sábado, 28 de septiembre de 2024

Huerto de los naranjos. Alfredo Buxán.

Cómo explicarle a nadie que nacimos

en un rincón azul del paraíso

y que el jardín existe. Mejor no propagarlo.

Que cada uno cumpla su destino

y la marea negra que regresa

una vez y mil veces a la costa

–chapapote de muerte que se mete en las casas–

no alcance nunca las raíces de los árboles

que nos dieron el aire, y con el aire el sustento:

el mismo sueño cada mañana al levantarnos,

la mancha imborrable de las moras en los dientes,

la huella del nogal en la palma de las manos

como feliz estigma que todos compartimos,

la luz del merendero bajo la parra hinchada

y las uvas amargas, el viejo laberinto

de las flores, el columpio y la barca de piedra

que surcaba las aguas para hacer sin descanso

cada día cien millas, cada vez un viaje,

las peras de San Juan y las manzanas ácidas,

el canto de los mirlos, las mazorcas de leche

que merendamos alrededor de la casona,

las tijeras de podar junto a la escalinata,

la humedad de la hierba, la fruta machucada

que sólo sirve ya para compota,

todo eso,

el caminito de los caracoles

en la lluvia y su rastro de baba en la conciencia,

las sardinas asadas al volver de la playa,

el pringue de las manos plagadas de rasguños,

el sendero de grava, la leña hecha montones

y a resguardo en un rincón de la tapia,

los taludes de tierra en que nos revolcábamos

con saña de piratas, las ciruelas pisadas

y la certeza de que el mar no se iba a mover.

Estaba siempre allí para entregarse a nosotros.

A mano izquierda según se baja hacia la plaza.

El mar y sus secretos. Mejor no propagarlo.

Qué más da que lo crean o lo ignoren

si nosotros sabemos, cuando muere la tarde,

que aquella felicidad existe todavía.

Existe y tiene nombre aunque no lo digamos.

Las palabras perdidas, 2011.

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