la tormenta de dolor amainó se retiró sola a su habitación. No permitió que nadie la siguiera.
Frente a la ventana abierta había un cómodo y espacioso sillón. Se hundió en él, presa de un agotamiento físico que inmovilizó su cuerpo y parecía querer alcanzar su alma.
En la plaza que había frente a su casa podía ver las copas de los árboles temblando ante la reciente llegada de la primavera. En el aire flotaba un delicioso aroma de lluvia. En la calle, un vendedor ambulante anunciaba su mercancía. Las notas de una melodía lejana que alguien estaba cantando llegaron levemente a sus oídos y multitud de gorriones trinaban en los aleros.
Aquí y allá podían verse retazos de cielo azulado entre las nubes que chocaban entre sí y se apilaban en el poniente.
Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín del sillón, quieta excepto cuando un sollozo trepaba por su garganta y la sacudía, como si fuera una niña que ha llorado hasta quedarse dormida y prosigue su llanto entre sueños.
Era una mujer joven, con un bello y calmado rostro y unas facciones que dejaban entrever contención e incluso cierto temperamento. Sin embargo, sus ojos carecían de brillo en aquellos momentos, su mirada clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azulado. No era una mirada reflexiva, sino que indicaba la suspensión de cualquier pensamiento inteligente.
Algo iba a sobrevenirle y estaba esperándolo con temor. ¿Qué sería? Lo desconocía, pues era demasiado sutil y esquivo para ponerle nombre. Pero lo sentía aparecer furtivamente del cielo para alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban la atmósfera.
Entonces, su pecho comenzó a subir y bajar agitadamente. Empezaba a reconocer esta cosa que se disponía a poseerla y luchaba con toda su voluntad para rechazarla, con tan poca fuerza como si lo hiciera con sus blancas y delgadas manos.
Cuando se dejó llevar, una palabrita susurrada escapó de sus labios entrecerrados. La murmuró una y otra vez:
—¡Libre, libre, libre!
La mirada vacía y la expresión de terror abandonaron su rostro. Sus ojos permanecieron despiertos y brillantes. Su pulso latía aceleradamente y el flujo de su sangre templaba y sosegaba cada centímetro de su cuerpo.
No se detuvo a preguntarse si la alegría por la que había sido invadida era o no monstruosa. Una percepción clara y exaltada le permitió descartar esa idea por su trivialidad.
Era consciente de que volvería a llorar cuando viera sus manos bondadosas y tiernas cruzadas en la postura de la muerte, su rostro que siempre la había mirado con amor ahora petrificado, gris, muerto. Pero, más allá de aquel amargo momento, pudo ver la larga procesión de años venideros que le pertenecerían únicamente a ella. Extendió los brazos abiertos hacia ellos para darles la bienvenida.
No habría nadie a quien dedicar su vida en los siguientes años, viviría para sí misma. No habría una voluntad poderosa que doblegase la suya con esa insistencia con la que los hombres y las mujeres creen que tienen derecho a imponer su propia voluntad sobre sus semejantes. Que la intención fuera buena o cruel no hacía que el crimen fuese menor, tal y como lo veía ella en ese momento de clarividencia.
No obstante, lo había amado. A veces. A menudo no. ¡Qué importaba! ¡Qué sentido tenía el amor, ese misterio sin resolver, frente a esa energía que de pronto reconocía como el impulso más poderoso de su ser!
—¡Libre! ¡Libre en cuerpo y alma! —continuó susurrando.
Josephine estaba arrodillada ante la puerta cerrada, con los labios contra la cerradura, implorando que la dejara pasar.
—¡Louise, abre la puerta! Te lo ruego, abre la puerta. Vas a ponerte enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? ¡Por todos los cielos, abre la puerta!
—Márchate. No voy a ponerme enferma.
No lo haría, pues bebía del elixir de la vida a través de la ventana abierta.
Su imaginación corría desbocada por todos aquellos días que tenía por delante. Días primaverales y días estivales, y todo tipo de días que serían únicamente suyos. Rezó en voz baja para que su vida fuera larga. Y pensar que ayer sentía escalofríos al pensar que la vida podía ser larga.
Se puso en pie y abrió la puerta ante la insistencia de su hermana. Había un triunfo febril en su mirada y caminaba inconscientemente como una diosa de la Victoria. Cogió a su hermana por la cintura y juntas bajaron las escaleras. Richards las esperaba abajo.
Alguien estaba abriendo la puerta principal con una llave. El que entró era Brently Mallard, algo desaguisado tras el viaje, cargando con su maletín y su paraguas como si tal cosa. Había estado lejos del lugar del accidente, de hecho ni siquiera sabía que este había acontecido. Permaneció de pie, sorprendido ante el desgarrador grito de Josephine y el movimiento rápido de Richards para ocultarle y que su esposa no le viera.
Pero Richards no había sido lo suficientemente rápido.
Cuando llegaron los médicos dijeron que había muerto de una enfermedad del corazón: la alegría que mata.

martes, 10 de septiembre de 2024

La sangre derramada. Federico García Lorca.

¡Que no quiero verla!
 
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
 
¡Que no quiero verla!
 
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
 
¡Que no quiero verla!
 
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
 
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
 
¡Que no quiero verla!
 
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
 
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
 
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
 
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, 1935.